Para sacarle provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia adentro. Más que hablar, rumia su incesante monólogo en voz baja, masticando bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen. Y entonces, Rulfo revive entre nosotros el procedimiento de ponerse a decir ingenuamente atrocidades, como un niño que repitiera la historia de una nodriza malvada. Todo empieza con la canción de la pitahaya a la que Rulfo le tiene muy buena voluntad y le chispea en los ojos, verde, como la milpita tierna que a veces despunta allá, en la barranca de Apulco en donde se crió:
… En la cárcel de Celaya
estuve preso y sin delito
por una infeliz pitaya
que picó mi pajarito;
mentira, no le hice nada,
ya tenía su agujerito.
Allí ‘onde raya Rulfo, ¿quién raya? Naiden. Y ¿después de naiden? Más naiden. Porque así como lo ven, todo engarruñado y escuálido, la mirada huidiza y desconfiada, Rulfo ha escrito dos libros, El llano en llamas y Pedro Páramo. Esas trescientas veinticinco páginas rayaron de una por todas la literatura mexicana.
Hermosa flor de pitaya
blanca flor de garambuyo
—Juan ¿por qué cantas eso?
—Por infeliz.
—Infeliz la pitaya ¿no, Juan?
—También yo.
—Infeliz Pedro Páramo ¿no, Juan?
—Ese sí fue un desgraciado.
PEDRO PÁRAMO SE LLAMABA PRIMERO LOS MURMULLOS
Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos, porque eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles del pueblo abandonado. Rulfo se parece a esos hombres temerarios que aceptan la cita del fantasma y se ponen a hablar con él a medianoche: «En nombre de Dios te digo, si eres de este mundo o del otro…» y que luego amanecen medio atarantados, todavía con el temblor del miedo sacudiéndoles el cuerpo, y sin ganas de conversar ya con los vivos. El propio Rulfo tiene mucho de ánima en pena, y sólo habla a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de ser inteligentes. A Rulfo no le gusta hablar de sí mismo porque se ha dado por entero a las voces de su pueblo, a los murmullos de Comala que todos los días se abren paso en él, trabajosa y torpemente, porque Rulfo apenas les ayuda a expresarse, los tira a media calle a ver si logran atravesarla, los avienta en un petate y los ataranta de calor hasta que dan la última bocanada. Todas las tierras de Rulfo parecen zonas de desastre abatidas por la sequía. Los personajes titubean, buscan poco a poco su lenguaje de labriego, sus duras palabras de piedra y de lodo, traduciendo otra vez el alma humana, repitiendo sus giros, insistiendo en la idea fija: malos y buenos en la inocencia de su índole a medias cortesana y salvaje.
Rulfo siempre tiene un aire de poseído, y a veces se percibe en él la modorra del médium: anda a diario como sonámbulo cumpliendo de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta. Con el oído atento, deja pasar todos los ruidos del mundo, en espera del mensaje preciso, de la palabra que otra vez ha de ponerlo a escribir, como un telegrafista siempre en espera de su clave. En sus cuentos han hablado muchas almas individuales, pero en Pedro Páramo se puso a hablar todo un pueblo, las voces se revuelven una con otra y no se sabe quién es quién. Mas no importa. Las almas comunicantes han formado una sola: vivos o muertos, los hombres de Rulfo entran y salen por nuestra propia alma como Pedro por su casa.
LOS VIVOS Y LOS MUERTOS
—Y ¿Efrén Hernández?
—Ese, lo sabes bien, ya murió.
—Y ¿Cleofas?
—También.
—Y ¿Agustín Yáñez?
—Murió. ¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes?
—¿Y Ali Chumacero?
—Vive.
—¿Y José Luis Martínez?
—También vive.
—¿Está vivo como tú o como yo?
—Como tú y yo.
—Como tú y yo no Juan, porque no estamos vivos de la misma manera.
—Tienes razón, yo soy un pobre diablo.
—Me refería a que tú eres un gran escritor.
—Pues yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que yo tengo, soy todo deprimido y marginado.
—Eres más ocurrente que eso, Juan.
—Eso sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho, por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión.
En 1970, cuando le dieron a Rulfo el Premio Nacional de Literatura, produjo con su voz cascada un discurso totalmente rulfiano:
No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio.
