ETAPA 3 | Televisión

Joyería de pelo

21 de agosto de 2025 - 12:11 pm
En 1991, GACETA publicó este cuento de la escritora canadiense, de su libro Chicas bailarinas (1977). Una mujer —casada y orgullosa de su closet— no puede evitar recordar una relación que vivió en la universidad y la ropa que usaba entonces
Margaret Atwood. Sueddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo.
Margaret Atwood. Sueddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo.

Joyería de pelo

21 de agosto de 2025
En 1991, GACETA publicó este cuento de la escritora canadiense, de su libro Chicas bailarinas (1977). Una mujer —casada y orgullosa de su closet— no puede evitar recordar una relación que vivió en la universidad y la ropa que usaba entonces

Traducción de Humberto Marín.

 

Debe existir un modo de abordar esto, un método, una técnica, ésa es la palabra que quiero, mata los gérmenes. Alguna técnica entonces, una manera de pensar en ello que fuera incruenta y así indolora; la devoción rememorada en calma. Trato de conjurar una imagen de mí misma en esa época, también una tuya, pero es como conjurar a los muertos. Cómo sé que no estoy inventándonos a ambos, y si no estoy inventando entonces es realmente como conjurar a los muertos, un juego peligroso. Por qué debería perturbar a aquellos durmientes, sonámbulos, mientras hacen sus rondas de autómata por las calles donde una vez vivieron, desvaneciéndose de año en año, adelgazándose sus voces hasta el sonido de un pulgar frotado en una ventana húmeda: un chillido de insecto, transparente como vidrio, sin palabras. Con los muertos nunca se sabe si son ellos quienes desean volver o los vivos quienes quieren que lo hagan. La explicación usual es que tienen algo que decirnos. No estoy segura de creerlo: en este caso es más probable que yo tenga algo que decirles.

Sed cuidadosos, quiero escribir, hay un futuro, la mano de Dios en la pared del templo, clara e inevitable en la nieve nueva, justo en frente de ellos mientras caminan —lo veo como diciembre— por la acera de ladrillo en Boston, ciudad de putrefactas dignidades, ella en sus oscilantes tacones altos, empapándose los pies por pura vanidad. Las botas eran feas entonces, pesado caucho informe como patas de rinoceronte, botas de vuelo las llamaban, o forradas de piel en lo alto como pantuflas de viejas o de dormitorio, con moños de cintilla; o había aquellas botas de lluvia plásticas en forma de cuña, se amarilleaban rápidamente y se encostraban de mugre en el interior, parecían dientes enterrados.

Esa es mi técnica, me resucito a mí misma a través de los vestidos.

De hecho, me es imposible recordar lo que hice, lo que me sucedió, a menos que pueda recordar lo que vestía, y cada vez que desecho un saco o un vestido estoy desechando una parte de mi vida. Descamo las identidades como una culebra, dejándolas pálidas y arrugadas detrás de mí, un rastro de ellas, y si deseo cualquier recuerdo en absoluto tengo que recolectar, uno por uno, esos fragmentos de algodón y lana, armarlos, logrando al final un yo de retazos, sin ninguna defensa contra el frío. Me concentro, y esta particular alma perdida se alza miasmática desde la caja de Donación de Vestuario de Civiles Lisiados en el terreno de estacionamiento de Loblaws en el centro de Toronto, donde finalmente enterré ese abrigo.

El abrigo era largo y negro. Era de buena calidad —la buena calidad importaba entonces, y las revistas para mujeres tenían artículos sobre guardarropas básicos y el planchado correcto y cómo quitar las manchas del pelo de camello— pero era muy grande para mí, las mangas llegaban hasta mis nudillos, el ruedo hasta el borde de mis botas plásticas de lluvia, las cuales tampoco eran de mi talla. Cuando lo compré pensé modificarlo, pero nunca lo hice. La mayoría de mis vestidos eran lo mismo, todos eran demasiado grandes, tal vez yo creía que si mis vestidos eran grandes e informes, si formaban una suerte de tienda alrededor mío, yo sería menos visible. Pero lo cierto era lo contrario; debí haber sido más evidente que la mayoría mientras ondeaba por las calles en mi sudario de lana negra, la cabeza envuelta, era una bufanda escocesa de angora, también de buena calidad; a cualquier precio, mi cabeza envuelta.

Compraba estos vestidos, cuando compraba vestidos en absoluto —porque debes recordar que, como tú, yo era pobre, lo cual explica al menos algo de nuestra desesperación— en los Bajos de Filene, donde los vestidos de buena calidad que no podían venderse en niveles más gentiles se desechaban a precios de ganga. A menudo debías probártelos en los pasillos, porque había pocos vestidores, y el sótano, porque era un sótano, de cielo bajo, pobremente iluminado, inundado con el olor de sobacos ansiosos y pies acosados, se llenaba los días de rebaja con mujeres peleando en combinación y sostén, metiéndose en desgarrados y manchados diseños originales al ritmo de una respiración pesada y de cientos de cremalleras cerrándose. Es costumbre reírse de las mujeres a la caza de gangas, de su voracidad, su histeria, pero los Bajos de Filene eran, a su propio modo, trágicos. Allí no iba nadie que no aspirara a un cambio de forma, una transformación, una nueva vida, pero las cosas nunca se daban.

