La primera vez que pisé un gimnasio tenía quince años, vivía en Cedritos, era 1992. Se trataba de un gimnasio de barrio, con máquinas viejas; las barras eran ásperas al tacto y los discos lucían las manchas rojizas de la herrumbre. La barra Z, con la que se trabajan los bíceps, y es llamada así por su forma en zigzag, parecía hecha con un pedazo de hierro que alguien había doblado a la brava. En los parlantes, la playlist era siempre la misma: Biohazard, Sepultura, Alice in Chains o el Vulgar Display of Power, que Pantera acababa de lanzar.
El instructor tenía un cuerpo que hasta entonces yo solo había visto en películas y series de televisión. Hoy calculo que medía 1.75 m, pesaría unos 100 kilogramos de masa magra y su índice de grasa corporal no debía pasar del 12 %. A veces iban a visitarlo tipos con cuerpos similares, hablaban de rutinas, de dietas y de esteroides. El tipo competía en torneos nacionales de culturismo. De día, se ganaba la vida con su trabajo de instructor y la venta de esteroides; de noche, para poder pagar los suplementos y los kilos de comida, vendía perico en una esquina. Más que un gimnasio, era una olla en la que alguien había dejado unas máquinas, y fue ahí donde, por primera vez, entre bufidos y el rechinar de los hierros, mi mente se disolvió en el dolor: una especie de meditación, la constatación de la finitud, y experimenté ese ardor muscular, tan parecido al orgasmo, que millones de personas adora y persigue.
Hoy la música en los gimnasios es otra, las canciones casi siempre hablan de menear el culo y manejar un Lamborghini; los gimnasios mismos son corporaciones con múltiples sedes y máquinas de última tecnología, pero en su calculada iluminación, en sus prístinas atmósferas y en los mensajes de autosuperación que decoran las paredes, mora el mismo espíritu de aquella olla de barrio.
Antes de descubrir «el mundo de los hierros» yo ya practicaba deporte. Hacía parte de un equipo de natación; nadaba cinco días a la semana y era medalla de plata en cincuenta metros pecho. ¿Qué me llevó entonces a pisar un gimnasio por primera vez? Quizá fue saberme siempre uno de los más bajitos de la clase, o también mi introversión, que me hacía ver como el niño raro del curso; o tal vez fueron mis miedos infantiles y los episodios de ansiedad que padecía en el colegio. Sospecho que la mayoría de las personas que levanta pesas respondería algo similar. Entre los culturistas de élite esa historia se repite por todas partes. Niños criados a fuerza de golpizas como Arnold Schwarzenegger, huérfanos que crecieron entre pandillas como Dorian Yates o simplemente niños que se miraban al espejo y veían un ser frágil, como Tom Platz, apodado el «Padre de los Cuádriceps», porque sus piernas parecían las patas de un caballo con esteroides. Lou Ferrigno perdió el 80 % de su audición a los tres años. En el colegio se burlaban de él por su forma de gesticular y, según cuenta, encontró refugio entre los hierros. En la génesis siempre hay una herida.
En mi caso, muy seguramente también tuvieron que ver los cuerpos que ostentaban los muñecos He-Man de mi niñez. Si esos muñecos fueran gente, padecerían ginecomastia, unos estarían calvos y llenos de acné, su estado emocional pasaría de una euforia enfermiza a depresiones suicidas, sin mencionar que muchos habrían muerto por insuficiencia renal y cardiaca antes de los treinta y cinco años de edad. También tendría que mencionar la serie de televisión El hombre increíble, en la que Lou Ferrigno interpretaba a Hulk. Al comienzo de cada capítulo aparecía el epígrafe: «Dentro de cada uno de nosotros, a menudo, habita una poderosa y rabiosa furia». En el capítulo piloto, el científico David Banner y su esposa sufren un accidente de tránsito. Banner logra salir ileso, pero su simple condición humana no le permite levantar el carro para salvar a su amada. A partir de ese momento, dedica su vida a investigar cómo incrementar la fuerza de los humanos, pero durante los experimentos recibe una dosis peligrosamente alta de rayos gamma. Desde entonces, cada vez que Banner es sometido a estrés, se transforma en aquella mole de ira verde que todo el mundo ha experimentado, más de lo que quisiéramos. Tras repartir justicia y poner en su sitio a quien se le atravesara, despertaba en su forma humana, tirado en algún lugar apartado y sin saber qué había ocurrido. Banner queda condenado a errar de pueblo en pueblo, siempre usando identidades falsas. Al final de cada capítulo, mientras pasaban los créditos, sonaba el triste tema El hombre solitario. De niño me encantaba la tragedia de esa mutación. Más grandecito, sin embargo, me enteraría de que la causa de la anomalía no había sido una dosis peligrosamente alta de rayos gamma, sino una volquetada de testosterona y Dianabol.
