ETAPA 3 | Televisión

¿Una vanguardia audiovisual durante el Frente Nacional?

31 de mayo de 2025 - 12:16 pm
En películas como Ella y La frontera del sueño se pueden reconocer exploraciones estéticas que rompieron la inmovilidad y conformismo de mediados del siglo XX, y retan la retórica del fracaso que prevalece en la historia del cine nacional.
Ella (1964), dirigida por Jorge Pinto.
Ella (1964), dirigida por Jorge Pinto.

¿Una vanguardia audiovisual durante el Frente Nacional?

31 de mayo de 2025
En películas como Ella y La frontera del sueño se pueden reconocer exploraciones estéticas que rompieron la inmovilidad y conformismo de mediados del siglo XX, y retan la retórica del fracaso que prevalece en la historia del cine nacional.

El pasado de las manifestaciones artísticas en Colombia cambia todos los días. Nombres caídos en el olvido se vuelven a recordar, tradiciones enteras subestimadas se revaloran, obras invisibles adquieren luz. Las razones de esta movilidad son varias: los cánones se cuestionan, grupos y colectivos reclaman espacio político y representación artística y, lo último pero no lo menor: los baúles de archivos públicos y privados se abren. Se modifican así las condiciones materiales para una escritura de la historia de las artes en el país. Me detendré en un periodo que coincide con la cerrazón política impuesta por el Frente Nacional y en el que, sin embargo, son reconocibles unas vanguardias estéticas.

En la cima de la pirámide de las artes en Colombia están la plástica, la literatura y la música. En esas disciplinas artísticas, y sobre todo en las dos primeras, se dieron las mencionadas vanguardias. La plástica y la literatura establecieron puentes para un diálogo con la modernidad europea y norteamericana, y con la crisis de esa modernidad. Por contraste, el cine se ha considerado más medio de comunicación que expresión estética. La valoración de los logros narrativos y estilísticos de algunas películas sucumbe ante la avalancha de dificultades técnicas y financieras.

De la televisión, por su parte, es más común reconocer y valorar su arraigo social. La idea misma de vanguardia televisiva suena extraña. El cine, tan subestimado, subestima a la televisión. Otro problema es que se piensa que es posible escribir historias diferenciadas de la radio, la televisión, el cine y el teatro, pasando por alto el hecho de que han estado, y más en la época que me interesa, intensamente vinculados. En años recientes, gracias a procesos de recuperación y restauración, hemos tenido acceso a un acervo de obras que deja abierta la posibilidad de restablecer, en nuestra comprensión del pasado de las artes y los medios, esas redes comunicantes, sus propósitos, estrategias y logros. En otras palabras, se trata de continuar el legado de teóricos como Jesús Martín Barbero y Germán Rey, pero ahora con nuevas rutas de acceso a fuentes y materiales.

En la travesía que propongo, muy a vuelo de pájaro, van a aparecer nombres como los de Bernardo Romero Lozano, Carmen de Lugo, Esteban Sanz, Dina Moscovici, Santiago García, Jorge Pinto, Hernando Salcedo Silva, Gilda Mora o Diego León Giraldo, entre otros. Cada una de estas personas contribuyó a remover un cierto estado de cosas percibido como de inmovilidad y conformismo; al conjunto de las obras que se conserva quisiera llamarlo, sin pompa pero con conciencia del significado de las palabras, una vanguardia audiovisual.

Las cosas no ocurren ex nihilo. Quizá el germen de esta vanguardia esté en la creación del formato de teatro radial en la Radiodifusora Nacional, que se consolidó en 1943 con la dirección de Bernardo Romero Lozano, quien una década después dirigió los teleteatros, el programa estrella de la Televisora Nacional fundada en 1954. O tal vez todo se explica por los cambios en las políticas educativas y culturales introducidos por la República Liberal (1930-1946). O simplemente se trató de fuerzas sociales imparables que aprovecharon coyunturas específicas para manifestarse.