Bajo el abrigo negro visto una pesada falda de paño de lana, de color gris, y un suéter pardo con sólo un agujero no muy visible, valioso para mí porque fue tu cigarrillo el que lo quemó. Bajo el suéter tengo una combinación (muy larga), un sostén (muy pequeño), unas bragas con menudas rosas rosadas, también de los Bajos de Filene, solamente veinticinco centavos, cinco por un dólar, y un par de medias de nylon sostenidas por un liguero que, siendo muy grande, se desplaza alrededor de mi cintura, haciendo que las costuras detrás de mis piernas tracen espirales como postes de barbero. Cargo una maleta que es con creces demasiado pesada —nadie llevaba sacos de lona entonces excepto a campamentos de verano — pues contiene otro juego de mis pesados vestidos de talla grande, así como seis novelas góticas del siglo diecinueve y un atado de hojas en blanco. Al otro lado, contrapesando la maleta, están mi máquina de escribir portátil y mi bolso de los Bajos de Filene, gargantuesco, sin fondo como la tumba. Es febrero, el viento azota el abrigo negro detrás de mí, mis botas plásticas de lluvia resbalan en el hielo de la acera, en una fugitiva vidriera de almacén veo una mujer gruesa y roja y arropada. Estoy desesperadamente enamorada y voy a la estación del tren para escapar.

Si hubiera sido más rica habría sido el aeropuerto. Habría ido a California, Argel, algún lugar oleoso y forastero y sobre todo cálido. Como estaban las cosas, tenía apenas el dinero para un tiquete de regreso y tres días en Salem, siendo el único lugar alterno a la vez accesible y notable Walden Pond, que no era muy bueno en invierno. Ya había justificado el viaje ante mí misma: sería más educativo ir a Salem que a Argel, pues se suponía que yo estaba «trabajando» en Nathaniel Hawthorne. «Trabajando» se decía; aún se dice así. Podría empaparme en la atmósfera; tal vez de esta experiencia, que no preveía, emergería el ensayo académico requerido para mi supervivencia como becaria, como un diente de león raquítico de una grieta en la acera. Esas calles lóbregas, esa puritana melancolía, combinada con los húmedos vientos marinos de febrero, serían como una zambullida en agua helada, despertando a la acción mis facultades críticas, mi talento para picar palabras y para la construcción de los plausibles pies de página que habían asegurado hasta entonces la gota de dinero de la beca con la que yo subsistía. En los dos meses anteriores estas capacidades habían estado paralizadas por el amor no correspondido. Yo creía que algunos días lejos de ti me darían tiempo de pensar las cosas. Según mi subsecuente experiencia, esto no ayuda en absoluto.

El amor no correspondido era, en ese período de mi vida, la única clase que yo parecía ser capaz de sentir. Esto me causaba mucho dolor, pero retrospectivamente veo que tiene sus ventajas. Brindaba todos los sobresaltos emocionales de la otra clase sin ninguno de los riesgos, no interfería con mi vida, la cual, aunque magra, era mía y predecible, y no implicaba decisiones. En el mundo de la pura realidad física podría requerir la remoción de mis mal ajustados ropajes (de ser posible, en la oscuridad del cuarto de baño: ninguna mujer quiere que un hombre vea sus alfileres), pero dejaba imperturbadas sus contrapartes metafísicas. En ese tiempo yo creía en la metafísica. Mi versión platónica de mí misma recordaba una momia egipcia, un objeto misteriosamente envuelto que podía o no caer en polvo si se lo desenvolvía. Pero el amor no correspondido no demandaba destapes.

Si, como había ocurrido varias veces, mi amor fuera correspondido, si llegara a ser un asunto del futuro, de tomar una decisión que llevaría inevitablemente al sonido del amado rasurándose con una afeitadora eléctrica mientras una raspa huevo congelado de su plato del desayuno, me llenaba de pánico. Mis investigaciones académicas me habían familiarizado con el momento en que al más cercano amigo y más confiable compañero le brotan colmillos o se convierte en murciélago; este momento era esperado, y contenía para mí pocos terrores. Lejos del desconcierto estaba ese otro instante cuando las escamas caían de mis ojos y mi amante del momento se revelaría no como un semidiós o un monstruo, impersonal e irresistible, sino como un ser humano. Lo que Psique vio con la vela no fue un dios con alas sino un jovenzuelo de pecho en quilla con espinillas, y por eso le tomó tanto encontrar el camino de vuelta al verdadero amor. Es más fácil amar a un demonio que a un hombre, aunque menos heroico.