NARANJOS AGRIOS Y ARRAYANES AGRIOS
«Allá en Comala, he intentado sembrar uvas; no se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces».
Para eso de las entrevistas, Rulfo es como los arrayanes y los naranjos que se dan en Comala. Cuando le hice la primera pregunta en enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seca y ardiente como un comal, áspera y dura como un pellejo de vaca.
Eso fue hace veintiséis años. Rulfo era gordito y a él -el árbol escueto de El llano en llamas– le gustaba mucho agarrarse de las ramas de los árboles de la colonia Cuauhtémoc. Después se hizo famoso y eso ya no le gustó ni tanto, porque la fama ataranta. Pero en esos años, cuando caminaba por las calles de Tíber, de Duero, de Ganges, Nazas y de Guadalquivir (el Fondo de Cultura estaba en Pánuco) no se le veía por ningún lado la tristeza. Al contrario, se reía hasta con el perro que va pasando. Además, a él lo seguían los perros; aquellos que dan aviso, los de “No oyes ladrar a los perros”. Ahora creo, no hay ni esperanza de perros en el Paseo de la Reforma, pero entonces Rulfo tenía fijación en ellos. «Antes en los pueblos, apagaban la luz a las once de la noche y uno no sabía dónde andaba nadie en la oscuridad, si la gente estaba afuera o adentro de sus casas, y sólo por los perros, por los ladridos de los perros localizaba uno a los cristianos, sabía uno que allí vivía la gente. Yo recorrí muchos llanos y las noches en que no oía a los perros ladrar, me sabía perdido. » Así caminaba Rulfo, platique y platique por los ríos de la colonia Cuauhtémoc. Después lo encontré compungido en una que otra cena en su honor. En una, la admiradora más ferviente se acercó para preguntarle: «Señor Rulfo, y ¿qué siente usted cuando escribe? » y casi sin levantar los ojos Rulfo gruñó: «Remordimientos». En otra, en la Embajada de Italia, en una larga mesa de ceremonia, Alberto Moravia lo instó: «Señor Rulfo, está por terminarse la cena y no hemos escuchado su voz» y Rulfe entonces dijo muy descito: «Saben ustedes, allá en Comala están desenterrando los cadáveres de los caballos.»
RULFO NIÑO VIO PASAR A LOS CRISTEROS POR LAS FALDAS DEL CERRO
«Mi padre murió cuando tenía yo seis años, mi madre cuando tenía ocho. Cuando mis padres murieron yo sólo hacía puros ceros, putas bolitas en el cuaderno escolar, puros ceros escribía. Nací el 16 de mayo de 1918 en Sayula, pero me llevaron luego a San Gabriel. Yo soy hijo de Juan Nepomuceno Rulfo y de María Vizcaíno. Me llamo con muchos nombres: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Mi madre se apellidaba Vizcaíno y en España hay una provincia que se llama Vizcaya, pero nadie, ningún español se llama Vizcaíno, ese apellido no existe, por lo tanto aquí lo inventaron en México.»
«Mis padres eran hacendados, uno tenía una hacienda: San Pedro Toxin, y otro Apulco, que era donde pasábamos las vacaciones. Apulco está sobre una barranca y San Pedro a las orillas del río Armería. También en el cuento El llano en llamas aparece ese río de mi infancia. Allí se escondían los gavilleros. Porque a mi padre lo mataron unas gavillas de bandoleros que andaban allí, por asaltarlo nada más. Estaba lleno de bandidos por allí, resabios de gente que se metió a la revolución y a quienes les quedaron ganas de seguir peleando y saqueando. A nuestra hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió; era mucha la violencia y todos morían a los treinta y tres años. Como Cristo, sí. Así es de que soy hijo de gente adinerada que todo lo perdió en la revolución.»
Santo Dios, Santo Inmortal
Ruega por nosotros
Ánimas benditas del purgatorio
Rueguen por nosotros
San Mateo,
Ruega por nosotros
Santo Niño de Atocha,
Ruega por nosotros
Santo san Antoñito,
Ruega por nosotros.
Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro, y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevaban a empujones hasta el paredón del fusilamiento.
