En el barrio de La Boca, al sur de Buenos Aires, hay una excursión poco conocida para cruzar el Riachuelo en el puente transbordador Nicolás Avellaneda. La distancia que atraviesa apenas se acerca a los cien metros, pero el atractivo no reside ahí, sino en que solo existieron veinte puentes transbordadores en el mundo, y este es uno de los ocho que sobrevivieron y todavía funcionan. Luego del recorrido, en la otra orilla sigue un breve paseo en Isla Maciel. Al grupo turístico se suman algunos viejos habitantes del barrio que se aseguran de que los índices de delincuencia de la zona no pongan en peligro la jornada. Se ven las construcciones desparejas de materiales baratos, la plaza central, murales de artistas de cumbia santafesina y el club de fútbol; cosas típicas de un barrio de la Zona Sur del Conurbano.
Unas cuadras para adentro se hace la última parada antes de subirse nuevamente al puente transbordador: la Casa Museo Carpintero de Ribera, un viejo y pequeño taller mecánico de reparación de partes de barcos, conservado por más de cien años para que se pueda conocer ese oficio en desuso. El dueño, que fue el último carpintero naval de la zona, trabajaba mucho por una paga de lo más mediocre. Su hijo explica la utilidad de algunas herramientas y responde preguntas. Antes de invitar a los visitantes a dejar un dinero para la manutención del lugar, pide silencio. Empieza a darle cuerda a un gramófono de la época de los gramófonos para que suene «Palermo». «Lo único que tenía mi papá para darle aliento y seguir trabajando era Gardel», cuenta. Entonces, tal como lo escuchaban en los barrios bajos de los que él mismo provenía, brota la voz más grande que tuvo el Río de la Plata.
El adelantado
Lo que mejor define el mito de Carlos Gardel es un imposible: «cada día canta mejor». La paradoja es del tipo creer o reventar, y miles en el mundo eligen creer. Aun con ese dicho instalado en la inteligencia colectiva, exponerse a su voz salida de una vitrola en 2025 no es precisamente encantador. En la superficie de la fritura y una instrumentación apenas perceptible, El Mudo parece estar en otra línea temporal. La distancia en un principio puede parecer producto de la capacidad técnica de la época, discos de bajísima fidelidad a 78 revoluciones por minuto, alienígenas para oídos del siglo XXI. Los más nuevos tienen noventa años, los más antiguos ciento trece. Se han hecho remasterizaciones para vinilo o CD, remasterizaciones de remasterizaciones para formato digital FLAC. y hasta restauraciones con inteligencia artificial, pero esa lejanía en su voz sigue intacta. Eso que suena, apenas un fósil de lo que realmente habrá sido, es lo que lleva casi un siglo enamorando oídos. ¿Cómo, si su competencia es toda la historia de la música grabada y tiene toda la tecnología en su contra? Cuando uno se hace esas preguntas el hechizo lo atrapó, pronto va a repetir que sus discos ensayan cuando nadie los escucha y por eso mañana va a cantar mejor.
El 24 de junio de 1935, Carlos Gardel murió en Medellín en un accidente de aviación. El mundo todavía no estaba preparado para una estrella de su tonelaje. Los testimonios de esa gira latinoamericana que no llegó a terminar dan pauta de un nivel de histeria colectiva y fanatismo muy parecido al que vivirían Elvis o The Beatles décadas después, cuando los adolescentes ya eran un sujeto social y se había acuñado el término «groupie». Murió antes de que Benny Moré y Pedro Infante, cantantes que también definieron la música latina, comenzaran sus carreras. Frank Sinatra, la voz más representativa de Estados Unidos en el siglo XX, se decidió por los escenarios gracias a un consejo que le dio Carlitos. La invención de los micrófonos condensadores y dinámicos, o sea, las grabaciones eléctricas, llegó cuando Gardel ya llevaba cientos de fonogramas registrados.