Tú eras, desde luego, el objeto perfecto. Ninguna sombra banal de segadoras de césped y de casitas de campo acechaba en tus ojos melancólicos, opacos como mármol negro, recónditos como urnas; tosías como Roderick Usher, eras, a tus propios ojos y por consiguiente a los míos, condenado y sin reposo como Drácula. ¿Por qué será que la tristeza y una sensación de futilidad son tan irresistibles para las jóvenes? Observo ese síndrome entre mis estudiantes: esos jóvenes febriles que se desgonzan sobre los tapetes que esta institución de alto aprendizaje ha tan sabiamente previsto para ellos, desmirriados y laxos como víctimas de la lombriz intestinal, cada uno con alguna chica en rastra que le compra cigarrillos y café y que recibe a su vez sus derrames de bilis, sus condenas del salón de juegos y los dos televisores que tienen sus padres, quienes pueden de hecho ser idénticos a los suyos, de sus amigos, de lo que ella lee, de como ella piensa. ¿Por qué cargan con eso? Tal vez las hace sentir, por contraste, saludables y rebosantes de vida o tal vez estos hombres son sus espejos, reflejando la miseria y las cuarteaduras que ellas contienen pero temen reconocer.

Nuestro caso era diferente sólo en apariencia: la desesperación, estoy segura, era idéntica. Yo había terminado en la academia porque no quería ser una secretaria, o, para decirlo de otro modo, porque no quería tener que comprar siempre mis vestidos de buena calidad en los Bajos de Filene; tú porque no querías que te reclutaran, y en ese tiempo el truco de la universidad aún funcionaba. Ambos éramos de pequeñas ciudades sin importancia, cuyos ciudadanos del Club Rotario, ignorantes de nuestra condición real, creían que sus diminutas becas nos estaban ayudando a perseguir arcanas pero esplendorosas carreras, las cuales de alguna vaga manera arrojarían crédito sobre la comunidad. Pero ninguno de nosotros quería ser un académico profesional, y los reales, algunos de los cuales tenían corte militar y eficientes maletines y lucían como ejecutivos jóvenes de compañías de calzado, nos llenaban de desánimo. En lugar de «trabajar» gastaríamos nuestro tiempo bebiendo cerveza de barril en el más barato de los restaurantes alemanes locales, ridiculizando la pomposidad de nuestros seminarios y los manierismos intelectuales de nuestros compañeros estudiantes. O vagabundearíamos por las estanterías de la biblioteca, buscando títulos recónditos que posiblemente ninguno hubiera oído mencionar de modo que podríamos dejarlos caer en el próximo debate literario en ese tono reverencial dominado pronto por todo futuro jefe de departamento, y observar las ondas de desaliento diseminarse por los ojos de nuestros compañeros internos. A veces nos deslizaríamos en el Departamento de Música, cooptaríamos un piano desocupado y cantaríamos llorosos populares victorianos o fanfarrones coros de Gilbert y Sullivan, o una quejumbrosa balada de Edward Lear de la cual nos habían compelido, más tempranamente en el año, a extraer los símbolos freudianos. La asocio con cierta falda de pana café que me había hecho yo misma, cuyo ruedo tenía grapas en varios sitios porque no tuve la energía moral para coserlo.

En la costa de Coromandel
Donde brota el calabacín
En el medio de los bosques
Vivía el Yongui —Bongui— Bin…

Dos viejas sillas y media vela
Un viejo jarro sin manivela
Eran todos sus armatrostes
En el medio de los bosques.

La vela mutilada y el jarro roto habían producido mucho malicioso regocijo en el seminario, pero para nosotros tenían un pathos imperativo. El estado de cosas en Coromandel, su escualidez y desesperanza, parecían una referencia muy apropiada para el nuestro.

Nuestro problema, pensaba, era que ni el mundo que nos rodeaba ni el futuro que se extendía ante nosotros contenían ninguna imagen de lo que podríamos concebiblemente llegar a ser. Estábamos varados en el presente como en una estancada y por lo demás vacía estación de subterráneo, y en el aislamiento nos aferrábamos morosamente a las sombras del otro. Ése era a cualquier precio mi análisis mientras cargaba mi maleta a través del helado crepúsculo hacia el único hotel que estaba abierto en Salem, o así me había dicho el conductor. Tengo dificultad para ver esto, pero pienso que la estación de ferrocarril era condensada y oscura, iluminada por una barrosa luz naranja como las estaciones de subterráneo de Boston, y ella, también, tenía el olor de desinfectante débil infructuosamente aplicado a una capa de orina seca tan vieja como para ser casi respetable. No me hacía acordar de pantanos o brujas o aun de rechonchos constructores de barcos, sino de desnutridos molineros enfermos de los pulmones, una generación más tarde.

El hotel, también, olía a decadencia y a mejores días. Lo estaban repintando, y las lonas y escaleras de los pintores casi bloqueaban los corredores. El hotel estaba abierto sólo por las renovaciones; de otro modo, dijo el recepcionista que parecía ser también el botones, el gerente y posiblemente el propietario, lo habría cerrado y se habría marchado a Florida. «La gente sólo viene aquí en el verano», decía, «para ver la Casa de los Siete Caballetes y demás». Resentía mi presencia allí en absoluto, y más especialmente por la negativa a dar una explicación satisfactoria. Le dije que había venido a mirar las lápidas pero no lo creyó. Mientras remolcaba mi maleta y mi máquina de escribir hacia el gabinete barrido por el viento donde me iba a depositar, miraba constantemente hacia atrás por encima de mi hombro como si pensara que debía haber un hombre detrás de mí. El sexo ilícito, sabía, era la única razón concebible para Salem en febrero. Estaba en lo cierto, desde luego.