En 1954, el mismo año de la inauguración de la televisión en Colombia, un grupo de jóvenes filmó en La Playa, corregimiento de Barranquilla, el cortometraje entre neorrealista y surreal La langosta azul, que se distanciaba de los visos folcloristas de buena parte del cine colombiano de la década de 1940, heredados por películas de los cincuenta como Colombia linda (Dir. Camilo Correa) y La gran obsesión (Dir. Guillermo Ribón Alba), ambas de 1955. El destino de La langosta azul, de su subversión y desenfado, es bien conocido, tanto como los integrantes del grupo realizador encabezado por Álvaro Cepeda Samudio, Luis Vicens, García Márquez y Cecilia Porras.

En comparación con el humor y antisolemnidad del Grupo de Barranquilla, los teleteatros de los inicios de la televisión colombiana parecen muy rígidos o pueden ser acusados de tener una relación de reverencia con la influencia extranjera, especialmente europea. Algunos pocos de ellos, como Espectros (una adaptación de Ibsen) y Un día en la gloria (adaptado de una obra dramatúrgica del español Víctor Ruiz Iriarte), se pueden ver, gracias a la existencia de archivos sin restaurar que han acompañado notas periodísticas de Señal Memoria, o que fueron transferidos a soportes magnéticos para ser emitidos en un programa, TeleAyer, pionero de la televisión con contenido retro. Los teleteatros eran emitidos en directo y lo que se conserva son registros de las emisiones: «Se hacía un “telecinado inverso”, es decir, se grababa en película cinematográfica la emisión», explica Felipe Arias Escobar de Señal Memoria.

Germán Rey considera al teleteatro como una bisagra entre dos formas de comunicación masiva. «Entre la radionovela y la telenovela colombiana hay que considerar el desarrollo del teleteatro […]. Una consideración que no solo facilita la articulación de una continuidad expresiva y cultural, sino que dibuja un importante momento en la evolución modernizadora del país». Romero Lozano, director de la mayor parte de los teleteatros, fue receptivo al nuevo teatro que se estaba gestando en otras partes, y tuvo el arrojo de poner en escena en el horario estelar de la televisión obras de O’Neill, Casona, Ibsen, García Lorca, entre muchos otros. Junto con Fausto Cabrera y Dina Moscovici, Romero Lozano estaba agitando las aguas mansas del teatro colombiano de los cincuenta, como en la década siguiente lo harían Santiago García, Patricia Ariza o Carlos José Reyes.

En la travesía que propongo, muy a vuelo de pájaro, van a aparecer nombres como los de Bernardo Romero Lozano, Carmen de Lugo, Esteban Sanz, Dina Moscovici, Santiago García, Jorge Pinto, Hernando Salcedo Silva, Gilda Mora o Diego León Giraldo, entre otros. Cada una de estas personas contribuyó a remover un cierto estado de cosas percibido como de inmovilidad y conformismo; al conjunto de las obras que se conserva quisiera llamarlo, sin pompa pero con conciencia del significado de las palabras, una vanguardia audiovisual.

La frontera del sueño (1957), dirigida por el español Esteban Sanz.
La frontera del sueño (1957), dirigida por el español Esteban Sanz.

Una modernidad escindida

Con algún grado de consanguinidad con el teleteatro se realizó a finales de los cincuenta La frontera del sueño (1957), dirigida por el pintor y filósofo español Esteban Sanz, quien había llegado procedente de Argentina para integrarse al grupo artístico de los teleteatros. Destinada a estrenarse en salas de cine, parece que nunca llegó a ese fin. Los casi treinta minutos que sobreviven, restaurados por Señal Memoria y la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano y disponibles en RTVC Play, van en contravía de las escasas películas colombianas de la época. Es un cuento fantástico sobre una familia que no puede volver a dormir por no haber cerrado los ojos del abuelo al momento de su muerte. Los recorridos nocturnos del padre de la familia muestran la transformación de Bogotá en los años posteriores al asesinato de Gaitán. Los interiores de un apartamento dejan traslucir las aspiraciones de modernización de las clases medias. El salto del Tequendama o los pueblos cercanos son filmados como lugares enrarecidos y no como espacios bucólicos. La película entera tiene un aire de incertidumbre y de inminencia de lo sobrenatural. Carmen de Lugo, esposa de Romero Lozano, aparece en el papel de la madre, y Bernardo Romero Pereiro es el hijo de la familia.