Elixir testicular
Hasta 1849 se sabía que los testículos tenían alguna relación con la fuerza y la apariencia masculinas, pero se creía que esa relación estaba mediada por el semen. Ese año, el científico Arnold Berthold realizó un experimento con pollos recién nacidos. A unos los castró, a otros, aunque les extirpó los testículos, se los volvió a implantar en la cavidad abdominal. Los castrados no llegaron a mostrar interés por el apareamiento. En cambio, los que tenían los testículos reimplantados crecieron con normalidad. Tras una autopsia, Berthold descubrió que los testículos habían desarrollado una nueva vascularidad que los conectaba con el torrente sanguíneo. Berthold concluyó que el interés por el apareamiento obedecía a una sustancia diferente del semen, una «secreción interna» que debía viajar por el torrente sanguíneo. A Berthold se le considera el padre de la endocrinología. Después de él, muchos se lanzaron a la búsqueda de aquel «elixir testicular», pero solo fue hasta 1935 que Adolf Butenandt y Lavoslav Ružička lograron sintetizar la testosterona en un laboratorio.
El primer reporte sobre el uso de testosterona en atletas es de 1954. Ese año la Unión Soviética arrasaba con las medallas de oro en el Campeonato Mundial de Halterofilia. La historia cuenta que John Ziegler, un médico del equipo de Estados Unidos, le preguntó a un colega del equipo soviético qué les daban a sus atletas. El soviético respondió: testosterona. Ziegler volvió a Estados Unidos decidido a experimentar con los atletas estadounidenses para ponerse a la par con los soviéticos. Los experimentos no tardaron en mostrar efectos adversos: aceleración de la caída del cabello, acné, irritabilidad, hipertensión, atrofia testicular y ginecomastia: crecimiento de la glándula mamaria masculina.
Ziegler se asoció con la farmacéutica Ciba para desarrollar un derivado de la testosterona de uso oral con menos efectos secundarios. En 1958, como resultado de esa colaboración, se sintetizó la metandrostenolona y fue lanzada al mercado con el nombre de Dianabol. Un año antes los soviéticos habían puesto en órbita el Sputnik, el primer satélite artificial, y así como en la termosfera se iniciaba la carrera espacial, en la Tierra se desataba la carrera esteroidea.
En 1960, Ziegler puso a prueba el Dianabol con el equipo de levantamiento de pesas, pero luego se enteró de que los atletas habían usado hasta veinte veces más la dosis sugerida. También descubrió que los efectos adversos no solo eran los mismos que los de la testosterona, sino que el Dianabol era hepatotóxico. Ziegler abandonó sus experimentos y comparó a sus atletas con cualquier yonqui de esquina, pero la bola de nieve ya había empezado a rodar.
En 1976, durante los Juegos Olímpicos de Montreal, Europa occidental sospechó que, al otro lado de la Cortina de Hierro, el uso de esteroides se había vuelto sistemático. Esa vez, la selección femenina de natación de la RDA rompió varios récords mundiales, pero sus nadadoras presentaban un inusual incremento de masa muscular y engrosamiento de
la voz. En los años noventa, cuando los archivos de la URSS empezaron a desclasificarse, se descubrió que durante más de una década y sin su consentimiento, la RDA les había dado esteroides orales a hombres, mujeres y niños de escuelas deportivas infantiles. El esteroide se llamaba Turinabol: era la respuesta comunista al Dianabol.