El lecho era estrecho y duro como una losa mortuoria, y pronto descubrí que aunque había una viva brisa marina soplando a través de la ventana cerrada, la gerencia era consciente de ello y lo había compensado; cada nuevo asalto de calefacción central era anunciado por el sonido de martillos y pesados gongs desde el radiador.

Entre mis ataques de sueño pensaba en ti, ensayando nuestro futuro, que sabía breve. Desde luego que dormiríamos juntos, aunque este tópico no se había discutido aún. En esos días, como recordarás, eso tenía que discutirse primero, y hasta entonces no habíamos avanzado más allá de unos furtivos tanteos al aire libre y un momento en que, bajo una luna llena en una de aquellas desiertas calles de ladrillo, habías puesto tu mano en mi garganta y anunciado que eras el estrangulador de Boston, una broma que, aunada a mis predilecciones literarias, alcanzaba a ser una seducción. Pero aunque el sexo era un ritual necesario e incluso deseable, yo me embebía menos en eso que en nuestra separación, que yo visualizaba triste, tierna, inevitable y final. La ensayaba en cada posible escenario, zaguanes, muelles de transbordador, estaciones de tren, de avión y de subterráneo, bancos de parque. No diríamos mucho, nos miraríamos, sabríamos (aunque no estaba exactamente segura de lo que sabríamos); entonces tú doblarías una esquina y te perderías para siempre. Yo vestiría un sobretodo, no comprado todavía, aunque había visto la clase de cosa que deseaba en los Bajos de Filene el otoño anterior. La escena de la banca de parque —la situé en primavera, para proporcionar un contraste al estado de ánimo— era tan conmovedora que lloré, aunque como tenía horror de alcanzar a ser oída, incluso en un hotel vacío, acompasé el llanto para que coincidiera con el radiador. La futilidad es tan atractiva para los jóvenes, y yo no había agotado aún sus posibilidades.

A la mañana siguiente estaba cansada de cavilar y lloriquear. Decidí buscar el abandonado cementerio principal que podía proporcionarme un encantador epitafio del siglo diecinueve adecuado para mi artículo sobre Hawthorne. En la sala los obreros martilleaban y pintaban; mientras caminaba por el corredor me miraron como ranas en una charca. El encargado de la recepción de mala gana me cedió un folleto para turistas de la Cámara de Comercio que tenía un mapa y una corta lista de los puntos de interés.

No había un alma afuera en las calles. y muy pocos carros. Las casas recubiertas de hollín, la pintura descascarada por el aire salado, parecían desiertas, aunque en varias de las ventanas fronteras pude ver el borroso esbozo de una cara detrás de las desteñidas cortinas de lazos. El cielo estaba gris y arrugado, como el interior de un colchón, y soplaba un alto viento. Me deslicé por las aceras en mis botas resbalosas, el viento empujando mi abrigo negro como una vela, avanzando bien hasta que doblé una esquina y el viento no estuvo ya detrás de mí. Pronto descarté la idea del cementerio.

En lugar de eso entré a un pequeño restaurante; no había desayunado —el hotel había sido displicente con eso— y quería comer y pensar qué hacer enseguida. Ordené un sándwich de huevo y un vaso de leche y estudié el folleto. La mesera y el propietario, las únicas personas en el cuarto, se retiraron al otro extremo y permanecieron de pie con los brazos cruzados, observándome desconfiadamente mientras comía como esperando que saltara y realizara algún acto de necromancia con el cuchillo de la mantequilla. Entretanto, la Casa de los Siete Caballetes estaba cerrada durante el invierno. De todos modos, no tenía nada que ver con Hawthome; era sólo una casa vieja que había escapado de ser derribada, y que la gente pagaba para ver porque le habían dado el nombre de una novela. No tenía genuino sudor de autor en los pasamanos. Creo que ese fue el momento en que empecé a volverme cínica acerca de la literatura.

El otro único punto de interés, de acuerdo a la Cámara de Comercio, era la biblioteca. A diferencia de todo lo demás, estaba abierta en febrero, y era aparentemente famosa en el mundo por su colección de genealogías. Lo último que yo quería era una visita a la biblioteca, pero retornar al hotel con su ruido y olores químicos no tenía sentido y no podía quedarme en el restaurante todo el día.

La biblioteca estaba vacía, excepto por un hombre de mediana edad con sombrero de fieltro que estaba mirando obstinadamente las hileras de genealogías, ostensiblemente matando tiempo. Una empleada de moño y ceño fruncido se sentaba detrás de un escritorio despuntado haciendo crucigramas. La biblioteca servía también como especie de museo. Había varios mascarones de barco, doncellas de ojos rígidos, hombres de palo, ornamentados peces y leones con el oropel desgastado; y, exhibida en vitrinas, una colección de joyería de pelo victoriana; broches y anillos, cada uno con una tapa de cristal protegiendo un diseño de cabello tejido; flores, iniciales, guirnaldas o sauces llorones. Los más elaborados tenían cabellos de diferentes colores.