FUERON LAS MUJERES LAS QUE MANDARON A LOS HOMBRES A MATARSE EN LA GUERRA DE LOS CRISTEROS
«Mi abuela, María Rulfo Navarro, no hablaba con nadie. Sólo leía su devocionario; bueno … ni lo leía, se lo sabía de memoria. Y cuando no lo leía se iba a la iglesia. Aunque mi abuela no era propiamente cristera, no salía de la iglesia. Mis hermanos y yo vivimos solititos, éramos cuatro, nos acompañamos los cuatro».
En su cuento Nos han dado la tierra, Rulfo dice: «Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante y dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: Somos cuatro».
Huérfano, Rulfo lo es como lo son casi todos los mexicanos: huérfano de padre, huérfano de madre, huérfano de gobierno. Así como Juan Preciado va buscando a su padre, son muchos los hijos de Pedro Páramo. Su madre, Doloritas, le recomienda: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Juan, el hijo abandonado llega a un pueblo abandonado. Por sus calles, en sus casas destechadas, oye el murmullo de las ánimas en pena; la cabeza se le llena de ruidos, de voces. En Luvina se hace aún más brutal el desamparo en que viven los mexicanos pobres. Nadie los cuida, nadie se hace cargo de ellos, el padre avienta a los hijos, el Gobierno se deshace de ellos, entre más pronto mejor: «Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor. ¿Tú conoces al Gobierno?
Les dije que sí.
—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De los que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.
Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre».
Rulfo es hijo de todos los abandonos, el de sus padres, el de la tierra.
«En San Gabriel hice parte de la primaria y cuando la Cristiada nos venimos a Guadalajara porque ya no había escuelas, ya no había nada; era zona de agitación y de revuelta, no se podía salir a la calle, nomás oías los balazos y entraban los Cristeros a cada rato y entraban los Federales a saquear y luego entraban otra vez los Cristeros a saquear, en fin, no había ninguna posibilidad de estar allí y la gente empezó a salirse, a abandonar los pueblos, a abandonar la tierra»
Esto mismo lo escribió Rulfo en Pedro Páramo.
«Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros ‘bebederos’. Recuerdo días en que Comala se llenó de ‘adioses’ y hasta nos parecía cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y sé que se iban con intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia. Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adónde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pues según decían, les había prometido heredarles sus bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Medialuna».
«En San Gabriel -repite Rulfo- hice parte de la primaria con unas monjitas francesas josefinas que usaban unos bonetes muy largos, blancos, almidonados y manejaban el colegio del pueblo, pero a raíz de la Cristiada quitaron el colegio y entonces ya no hubo ni colegio, ni monjas, ni maldita la cosa y por eso me mandaron con mis hermanos a Guadalajara, a un orfanatorio, allí entré a tercero de primaria y allí comíamos y era una especie de prisión horrible. De hecho, en ese tiempo los orfanatorios eran como correccionales porque la gente rica de Guadalajara mandaba a sus hijos allí para castigarlos cuando se portaban mal, allí los archivaban».
«En Guadalajara, ya nadie nos vio. Mi abuela María Rulfo Navarro se quedó en San Gabriel. Lo que sí, tenía un carácter tan fuerte que aún su hijo militar, el coronel David Pérez Rulfo, hacía lo que le mandaba. En todo Jalisco y en el Bajío es la mujer la que manda. No sólo eso, la mujer hizo la Cristiada porque obligaba a los hombres a ir a pelear, al marido, a los hijos. Los acicateaban: “Si tú no vas es que no eres hombre”, y en Jalisco decirle a un hombre que no es hombre es la peor ofensa. Entonces las esposas espoleaban al marido, las madres a los hijos, las hermanas a los hermanos y por eso ellas fueron las autoras de la Cristiada. El cura las utilizaba a ellas, las azuzaba en misa, un sermón tras otro; así fomentaba la causa; decía que había que ir a pelear, lo decía en todos los tonos, creo que era casi lo único que decía, que había que pelear por Cristo, matar por Cristo. Tanto lo decía que él mismo se alborotó y se alzó en armas. El Padre Rentería en Pedro Páramo también deja Comala, pero éste no se robaba a las muchachas como aquel otro, el cura Sedano de Zapotlán, a quien después los espantados jaliscienses vieron colgado de un poste. Yo fui anticristero, me pareció siempre una guerra tonta, tanto de un lado como de otro, del Gobierno y del clero. La guerra de los cristeros se dio en Jalisco principalmente pero también en Michoacán, en Nayarit, en Zacatecas, en Colima, en Guanajuato. De los altos de Guanajuato salió, allá se dio el primer brote pero cundió pronto y duró de 1926 a 1928 casi 29, una guerra en contra del decreto que estipulaba que los curas no podían oficiar misa, que las iglesias eran propiedad del Estado. Muchas gentes de posibilidades financiaron entonces a los Cristeros, les dieron dinero para que compraran parque y armas».