En 1963, la emisión televisiva de En nombre del amor, dirigida por Eduardo Gutiérrez, significó la estocada final al formato del teleteatro y el despunte del que es quizá el formato cultural más exitoso en la historia de nuestros medios: la telenovela, esa que Germán Rey llamó un salón de espejos al que los colombianos entran para reconocerse, distorsionarse o proyectarse. Durante estos años también se filmaron tres películas que dominan el relato canónico de la época en la historiografía del cine colombiano: Raíces de piedra y Pasado el meridiano de José María Arzuaga, y El río de las tumbas de Julio Luzardo. Basta ver los créditos de la última para darse cuenta de que en esta película se sintetiza una historia de las artes y de los medios en Colombia. Voy a citar algunos nombres: Carlos José Reyes, Jorge Villamil, Pepe Sánchez, Dina Moscovici, Alberto Piedrahíta Pacheco, Juan Harvey Caicedo, Santiago García, Yamile Humar. Mucho más que una comedia costumbrista con fondo de violencia, la ópera prima de Luzardo prueba tonos, experimenta con el sonido y el montaje e inaugura una de nuestras mayores tradiciones iconográficas: la representación de cómo los ríos de Colombia se vuelven cementerios. Esta década es también la del canónico documental Chircales, de Marta Rodríguez y Jorge Silva, y de los primeros trabajos de los también documentalistas Carlos Álvarez y Gabriela Samper. El cine de la violencia y la marginalidad es otro salón de espejos.

El tropo del espejo, por cierto, es el que organiza la estructura narrativa del cortometraje Ella (1964), dirigido por Jorge Pinto, que ha sido también restaurado y ahora está disponible en RTVC Play. Sabía del entusiasmo que este cortó despertó, en su momento, en la crítica de arte argentina Marta Traba. Pinto hizo parte de un grupo que se conoció como «Los Maestros» (al lado de Francisco Norden y Álvaro González, entre otros), un nombre con un toque de ironía para referirse a los directores con formación académica en el exterior que estaban trabajando en el cine colombiano de la década de 1960. Se esperaba que con ellos las películas colombianas dieran un salto de calidad, lo que según el relato canónico no pasó porque su talento habría sido capturado por el cine publicitario e institucional.

Ella es una obra singular del cine colombiano de la década de 1960. Como ocurría con La frontera del sueño en la década anterior, aquí estamos frente a un espacio sensible muy distinto al de las películas de la época. Podríamos decir que esta pieza experimental y con una atmósfera de ensueño funciona como un contracampo del cine de la violencia. En el plano con los créditos de la película se esboza un cuerpo femenino tendido que parece aludir al famoso cuadro Violencia (1962), de Alejandro Obregón. Pero el sentido de la indagación en el cuerpo femenino es otro en Ella. La pintora y escultora Gilda Mora es filmada en un espacio cerrado (¿su cuarto?) del que parece huir a través de la ventana. Empieza un deambular por la ciudad donde se encuentra con vitrinas, túneles y otros signos de progreso y modernidad, pero siempre vuelve al punto de partida para convertirse en espectadora de sí misma, de su piel, de su cuerpo. Es como una Alicia que atraviesa el espejo.

El motivo de la mujer que mira es el mismo que la vanguardia cinematográfica de esos años estaba explorando en Europa. Lo vemos en obras de Antonioni o de Godard, cuyas películas llegaban a Colombia; eran comentadas por críticos como Hernando Valencia Goelkel u ocupaban las portadas de revistas de cine como Guiones y Cinemés, en las que se estaban ventilando ideas sobre los alcances del cine hecho en el país. Aunque la cultura frentenacionalista ha sido objeto de suspicacias, hay que reconocer que desde las artes se hicieron preguntas y se propiciaron debates en un entorno de estrechez ideológica y represión política.