Aunque originalmente debían tener brillo, los mechones habían envejecido ahora a la textura de algo que uno encuentra bajo el cojín de una silla. Me sacudió que Donne hubiera estado errado en lo del círculo de brillante cabello alrededor del hueso. Una tarjeta a mano explicaba que muchas de estas piezas eran joyas recordatorias, hechas para distribución a los dolientes en los funerales.

«Las mortuorias», dije a la mujer del escritorio. «Quiero decir, ¿cómo hacían?, ¿cortaban el cabello antes o después?». Alzó la vista de su acertijo. No entendía en absoluto de qué le estaba hablando.

«Antes o después de que la persona muriera», dije. Si antes, me parecía una cosa dura de hacer. Si después, ¿cómo tenían tiempo para tejer todos esos sauces antes del funeral? Y ¿por qué los querrían? No me podía imaginar usando en la garganta uno de aquellos pesados broches, como un cojín de metal, relleno con los bucles cada vez más opacos de alguien que amé. Sería como una mano disecada. Sería como una trampa.

«Estoy segura de que no sé», dijo con desagrado. «Es una exhibición viajera».

El hombre del sombrero de fieltro estaba esperándome afuera. Me invitó a acompañarlo en un trago. Debía estar alojado en el hotel.

«No, gracias», dije, agregando: «Estoy con alguien». Dije esto para apaciguarlo —las mujeres siempre se sienten obligadas a apaciguar a los hombres por quienes rehúsan ser abordadas—, pero mientras lo decía comprendí que había venido aquí no para escapar de ti, como había pensado, sino para estar contigo, más completamente de lo que tu presencia real permitiría. De cuerpo presente tu ironía era impenetrable, pero sola yo podía encenagarme ininterrumpidamente en la fatalidad romántica. Nunca he entendido por qué la gente considera a la juventud una época de libertad y goce. Posiblemente es porque han olvidado la suya. Rodeada ahora de la dolorida juventud, sólo puedo dar gracias por haber escapado, confío que para siempre (porque ya no creo en la reencarnación), de la intolerable servidumbre de tener veintiuno.

Te había dicho que me iba por tres días pero la fantasía no diluida fue demasiado para mí. Salem era un vacío y tú te estabas expandiendo para llenarlo. Yo sabía de quién era aquel cabello que estaba en el masivo memento mori negro y dorado de la segunda hilera de broches, yo sabía a quién había oído en el cuarto del hotel vacío a la izquierda del mío, respirando casi inaudiblemente entre los espasmos del radiador. Afortunadamente había un tren en la tarde; lo tomé, y escapé de vuelta al presente. Te llamé de la estación de Boston. Aceptaste mi prematuro retorno con tu fatalismo usual, sin expresar alegría o sorpresa. Se suponía que estabas trabajando sobre la ambigüedad en el Locksley Hall de Tennyson, lo cual, me informaste, era claramente un despropósito. La ambigüedad era grande en aquellos días. En lugar de eso fuimos a caminar. Estaba más templado y la nieve se estaba convirtiendo en sopa; terminamos en el río Charles, donde enrollamos bolas de nieve y las arrojamos al agua. Después de eso construimos una húmeda estatua de la reina Victoria, completa con el protuberante seno, el monumental trasero y la ganchuda nariz, luego la demolimos con bolas de nieve y trozos de hielo, carcajeándonos a intervalos con lo que entonces pensaba que era liberado abandono pero ahora reconozco como histeria.

Y luego, y luego. ¿Qué tenía puesto? Mi abrigo, naturalmente, y una falda diferente, una falda escocesa enfermizamente verdosa; el mismo saco con el agujero quemado. Nos deslizamos juntos por el fango parcialmente congelado a la orilla del río, sosteniéndonos las friolentas manos. Estaba oscureciendo y haciéndose más frío. De tiempo en tiempo nos deteníamos, para saltar arriba y abajo y besarnos, para mantenernos tibios. Sobre la aceitosa superficie del Charles descubríamos, como brillantes espejismos, las torres y campanarios desde los cuales los desesperanzados del examen de primavera se arrojarían más tarde, como cada año; en sus cenagosas profundidades flotaban los suicidas literarios. Faulkner entre ellos, encostrados con cristalinas palabras y relumbrantes como ojos; pero éramos implacables, cantamos en su burla un disonante dúo:

Dos sillas viejas y media vela
un viejo jarro sin manivela…

Por primera vez tú te estabas riendo. Renuncié a mi guión cuidadosamente construido, al final que había planeado para nosotros. El futuro se abría como una pantalla panorámica, prometedor y peligroso, cualquier dirección era posible. Sentía como si estuviera caminando por el borde de un alto puente. Nos parecía —al menos me parecía a mí— que éramos realmente felices.