«Cuando se fue a la Cristiada, el cura de mi pueblo dejó su biblioteca en la casa porque nosotros vivíamos frente al curato convertido en cuartel y antes de irse, el cura hizo toda su mudanza. Tenía muchos libros porque él se decía censor eclesiástico y recogía de las casas los libros de la gente que los tenía para ver si podía leerlos. Tenía el índex y con ese los prohibía, pero lo que hacía en realidad era quedarse con ellos porque en su biblioteca había muchos más libros profanos que religiosos, los mismos que yo me senté a leer, las novelas de Alejandro Dumas, las de Víctor Hugo, Dick Turpin, Buffalo Bill, Sitting Bull. Todo eso lo leí yo a los diez años, me pasaba todo el tiempo leyendo, no podías salir a la calle porque te podía tocar un balazo. Yo oía muchos balazos, después de algún combate entre los Federales y los Cristeros había colgados en todos los postes. Eso sí, tanto saqueaban los Federales como los Cristeros».
De esta infancia salen todos los cuentos, toda la obra de Rulfo. Breve, fulgurante, descarnada como la entrada de los Cristeros al pueblo, su pillaje, la masacre; breve y sanguinaria y fanática como el grito de Viva Cristo Rey. Porque Rulfo no se sabe otra, no conoce el sabor de las cosas dulces, también a él lo colgaron de un poste del telégrafo, también él se bambolea desde entonces, porque no es cierto que su mamá le tapó los ojos, su mamá no le tapó nada, María Vizcaíno murió cuando él tenía diez años y ante él alcanzó a ver todos los monigotes con el rostro renegrido meciéndose al viento, con la soga al cuello. También a él le fue mal y ha andado desde entonces por allí desparramado. Los vio y los sigue viendo y los mantiene indelebles pegados a la frente, allí mismo donde ahora les ponen una estrellita de oro a los niños bien portados.
«Era raro que no viéramos colgado de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver aquello».
Como Pedro Páramo, Rulfo camina entre la sequía y es hombre de pocas palabras, árido, hosco, desalentado. Porque a Rulfo todo parece desalentarlo, la vida, los honores, el trato con los demás y sobre todo las entrevistas. Yo creo que desde siempre se siente extraño no sólo en la capital, sino en el mundo. Y es que salió de una barranca muy honda, la de Apulco, y de allí también, con mucho trabajo, fue sacando los recuerdos y desde entonces, al hilvanarlos en dos libros prodigiosos, algo se le desacomodó por dentro, quizá el alma.
RULFO, TE HE ESTADO ESPERANDO DESDE HACE RETE HARTO TIEMPO
«Yo vivo muy encerrado siempre, muy encerrado. Voy de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás. Con la única que platico es con mi soledad. Vivo en la soledad. Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más. Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la ciudad de México y nadie hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado. Mi abuela no hablaba con nadie, esa costumbre de hablar es del Distrito Federal, no del campo. En mi casa no hablábamos, nadie habla con nadie, ni yo con Clara ni ella conmigo, ni mis hijos tampoco, nadie habla, eso no se usa, además yo no quiero comunicarme, lo que quiero es explicarme lo que me sucede y todos los días dialogo conmigo mismo, mientras cruzo las calles para ir a pie al Instituto Nacional Indigenista, voy dialogando conmigo mismo para desahogarme, hablo solo. No me gusta hablar con nadie».
—¿Cómo le haces al cuento?
—¿Hace mucho que no los hago.
