La televisión colombiana y la literatura estuvieron ligadas desde el mismo domingo 13 de junio de 1954, cuando en la primera transmisión de la historia, después del discurso del General Gustavo Rojas Pinilla, un concierto de música clásica y la presentación del dueto los Tolimenses, los primeros televidentes colombianos vieron en las pantallas de sus recién adquiridos televisores, una adaptación del cuento El niño del pantano de Bernardo Romero Lozano.
Fue el inicio de una historia de amor que duró décadas. En los años cincuenta y sesenta, por ejemplo, cuando una familia colombiana se sentaba a ver televisión en la sala de su casa, podía encontrarse fácilmente con dramatizados basados en obras de teatro de Henrik Ibsen, August Strindberg o Eugene O’Neill, gigantes de la dramaturgia mundial. Diez años después, podían ver telenovelas basadas en clásicos latinoamericanos como La mala hora de Gabriel García Márquez, La tregua de Mario Benedetti o La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Y en los años ochenta, obras colombianas como El Flecha de David Sánchez Juliao —que inspiró la telenovela Gallito Ramírez— o La casa de las dos palmas de Manuel Mejía Vallejo.
Incluso en la primera década de los 2000, cuando la televisión colombiana vivió el auge de las narconovelas y las narcoseries, y la adaptación de clásicos de la literatura escaseaba, algunas de las producciones más vistas, como Sin tetas no hay paraíso y El Cartel de los sapos, estaban basadas en libros.
«Las obras literarias, así como las periodísticas, siempre han sido una de las fuentes creativas de la televisión en todo el mundo —explica el crítico Omar Rincón—. Incluso hoy en día, la mayoría de las series y proyectos de plataformas como Netflix, HBO o Prime Video están basadas en libros. Por ejemplo, Cien años de soledad».
En el caso de Colombia, sin embargo, esa relación fue mucho más honda. Germán Rey, quien también fue crítico y es un experto en medios y comunicación, cuenta que, en parte, se debió a las personas encargadas de montar los primeros programas de televisión en Colombia: intelectuales de izquierda, humanistas y cultos, como Seki Sano, Fausto Cabrera o el mismo Romero Lozano. «Era una generación que asistía a la renovación del teatro colombiano, con una vocación cultural, con el soporte técnico de realizadores cubanos, un contingente de actuación que provenía de la radio en la que no existían espectadores y una primera generación de aprendices colombianos», cuenta.
Ellos montaron lo que se llamó el teleteatro —que venía directamente del radioteatro—, adaptaciones de obras escritas por autores internacionales. Pero no eran obras cualquiera, era un teatro experimental y moderno, surgido de la posguerra, que representó todo un reto para actores y actrices, directores y técnicos. En esa época, por ejemplo, se hicieron adaptaciones como Juan Gabriel Borkmam de Ibsen o El cartero del rey de Rabindranath Tagore.
A eso se le suma el hecho de que la televisión colombiana había nacido como un proyecto estatal con una clara vocación cultural. El Estado era quien definía cuál debía ser la programación y, hasta mediados de los años noventa, era el dueño de los canales y arrendaba los espacios para las programadoras, especificando qué tipo de contenido debía ir a cada hora.
Por eso, mientras en México y en Venezuela se propagaban los ‘culebrones’ y las telenovelas clásicas, en Colombia la historia era distinta. Y eso lo aprovecharon personajes, como Fernando Gómez Agudelo, presidente de RTI, para arriesgarse y adaptar obras literarias del Boom Latinoamericano. Así lo recuerda Consuelo Luzardo, quien trabajó en varios de sus proyectos: «Él les decía a los productores: pero por qué la telenovela tiene que ser esas historiecitas de Corín Tellado. Él creía que había que elevar el nivel, que no podían seguir escribiendo esas historias con final previsible». De esa época vienen Gracias por el fuego, La tregua, Este domingo, La mala hora o La vorágine, que fue adaptada por Lisandro Duque, un hombre que venía directamente del cine.
«Eran buenas novelas, bien adaptadas, bien dirigidas y muy cuidadosamente actuadas. En esa época no había mediciones, entonces uno no sabía exactamente qué tanto por ciento las veían, pero sí tenían una enorme aceptación. Uno se sentía muy orgulloso de estar haciendo estas historias en telenovela de las ocho de la noche», recuerda Luzardo, quien participó en La tía Julia y el escribidor, La pezuña del diablo y Los pecados de Inés de Hinojosa, que estaba basada en un libro de Próspero Morales Pradilla.
Hacia los años ochenta el tema evolucionó y comenzaron a adaptarse obras literarias colombianas costumbristas de la mano de la libretista Martha Bossio. Gracias a ella, nacieron algunas de las telenovelas más recordadas de la historia de la televisión colombiana: La mala hierba (basada en un libro de Juan Gossaín), Pero sigo siendo el rey (basada en El rey de David Sánchez Juliao), Gallito Ramírez (basada en El Flecha de David Sánchez Juliao), San tropel (basada en un libro de Ketty Cuello De Lizarazo) o La casa de las dos palmas (basada en el libro de Manuel Mejía Vallejo).
«Ella incorporó a la telenovela ya en desarrollo, matices regionales, humor, personajes entrañables que sintonizaba perfectamente con dimensiones de la cultura popular y una gran maestría narrativa. Creó una tensión muy relevante entre la telenovela y el dramatizado unitario, entre la estructura del melodrama y la narración literaria, entre el consumo masivo y los personajes de culto», recuerda Germán Rey.
El matrimonio entre literatura y televisión colombiana empezó a terminar a finales de los años noventa. La irrupción de los canales privados, que tenían una lógica más comercial que educativa, y la evolución de telenovelas con historias costumbristas a historias más sociales, biografías de grandes artistas o historias sobre la violencia y el narcotráfico, contribuyeron a que cada vez se adaptaran menos novelas.
Rincón cree que, en parte, se debe a lo costoso de comprar derechos para adaptar novelas. Por eso, dice, las recientes adaptaciones de Cien años de soledad o Noticia de un secuestro, ambos libros de Gabriel García Márquez, se hicieron en Netflix y Prime Video, dos plataformas con capital internacional.
Eso tiene una consecuencia, para Rey. «Nos estamos perdiendo la oportunidad de explorar las transformaciones narrativas de la televisión del 2000 y de la literatura que se está produciendo en el país con autores como Pilar Quintana, Gilmer Mesa, Alonso Sánchez Baute, Juan Gabriel Vásquez, Carolina Sanín, Juan Cárdenas, entre otros, muy importantes e interesantes». Él cree que ese reto lo debería tomar una nueva generación de libretistas y directores jóvenes, que encuentren en los libros de la literatura colombiana actual posibilidades de experimentación y que respondan a los intereses y los modos de ver de los nuevos públicos, especialmente jóvenes.
Hay ejemplos positivos, sobre todo en los canales regionales y públicos, que han hecho producciones innovadoras. Una de las más destacadas fue la adaptación de Memoria por correspondencia, el libro autobiográfico de la pintora Emma Reyes, que hizo RTVC y que se puede ver por RTVC Play. Tal vez ahí, en eso que se está haciendo en los márgenes de la televisión colombiana, está el futuro, en apostarle nuevamente a aquello que la hizo tan especial.
*Esta nota fue publicada originalmente en la página de divulgación del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.
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