Más allá de las experimentaciones de laboratorio, vivimos una época en la que plantas y hongos con propiedades psicoactivas, y que han sido usados desde tiempos inmemoriales por pueblos indígenas en distintas latitudes como la ayahuasca, el peyote, el san Pedro, los hongos psilocibios, la iboga, entre otros, se han convertido en objeto de atención de quienes buscan experiencias trascendentes de bienestar. Boompsicodélico. Así se conoce el regreso de las sustancias psicoactivas al debate público en los países del norte global, tras varias décadas de prohibición y abierta persecución. Este renovado interés ha sido promovido por la ampliación de la oferta de psicodélicos en el mundo globalizado, y por el creciente reconocimiento de potencialidades que trascienden sus usos recreativos. Y, también, hay que decirlo, por parte de quienes quieren convertir esas experiencias en un lucrativo negocio.
Hasta los años sesenta del siglo XX, sustancias como el LSD, la cocaína o la psilocibina, que se popularizaron con el auge de la contracultura, fueron también objeto de investigaciones que buscaban, entre otras cosas, establecer los alcances terapéuticos de estas en el tratamiento de distintas enfermedades. Pero tras la emergencia de la guerra contra las drogas, impulsada por el Gobierno Nixon, fueron proscritas las investigaciones sobre el potencial de los psicoactivos. Actualmente, el valor social, científico y comercial de los psicoactivos aumenta a partir de nuevas investigaciones clínicas, como aquellas que han reafirmado recientemente la importancia de la psilocibina en el tratamiento de la ansiedad y la depresión. Pero también, los psicoactivos comienzan a proponer paradigmas de bienestar en Occidente, que desde nuevas sensibilidades alientan prácticas de cuidado y formas de religiosidad y espiritualidad, donde los estados modificados de conciencia ocupan un papel central.
El yagé, o la ayahuasca, como se conoce más comúnmente en el mundo, es una decocción vegetal psicoactiva originaria de varios pueblos indígenas y mestizos de la cuenca amazónica, quienes la han usado tradicionalmente para iniciación chamánica y también para curar. Esta bebida se elabora a partir de la combinación de, al menos, dos tipos de plantas que se consideran «plantas maestras»: la liana del yagé (Banisteriopsis caapi) y la chagropanga (Diplopterys cabrerana), o en otras preparaciones, la chacruna (Psychotria viridis)[1]. A esa combinación se suelen añadir otras plantas complementarias, dependiendo de la intencionalidad con la que se prepare la bebida. Aunque el yagé es central en el proceso de formación de los chamanes o sabedores tradicionales, es una bebida que se toma en general para curar malestares, para entender las propias circunstancias, para tomar decisiones, y para «limpiar el cuerpo y ver». Y siempre se hace bajo la guía de un especialista. Su efecto es purgante y visionario, aunque no se trata de un alucinógeno. De hecho, las visiones de la ayahuasca son similares a las imágenes de nuestros sueños.
Hay una pregunta que resalta en este punto: ¿quién inventó esta poderosa bebida psicoactiva? Los especialistas del yagé, a quienes se les conoce como taitas, yachas, payés o curacas, entre otros muchos nombres, son los encargados de elaborar la decocción, y quienes reconocen la diversidad de variedades de la liana y el carácter de sus diferentes complementos. Ellos definen las combinaciones adecuadas ya sea para la iniciación de los aprendices, o bien para la curación de distintos malestares y dolencias. Sabemos hoy, por evidencias arqueológicas, que quienes habitaron el continente usaban sustancias como el san Pedro, el yopo o el peyote desde tiempos inmemoriales. Pero sobre el yagé no hay hasta ahora registro arqueológico, tal vez porque los contextos amazónicos no permiten conservar evidencia. Una combinación de plantas tan compleja parece ser solo producto de mucho tiempo de relación, encuentro y experimentación. La respuesta puede estar allí donde los taitas han insistido siempre: las plantas enseñan, por eso son plantas maestras.
Ayahuasca quiere decir en quechua ‘liana de los muertos’ o ‘liana de los espíritus’, y es tal vez el nombre más frecuente. En Colombia a la ayahuasca la conocemos mejor como yagé y eso tiene que ver con los caminos que esta planta ha recorrido para darse a conocer desde el piedemonte del nororiente amazónico hacia las grandes ciudades andinas, y de allí hacia el exterior. El yagé también es conocido como caapi, uni, nixi pae, natem, daime, remedio, ambihuasca, hoasca o pildé, entre otras denominaciones, dependiendo del lugar. La liana enlaza el mundo de los vivos y de los muertos, y permite comunicar a este mundo con el otro lado, donde habitan las madres y los padres espirituales de todo lo que existe. La concepción dual del mundo, que además se extiende a las concepciones sobre la salud y la enfermedad, es uno de los principios de las cosmovisiones chamánicas de la Amazonía, y la razón por la cual un curaca o payé solo llega a ser tal cuando aprende de las plantas maestras la forma de curar o equilibrar las fuerzas mediante el arte de seducir, negociar o hacer la guerra con las entidades espirituales que habitan ese otro lado y tienen incidencia directa en este.