Cuando el frío fue finalmente demasiado para nosotros y habías empezado a estornudar, fuimos a uno de los restaurantes baratos donde, se rumoraba, uno podía vivir de balde comiendo los paquetes gratis de salsa de tomate, condimento y azúcar, y bebiendo la crema de los jarros de crema cuando nadie miraba. Allí debatimos la conveniencia de dormir juntos, los pros y los contras y, bastante pronto después de eso, los modos y los medios. Eso no se hacía a la ligera, especialmente por las estudiantes graduadas, que se suponía eran como monjas, delicadas e incorpóreas. No es que en aquellos monásticos alrededores ellas tuvieran mucha oportunidad de ser otra cosa, puesto que los machos iban en su mayoría a la ópera juntos en pequeños grupos y tenían fiestas de vino a las que sólo se invitaban entre sí. Ambos vivíamos en residencias estudiantiles; ambos teníamos compañeros de celda que estaban siempre en el cuarto, comiéndose las uñas y componiendo bibliografías. Ninguno de los dos tenía carro, y estábamos seguros de que los hoteles locales nos rechazarían. Tendría que ser en otra parte. Acordamos Nueva York en el feriado de Pascua.

La víspera del viaje fui a los Bajos de Filene y compré, después de pensarlo un tanto, una bata de noche de nylon rojo, apenas una talla más grande y con una tira que podía fácilmente coserse de nuevo en un hombro. Estuve indecisa sobre una color malva con volados a lo Carmen, pero podía usar sólo una a la vez y necesitaba el dinero para otras cosas. El Viernes Santo tomé el bus a Nueva York. Tú habías partido varios días antes, pero yo tuve que quedarme para terminar un ensayo en mora sobre El italiano de la señora Radcliffe. Tú mismo tenías tres artículos en mora por esa época, pero ya no parecías preocuparte. Habías estado gastando mucho tiempo en la ducha, lo que había molestado a tu compañero de cuarto; también habías estado padeciendo extensas pesadillas que representaban, hasta donde recuerdo, elefantes, cocodrilos y otros grandes animales rodando colina abajo en sillas de ruedas, y gente que clavaban a cruces e incineraban. Para mí eran evidencia de tu sensibilidad.

El plan era que tú te quedarías en el apartamento de una vieja amistad de tu pueblo, mientras yo conseguía un cuarto sencillo de hotel. Esto derrotaría las sospechas, esperábamos; también sería menos caro. 

Por esa época yo no había estado nunca en Nueva York y no estaba preparada para ella. De entrada me dio vértigo. Me paré en la capitanía del puerto en mi largo abrigo negro, con mi pesada maleta y mi bolso sin fondo, buscando una cabina telefónica. La multitud era como una manifestación política, aunque en esa época yo no había visto nunca una de verdad. Las mujeres se empujaban y escupían insultos como si fueran lemas, remolcando niños quejumbrosos; había una hilera de viejos andrajosos en los escaños, y el piso estaba moteado con goma de mascar, envolturas de caramelo y colillas de cigarrillo. No estoy segura pero pienso que había máquinas de juego; ¿puede ser posible? Deseaba ahora haberte pedido que me encontraras en la parada de bus, pero tales dependencias no eran parte de nuestro convenio.

Mientras avanzaba hacía lo que creía era la salida, un negro agarró mi maleta y empezó a tirar. Tenía un corte fresco en la frente del cual corría sangre, y sus ojos estaban llenos de tal desesperación que casi aflojé. Él no estaba tratando de robar mi maleta, comprendí después de un minuto; sólo deseaba llevarla a un taxi para mí.

«No, gracias», dije. «No tengo dinero».

Miró con desdén mi abrigo —era, después de todo, de buena calidad—y no aflojó. Yo tiré más duro y él cedió. Me gritó algo que no comprendí; aquellas palabras no eran aún moneda corriente. Conocía la dirección del hotel, pero no sabía cómo llegar allí. Empecé a caminar. El sol había salido y yo sudaba, de temor tanto como de calor. Encontré una cabina telefónica: el teléfono había sido eviscerado y era una maraña de alambres. El siguiente estaba intacto, pero cuando te llamé no hubo respuesta. Era extraño, pues te había dicho a qué hora llegaría.

Me apoyé contra el costado de la cabina, esforzándome por no entrar en pánico. Nueva York había sido diseñada como una ventana enrejada, así que mirando las señales de las calles y contando, debería ser capaz de deducir la ubicación del hotel. No quería preguntar a nadie: las expresiones de vacío desespero o de activa malicia me ponían nerviosa, y había encontrado varias personas que se hablaban a sí mismas en voz alta. Nueva York, como Salem, parecía estarse cayendo en pedazos. Alguien rico podría haberlo visto como potencial renovación urbana, pero los edificios con trozos de menos, los huecos en las aceras, no me confortaban.

Me las arreglé para arrastrar mi maleta al hotel, deteniéndome en cada cabina telefónica para marcar tu número. En una dejé tu copia de La educación de Henry Adams, por error. Era justo también, al ser la única cosa tuya que yo tenía; habría sido de mal agüero conservarla.