Los créditos de Ella revelan, como ya pasaba en El río de las tumbas, las redes creativas entre cine, televisión, artes plásticas y teatro en Colombia: Julio Luzardo, Santiago García, Helio Silva (un director de fotografía brasileño que trabajó con el famoso Nelson Pereira dos Santos), Pepe Sánchez, Hernando Salcedo Silva, Dina Moscovici. El corto fue auspiciado por la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional y el Departamento de Cine de la Radiotelevisora Nacional, pero es mucho más que un trabajo institucional. Como en Rapsodia en Bogotá (1963) de José María Arzuaga, que también podría pasar por cine institucional, en Ella la ciudad es más una pregunta que una afirmación. A Pinto y a Arzuaga les interesan más los marginados de la modernidad y el progreso que los optimistas e integrados. Ese punto de vista es también una toma de posición política.

Las fábulas de encierro parecen ser una característica de nuestra vanguardia audiovisual. El personaje encerrado de Ella puede dialogar con los de otras obras experimentales de los años sesenta como Faustino (Dir. Luis Mogollón y Gastón Lemaitre, 1964) y María (Dir. Enrique Grau, 1966). Son como anticipaciones de lo que después tendrá una ampliación en el cine y la literatura del Grupo de Cali y en el gótico tropical. No es extraño entonces que en la realización de estas películas haya un distintivo de clase. Muchos cineastas buscaron ir más allá de los límites de su clase social para encontrar al país que se desangraba o que sufría por la inequidad estructural de la sociedad colombiana. Pero otros filmaron el encierro, y los fantasmas y monstruos que este convoca.

Con la categoría de vanguardia audiovisual se puede ir un paso más allá de la idea de cine experimental y sus características huidas de la narración o sus reflexiones sobre el propio medio. Este tiene en Colombia sus investigaciones fundadoras y sus festivales (Toro, Vartex, Cineautopsia). El sitio web de la Biblioteca Nacional acoge un catálogo de películas experimentales realizadas en Colombia entre 1954 (año de La langosta azul) y 2005, reunido por Marta Lucía Vélez. Planteo un recorrido alterno: el de un cine realizado dentro de marcos institucionales y que conserva ciertas convenciones narrativas.

En 1971, Luis Ospina y Carlos Mayolo realizaron un cortometraje indudablemente de vanguardia. Oiga, vea (1972) es una película de contrainformación que cuestiona el cine oficial que se puso en marcha durante la celebración en Cali de los VI Juegos Panamericanos, un gran evento que, por supuesto, también fue una plataforma política para el último gobierno del Frente Nacional (el de Misael Pastrana). A los cineastas, más que los eventos deportivos, les interesó la gente que no pudo entrar a los escenarios deportivos. El 16 de mayo pasado se reestrenó en la Cinemateca de Bogotá la película oficial de estos juegos y que, paradójicamente, estaba perdida: Cali, ciudad de América (Dir. Diego León Giraldo, 1972). La investigadora Katia González (quien junto con Juana Suárez lideró la recuperación y digitalización del film) invitó a ver esta película en relación con obras como Olympia (Dir: Leni Riefenstahl, 1938) y Olimpiada en México (Dir. Alberto Isaac, 1969), películas documentales sobre los olímpicos de Berlín y México, respectivamente.

Aunque el documental de Giraldo no es propiamente de vanguardia (salvo algunos gestos aislados) comparto la idea de que esta película, y todas las mencionadas en este texto, sean parte de conversaciones menos restringidas. Que no se limiten a Colombia ni al cine como un arte aislado de otros. Esto ayudaría a una mejor comprensión de las obras y su contexto. También es una contribución para ir superando un relato sobre el cine nacional en el que han prevalecido las retóricas del fracaso. No se trata, ni mucho menos, de condescendencia, sino de usar la información disponible para tener opiniones mejor fundamentadas. Además, como diría José Martí: «El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!».

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