Lo anterior no significa que en Occidente no se consumieran esteroides durante la Guerra Fría. A lo largo de los años sesenta y setenta se sintetizaron la oxandrolona, el estanozolol o la boldenona, esta última creada originalmente para aumentar la masa magra de los caballos. Y, por supuesto, nuestro viejo amigo el Dianabol, el favorito de Schwarzenegger y su generación; la golden age del culturismo, un deporte que no le interesaba a casi nadie, hasta que en 1977 se estrenó en Estados Unidos el documental Pumping Iron, que seguía la preparación de los culturistas para el Mr. Olympia de 1975. La trama giraba en torno a Schwarzenegger y Lou Ferrigno, dos nombres que hasta entonces eran desconocidos. En muchas escenas, filmadas en las playas de Los Ángeles, se muestra a Schwarzenegger rodeado de mujeres que, de rodillas, mueren por tocar sus músculos. Tener el cuerpo de Schwarzenegger se volvió algo aspiracional, y no solo para los hombres: en 1980 se realizó el primer Ms. Olympia.
Ese mismo año, el estadounidense Tom Platz se preparaba para el Olympia de 1981 cuando su prometida lo dejó y se casó con uno de sus mejores amigos. «Usé ese dolor como combustible», dijo; pero se ensañó con las patas. Aunque el público adoró sus piernas de ochenta y un centímetros de circunferencia, los jueces condenaron su asimetría. Platz fue el primero en romper con la apariencia «equilibrada y estética» de la golden age, pero lo hizo solo de la cintura para abajo. En ese momento nadie habría podido imaginar lo que un camión de testosterona y un corazón roto acababan de desatar, porque en esa década no solo llegó Platz: también lo hizo «el diablo dorado», como algunos llaman a la trembolona.
En los sesenta se había sintetizado la trembolona para incrementar la masa magra del ganado y, a mediados de los ochenta, su uso en el culturismo se había generalizado. Además, los culturistas empezaron a inyectarse el «santo triunvirato»: esteroides, hormona del crecimiento e insulina. Y entonces apareció Dorian Yates, quien ganó su primer Olympia en 1992. Su tamaño y densidad muscular impactaron a jueces y competidores, especialmente su «apariencia rocosa», como llaman al look que otorga la trembolona. La masividad de su cuerpo le entregaría el Olympia seis años consecutivos. Sin embargo, la de los noventa no solo
fue la década en la que Dorian Yates se metió toda la trembolona que pudo y dinamitó los cánones estéticos de la golden age, también es la década en la que debemos empezar a hablar de los muertos.
El austriaco Andreas Münzer clasificó por primera vez al Olympia en 1989, pero siempre quedaba entre el montón, así que le apostó a la definición extrema. Se dice que subía a la tarima con 3 % de grasa corporal, el mínimo necesario para que un cuerpo funcione. Con el tiempo lo apodaron el «Hombre sin Piel». Münzer falleció con treinta y un años en 1996. El corazón también es un músculo, por lo que, con el tiempo, los esteroides y la hormona de crecimiento lo agrandan. El de Münzer duplicó su tamaño. Los diuréticos acabaron sus riñones, los esteroides orales se encargaron del hígado: el suyo quedó convertido en una sustancia desmenuzable, similar al poliestireno.
Como las mujeres culturistas no se inyectan las cantidades veterinarias que usan los hombres, se suele pensar que solo experimentarán el engrosamiento de la voz o el crecimiento de vello corporal. Muchas deciden que pueden vivir con ello, otras prefieren usar esteroides orales, pues se cree, falsamente, que virilizan menos. El problema es que, como vimos, con el tiempo los orales se tragan el hígado. Además, las culturistas también deben usar diuréticos y quemadores de grasa. El hecho de que una culturista use mucha menos testosterona no la blinda contra las cardiopatías, y menos cuando, al igual que en los hombres, una vez se empiezan a ver los resultados, también se vuelve más difícil determinar dónde está el límite.
Münzer fue solo uno de los muchos que aparecieron en los años noventa con los órganos convertidos en compota, pero nadie por fuera de la industria se enteró de esos muertos. Y si solo murieron culturistas fue porque la gente de a pie pensaba que los esteroides solo servían para volverse un buey, pero no para alcanzar el tan anhelado cuerpo de Brad Pitt en Fight Club. Hasta que llegó YouTube.