El recepcionista del hotel estuvo casi tan desconfiado conmigo como el de Salem. Había atribuido el malestar conmigo allí a la xenofobia de villorrio, pero se me ocurrió ahora por primera vez que podría ser la forma en que estaba vestida. Con mis mangas hasta los nudillos, no lucía como alguien con tarjeta de crédito.

Me senté en mi cuarto, que era realmente muy parecido al de Salem, preguntándome qué te había sucedido, dónde estarías. Telefoneé cada media hora. No había mucho que pudiera hacer mientras esperaba. Desempaqué la bata de noche roja con la tira rota, sólo para encontrar que había olvidado la aguja y el hilo con los que pensaba repararla; no tenía ni siquiera un alfiler. Quería tomar un baño, pero la manija de mi puerta giraba continuamente, y aunque había puesto la cadena no quería arriesgarme. Incluso me dejé el abrigo puesto. Empecé a pensar que me habías dado un número errado, o, peor, que tú eras una invención mía.

Finalmente alrededor de las siete alguien contestó el teléfono. Era una mujer.

Cuando pregunté por ti se rió, no placenteramente. «Hey, Voz de la Ruina», la oí decir, «una pollita te busca». Cuando pasaste tu voz era aún más remota de lo usual.

«¿Dónde estás?», dije, tratando de no sonar como una esposa regañona. «He estado tratando de conseguirte desde las dos y media».

«Es mi amiga», dijiste. «Se tragó un frasco de píldoras para dormir esta mañana. Tuve que hacerla caminar mucho».

«Oh», dije. Había tenido la impresión de que la amistad era masculina. «¿No podías haberla llevado a un hospital o algo así?».

«Aquí uno no lleva a la gente a los hospitales a menos que realmente tenga que hacerlo».

«¿Por qué lo hizo?», pregunté.

«Quién sabe?», dijiste, en el tono de alguien molesto de estar involucrado, así fuera tangencialmente. «Por pasar el tiempo, creo». La mujer, en el fondo, dijo algo que sonó como «tú, mierda».

Se me helaron las plantas de los pies, se me durmieron las piernas. Súbitamente había comprendido que ella no era sólo una vieja amistad como me habías dicho. Había sido una amante, era aún una amante, hablaba en serio, había tomado las píldoras porque se enteró de que yo llegaba ese día y estaba tratando de detenerte; sin embargo todo este tiempo tú estabas escribiendo calmadamente el número del cuarto, el número del teléfono, que yo igual de calmadamente te estaba dando. Acordamos encontrarnos el día siguiente. Pasé la noche tirada en la cama con el abrigo puesto.

No viniste, desde luego, y a estas alturas yo había pensado dos veces lo de telefonear. Ni siquiera volviste a Boston. En mayo recibí una críptica nota tuya en una postal con una vista del paseo enmaderado de Atlantic City en la parte delantera:

Escapé para unirme a la Armada pero no me aceptaron, pensaron que Griego Antiguo no era suficiente calificación. Conseguí trabajo en un comedero mintiendo acerca de mi alfabetismo. Es mejor que saltar del campanario. Dale mis recuerdo a Coromandel. Siempre tuyo, Bo.

Como de costumbre, no pude decidir si te burlabas o no.

Desde luego me dolí; no tanto por tu partida, que había sido, ahora lo veía, una conclusión prevista, sino por su precipitud. Se me había privado de la necesaria escena final, la banca de parque, el ligero viento primaveral, el sobretodo (que ya no compraría nunca), tu figura desvaneciéndose. Incluso después de que comprendí que nuestro futuro no habría contenido ni la casita de campo, ni la afeitadora eléctrica tan temidas, ni aquellas vagas, felices posibilidades que una vez había imaginado, sino, inevitable como un dístico rimado, un frasco vacío de píldoras para dormir cuyos efectos tú no podrías haberme ayudado a caminar, yo continué doliéndome.

Como no habías partido del modo correcto parecía como si no hubieras partido en absoluto. Permanecías alrededor, como un miasma o el olor de ratones, esperando para desinflar mis intentos optimistas —porque por puro miedo empecé pronto a hacerlos con tu particular visión biliosa de mi conducta. Como si fueras mi gemelo más oscuro o un adepto a siniestra telepatía, yo podía sentir en todas las ocasiones cuál sería tu opinión. Cuando me comprometí (siete meses después, con un arquitecto que diseñaba, y aún continúa diseñando, edificios de apartamentos), me dejaste saber que habías esperado otras cosas de mí. La boda real, y sí, tuve todos los atavíos incluyendo un traje largo blanco, te llenaron de desdén. Podía verte en tu pringoso cuarto, rodeado de latas de sardinas vacías y calcetines cubiertos de hilacha, viviendo sólo de tu burla y tu rechazo a venderte, como yo estaba tan palpablemente haciendo. (¿A qué? ¿A quién? A diferencia de generaciones posteriores, nunca fuimos capaces de señalar el enemigo.)

