La empresa Cine Colombia, del Grupo Santo Domingo, acaba de estrenar Lumina: un pastel arquitectónico de 37 millones de dólares en el barrio Santa Bárbara de Bogotá. Se trata de una pecera de cuatro pisos con techos altos, diseñada bajo los lineamientos desangelados de un corredor hospitalario, apenas suavizados por lamparitas, maderitas y macetas que intentan insuflarle calidez.
El edificio es un gran habitáculo fiel al evangelio de las revistas de decoración que se ofrecen en las góndolas de los supermercados, publicaciones que exhiben apartamentos, mansiones campestres y oficinas de lujo en fotografías espectrales tomadas en gran angular, cuidadosamente retocadas y tan limpias que carecen de rastro y rostro humanos.
Lumina es un solemne salpicón criollo de arquitectura, mezcla de brutalismo desabrido con minimalismo reluciente y toques de acentos artesanales. El complejo incluye un restaurante italiano elegante y un bar, ambos accesibles por un ascensor privado. En una esquina está Crítico, el bar, que ostenta una de esas bibliotecas decorativas con colecciones de libros por metro forrados en cuerina para irradiar intelectualidad a cualquier conversación ocasional.
También hay un espacio dedicado a la exhibición de arte, aunque lo que destaca es una inmensa pantalla de plasma, de varios metros longitudinales, que muestra sin parar el logo de Lumina, próximos estrenos de documentales sobre la genialidad de artistas famosos, óperas y ballets. El arte expuesto en ese espacio gaseoso es apenas la antesala a las salas de cine, previa compra de una costosa boleta que luego de las tres de la tarde y en días entre semana alcanza los $40.000 pesos, y los viernes y fines de semana se eleva a $49.500.
«Lumina llegó para dividir en dos la historia de Cine Colombia. Este es un complejo dedicado a la cultura, el arte y la gastronomía. Obviamente también al séptimo arte, pero este espacio llega para crear todo un ecosistema de entretenimiento», declara Munir Falah, alto directivo del Grupo Santo Domingo, ansioso por anticipar el centenario de la empresa, que se celebrará en 2027.
Consumir imágenes: consumir crispetas
A pesar de sus pretensiones futuristas, los visitantes motorizados de Lumina aún deben enfrentar el viacrucis del parqueadero, operado con un sistema de recaudo anquilosado digno de Hacienda Santa Bárbara: un centro comercial en declive que intentó resucitar bajo el credo de la Economía Naranja como política cultural del gobierno anterior. Ese intento de reconversión culta no logró disipar su aura de ruina noventera y convive con los corredores peatonales del barrio Usaquén, poblados de ventas artesanales, negocios independientes y pequeños propietarios.
Esa resistencia urbana —irregular, fragmentaria, aún no absorbida— impide que la zona regrese al espíritu feudal del pasado para convertirse ahora en una sola hacienda inmobiliaria al estilo de las grandes superficies privadas dominadas por franquicias y corporaciones como Cine Colombia.
Estos espacios materializan un sueño de ciudad donde unos pocos acaparan la propiedad mientras el resto de la humanidad, la clase trabajadora, vive en los márgenes. Pero esa clase trabajadora sin soporte social, que se endeuda para consumir y se adeuda a trabajar, es la que mantiene ese ciclo vital de consumismo rabioso que nadie detendrá mientras estemos en la matriz de este «ecosistema de entretenimiento».
Para el público peatonal, todavía no hay entrada directa a Lumina. El espectador de a pie debe acceder por el desangelado supermercado Olímpica o perderse en el laberinto de Hacienda Santa Bárbara. El propósito es que el transeúnte recorra el mayor número posible de vitrinas y su deriva lo exponga a kilómetros de mercancía.
Suponemos que Cine Colombia solucionará todos esos percances. Pronto, el tránsito entre las diferentes burbujas —del apartamento al carro y de ahí al sedativo geriátrico de Lumina— será un tránsito continuo: nadie tendrá que salir de la cueva platónica consumista y padecer el choque de tener que atravesar un centro comercial noventero o, peor aún, poner el pie en el espacio público de una ciudad con una infraestructura casi de guerra.
En el fondo, el negocio de la exhibición cinematográfica en el multiplex solo funciona como anzuelo: una pieza más dentro del engranaje de los grandes emporios urbanísticos asociados a la construcción del centro comercial y la valorización de los territorios circundantes. Compro, luego existo.