El primer tango canción lo grabó él («Mi Noche Triste», 1917) y cuando llegue el último va a medirse con la misma vara. Su defunción dejó un trauma en la música argentina, condenada la nostalgia, que ya no solo correspondía a la melancolía de las ciudades portuarias y sus inmigrantes, la bonanza de los años veinte o aquella buena muchacha que rompió un corazón. Buenos Aires perdió su voz y su emblema. Un tango con letra de Martín Darré, firmado en 1964, dice «Mi Buenos Aires / Creciste en luces / Como buscando el cielo / Tan solo te quedó / Del tiempo aquel / La voz de Carlos Gardel». Cuando llegó la noticia del accidente en Medellín, todavía no había un obelisco en la avenida 9 de Julio.
«¿Sabés por qué Gardel canta mejor? Porque está muerto». Lo dijo Diego Armando Maradona. Está claro que la muerte, más si es trágica, puede hacer trascender una figura; pero hay algo más. La comparación es escabrosa, pero en 1938, tres años después que Carlitos, falleció por un cuadro hepático Agustín Magaldi, que por aquel entonces era conocido como La Voz Sentimental de Buenos Aires y vendía tantos discos como Gardel, el Zorzal Criollo. Ahora solo lo recuerdan algunos tangueros. Tampoco están en la inteligencia colectiva Ignacio Corsini o Rosita Quiroga, que movilizaban multitudes.
En 1920 aterrizó la radiofonía en Argentina. Cuatro años después, Gardel estaba ahí cantando. En 1930 protagonizó las primeras experiencias de cine sonoro de Sudamérica, con una suerte de ciclo de cortometrajes llamado Encuadre de Canciones, que incluía presentaciones de los temas o sketches y registros muy cercanos a lo que ahora conocemos como videoclips. Pasó por el teatro y vio en el cine otra tecnología útil. Actuó en diez películas (filmadas en Argentina, Francia y Estados Unidos) y firmó contratos con RCA Victor y Paramount para asegurarse la mejor definición y la mayor distribución posibles en la época. No existían los discos de vinilo ni las películas a color, pero él consiguió que su voz y su imagen quedaran selladas para la posteridad.
Pícaro y buen mozo, Gardel fue un arquetipo de ídolo. Hijo de padre abandónico y madre pobre, rechazada por su familia al punto de irse del país. En él, la combinación ideal entre talento nato y compromiso artístico. Su historia tiene todos los tropos del héroe popular, la escuchamos mil veces, pero todavía conmueven la relación Bertha (su madre, a quien le decía «mi viejita») y las anécdotas de su atención con quienes se quedaban fuera de sus funciones, casi siempre agotadas. Exigía abrir las puertas y ventanas de los teatros para que todos escucharan y se aseguraba de que hubiera precios accesibles para los menos pudientes. Tenía ángel, tenía duende. Pero, por sobre todo, tenía al pueblo.
El músico
En la lista Los 600 discos de Latinoamérica, el ranking más completo y criterioso que se haya confeccionado con ese eje, el compilado The Best of Carlos Gardel aparece en el puesto 47. Por supuesto, era imposible que no estuviera. Por supuesto, las canciones de este compilado son, con diferencia, las más antiguas del top cien de la lista. El Morocho del Abasto no solo trascendió como ícono popular; se siguen estudiando y admirando su técnica vocal y el rol protagónico que siempre tendrá en la música argentina, americana y mundial. Edmundo Rivero, destacadísimo cantante y guitarrista, dedicó un libro completo al estudio del canto de Gardel; «Gardel aunaba la técnica operística en su voz, la creación del tema en su cabal interpretación y el acento exacto de nuestro tango», declara. «Un verdadero revolucionario que amaba la técnica con el fervor de un temperamento dramático». El periodista Jorge Góttling resumió así otra de sus contracciones perfectas: «Antes de su acceso el tango canción no existía. Por eso debe tomárselo como primitivo (no tuvo escuela, dejó una escuela) y, simultáneamente, como clásico».
