Estuve esperando a padre en el bosque. Luz, lodo, moscas, noche, remolinos de hojas. Padre había dicho que no me moviera de ahí. No hables con nadie. No te vayas hasta que vuelva. Y yo era obediente como la que más. También era enamoradiza y glotona. Y tenía hambre. Hambre de buñuelos con miel de panela, de pétalos de rosa con azúcar, y de suspiros, de dedos de pan dulce con mermelada de tomate de árbol, de membrillo, de taxo, hambre de todo y de querer. Y padre no volvía. Quién sabe por qué. Y solo tenía que ir a desenterrar las alhajas. Madre las había dejado en el bosque cuando pasó lo del alcalde, que fue casa por casa tomando lo que podía para pagar la deuda que dijo que habíamos contraído como pueblo. Y todos quedamos pobres, unos más que otros. Pero padre no volvió ni cuando lloré y grité y arañé la tierra con las uñas crecidas de la espera y el pelo largo en maraña lleno de tijeretas y bichos palo. Los que llegaron fueron dos mocitos. Uno feo y otro menos feo. Llevaban empanadas de viento y morocho calentito. Y yo me mordía los dedos del hambre. Vete al norte y te alcanzo después, dijo uno de los mocitos. El feo. Tenía los dientes chuecos, uno era negro. El otro no le respondía, solo movía las piernas como con ganas de hacer pis y el feo le hablaba y le hablaba. Que se fuera al norte, que arreglara todo con la mujer, el viaje, los papeles, la lancha, el cruce. Y que él iría con el dinero despuesito. El de las piernas temblorosas dudaba mucho y no decía nada. Y yo había estado tanto tiempo esperando que ya ni me veían, yo era bosque de pelos largos y escuchaba y comía dientes de león, que era todo lo que había cerca. Luego probé tréboles. Sabían a savia y crudo. Los dientes de león, en cambio, tenían algo dulce en las flores amarillas que estallaban. Y no vi nada más porque ya tenía a la Jucha respirándome en la oreja. La Jucha era mi hermana mayor y era como un tanque de gas. Bien bajita y cuadrada, pero fuerte de brazos. De la mano me llevó rápido, rápido camino a la finca. Y al regresar del bosque ya no era tanto una finca como media chacrita y una casa destartalada. Cuando llegamos me dijo la Jucha que padre no iba a volver, que nadie iba a volver, que había sacado las alhajas quién sabe hace cuanto y que para entonces debía estar ya en un bus, rumbo a Nueva York. Bueno, primero al norte de nosotros y luego a la Riviera Maya, para luego cruzarse al otro norte. Al norte de verdad. Todos se cruzaban y nadie volvía. Se los comía el norte. Madre estaba llorando en la cocina y así estuvo llora que llora mientras los ojos se le hacían chiquitos y metidos en las cuencas y tanto tiempo estuvo llorando que cuando le daba besos sabía toda a sal y a pena, porque padre solo llamó una vez desde Nueva Jersey y luego ya no supimos más de él. Yo lo imaginaba ancho, panzón y feliz en un país lejano, en el país de Oz. Y la Jucha me dijo que no dijera bobadas, me abofeteó para que espabilara. Cuida a la madre, gritó, y se fue a trabajar en una finca acá lejos como peón porque padre ni siquiera mandaba dinero por Western Union como otros. Y así también se fue la Jucha. Y otro día me encontré al mocito en el bar. Al de las piernas temblorosas. El menos feo. Me acerqué caminando como boba y le pregunté si no era que se iba al norte. Me dijo que el otro mocito, lo llamaba Chamo, Chamo el feo, pensaba yo, lo había estafado y lo dejó varado allá en el norte, nuestro norte, que sigue siendo el sur. Y ahí estuvo él con una mujer que le hacía preguntas raras y le mandaba con paquetes de arriba abajo y le quitaba toda la plata, hasta que se escapó y volvió al pueblo. Me preguntó mi nombre. Rossi. Y tomamos aguardiente. Rossi. Y nos fuimos al bosque. Rossi, lodo, noche, moscas, luz clara, tijeretas en las piernas y en la panza. Nos hicimos novios y a mí el amor me crecía lento como florcitas de páramo y a él se le hinchaba el amor como se le hinchaba el futuro y se hacía grande y más grande. Y se fue. Cruzó porque el amor no era el norte. Nadie lo estafó la segunda vez. Cruzó y llegó a Nueva Jersey desde donde me llamaba. Me decía que allá nadie olía a tierrita, como yo, y que en las noches sonaban las luces encendidas todas en todos lados al mismo tiempo y le estallaban la cabeza. Un día, dijo, te compro un pasaje y vienes. Dijo que tenía mucho trabajo y que podíamos tener hijos y hasta un auto. Y yo lo quería. Lo quería todo. Pero él se fue olvidando del bosque y de mi pelo en maraña y un día me llamó y ya ni sabía mi nombre. Rossi. Rossi. Rossi. Porque el norte de verdad está en el futuro y quién quiere volver del futuro. Y yo sigo esperando en el bosque con el llanto de madre en la nuca. Y la Jucha que me ordenó: Cuida a la madre. Y papá que no te muevas hasta que vuelva. Y yo obediente como la que más. Me paso el día sentada en el lodo y las hojas y las hormigas que me caminan en la garganta esperando que se caiga el cielo, que me llame el mocito, el menos feo, que se levanten las hojas en remolinos y me lleven como a la Dorothy en un tornado hasta un país muy lejano. Y me estallan los dientes de león en la boca de tanta espera de aguardiente, que arde y quema rico. Y siempre anochece.
Y las moscas vienen a rondarme.
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