El reino de la crispeta y la sobrefacturación astronómica del maíz y la gaseosa no es un efecto colateral del negocio cinematográfico: en Cine Colombia es su verdadero centro de gravedad.
La cadena, que enfrenta quejas recurrentes por los precios de su confitería, logra convertir maíz de $500 pesos el kilo en porciones de $28.000 aproximadamente cincuenta gramos que generan $27.500 de margen por cubo—. Mientras los ingresos de taquilla en Colombia alcanzaron $446.210 millones de pesos en 2023, la confitería representa un motor financiero que alcanza rendimientos similares o superiores a lo que entra por boletería. Esta alquimia del entretenimiento transforma materias primas básicas en experiencias premium y posiciona a la empresa entre las diez que más facturan por comida en Colombia.
Cine Colombia, siguiendo pautas ya inventadas en Estados Unidos y el poderío cuasimilitar de su industria cinematográfica, aplica al pie de la letra la fórmula del entretenimiento: reduce a su mínima expresión el sueño lúcido del arte y privilegia la experiencia cinematográfica como narcótico.
Cuando se coloniza la imaginación, se coloniza el futuro. El escritor estadounidense Phillip Roth incluso sugirió a su gobierno, durante la guerra en Camboya, antecitos de Vietnam, que en vez de bombardear y volar a esas gentes con toneladas de explosivos, la bombardearan con cine, televisores, radio, música, carros, ropas y hábitos estadounidenses y así, bajo la fascinación del capitalismo, ganarían sus mentes y corazones. El tiempo le dio la razón.
Ver es un aprendizaje y el cine es la escuela de la mirada, ¿qué pasa cuando se privilegia la proyección de películas editadas con las mismas pautas sensibleras de la industria publicitaria y bajo un corte de edición frenético? Distraer es empobrecer. Películas de este tipo narcotizan, evaden, acostumbran a pensar que eso es el cine. Convertidos en consumidores, resultamos consumidos: lo que consumimos nos consume, anestesiados, insensibles a la complejidad estética. Cualquier otra propuesta resulta aburrida, intimidadora por lo extraña, molesta por lo cercana o incómoda por lo crítica.
Industrias como Cine Colombia confunden la industria del cine con el cine mismo, algo que es usual en todo arte. Respecto al mercado del cine, cabe citar la respuesta del artista Pablo Helguera a una crítica reaccionaria: es como si trataran de «entender la biología marina a través de la industria de cruceros».
Lumina es el primer crucero de lujo de la franquicia Cine Colombia. La industria audiovisual, incluida Netflix, educa para que la experiencia de mirada sea tan casual y superficial como el hábito de revisar el teléfono mientras se hace clic aquí y allá en un scroll infinito, tal vez por eso cada vez nos sentimos más cómodos para, en el cine, alternar la vista entre la película y la pantalla del teléfono como parte de la misma economía de la atención.
Al final de la proyección nos levantamos y sacudimos las crispetas. La luz se enciende de forma abrupta, los créditos de la película se interrumpen y abandonamos el teatro como un ganado bípedo obediente, la sala queda convertida en un basural que debe ser limpiado con rapidez por personal sonriente pagado a destajo —la sonrisa impostada es parte del contrato laboral—.
La imagen cinematográfica consumida nutre la mente de la misma manera en que las crispetas pasan por nuestro aparato digestivo: dejan pocos nutrientes y, al final, todo termina en una deposición fecal que desaparece en el desagüe de nuestra inconsciencia.
La Conversación Pendiente: Cine y Poder
«Realmente la forma de arte por excelencia que exacerba los principios capitalistas es el cine, o sea, desde los recursos que se necesitan para hacerse hasta cómo consume a la gente, ¿no?» dijo hace poco el cineasta Rubén Mendoza en Conversaciones Pendientes, el programa de entrevistas que dirige Juan David Correa.
En ese diálogo, Correa recordó una conversación pendiente que tenía el Estado colombiano con la empresa Cine Colombia y cómo se desarrolló ese encuentro, cuando era ministro de cultura del Gobierno Petro, con Munir Falah:
«Yo fui a Cine Colombia a proponerle a su director que pagáramos una sala —o unas cuantas— en el país, donde solo se pusiera cine colombiano. Pagadas por el Ministerio. La idea era que la gente fuera, así fuera una persona o cien. No me importaba. La respuesta fue: “No. Porque eso no le gusta a nadie. ¿Y para qué lo vamos a poner?”. Yo no podía creerlo. Era una oferta capitalista: yo pago. No estaba pidiendo que me regalaran nada. Y aun así la respuesta fue “no”. Todavía me pregunto: ¿qué nos está pasando que ni siquiera eso se puede?».