Aunque hablemos de la ayahuasca en singular, la bebida se elabora de distintas maneras, y sus usos no son iguales en todos lados. De hecho, actualmente en los países de la cuenca amazónica, más allá de la diversidad de pueblos que emplean la ayahuasca de forma tradicional, coexisten distintas modalidades o tradiciones del uso ritual del mismo que se han irradiado hacia otras partes del mundo.
La ayahuasca en un mundo globalizado
Recibí hace poco una invitación para participar en el Foro Mundial de la Ayahuasca que se llevará a cabo en Cataluña en septiembre de 2026. Para quienes no están familiarizados, se trata del encuentro internacional más representativo del mundo sobre el uso del yagé. La bebida amazónica que muchos han catalogada de «droga alucinógena», que en Colombia toman los taitas en Putumayo Caquetá y que hasta hace poco era vista con desconfianza, pero sobre todo con terror por la gente en las ciudades, es actualmente un referente mundial de lo que se consideran las nuevas alternativas terapéuticas del boom psicodélico. Este tipo de encuentros internacionales reúnen cientos de seguidores de los psicoactivos, personas urbanas y de clase media del norte que reivindican el consumo de psicotrópicos, experimentan con sensibilidades y estados de conciencia diversos, adelantan investigaciones en campos de conocimiento múltiples, y enfrentan el prohibicionismo desde distintas narrativas: científicas, terapéuticas, artísticas, religiosas y espirituales. Pero ¿cómo es que llegó el yagé allí?
La ayahuasca empezó a ser reconocida internacionalmente hace solo un par de décadas gracias a la internacionalización de formas de consumo ritual ligadas a las iglesias ayahuasqueras brasileñas: el Santo Daime, la UDV y la Barquinha, cuya expansión por Brasil y hacia otros países del mundo ha cobrado fuerza en los últimos cuarenta años. Resultado de procesos de mestizaje de largo aliento entre tradiciones indígenas amazónicas y caboclas, con influencias del catolicismo y de religiones de ascendencia africana, se trata de iglesias que adoptaron el uso de ayahuasca en sus ceremonias desde inicios del siglo XX. Actualmente el Santo Daime —la más reconocida— y sus disidencias están en varios países alrededor del mundo, y son una modalidad religiosa de consumo con una gran capacidad de difusión y convocatoria.
Así mismo, otras formas de consumo ritual como las tomas de yagé que conocemos en Colombia se abrieron paso en países de Europa y Norteamérica desde los años noventa, al tiempo que, en sentido inverso, aparecieron las rutas del turismo «chamánico» que traen consumidores entusiastas del norte hacia las selva amazónica de Perú y Ecuador en busca de experiencias con ayahuasca. Fue así que crecieron ciudades como Iquitos en plena selva peruana, donde el curanderismo vegetalista local fue dando lugar en pocos años a una oferta de cientos de spas para turistas que promocionan estancias para dietar —así se le conoce al consumo de la planta bajo supervisión— ayahuasca y otras plantas maestras «en su contexto original». Una investigación de mi colega Carlos Suárez, que recomiendo vivamente (Ayahuasca, Iquitos y monstruo vorax) ilustra magistralmente lo que sucede en Iquitos, donde la altísima demanda de lianas de yagé y de hojas de chacruna para el público internacional ha desaparecido las silvestres de los alrededores, obligando a los recolectores a cosechar lianas más jóvenes y menos potentes, y a adentrarse cada vez más lejos en la selva. El hecho ha motivado el cultivo de plantaciones en plena selva, como aquellas que ya existen en Hawái y sostienen la creciente demanda de ayahuasca en Estados Unidos. Así mismo, Suárez muestra cómo en las selvas peruanas se está produciendo ayahuasca en gel para facilitar la exportación de la bebida preparada.