Rajado todo el año
En 1989 nació en Moscú Aziz Sergeyevich. Cuatro años después, sus padres, una pareja de kurdos armenios, se mudaron a Australia. Aziz creció siendo un niño acomplejado por su delgadez. Sus compañeros de colegio se burlaban de él. Decidió ir al gimnasio. En 2007, a sus dieciocho años, subió sus primeros videos en YouTube bajo el nombre de Zyzz. En ellos aparecía levantando pesas y poco a poco adquirió seguidores que lo animaban en su progreso. Un año después, los videos de Zyzz ya alcanzaban cientos de miles de likes. Ahora aparecía bailando sin camiseta en raves y se besaba con chicas que querían tomarse selfis junto a él. Era la época del auge del mdma y la ketamina. El cuerpo de Zyzz era muy distinto a los del Olympia: mucho más ligero y con un índice de grasa siempre alrededor del 10 %. Vivir rajado todo el año exige no bajarles a la trembolona y al clembuterol, pero Zyzz no podía darse el lujo de salir en YouTube sin su definición del 10 %, pues eso le habría costado cientos de likes.
En 2010, Zyzz lanzó su propia línea de ropa: Zyzz Clothing. En 2011 sacó su marca de proteína en polvo: Protein of the Gods. ¿A qué dioses se refería? Desde sus inicios, Zyzz había afirmado que quería un cuerpo que respetara el canon de las estatuas griegas. Por eso en sus videos imitaba sus poses. Y es que, con sus rasgos finos y femeninos, en verdad parecía un Adonis armenio. En nuevos videos apareció acompañado por chicos que, con cuerpos y peinados idénticos al suyo, hacían coreografías con las que imitaban las poses de estatuas griegas. La palabra influencer ni siquiera existía, pero había nacido el primer influencer fitness de la historia. Hoy se le considera el fundador de un movimiento que cambió la forma de estar en el mundo: los aesthetics.
En 2011, durante unas vacaciones en Tailandia, Zyzz apareció muerto en el sauna de un gimnasio. La autopsia informó infarto asociado al agrandamiento del corazón. Zyzz fue enterrado en Australia y, desde entonces, algunos Zyzz Army, como se hacen llamar sus seguidores, realizan procesiones a su tumba. Lo hacen escuchando las canciones de trance y house motivacional que Zyzz usaba en sus videos. Algunos se toman fotos junto a la lápida y a continuación las suben a las redes acompañadas por el mantra comercial de Zyzz: «Sé estético / Sé feliz / Vive al límite / Vamos a lograrlo, bro». El diablo dorado adopta múltiples formas.
Si yo estuviera escribiendo este texto hace diez años, probablemente habría tenido que meterme en los vestidores de los gimnasios y ofrecer dinero a cambio de testimonios anónimos. Hoy las atestaciones están, de frente y sin anestesia, en YouTube, Instagram y Tik-Tok. Imaginen que navegan en YouTube y llegan a un video en el que un tipo les explica que la testosterona debe inyectarse en ciclos, y continúa diciendo algo así:
Un ciclo promedio dura dieciséis semanas. Después viene el posciclo, donde deben dejar descansar el cuerpo. Nadie agarra el tamaño de Dorian Yates o un cuerpo aesthetic en un solo ciclo, así que paciencia. Ya después en el segundo ciclo le van sumando otras cositas. Además, recuerden que no todo el mundo responde igual a la testo [testosterona] o a la trenbo [trenbolona]. Antes de que se me olvide: no le recomiendo a nadie que use ningún tipo de esteroide. Yo no soy médico y esto que estoy diciendo es solo de carácter informativo. Bueno, sigamos. Primero que todo, si eres mujer, no te metas al mundo de la química: no nos digamos mentiras, vas a parecer un travesti. Y si eres uno de esos mariquitas que solo quiere un ciclo para verse bien estas vacaciones, te cuento que cuando termine el ciclo, vas a perder la mayoría de esa masa muscular, y entonces vas a querer más. Nadie quiere verse como un pinche mortal después de haber probado lo que es sentirse como el Capitán América o como Jason Momoa en Aquaman. Dos o tres ciclitos no matan a nadie, pero si alguien te dice que se pueden hacer con cero riesgos, te está mintiendo. En las redes hay mucho charlatán, por eso, si quieres saber qué efectos secundarios puedes esperar y, sobre todo, cómo hacerlo de la manera más segura posible, te dejo en los comentarios del video mi correo y mi página, donde ofrezco todo tipo de asesoramientos, no importa si eres virgen, principiante o avanzado.
