Escenario: Aquí, donde comienzan ciertos colores: albaricoque, crema de limón, escaramujo, nectarina. Todos nacen en este cielo austral jaspeado de mermelada.
Casi todos a bordo, con excepción del ingeniero, el cocinero y el oficial de guardia, duermen profundamente en sus literas ahora que el barco por fin ha dejado de balancearse. Levanto apenas la cortina para no despertar a Carolyn. La luz que entra del exterior corta como un bisturí, afilando los bordes de las nubes congregadas cerca del horizonte. Más allá de ellas, el cielo tiene una tonalidad similar a la del bígaro: ambigua y suave, que no alcanza a ser un púrpura. ¿Cuántos días han pasado desde que la mayor parte del color se ausentó del mundo? ¿Cuántos desde que dejamos atrás la isla Desolación y nos adentramos en mar abierto? ¿Cuántos desde que hablé con alguna persona que no se encontrara en este barco? Inmersa en estos extraños deslizamientos de tiempo y espacio, salgo de mi camarote y me dirijo a la cubierta superior.
—El Palmer atravesó una barrera invisible durante la noche —me informa Rick.
La llaman la convergencia antártica o el frente polar, el lugar donde las aguas frías que se arremolinan alrededor del continente se mezclan con las aguas menos densas y más cálidas del norte. Como el pistón de una bomba, este simple intercambio impulsa la circulación oceánica en todo el mundo. Esta es, me explica, una de las muchas formas en que aquí y allá, a pesar de la gran distancia geográfica, se conectan. Luego añade: «Tengo algo para ti». Supongo que me va a entregar un libro de términos náuticos o un atlas del océano Antártico, ya que sabe que me gusta mucho expandir mi vocabulario del Antártico. En lugar de ello, señala el horizonte. Allí está, a los 66 grados sur: mi primer iceberg.
Afuera, la temperatura es notablemente más fría, la niebla marina se ha despejado y el viento prácticamente ha cesado. Me agarro a la barandilla y doy unos pasos tentativos por la pasarela que rodea el puente. Veinte metros más abajo, el océano oscuro ondula como una gran sábana de seda. Se me revuelve el estómago. Doy unos pasos más hasta llegar a una pequeña plataforma triangular de acero y me siento.
El solitario iceberg navega lentamente. Como un merengue horneado con una cresta asimétrica, aparece inclinado hacia la derecha. Su lado más cercano es de un azul veteado, la parte superior es de color gris perla. Mi mirada se clava en el hielo, aunque no sé cómo interpretar con exactitud esta cosa desaliñada y muy poco habitual. Un par de olas enormes se abren paso y se lanzan contra el enorme témpano, esparciendo espuma hacia lo alto. Es difícil precisar qué altura alcanza la niebla pues no hay nada alrededor que sirva como punto de referencia: ¿Diez o quince metros? No hay otros objetos, más familiares, a partir de los cuales se pueda inferir su tamaño. Cuanto más alto se eleva el sol, más azules se tornan el mar y el firmamento y más blanco el hielo, hasta que algunos de sus costados brillan tanto que parecen huecos.
El tacto desaparece de las yemas de los dedos y la distancia entre nosotros y el iceberg se acorta. Un momento después lo pasamos, o él nos pasa a nosotros, ya no estoy segura de quién o qué viaja hacia quién, ni por qué.
Lo que sí sé es que todos los icebergs nacen de los glaciares, son descendientes de una corriente matriz. Según el Nuevo Diccionario Americano de Oxford, to calve [parir] significa dar a luz un ternero y es también el momento en que una masa de hielo más pequeña se parte y se desprende. Estas definiciones —que se refieren tanto a animales como a glaciares— describen el instante en que una cosa se convierte en dos: de la división a un florecimiento, a un nuevo comienzo. Este eco lingüístico me ha encantado durante mucho tiempo, porque me ayudó a pensar en la Antártida no como una isla inhóspita en los confines de la tierra, sino como una madre, un ser lo suficientemente poderoso como para traer nueva vida al mundo. Sin embargo, mientras miro fijamente el rezagado trozo de hielo, tan mermado que casi ha desaparecido, la idea de que los grandes glaciares de la Antártida están respondiendo a nosotros, a nuestras acciones a miles de kilómetros de distancia, dando origen a icebergs cuyos cuerpos mismos son portadores de graves advertencias, me parece totalmente errónea. Porque, me pregunto, ¿qué tan mal deben ponerse las cosas para que un padre o una madre hagan semejante sacrificio?