La respuesta de Rubén Mendoza fue: «Yo creo que es arribismo. Hay una idea de que una realidad es la de los poderosos —o los pudientes— y otra la de la gente que vive “por allá”».
Lo que pasa «por allá» es la gente complicada que quiere ver y mostrar lo distinto, lo que no se quiere ver, lo que es difícil de ver. «En el fondo, no queremos aceptar que hay gente que no quiere que el país aparezca», dijo Correa. «Pienso que puede ser eso», respondió Mendoza, «yo siempre peco de torpe, de ingenuo. Nunca se me ocurre pensar que algo pueda ser tan oscuro. Y, sin embargo, casi siempre lo sorprenden a uno con que sí. Que mejor que esto no aparezca. Que no se hable de esto. Que esto no exista».
Tres casos que confirman al patrón
Algo de razón le dan a esta conversación pendiente tres hechos conocidos, entre muchos otros desconocidos, que evidencian cómo opera la lógica corporativa de Cine Colombia frente al cine nacional.
El Caso de Estimados Señores (2024): En diciembre de 2024, la cinéfila Sandra M. Ríos —quien desde 2007 escribe en cinevistablog.com— trinó en Twitter: «Qué frustrante lo que le pasa a muchas películas colombianas. Paradójicamente, Estimados Señores aumentó su taquilla en la segunda semana: debutó con 5.606 espectadores y luego alcanzó 6.488. Ya no se consigue en Cineco Bogotá».
El mensaje respondía a la directora de la película, Patricia Castañeda, cuya producción retrata la lucha de un grupo de mujeres en 1954 por conquistar el derecho al voto. Con marchas, apariciones en radio y una estrategia mediática aguda, logran llegar al debate en la asamblea constituyente, donde enfrentan una feroz oposición. Esmeralda Arboleda, una de las primeras abogadas del país, sufre ataques personales y una tragedia familiar justo antes de intervenir. A pesar de todo, su persistencia culmina con la aprobación del voto femenino. Las sufragistas ganan y con la película gana el país al contar esta historia olvidada.
Castañeda, citando el trino de Ríos, interpeló directamente a Munir Falah, presidente de Cine Colombia: «Toda la semana las salas estuvieron llenas y la quitaron. Respetuosamente pedimos conocer cómo funciona el sistema de exhibición».
El estimado señor respondió de inmediato como si todavía hablara desde 1954, con el mismo tono altanero de los personajes masculinos de la película Estimados Señores: «Patricia: Para claridad, nada tenemos que explicar. Sin embargo, reiteramos que el apoyo al cine nacional es total, como siempre lo ha sido».
Días después, y pese al aumento en la asistencia, el entusiasmo intergeneracional que despertaba y las reseñas elogiosas, la película desapareció de la cartelera.
El Documental La Negociación (2018): A finales de noviembre de 2018, Munir Falah anunció que Cine Colombia no iba a proyectar el documental La Negociación, de Margarita Martínez, que mostraba las conversaciones entre el gobierno Santos y las FARC en La Habana. El administrador de Cine Colombia había citado a Martínez a su oficina para rescindir el contrato de exhibición firmado para darle oportunidad a la película por cuatro días en unas pocas salas.
Falah, ante el reclamo, se acogió al fuero de exhibición de su empresa privada, la más grande en Colombia, que domina el mercado con una cuota cercana al 45%, y anunció grandilocuente sus razones por su cuenta personal de Twitter: «En todas partes del mundo, un exhibidor de cine debe escoger el producto que aparecerá en la pantalla grande. El material disponible es muy numeroso y la capacidad de exhibición es limitada. En Colombia se exhiben 350 títulos al año aproximadamente».
