Lo encuentro en la escalera, con el tambor de bordado en el regazo y la mirada pegada en la puntada como quien busca leer las líneas de la mano. La casa es un hervidero a esta hora de la mañana. Las voces de funcionarios del Distrito, reporteros de televisión y curadores de la Bienal de Arte y Ciudad BOG25 resuenan por los pasillos. Él las esquiva con paciencia y mueve la aguja con rapidez contenida: lo hace para ordenar la cabeza y capotear el exceso de energía del espacio. «Cuando estoy estresado, me descargo bordando. Me quita la rabia», dijo cuando conversamos.
En el último tiempo, las noches de Alejandro Méndez se reparten en tres camas: una losa del Cementerio Central, el catre de una pensión barata y el colchón de la Fundación Amor Real, donde estamos ahora. Tiene veintitrés años y lleva diez sin un techo fijo. Él no encaja en el estereotipo del habitante de calle tragado por la mugre: está limpio, con el cabello recién cortado y habla con cierta fluidez.
Pero la intemperie dejó huellas en sus gestos: la inquietud de sus manos, la suspicacia en la mirada, el afán por no detenerse demasiado en un lugar. Bordar es su manera de domar el vértigo interno: la puntada atiende la mano que antes buscaba el tarro de pegante o la pipa de bazuco. En su trabajo plasma animales y plantas: pequeñas geografías vitales donde encuentra belleza y sosiego. «Yo pinto, pero con hilo», me dice.
Diamantina Arcoíris —diseñadora de modas bogotana de cuarenta y cuatro años— abrió la Fundación Amor Real en el barrio Santa Fe hace una década. Allí enseñan a bordar a quienes vienen del consumo de drogas, les sirven un plato de comida caliente y confeccionan prendas que llevan la memoria de la calle. La clásica cobija tres tigres que protege a los caminantes del subsuelo del sereno capitalino aquí es lavada, remendada y transformada en abrigo de pasarela.
Lo que comenzó como una práctica íntima en la fundación tendrá ahora una salida inesperada. Alejandro Méndez y sus compañeros llegarán a la Bienal de Arte y Ciudad BOG25 con su primera exposición colectiva. Bogotá conoce las ferias de arte —cuatro días de obras para la venta y públicos de nicho—, pero no está habituada a bienales que se extiendan por siete semanas ni a que el arte irrumpa en el espacio público. Del 20 de septiembre al 9 de noviembre de 2025, más de cien artistas interrumpirán la inercia de la ciudad con piezas que reflexionan sobre el mandato social de la felicidad. Entre ellos, los bordadores del Santa Fe darán puntadas sobre un lienzo que condensa la selva en una figura: una mujer-montaña que abraza plantas, hongos, rituales y resguardos, dibujada por el artista amazónico Wees Peter Teteye. En la obra, la felicidad aparece como vínculo —la convivencia amorosa entre cuerpo y paisaje—, no como un estado individual del alma.
Junto al original, habrá una réplica en una lona de tres metros, dividida en pequeños cuadros. En el Palacio de San Francisco, cada uno será bordado por manos ajenas al circuito tradicional del arte: habitantes de calle, vecinos y cualquiera que se atreva. Los fragmentos serán cosidos hasta recomponer la pieza. Aún no se sabe cuál será su destino. Este ejercicio reproduce a escala pública lo que Amor Real hace a diario: el bordado compartido, los círculos de palabra, las jornadas de mambeo y los espacios de integración para apaciguar los pensamientos duros. Es el testimonio material de un grupo de personas que busca hacer las paces con sus demonios.
En el taller de confección de la casa está trabajando Brandon: visera roja hundida hasta las cejas, la mirada que irradia timidez y melancolía. Su oficio consiste en ensamblar restos: convierte la vieja cobija con venados en un vestido osado, pega hileras de tapas de cerveza en las mangas de una chaqueta, cose envolturas de Chocoramo hasta que parecen escamas. Lo que para otros es residuo de la ciudad o rastro de las «ollas», para él es materia prima. A lo largo de la conversación, nunca nombró a su oficio como artesanía o diseño. Lo llama arte. Así también lo llaman varios de sus compañeros.