Entre las tantas contradicciones de su figura, está la supuesta vacante que dejó con su partida. El mundo quedó a la espera de otro como él, incluso se han promocionado sucesores. Pero su porte popular y su música existieron gracias a una alineación de factores irrepetible: ni el género porteño por excelencia ni la tecnología pueden volver atrás. Gardel cantaba con guitarras por defecto y con orquestas a modo de excepción. Estas últimas además no se parecen a las orquestas típicas que se convirtieron en el statu quo del tango desde la década de los cuarenta y que moldearon el sonido definitivo del género. Más allá del caudal vocal del Morocho, los timbres de su música solo están en sus grabaciones. Por eso, a quienes tienen el valor de grabar algo del repertorio gardeliano, aun si tienen cualidades vocales y buen gusto, les conviene esquivar la forma que las hizo famosas en primer lugar. Los mejores homenajes que se le hicieron vienen como celebraciones de su genio melodista, exploraciones como Para Gardel 40 Años Después (1975) del armonicista Hugo Díaz o el jazzero Gardel (2024) del pianista Hernán Jacinto.
Gardel murió en el punto más alto de su estrellato. Jóvenes cuyos abuelos no habían nacido cuando Buenos Aires se quedó sin su cantor pródigo pueden reconocer «El Día Que Me Quieras», «Mi Buenos Aires Querido», «Por Una Cabeza», «Sus Ojos Se Cerraron» y «Volver». El Mudo las entonaba con profundo sentimiento manifiesto en cada sílaba y sus temáticas son elementales para la humanidad: enamoramiento, sentido de pertenencia, azar, luto y nostalgia. Si existen canciones perfectas son estas. Con guiones de cine en la mente, el letrista Alfredo Le Pera, que pereció en el mismo vuelo que su dupla, cristalizaba sentimientos en escenas: ver las primeras luces llegando al puerto añorado, los pésames vacíos de un funeral o la cabeza de caballo que marca la diferencia al último segundo para que se esfumen el dinero y la ilusión. Carlitos, que no sabía escribir ni leer partituras componía melodías de oído para estas poesías, con un trabajo en detalle para el fraseo en cada pulso y la posibilidad más emocionante para cada línea. Como vocalista, además, alcanzó en estos años un dominio total de la cinesia: con escucharlo se lo puede ver gestualizar desde la más amplia sonrisa al frío semblante del hombre más solo. La dupla, con experiencia cinematográfica suficiente, pensaba en instalar sus propios estudios para filmar en Buenos Aires al final de la gira. Entonces Gardel era la máxima figura hispanoparlante de la gran pantalla. Con su muerte se perdió también una plataforma que hubiese acelerado significativamente la evolución del cine latinoamericano.
El Gardel neoyorquino era un éxito en todo el mundo, excepto en los cuadernos de los críticos de Buenos Aires. Las acusaciones, muchas con sentido y hasta reconocidas, a su manera, por el ídolo, tenían que ver con la falta de criollismo auténtico de sus películas. Aun cuando la historia oral y las crónicas periodísticas aseguran que no había proyección en la que el escándalo de la grada no obligara a repetir las partes donde el Morocho cantaba, los tangueros de ley tienden a preferir la etapa anterior de su carrera. El favor como profeta en su tierra lo tuvo siempre, pero el consenso indica que entre 1927 y 1933 dio vida a la mayor cantidad de obras maestras. Aquel fue el Gardel decididamente tanguero, acompañado por el avance que supuso la llegada al país de micrófonos profesionales y la nueva y gran generación de poetas del gotán, a la que se ocupó de canonizar; entre ellos están Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo y Homero Manzi, célebres canalizadores del vivir y malvivir porteño.