—¿Y cuándo los hiciste … ?
—Efrén Hernández y yo trabajábamos en Migración allá por 1936, 37. Y un día me dijo: “¿Qué está usted haciendo allí con todos esos papeles escondidos?” “Pues esto”. Y le enseñé unas cuartillas: “Malo. Esto que está usted haciendo es muy malo. Pero a ver, déjeme ver aquí hay unos detallitos…” Ya ves cómo era Efrén, además de gran cuentista … pues me señaló el camino y me dijo por dónde. Efrén parecía un pajarito pero con unas enormes tijeras de podar me fue quitando toda la hojarasca, hasta que me dejó tal como me viste en 1954, en pleno Llano en llamas hecho un árbol escueto. Creo que en mi lucha por apartarme de las complicaciones verbales he ido a dar a la simpleza. Oye nomás, por ejemplo, cómo hablan las gentes de “Talpa”, de “Diles que no me maten” y de “Es que somos muy pobres”.
—Pues hablan con la verdadera voz del pueblo, tal como lo han dicho los críticos. Hablan como si la barranca de Apulco se pusiera a contarnos sus cosas, con esa antigua voz de adobe, de maíz y de tepetate.
—Yo nunca leo lo que dicen los críticos ni sé lo que dicen.
—¿Ni te importa? ¿No te importa lo que dijo Efrén Hernández?
—Ah, él sí, él sí, a él lo tengo muy presente. Hasta puedo encontrarte el recorte en un dos por tres, lo tengo a la mano. Él presentó en 1948 mi cuento La cuesta de las comadres en la revista América. Entonces escribió: “Causa a un tiempo, de mi más persistente desconcierto y mi mayor confianza, es la manera de rigor, la rigurosísima y tremenda aspiración, el ansia de superación artística de este nato escritor. Cosas que en buena ley son de envidiarse, él, por hallarlas ruines, ha venido rompiéndolas, tirándolas, deshaciéndose de ellas, ¡para volver a hacerlas! Nadie supiera nada de sus inéditos empeños si yo no, un día, pienso que por ventura, adivino en su traza externa algo que lo delataba; y no lo instara hasta con terquedad, primero a que me confesase su vocación, enseguida a que me mostrara sus trabajos y a la postre, a no seguir destruyendo”.
—Y ¿cuál era tu traza externa, Juan, en aquellos años?
—Yo caminaba rápido para ir al trabajo como camino ahora porque siempre se me hace tarde, como ahora en que se me juntan las horas en una sola, se me atraviesan. Yo no tenía n$da, ni tenía a nadie, yo caminaba a mi trabajo; era un buen trabajo porque allí lo dejaban a uno en paz y no había entrevistadoras polacas. Allí empecé a leer mucha historia, a todos los cronistas, a Torquemada, las relaciones históricas del siglo XVI. Descubrí que en el archivo de Migración nada se movía porque a nadie le interesaba estar allí. Con cada cambio de gabinete los corrían a todos menos a los del archivo del cual ni se acordaban y en ese departamento donde no sucedía nada nos fuimos a meter Jorge Ferretis y yo, a la sombra de Efrén Hernández. No queríamos que nos viera nadie, para así dedicarnos a nuestras cosas.
RULFO, TE HE ESTADO ESPERANDO DESDE HACE RETE HARTO TIEMPO
Las mujeres a Juan Rulfo
Tú eres una calamidad
Eres bien mañoso
Usas todas tus tretas
Todititas
Así como quien no quiere
la cosa.
Pones la cara de disimulo
pero
ni creas que te las malicias todas
eso sí que no.
Nomás andas engatusando.
Todo lo ves colorado,
como si estuvieras asomándote
a la puerta del infierno.
Te vamos a sacar los chamucos
a chimotazos
para que te aprendas la lección
de la pitaya.
Lo que son las mujeres para Juan Rulfo
Viejas carambas
Viejas infelices
Viejas de los mil judas
Viejas hijas del demonio.