Aunque en Colombia las complejas condiciones de acceso y orden público de la Amazonía han dificultado el desarrollo del turismo ayahuasquero, ciudades como Leticia y Mocoa cuentan ya con una oferta incipiente. Pero sin duda las tomas de yagé dirigidas por algún taita o aprendiz son más comunes en lugares como el Eje Cafetero, Bogotá, Medellín, Pasto, San Agustín, o el valle de Sibundoy. Esta práctica se expandió por el país desde los años ochenta y proviene de la tradición yagecera de Putumayo y Caquetá, propia de la gente de lengua tucano occidental como los coreguajes, los sionas y los cofanes, y también de los pueblos ubicados en el piedemonte y el Alto Putumayo como los inganos y los kamëntšás. Centrada en la idea del yagé remedio, esta tradición ha involucrado poblaciones no indígenas desde hace tiempo, y es tal vez la más conocida en el país gracias a los circuitos de curanderos populares itinerantes y sus redes de intercambio entre las tierras bajas amazónicas y altas andinas, quienes llevaron el yagé a las ciudades. Así mismo varios yageceros comenzaron a ofrecer tomas urbanas por invitación de estudiantes, intelectuales y artistas de clase media. Poco a poco, el remedio llegó a las ciudad y se quedó en las malocas urbanas que hacen ceremonias con reconocidos taitas y también con nuevos iniciados.
En contraste con este fenómeno, al oriente del país hay aún tradiciones yageceras mucho menos conocidas y menos abiertas al mundo no indígena como la de los pueblos de lengua tucano oriental de Vaupés (que se emparentan con los de Brasil), para quienes el yagé es un principio ordenador del mundo. Otras, como la de los sikuanis que consideran el yopo y el caapi como las plantas maestras, apenas sobreviven en medio del despojo y el desplazamiento, la violencia armada y la arremetida del capitalismo verde.
Los desafíos de una planta y sus legados
En Colombia, donde consideramos el yagé como algo indudablemente ligado al mundo indígena, y desconocemos buena parte de su historia y de sus usos, la pregunta por el futuro de esta poderosa planta psicoactiva que crece en la selva debería interpelarnos de formas más directas. Dicen sabiamente los taitas que, como toda forma de poder, el yagé tiene la capacidad de hacer el bien y de hacer el mal.
Junto con su internacionalización hay una próspera economía política alrededor de la ayahuasca. Nuevos usuarios, nuevos especialistas, nuevas formas de consumo, mercados turísticos, terapéuticos, artísticos y espirituales emergentes. Poblaciones amazónicas, tradiciones indígenas, iglesias ayahuasqueras, plantaciones en medio de la selva, spas, exportación de yagé en gel. Organizaciones no gubernamentales (iceers, Chacruna Institute, maps, entre otras), investigaciones científicas, estrategias de divulgación masiva, encuentros internacionales (World Ayahuasca Forum), litigio estratégico (Ayahuasca Defense Found, por ejemplo), iniciativas de justicia psicodélica (Psychedelics Justice), y múltiples propuestas de reforma a la política de drogas, etc. A lo que se ha sumado, no sin polémica, intentos de patentar la bebida, como la de Ayahuasca Internacional (Inner Mastery), denuncias de «apropiación cultural», e iniciativas de economía solidaria, a la par con la criminalización del ayahuasca en países como Francia, Italia, Alemania, Reino Unido y Australia.
En la actualidad, la globalización de la aya-huasca ha abierto un sinnúmero de campos de interés que plantea retos y cuestionamientos clave sobre su producción, su significado y sus potencialidades. Uno de ellos tiene que ver con las síntesis. La internacionalización ha puesto el foco en la DMT (N,N-dimetiltriptamina), el componente activo al que se le asigna el efecto visionario y que está en la lista número uno de sustancias controladas por el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de las Naciones Unidas a través de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes.
La ayahuasca es una combinación magistral de plantas que contiene varios compuestos, pero el afán por controlar el efecto ha convertido a la DMT en la molécula de referencia. El uso de análogos de la ayahuasca —así se conocen las combinaciones de plantas con una composición química similar— también ha contribuido a posicionar la DMT, y la simplificación que recae en el componente activo al que se le asigna el efecto visionario, justifica también la posibilidad de ampliar la experimentación farmacológica. Algo similar ha sucedido recientemente con los hongos psilocibios. La fascinación por la psilocibina ha desplazado a los mismos hongos. Hoy miles de personas consumen a diario microdosis de psilocibina sin tener idea de dónde salió ese saber, gracias al boom mediático y comercial producido por el interés corporativo detrás de ese compuesto.