Ahora imaginen que la persona que les está diciendo eso tiene la masa muscular de un culturista profesional, su porcentaje de grasa está bastante bien, pero tiene una ligera dificultad para respirar; como si acabara de subir cinco pisos a pie. O bien es un tipo con el cuerpo aesthetic de Zyzz, pero suda como borracho en tierra caliente; además, apenas se puede seguir el hilo de lo que dice porque habla tan rápido y con tan pocas pausas que pareciera que se acaba de meter cinco líneas de perico y un carrazo de bazuco.
Y ahora imaginen que el discurso suena menos turbio y mercachifle, es más didáctico, sin consejos machistas que nadie ha pedido. E imaginen que el tipo no es ninguno de los anteriores, sino uno de los influencers más importantes de habla hispana, solo que murió hace dos años. Lo que están viendo es un video de hace tres. Cuando falleció tenía treinta, pero en los últimos videos que grabó se veía de cincuenta Su muerte causó un shock en el mundo del fitness, aunque no sorprendió a nadie, porque si bien se le consideraba una de las personas que más sabía de esteroides, cada vez se le veía más fatigado. Imaginen que revisan los cientos de preguntas que le hacían en los comentarios de sus videos. De pronto se topan con una de hace dos días y piensan: «Algún chico despistado que no se ha enterado de que este wey murió hace dos años». Pero un segundo después sienten un escalofrío, entienden lo que están viendo: un chico de dieciséis o diecisiete preguntándole a un fantasma —condenado a morar en YouTube y repetir los mismos movimientos para siempre— si es peligroso mezclar testosterona y estanozolol en su primer ciclo.
También están los que, para justificar su adicción, una justificación que nadie les ha pedido, aseguran ser culturistas encerrados en el cuerpo de un hombre normal. Pero los que más abundan son los que se chutean testosterona en vivo. A veces aparecen de fiesta y otras apostando en páginas de internet que al parecer los patrocinan; cuando pierden, rompen el armario a puntapiés, y cuando ganan, aparecen manejando un Lamborghini alquilado. Más de uno sale «armándoles el ciclo» a sus seguidores a partir de preguntas que le hacen a ChatGPT: han anudado dos dependencias en una. Casi siempre terminan en el hospital y, todavía conectados a la bolsa de suero, confiesan que ni siquiera iban al gimnasio, sino que se dieron cuenta de que meterse esteroides está de moda y que la gente anda monetizando con eso. Esos tienen miles de seguidores que intentan imitarlos. Y por último están los que fingen que usan esteroides, y cuando los descubren, salen cagados de la risa y diciendo que ellos no se meterían ninguna de esas porquerías, pero que querían monetizar como hacen los que sí se chuzan. El simulacro del simulacro del simulacro. Banalidad y diálisis.
De tanto ver de esa mierda, me he empezado a preguntar si, en el caso de que hoy tuviera quince años, me metería testosterona. Entiendo por qué lo hacen. No por nada fui alcohólico muchos años. Conozco muy bien la imagen de ti mismo que crea una sustancia y lo dependiente que te puedes volver a esa imagen, aunque los esteroides son afectivamente mucho más venenosos. Con el alcohol o la cocaína, la imagen que te haces de ti mismo es solo mental y, además, al otro día ya no está. Con los esteroides esa imagen se vuelve de carne y hueso, no solo está en tu mente, sino que la puedes tocar, la llevas en las venas. ¿Cuántos años más vas a estar ciclándote antes de asumir la aporía de tu finitud? Aunque entiendo a todas esas personas, no me las puedo tomar en serio. Eso, en cambio, no me pasa con los culturistas profesionales. ¿Me gustaría tener un cuerpo de esos? Para nada, pero entiendo por qué pasan por todo lo que deben pasar para llevar el cuerpo a los límites de lo humano. Y, por alguna razón, respeto eso. Aunque la natación es un deporte diametralmente opuesto al culturismo, recuerdo la rigurosidad de los entrenamientos, la desrealización en la que ingresas cuando llevas un kilómetro nadando sin parar, solo mirando el mismo azul del piso, envuelto en ese sonido sordo, fetal, preexistencial. También los nervios antes de la competición y, sobre todo, la explosividad. No es por una medalla que nadie va a recordar, sino por llevar tu cuerpo más allá del concepto de cuerpo. Entonces, es muy posible que sí hubiera usado testosterona en el gimnasio, pero también es muy posible que hoy estuviera muerto. Quizá, como sugería Jean Baudrillard en La transparencia del mal, todas y todos somos transexuales, en el sentido de que nadie quiere el cuerpo que cada un_ es.
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