Susana San Juan
La arremangada
Floripondios engarruñados
Ni una siquiera pasadera
La Berenjena
La Virgen de Talpa
La Cuarraca
Natalia
Viejas indinas
Viejas feas como pasmadas
de burro
Las mujeres a Juan Rulfo
Así que ponte en juicio,
Juan Nepomuceno Carlos Pérez
Rulfo Vizcaíno
hijo de María Vizcaíno
y de Juan Nepomuceno Rulfo.
Ya comimos en casa de La Torcacita.
Tenemos algunos pendientes
nosotras y tú.
Muchos pendientes.
EL QUE SOLO SE RIE, DE SUS MALDADES SE ACUERDA
Juan Rulfo, socarrón, discurre maldades, su ceja parada, los pelos de su ceja duros como estropajos, su mirada bajo el párpado perezosamente levantado, un tanto maligna. Porque Rulfo no es ningún santo, no señores, señoras y señoritas, como tampoco lo fue Orozco, como tampoco lo es ninguno de los grandes que Jalisco ha producido salvo Agustín Yáñez que debió ser obispo de Papantla y erró el camino y se volvió de piedra, todo él tallado con el mocho de la hacha, estatua de sí mismo, listo con muchos años de anticipación para la posteridad. No conocí a Orozco pero creo que se parecía mucho a Juan Rulfo; de grandes trazos inexorables, los dos poseedores de la pureza de los duros, enajenados y compactos como terrones de tepetate, esa arcilla reseca que mancha de amarillo ciertas regiones de Jalisco, los dos mofándose del culto de la muerte y de la vida, volviendo la espalda a lo externo, amorosos del hombre y dolientes por su sacrificio inútil. Orozco vivió la Revolución y supo pintar el sangriento panorama, las víctimas inocentes y los héroes traicionados. Rulfo se llenó el alma de palabras y nos la fue dando como piedras, nos las aventó a que nos golpearan el pecho y viéramos de una vez por todas con una sola frase que parece emerger de la tierra, abrupta, triste, escueta, podada lo que antes habían dicho José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Rafael F. Muñoz, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez. Los arrieros de Rulfo apenas si hablan como almas vivientes y la información que dan es definitiva, absoluta.
Rulfo parece hablar desde el fondo del tiempo, con una voz antigua, terrible, la pura esencia de la tierra. Como si nos pusiera entre las manos un terrón y nos dijera: «Toma, esto es lo que puedo darte». Ya Rulfo lo descifró. Cuando uno lee a Rulfo, oye uno silbar al viento a ras de la tierra seca, oye uno el olvido, oye uno las cenizas. También la tristeza. Rulfo entonces se alza como un personaje desolado que va caminando encima de esta tierra baldía, violenta, agria, de noches muy largas.
PARA RULFO LO QUE SUCEDE ENTRE HOMBRES Y MUJERES ES CASI SIEMPRE ATROZ
Para Rulfo, todo lo que sucede entre hombres y mujeres es atroz. Pocas situaciones más atroces que la de Pedro Páramo parado junto a la puerta esperando a que Susana San Juan deje de invocar a Florencio. La mujer se revuelve entre las sábanas mientras un hombre solitario la mira recargado en la puerta, la escucha llamar a otro, retorcerse de dolor por otro. Toda su vida esperó Pedro Páramo: «Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti». Y cuando por fin puede cumplirlo, abrasado por la pasión, Pedro Páramo encierra en su recámara a una loca y la mira erguirse desnuda, buscando a otro en medio de su delirio erótico: «Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimiendo mis labios…»
Susana San Juan dice «que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice».
Y Pedro Páramo la escucha. Y la ve. Y allí es cuando. Y allí es donde. Se pasa la noche de pie recostado en la pared «observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento. Esas son las únicas noches que pasa a su lado, noches doloridas, de interminable inquietud». Y se pregunta hasta cuándo terminará aquello y espera que alguna vez porque «nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague». Si esta no es una de las más aterradoras imágenes de la desgracia amorosa, no sé qué pueda serlo.
SI NO SIEMBRA LA DESGRACIA ENTRE HOMBRES Y MUJERES, POR LO MENOS HACE DESGRACIADECES
Susana San Juan muere pero Rulfo sigue sembrando la desgracia entre hombres y mujeres, y si no la desgracia, haciendo desgraciadeces. ¿O no es una desgraciadez esa plática atroz entre Lucas Lucatero y Nieves?