En el caso del yagé, sin embargo, la fijación con la DMT afronta una paradoja interesante. El componente estrella se encuentra en las plantas complementarias (chagropanga, chacruna) y no en la liana de Banisteriopsis, que según el mundo amazónico es la base de la ayahuasca. Los experimentos científicos demuestran resultados fascinantes para el tratamiento de afecciones complejas, y también es cierto que el mercado ha logrado capturar estas sustancias y convertirlas en un nueva fuente de experimentación farmacológica y comercial. En todo caso sé que es una muy mala idea comparar o confundir el efecto de la ayahuasca con el de psicotrópicos recreativos como el MDMA, el LSD, la marihuana, la cocaína, el speed o el alcohol. Sin embargo, solemos comparar desde lo que conocemos. Este boom psicoactivo evidencia una dificultad manifiesta para diferenciar una cosa de la otra. La globalización de la ayahuasca también la ha hecho objeto del deseo de captura hegemónico en Occidente. Deseo que pasa por nombrar, simplificar y estandarizar, y facilitar la mercantilización de todo, y la promoción masificada del consumo (de DMT o de ayahuasca en gel) en nombre del bienestar y la felicidad instantánea, sin pagamento ni sacrificio.
El yagé tiene otro tipo de profundidad. Por eso le han llamado enteógeno, que quiere decir ‘dios dentro’. Para muchos de quienes lo hemos tomado, la experiencia con la planta sobrepasa la descripción del efecto químico o la reacción física en sí misma, e involucra la densidad de sentidos inscritos en el momento y el lugar en el que uno toma, la intención con que lo hace, el ritual colectivo que implica, la interacción con el taita y los demás participantes, y por supuesto la experiencia enteogénica, que no siempre se alcanza y que es imposible de describir, de hacer parte del absoluto, o dios, o de tener la experiencia de dios adentro.
La búsqueda de sentido es algo que nos constituye como humanos. Por eso en la historia los enteógenos siempre han existido. Aunque vivamos una época en la que dedicarse a pensar está en desuso y resulta incluso subversivo, el hacerse preguntas, interrogar los límites, el deseo de conocer, de entender qué hay más allá, y la necesidad de trascender lo inmanente, siguen siendo cuestiones presentes en todo tiempo y lugar. Tener la certeza de que hay más cosas de las que entendemos, la experiencia de lo inefable y real que ocurre en cada quien, del espacio entre las palabras, la observación de la vida fluyendo a través de cada persona, lleva a algunos a convertirse en buscadores permanentes. Y en esa ruta, están estas plantas (que no solo son sustancias) que permiten una ampliación de la conciencia y una experiencia de existencia expandida. Compartir una noche de yagé puede ser un encuentro con otros en el sentido humano del cuerpo a cuerpo, de lo impuro, contaminado y escatológico de nuestra propia materia. Pero su mayor poder tal vez sea el de ponernos frente a la inexorable realidad de la muerte. El terror de sentir su presencia. El yagé tiene una propiedad dialéctica que a veces comparte de manera amable y otras no tan amable. Morirse es quizá la mejor manera de darle sentido a la vida.
He oído a grandes curacas insistir en la capacidad de la ayahuasca de enseñar, y la necesidad de aprender a escucharla. Es ella quien orienta el manejo de todas las otras plantas, y por eso los yageceros auténticos son botánicos expertos en un sinnúmero de especies de tierras frías o calientes, y conocedores profundos de los ecosistemas donde habitan. Saber de yagé es conocer el universo de las plantas. Nuestro legado enraizado en estas tierras está lejos de la obsesión por la molécula, el énfasis desmedido en el lenguaje psicoterapéutico y la fijación individual que se le imprime al uso de la ayahuasca en el norte. Su saber está arraigado en los recorridos de una selva megadiversa, en el piedemonte andino, en las tierras altas y en los páramos, donde crecen todo tipo de plantas de conocimiento, capaces de mostrarnos la materialidad del mundo desde otras aristas y dimensiones. Y por supuesto está en las lianas y en los curacas y sabedores que se cultivan a través de ellas, y en las personas que los consultan y toman yagé para purgarse y «ver». Nada de eso resuena en la celebración del actual boom psicodélico.
Siempre he evitado promocionar el yagé. No basta tomar una o mil veces. Nunca una toma es igual a otra, y siempre he desconfiado de la retórica nueva era que insiste en que para cambiar el mundo solo basta cambiarse a sí mismo. Mi preocupación tiene que ver con un asunto de época y de oportunidad, pues nos enfrentamos cotidianamente a la dificultad de saber discernir entre un consumo de moda, una búsqueda autoimpuesta por un rótulo publicitario de bienestar fast track, y lo que implica el auténtico deseo de trascender las propias circunstancias y el riesgo de incurrir en la incertidumbre —o en la ilegalidad—. La incomodidad se enuncia y rara vez se aplica. Estamos en tiempos de reafirmación de certezas pequeñas y lugares seguros. Nada menos predictivo que los estados modificados de la conciencia; nada menos lugar seguro que tomar yagé.
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