Esta etapa coincide con himnos para todo tipo de marginados. Los hombres vencidos reciben el consejo fatalista en «Yira Yira» en el mayor desencanto que se le puede dar a las palabras: «No esperes nunca una ayuda / Ni una mano, ni un favor». A los inmigrantes les da compañía y reaviva los anhelos de volver «Anclao en Paris», con una cadencia que pone a prueba el equilibrio entre la esperanza y lo contrario: «Alguien me ha contado que estás floreciente / Y un juego de calles se da en diagonal / No sabés las ganas que tengo de verte / Aquí estoy varado, sin plata y sin fe». Para los amantes de la luna les canta casi como un arrorró los versos de «A Media Luz», en los que aparecen el sexo y la cocaína. El vals «Tu Vieja Ventana» para enamorarse de una primera mirada, el tango «Mano a Mano» para terminar dignamente un amor o «Como Abrazado a Un Rencor» para terminarlo peor. Hasta para los sabiondos del gotán hay un regalo como «Naipe Marcado», en el que se referencian más de una quincena de composiciones clásicas del género con el acento porteño más puro de la época.
Entre 1912 y 1935 Carlitos puso en discos de pasta más de setecientas canciones. No extraña entonces que cada quien tenga entre sus favoritas unas cuantas rarezas que esquivan los compilatorios de greatest hits. Están hasta los que prefieren sobre lo que vino después su época criollista, cuando el tango no era lo más prominente del repertorio y hacía dúo con el uruguayo José Razzano. Joven y despierto, guiado por un respeto y cariño a la música criolla que no eran habituales en la época. Desde esos primeros tiempos hasta la última vez que cantó, lo hizo con la misma pasión.
El mito
Uno puede buscar al Zorzal Criollo en Jean Juarés 735, la vivienda que compró en 1927 y compartió con su madre hasta su última estadía en Buenos Aires y donde ahora funciona la Casa Museo Carlos Gardel. Pero no es tan fácil. Ahí no se respira nada de todo eso que fascina y conmueve del cantor. Sin embargo, el barrio, el Abasto, está tan lejos y tan cerca de lo que era hace cien años como lo permiten las contradicciones. Es otro, pero tampoco del todo, de carretas a montones de líneas de colectivos, de inmigrantes europeos y de Medio Oriente a africanos y latinoamericanos. En las calles que comparte con Balvanera se escucha el dembow salir de las barberías dominicanas y sus esquinas son de las poquísimas del país donde circula la Inca Kola peruana. Así como el tango tiene origen en la diversidad de las culturas que desembarcaban en los puertos bonaerenses, en el historial de Gardel hay interpretaciones de canzonetta napolitana, jota aragonesa, fado portugués, bambuco colombiano y varios estilos argentinos nacidos por fuera de la gran ciudad. La esencia del troesma iba desde ese gotán creado en burdeles hasta los foxtrots para el mercado estadounidense, pasando por milongas camperas y finalmente las canciones de tono universal que hacían mano a mano con Alfredo Le Pera. Gardel no está ni en una sola dirección ni en un solo género.
En las semanas de investigación y confección de esta nota Carlitos se me aparece hasta sin buscarlo. En la telenovela turca que ve mi mamá bailan «Por Una Cabeza», cuando entro en un local modernoso de sánguches de milanesa en Córdoba suena uno de sus tangos, paso por un pasaje con su nombre en un pueblo recóndito de Jujuy y en Montevideo conozco a un paisano de Tacuarembó que me cuenta la leyenda de su coterráneo Carlos Escayola, el verdadero Carlos Gardel. Mi vieja asegura que el último concierto en Argentina de Gardel fue en Junín, la ciudad donde ella nació, y mi viejo cuenta que le contaron que una vez El Zorzal se dirigía a La Plata para un concierto y su tren quedó trancado en Berazategui, nuestro municipio, y él se bajó a cantar en un bar a pocas cuadras de la estación. La primera no es verdad (su última presentación en el país fue en el Teatro Roma de Avellaneda) y la segunda es convenientemente incomprobable, pero ninguna es falsa: Carlos Gardel es, por sobre todas las cosas, un mito popular.