A partir del escándalo mediático, al poco tiempo se reactivó la venta de boletas tras una fuerte presión en redes y medios. Entre los mensajes que determinaron que Cine Colombia cancelara el contrato inicialmente y pretendiera evitar la proyección a último momento, aún cuando ya había personas que habían comprado las boletas, estuvo la llamada personal de una recalcitrante voz de derechas a Munir Falah ordenando que no se mostrara esa película y las declaraciones del expresidente Álvaro Uribe acusando a Cine Colombia de faltar a la objetividad al permitir que se los señalara a él y a sus partidarios como opositores a las políticas del proceso de paz del Gobierno Santos.
Cine Colombia cedió a la presión pública, procedió a cumplir con lo pactado en el contrato con Martínez y, luego de unos pocos días de exhibición, la película desapareció y la polémica pasó al olvido.
No hubo tiempo para la tristeza (2013): A finales de 2013, Cine Colombia fue señalada de censurar el tráiler del documental No hubo tiempo para la tristeza, una producción del Centro Nacional de Memoria Histórica que recoge testimonios de víctimas en seis regiones del país. Aunque existía un acuerdo por 140 millones de pesos para proyectar el fragmento en siete salas, Falah lo vetó alegando que las imágenes eran «demasiado fuertes».
La polémica estalló cuando la noticia apareció en un portal de noticias y se avivó en redes sociales, donde los usuarios compararon la censura del corto con la habitual programación de películas y trailers violentos tipo Inglourious Basterds o Saw. La gerente de contenidos alternativos de Cine Colombia negó públicamente los señalamientos, aunque el propio Centro de Memoria confirmó que sí hubo un acuerdo y que Cine Colombia pidió editar las escenas que consideraba crudas.
El caso evidenció la paradoja de una empresa que se acoge a los amplios beneficios tributarios por exhibir cortos nacionales, pero que al mismo tiempo limita la circulación nacional de contenidos nacionales que le resultan críticos o incómodos.
Cuota de pantalla
Es probable que Cine Colombia y otras exhibidoras requieran un recordatorio estatal sobre el cumplimiento riguroso de la ley de pantalla, pues la experiencia internacional demuestra que es posible proteger y promover el cine nacional sin comprometer la viabilidad comercial de las salas.
En Europa, las leyes de cuota de pantalla establecen un mínimo del 30% de contenido europeo en plataformas de streaming según la Directiva AVMSD, mientras que Francia implementa medidas más estrictas con 60% de contenido europeo y 40% francés en televisión, además de obligar a plataformas como Netflix a invertir entre 20-25% de sus ingresos locales en producción nacional. Por su parte, España e Italia mantienen cuotas del 25-30% en salas cinematográficas y exigen inversiones directas en la industria local.
Los casos de Corea del Sur y China ilustran modelos exitosos con enfoques distintos: Corea implementó desde los años sesenta una cuota de exhibición que evolucionó de 146 días anuales de películas coreanas (aplicada plenamente desde 1993) a 73 días desde 2006, como condición para las negociaciones de libre comercio con Estados Unidos, complementada por el Korean Film Council que administra un fondo cinematográfico financiado en un 50% por el gobierno y un 3% de los ingresos de taquilla.
China, por su parte, aplica uno de los sistemas más restrictivos: permite únicamente 34 películas extranjeras anuales bajo reparto de ingresos. Bloquea estrenos foráneos en temporadas clave y somete todo contenido a censura estatal. Siete de las diez películas más vistas en 2023 fueron producciones locales.
Estos modelos, respaldados por fondos estatales y regulación vinculante, han conseguido proteger sus industrias cinematográficas frente al dominio estadounidense y garantizar diversidad cultural sin provocar un colapso comercial. Demuestran que las políticas culturales decididas pueden transformar el equilibrio del mercado audiovisual en favor del cine nacional.
El caso colombiano: entre el incentivo y la omisión
En Colombia existe una cuota mínima de exhibición de cine nacional —entre ocho y doce semanas al año, según el número de salas del exhibidor— y un aporte obligatorio del 8,5% de la taquilla al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC). Sin embargo, el modelo depende más del incentivo que de la obligación, y esto ha generado vacíos estructurales significativos.
El FDC ha recaudado más de $300.000 millones de pesos desde su creación en 2003 y ha financiado cientos de largometrajes y cortometrajes colombianos, siendo un pilar fundamental para la producción audiovisual del país. No obstante, persisten problemas graves en la circulación y visibilidad de ese cine: las salas programan películas nacionales en horarios marginales, y los cortometrajes —aunque exigidos por ley antes de funciones comerciales— suelen proyectarse sin retribución para sus creadores, sin mecanismos claros de selección ni fiscalización y en malas condiciones (con las luces prendidas y los créditos interrumpidos).