Mis dos hijos no te impresionaron, ni tampoco la posición académica que subsecuentemente alcancé. He llegado a ser, en un tono menor, una autoridad acerca de las novelistas nacionales del siglo diecinueve. Después de mi matrimonio descubrí que realmente tenía más en común con ellas que con los novelones góticos; supongo que esta introspección sobre mi verdadero carácter significa madurez, una palabra que tú desprecias. El más prominente de mis sujetos es la señora Gaskell, pero puedes haber oído asimismo de la señora J.H. Riddell; ella escribió también bajo el nombre literario de F.G. Trafford. Dediqué a su George Geith de Fen Court un meritorio artículo que se publicó después en una respetable revista. Innecesario decir que soy inamovible, en la medida en que mi departamento, adverso a las mujeres por muchos años, ha recibido recientemente cierta presión para que explique sus políticas de contratación. Soy una muestra, como tú no te cansas de señalar. Así mismo, visto bien, como corresponde a una muestra. El desaliñado y desafiante guardarropa de lana que tú puedes recordar se desvaneció poco a poco en las arcas del Ejército de Salvación a medida que me hacía más rica, y fue reemplazado por una colección moderadamente coqueta de trajes con pantalón y airosos vestidos. Mis colegas masculinos me consideran eficiente y un tanto fría. No tengo ya amoríos casuales, pues odio los recordatorios que no pueden desecharse. Mis abrigos no aletean más, y cuando asisto a conferencias académicas nadie pone ojos como platos.

Fue en una de éstas, la grande, el mercado central de carne y feria de alquiler, que te vi la última vez. Bastante curioso, se realizó en Nueva York ese año. Yo estaba dando una disertación sobre Amelia Edwards y otras mujeres periodistas de la época. Cuando vi tu nombre en el programa pensé que debía ser alguien distinto. Pero eras tú, desde luego, y pasaste toda la sesión discutiendo si John Keats había tenido sífilis o no. Habías hecho una considerable cantidad de investigación sobre los usos médicos del mercurio en la primera parte del siglo, y tu último párrafo fue una pieza maestra de inconclusión. Habías ganado peso, de hecho lucías saludable, lucías como si jugaras golf. Sin embargo, busqué en vano una sonrisa sardónica: tu expresión era impasible.

Al terminar subí a felicitarte. Te sorprendiste de verme; nunca habías pensado que yo terminara en esto, dijiste, y tu mirada posiblemente consternada captó mi corte de peluquería, mi mono rojo ajustado a la talla, mis vistosas botas. Tú también estabas casado, con tres niños, y apresuradamente me mostraste instantáneas de billetera, sosteniéndolas como talismanes protectores. Yo las contrapuse a las mías. Ninguno de los dos sugirió tomar un trago. Nos deseamos suerte; ambos estábamos desengañados. Tú habías deseado, ahora veía, que yo muriera de tisis o de alguna otra enfermedad igualmente operática. En el fondo tú eras también un romántico.

Eso debió haber sido todo, y no puedo comprender por qué no lo es. Es absolutamente cierto que amo a mi esposo y a mis hijos. Además de asistir a reuniones de la facultad, donde tejo puntada afgana durante las discusiones de incrementos y currículums, les cocino comidas nutritivas, dispongo fiestas de cumpleaños y la mayor parte de las veces hago mi propio pan y mis encurtidos. Mi esposo admira mis logros y me brinda apoyo, como dicen, durante mis depresiones, que se hacen más raras. Tengo una vida sexual rica y gratificante, y puedo oírte ya ridiculizando los adjetivos, pero es rica y gratificante a pesar tuyo. Y tú no has logrado más que yo.

Pero cuando regresé de la conferencia a la casa donde vivo, que no es una casita rústica sino una residencia de dos pisos estilo colonial y en la cual, siempre desde que me mudé allí, tú has ocupado el sótano, no te habías ido. Esperaba que habrías sido dispersado, exorcizado: te habías hecho real, tenías una esposa y tres instantáneas, y la banalidad es, después de todo, el mágico antídoto para el amor no correspondido. Pero no fue suficiente. Allí estabas en tu lugar acostumbrado, junto al estante donde guardo las conservas, a la derecha de las escaleras del sótano, irguiéndote polvoriento y relleno como Jeremy Bentham en su caja de cristal, mirándome, no con tu antiguo desdén, es cierto, sino con reprobación, como si yo hubiera permitido que sucediera, como si fuera mi falta. ¿Seguramente no quieres de vuelta esa miseria, esos edificios en decadencia, esa seductora desesperación y vanidad, ese temor? Seguramente no quieres estar atascado en esa fangosa calle de Boston para siempre. Deberías haber sido más cuidadoso. Trato de decirte que habría terminado mal, que no fue del modo que tú lo recuerdas, te estás engañando a ti mismo, pero tú rehúsas ser consolado. Adiós, te digo, esperando tu mirada, pensativa, arrepentida. Se supone que des la vuelta y te marches, pasando los grandes baúles, rodeando el rincón, al cuarto de lavandería, y te desvanezcas detrás del conjunto lavadora-secadora; pero tú no te mueves.

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