Esa condición se agranda con cada rumor y teoría que se difunde hasta hoy, las hipótesis sobre porqué le dispararon en 1915 (la bala nunca se extrajo del cuerpo), sus entrevistas contradictorias, supuestos hijos, su misterioso paradero en el segundo lustro del siglo (del que no se tienen certezas y hasta existe una versión de que estuvo preso en Ushuaia), las conspiraciones alrededor de su muerte y hasta no-muerte y, por sobre todo, el relato de su nacimiento en el norte uruguayo. Este último no niega la existencia de Charles Romuald Gardes, nacido en Toulouse, hijo de Bertha Gardes, sino que plantea que este fue a la guerra y murió y Carlos Escayola ocupó su lugar bajo la tutela de Bertha para convertirse más tarde en Gardel. Quien llevó ese apellido artístico era esquivo. Todavía lo es. Inteligentemente respondía a las preguntas con un chiste o como mucho una sugerencia, a sabiendas de que era mejor que cada quién tuviera su Gardel ideal. «Lo que sostiene mi canto es la nostalgia, Alfredo. Aunque me veas sonreír. Siempre me falta algo», se autodefine el cantante en una confesión a su letrista y socio Le Pera, parte de un diálogo —¿ficticio?— de Carlos Sampayo para la historieta Carlos Gardel. «Nostalgia de las ciudades, del campo, de mi madrecita y de los amigos. Nostalgia de Tacuarembó, de Toulouse, de Buenos Aires ¿Qué importa donde uno nace?».
En Buenos Aires se hacen dos tipos de ídolos. Algunos de una presencia y personalidad tan irreductible que nos parece inconcebible que no estén vivos: Diego Armando Maradona o, en el tango, Aníbal Troilo y Tita Merello. Los otros, tan fotogénicos y carismáticos, pero siempre distantes y misteriosos. Juan Domingo Perón, por ejemplo, y Carlitos, pertenecen a esta segunda genealogía. En las canciones y películas, este último era pobre, rico, cruel, amable, melancólico, optimista, clasista, camarada, hombre, mujer, niño y anciano. De él solo se conoce con certeza su pasión por las carreras de caballos, la facilidad para hacer amigos y la grandeza de su voz. En vida, era esquivo con su información al punto de festejar su cumpleaños en fechas distintas.
Tanto la versión uruguaya como la francesa coinciden en que Carlitos no tuvo hijos. Sin embargo, el apellido artístico no se perdió con él. Primero se convirtió en un adjetivo. Existe una forma de canto gardeliana, que con el tiempo se demostró que en realidad es un ideal platónico. También, cuando aparece un chico con chapa de campeón y dentadura perfecta como el futbolista Enzo Fernández, poco tardan las menciones a la sonrisa gardeliana. El ícono está por todas partes, en las fotos enmarcadas que venden todavía los kioscos de diarios de la capital argentina, en los autobuses y en la frase «sos Gardel», dedicada a alguien que algo le salió excelente. Hasta existe una banda de blues rock alterlatino que lleva por nombre Los Gardelitos y le puso a su disco insignia Gardeliando (1998). El mayor divulgador de historia en Argentina actualmente, Felipe Pigna, publicó en 2022 su propia biografía del ídolo y en los teatros de calle Corrientes hasta hace unas pocas semanas se podía ver el musical Cuando Frank conoció a Carlitos, basado en la película homónima de 2023, sobre el cruce de Gardel con Sinatra.
Ana Turón, coleccionista de libros relacionados con Carlos Gardel, posee seiscientos cincuenta tomos en los que el Morocho del Abasto es el eje temático. A partir de su investigación y la de otros, estipula que los de su colección representan solo el setenta por ciento de los libros gardelianos existentes. Se sigue escribiendo sobre Carlitos, y ya se ha dicho de todo: tiene dos casas natales, presunciones sobre si era afín al socialismo o al conservadurismo, fue trabajador noble o un malevo calavera, el más auténtico de los criollos o un ciudadano universal. Todas las versiones son ciertas, porque en Gardel caben todas las proyecciones de un pueblo. Porque en su trascendencia, todo ideal de Gardel es Gardel.
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