Las críticas desde el sector señalan que Cine Colombia prioriza cortos «para todo público», evitando contenidos que puedan suscitar reflexión o debate. La empresa exige que los cortos no pasen de ocho minutos y tengan un tono neutro o «positivo», lo que ha dado lugar a piezas audiovisuales anodinas, hechas para cumplir con requisitos fiscales más que para producir impacto cultural.
Esta falta de transparencia se agrava por la concentración del mercado: tanto Cine Colombia como Caracol Televisión pertenecen al mismo grupo empresarial (Santo Domingo), lo que facilita que sus propias producciones (como El Paseo I, II, III, IV, V, VI, VII y así ad infinitum) reciban mayor promoción y espacio en cartelera, en detrimento del cine independiente. Aunque la Ley 1556 permite deducir hasta un 165% del valor invertido o donado a proyectos audiovisuales, no hay datos públicos sobre cómo ni cuánto se beneficia Cine Colombia de este esquema.
El silencio de la prensa tradicional —muchas veces vinculada a los mismos conglomerados empresariales— también ha sido objeto de críticas que señalan un posible caso de censura doble: mediática y corporativa. Mientras tanto, la cadena sigue aliándose con otras marcas de su mismo grupo empresarial, mantiene intacta su parrilla comercial y lava su mala imagen corporativa con la filantropía de su campaña de la Ruta 90, sin abrir espacios genuinos para contenidos lúcidos que interpelen directamente a la memoria, al presente histórico del país y formen públicos para el cine hecho en Colombia. No todo pueden ser crispetas.
Lumina programa en unas de sus salas algo de «cine arte» con la proyección restaurada de La Quimera de Oro de Charles Chaplin. Mientras vemos a un desplazado, miserable y hambriento vagabundo freír y comer la suela de su zapato, podemos disfrutar de una bandeja de sushi en este combo de disonancia cognitiva ampliado donde, por incluir uno que otro clásico del cine, Cine Colombia se da aura de cinemateca, algo muy lejano a lo que le propuso Correa como ministro a Cine Colombia para el cine nacional.
La película documental No Other Land, realizada colaborativamente entre palestinos e israelíes, expone la realidad de la limpieza étnica y hace eco del genocidio palestino a manos del gobierno y el ejército de Israel bajo el respaldo de Estados Unidos. A pesar de haber ganado el Premio Oscar en 2024, esta película no fue considerada digna para ser proyectada en Lumina. Solo se exhibió en Bogotá en salas de dos centros comerciales noventeros, y muy pronto saldrá de cartelera.
Criticar pública y abiertamente a Cine Colombia dentro del gremio cinematográfico significa quedar expulsado de su circuito y resignarse a la Cinemateca de Bogotá, a una que otra sala y a uno que otro festival como máxima aspiración ocasional de proyección para ese harakiri financiero y en cámara lenta que registra toda la sangre, sudor y lágrimas que resulta de hacer una película en Colombia.
El futuro soñado por Munir Falah
Como si se tratara del título de un cuento de Las mil y una noches, o de Los mil y un combos agrandados, basta una sola frase de Munir Falah para traernos al presente de Lumina, robarnos la atención y, con el señuelo de un futuro soñado, invitarnos a ese privilegiado y mágico mundo de la propaganda donde el arte siempre está al servicio del ecosistema de entretenimiento:
«Nuestro sueño es que con la tarjeta Cineco usted pueda pagar en todo el complejo, desde el cine hasta lo que se tome y coma en los restaurantes y bares», dispara sin inmutarse el administrador de Cine Colombia, como si se tratara de «la tarjeta», o «de pagar», o de «tomar y comer», o de «restaurantes y bares». ¿No se trataba de cine y cultura?
Ah no, claro, el asunto es el «entretenimiento». Como si fuéramos bebés que debemos ser entretenidos mientras los adultos (los de la plata) se ocupan del mundo. Bien merecido tenemos ese trato si lo aceptamos.
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Nota de GACETA: esta columna es una opinión y no refleja la postura del Ministerio de Culturas, las Artes y los Saberes. El compromiso del ministerio por seguir fomentando a todos los agentes del sector cinematográfico se mantiene firme, en procura del fortalecimiento del cine colombiano y su relación con los públicos diversos.
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