Al cabo de un rato me giro, saco el celular, extiendo el brazo y me tomo una selfi. En la imagen mi sonrisa se ve forzada y el iceberg casi indistinguible de las nubes que avanzan a lo largo del horizonte.
—¿Por qué no le dijiste a nadie? —me pregunta Rick cuando me encuentro con él casi dos horas después, de camino al baño. Me sonrojo y murmuro como excusa que me distraje, pero soy consciente de que es una verdad a medias; una parte de mí no quería compartir la experiencia y en lugar de ello preferí quedarme allí sola haciendo esa primera guardia de la Antártida. De inmediato me siento culpable y un tanto hipócrita. El hecho de ocultarle este iceberg a mis compañeros a bordo me convierte en su única mediadora, una reacción instintiva, aunque no quiera admitirlo, que no está muy lejana del impulso de bautizarlo con mi nombre.
De modo que en lugar de ir al baño, me doy la vuelta y le digo a todos los que están trabajando en el Laboratorio Seco que finalmente hemos entrado en el gélido límite de la Antártida. En cuestión de minutos, la cubierta de popa termina abarrotada de pasajeros. El primer par de icebergs que pasamos son pequeños, como el que había visto más temprano. Y de repente surge en el horizonte un monolito que se ha desprendido del costado de una lejana cadena montañosa. El capitán Brandon decide ofrecernos un buen espectáculo y cambia el rumbo del Palmer para llevarnos muy cerca del monolito.
Mientras más nos acercamos, más extraña se muestra su forma. Su textura es desconcertante. El segmento superior tiene el aspecto de un papel de cera arrugado, esquinas afiladas y superficies lustrosas. No obstante, en los puntos donde las olas golpean la base, el hielo se ve tan suave como el glaseado de la crema de mantequilla. A medida que nos acercamos a la parte trasera, se alza abruptamente un chapitel de color aguamarina lechoso, como un pináculo rocoso en lo alto de la pared erosionada de un cañón. Es estriado en la punta, cerca de medio siglo de precipitaciones de nieve y calentamiento durante el verano han quedado registrados en él en franjas alternadas. Detrás del primer chapitel se encuentra otro trozo de hielo, cuyo baluarte bajo y alargado tiene el brillo perlado de la cianita. En el océano, una forma espectral muchas veces más grande que el barco, conecta uno con otro.
—Esta es una de las cosas más hermosas que jamás he visto —dice Guy.
—Como este hay un montón —añade Peter, extasiado, mirando más al sur—. Tú recibes un iceberg y tú recibes un iceberg —dice. Hace el gesto de arrancar cada uno de ellos del horizonte y entregarlos como obsequios.
Jack aparece con su uniforme de chef.
—Julián me dijo que tenía que echarle un vistazo a esto —nos dice.
Durante el par de horas siguientes, la mayoría de los pasajeros dejamos de trabajar. Caminamos de un lado de la cubierta al otro, de popa a proa, inclinados sobre las barandillas, dirigiendo nuestra atención hacia afuera, en un ballet cuyos movimientos están dictados por el hielo, por cuán embelesados nos mantiene.
FILIP
Estaba sentado en mi camarote, trabajando en el computador. No he podido avanzar mayor cosa, pues recibimos mucha preparación submarina en Punta Arenas, y después, con el balanceo continuo del barco, me sentí bastante enfermo. Por fin ayer pude empezar a trabajar. De pronto me asomo a la ventana y me topo con este inmenso iceberg como si hubiera salido de la nada. No tenía idea de que nos encontrábamos ya en el territorio de los icebergs. Uno de los costados era grueso y el otro delgado. Daba la impresión de que uno podría esquiar desde la cima y al llegar al borde dar un salto.