Amor Real tiene un dibujante, y parece venir de otro planeta en relación con el Santa Fe. Wees Peter Teteye, joven de la etnia Bora, pasó veintiún años en el corazón del Amazonas. Creció entre malocas donde se repetían cantos ancestrales, ceremonias de mambe y cacerías que se narraban como lecciones de vida. Cuando pensó en estudiar una carrera, su familia lo impulsó a viajar a Bogotá. Diamantina ya los conocía por trabajos de tejido que previamente había hecho en la selva, y lo acogió en la fundación. Intentó entrar a la universidad, pero no fue admitido. Esa circunstancia abrió el camino que hoy sostiene su presente: el del dibujante empírico que, sin importar el diseño, plasma la espesura amazónica en las prendas de la marca. Le basta mirar una imagen en el celular para llevarla, a mano alzada, hasta la tela.
En sus dibujos se obsesiona con las texturas. Con el modo en que las raíces se enroscan como serpientes, con las cicatrices que la corteza graba en la piel del árbol, con los pliegues de las montañas que ofrecen una respiración lenta. Dice que esas venas o ramificaciones son los caminos por donde circula la energía. Si no las pinta, la selva de su infancia se queda detenida, como un río represado. Wees encarna la idea de que dibujar es sostener el pulso de un mundo que, si deja de fluir con armonía, se muere.
En el Santa Fe, entre recicladores, adictos y pillos de esquina, mantiene la ética aprendida en la selva: estar en armonía con lo que lo rodea. Su entrega al mambe y su cosmovisión son una brújula silenciosa en una casa cargada de sufrimiento humano. Frente al desamparo de la calle y los demonios que alborota el consumo, su trazo insiste en lo contrario: paciencia, equilibrio, continuidad, belleza.
Cuando la curadora María Wills invitó a Diamantina a presentar una propuesta para la Bienal, ella pasó meses dándole vueltas. Pensó en encajar: producir algo que pareciera obra, hablar el lenguaje del medio artístico. Tuvo la tentación de construir una fachada y la descartó. «No voy a ir muy lejos; voy a ir hacia lo que sabemos hacer», se dijo, y entonces propuso un bordado colectivo, talleres para aprender y cerrar con un desfile. No renunció a la ambición creativa; desplegó, más bien, una forma estricta de la ambición: medir la escala del salto con la medida de su oficio y su identidad.
Esa operación altera el criterio con que se valora el arte. En el circuito actual, el modelo dominante junta autor y obra en una misma ecuación: un nombre firma, un objeto se evalúa. En el ejercicio que propone Amor Real, la autoría se diluye en el procedimiento: el valor se mide en el tiempo compartido, en la coordinación grupal, en la pericia acumulada en manos que históricamente han quedado fuera de la sala. No se trata de suprimir al creador. Se trata de trasladar el eje: del brillo del genio solitario al trabajo colaborativo que sostiene la obra y a las vidas que ese trabajo sostiene.
¿Por qué Diamantina Arcoíris cambió su vida privilegiada de diseñadora con showroom en la calle 85 por un refugio de sanación colectiva en el barrio Santa Fe, donde confluyen los principales problemas sociales de Colombia? Porque su hermano fue consumidor, habitó la calle y fue ejecutado extrajudicialmente. Ella quería conocer y entender a los habitantes del subsuelo que vivieron lo que él vivió. Su primer experimento consistió en parquear su furgoneta hippie Volkswagen frente a la casa. Todos los lunes en la noche, durante años, enseñaba a bordar y a mambear a quienes se acercaban. Así dieron paso a la conversación honesta. Y comenzó a formarse una comunidad.
Para Diamantina, el arte ha sido acotado colonialmente por hábitos de clase y por mercados aspiracionales que lo convirtieron en lujo. Ese encierro y ese ensimismamiento, en su opinión, legitima exclusiones y borra formas de vida que también crean sentido. Lo que ocurre en la casa del Santa Fe lo cuestiona desde la praxis: enseñar a confeccionar, intercambiar ideas creativas y presentarse a nombre colectivo disputa la definición de lo artístico desde la acción diaria.
«En los entornos hostiles florecen cosas maravillosas», dice Diamantina. «El arte no es solo para quien tiene apellido, cartón de universidad y exposición en un museo. Ese velo tiene que caer. Hay conceptos burgueses amañados que debemos cuestionar: el arte no es exclusivo de nadie. Las personas que habitan la calle tienen derecho a expresarse creativamente y a contradecir la historia que se ha escrito sobre ellas. Lo hacen todo el tiempo; nosotros somos los que no los miramos».
Durante cincuenta y un días, en un palacio declarado monumento nacional al que nunca habían entrado, los habitantes del subsuelo, los artistas sin contactos del Santa Fe, mostrarán su oficio. No llegarán a pedir nada. No serán reducidos a problema social ni usados como diagnóstico. Serán vistos por lo que sus manos saben hacer.
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