MEGHAN
Alrededor de la medianoche, el sol estaba a punto de ocultarse en el horizonte. El agua estaba muy calma, de modo que reverberaba bastante, pero al mismo tiempo se veía oscura y plana, algo que de por sí era maravilloso de contemplar, al igual que la travesía por el Pasaje de Drake. Me había quedado despierta viendo la película La princesa prometida. La batería de mi celular estaba muriendo, por lo que iba camino a mi camarote a cargarlo, pero se me ocurrió pensar: ya que me encuentro en la escalera, no sería mala idea subir hasta el puente del barco, ¿verdad? Y cuando llegué allí, la vista me recordó los paisajes de Utah. Los icebergs parecían cerros y mesetas hasta perderse en el horizonte.
JACK
Es estupendo subir al puente y ver nevar, auténticos y enormes copos de nieve. Y además contemplar los icebergs. Me hacen pensar en la película animada El pingüino. Nunca me hubiera imaginado cuando estaba en la escuela primaria que algún día terminaría cocinando para cincuenta y siete personas en un barco rodeado de icebergs. ¡Nunca me lo habría imaginado!
LUKE
Recuerdo la primera vez que vi un iceberg. Realmente no sabía qué esperar, así que saqué mi cámara y tomé un montón de fotos. Y después de eso, por supuesto, volví a la navegación en el hielo, a concentrarme en mi tarea. Siempre tienes que volver tu atención hacia el radar y a lo que está sucediendo justo en frente de la nave. Y aunque más adelante vas a ver una tonelada de icebergs, todos y cada uno de ellos son algo único. Todos tienen sus propias características. Mira por ejemplo ese de allí: parece un cisne. Probablemente he visto miles, pero nunca pasa la novedad. Y es genial presenciar la reacción de las personas que los ven por primera vez. Me emociona verlos tan emocionados.
FILIP
Se siente como si realmente estuviéramos llegando allá. A la Antártida. Cuando vuelas no tienes más que abordar el avión y luego, unas cuantas horas después, estás al otro lado del planeta y no tienes noción de lo lejos que te encuentras del punto en que empezaste. Pero esto se siente totalmente diferente, como una expedición. Me gusta el hecho de que nos haya tomado tanto tiempo llegar hasta aquí.
Nota
En enero de 2019 cincuenta y siete personas navegaron hasta el glaciar Thwaites a bordo del buque de investigación oceanográfica Nathaniel B. Palmer. Aproximadamente la mitad eran miembros de la tripula- ción y personal de apoyo antártico, mientras que la otra mitad eran científicos financiados con fondos federales y miembros de los medios de comunicación. Los científicos pertenecían a tres equipos diferentes. Los equipos ghc y thor se encargaban de reconstruir el comporta- miento de las anteriores capas de hielo a través de registros geológicos encontrados en rocas y sedimentos. Los integrantes del equipo Tarsan observaban la interacción actual entre el océano y el hielo.
Conjuntamente, el trabajo de estos tres equipos permitió aumentar de manera considerable nuestra comprensión del compor- tamiento actual y futuro del glaciar Thwaites.
A continuación, se incluye una lista de los participantes en la expedi- ción que aparecen en este fragmento del libro:
Brandon Bell (Estados Unidos): capitán.
Jack Gilmore (Estados Unidos): cocinero.
Julian Isaac (Jamaica): cocinero.
Richard «Rick» Wiemken (Estados Unidos): primer oficial.
Luke Zeller (Estados Unidos): tercer oficial.
Meghan Spoth (Estados Unidos): estudiante de maestría en Geología.
Carolyn Beeler (Estados Unidos): periodista radial.
Guilherme «Guy» Bortolotto (Brasil): ecólogo de mamíferos marinos.
Peter Sheehan (Inglaterra): investigador postdoctoral en Oceanografía.
Filip Stedt (Suecia): estudiante de maestría en Oceanografía Física.
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