«—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdonará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas: lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina.
—¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Con que eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás”.
—¿Y no era otra desgraciadez la situación de Natalia, después de que ella y su cuñado llevan a Tanilo a Talpa a buscarle la muerte?».
«Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía por ejemplo que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía estaban solas desde hace tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba; sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que o siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo».
En Anacleto Morones Rulfo ríe abiertamente de sus desgraciadeces, ríe solo, quedito –el que solo ríe de sus maldades se acuerda– y se baja los pantalones como Lucas Lucatero y se acuclilla en su corral para espantar a las beatas y que no se acerquen, pero se arriman las muy indinas y hasta le preguntan qué está haciendo y él tiene que contestarles que nada y menos lo que están pensando y fajarse los pantalones frente a las más feas: «Viejas hijas del demonio, las vi venir todas juntas, en procesión, vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo; negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes, y renegridos sobre los que caían goterones de sudor de su cara.»
También en Luvina, las mujeres son una presencia negra, amenazante, una sombra que se mueve compacta, al acecho ¿de qué? Rulfo no lo dice, pero al parecer, las mujeres siempre están pidiendo que les hagan el favor, y el autor parece siempre perseguido, hasta por las viejas que permaneces allí rodeándolo, rogándole, marchitas como floripondios, engarruñados y secos, todas caídas por los cincuenta, viejas carambas. Para él, las mujeres son sólo un mal augurio:
«Sí, allí en frente… Unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillas los ojos que nos miran… Ha estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de sus ojos. Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer, entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros» (…) «Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacía allá sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgando de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.»
HAY QUE CORTARLES LOS BIGOTES A LAS MUJERES
En Anacleto Morones, antes de acostarse con la Pancha, Lucas Lucatero le pide que se corte esos pelos que tiene en los bigotes y hasta le ofrece traerle las tijeras. Entonces, Pancha le responde:
« —Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán».
—Oye Juan, ¿y cuál es el momento de tu vida en que has sido más feliz?
—Yo creo que nunca he tenido ningún momento.
—¡Ay, a poco! ¿Ni cuando haces el amor eres feliz?
—Bueno … asegún. Todo tiene sus asegunes.
—Oye Juan y ¿por qué en tus cuentos y en tu novela Pedro Páramo las mujeres aparecen sólo vistas por los hombres?
—Es que yo tengo muy pocos personajes mujeres.
—Pero tu gran personaje mujer, Susana San Juan es una loquita. ¿Por qué? ¿O es que tú crees que las mujeres están medio chifladas?
—No. Son redondas las mujeres.
—¿Redondas?
—Sí, es que no tienen esquinas y no hay por dónde agarrarlas.
—¿A poco tú nunca has podido agarrarlas?
—Pues me ha costado trabajo.
—Todo cuesta trabajo.
—A mí me gusta mucho la mujer pero me gusta más como amiga y como compañera que como esposa, porque el matrimonio es una atadura y desde el momento en que es una atadura deja de funcionar.
—Y ¿por qué pones a Susana San Juan a decir puras distancias?
—Susana San Juan dice cosas muy concretas; habla de su amor por otro, por Florencio.
—Es que tú tratas mal a las mujeres, Juan; ninguna de ellas funciona realmente; todas son encarnaciones de alguna debilidad humana, estériles como Dorotea, chismosas como Eduviges, arrepentidas como Natalia, locas como Susana San Juan o bigotonas como Pancha.
—¿Pancha? ¿Cuál Pancha?
—Pancha, la de Anacleto Morones.
—¡Ah, cómo serás!
—Cómo serás tú, Juan. A Susana San Juan la avientas sobre el lecho revuelto, los ojos vidriosos, la mirada perdida, bañada en sudor, diciendo puras distancias. Ninguna mujer para ti funciona como una mujer de a de veras, ninguna dice esta boca es mía, ninguna es fresca como la fresca mañana, sólo Natalia tiene las piernas redondas y duras al sol pero para lo que le sirven, se las llenas de pústulas y de llagas como el cerebro, la corroe el remordimiento, le amoratas las piernas, se las anudas para no volver a desatarlas. ¡Y luego, lo que le haces a Damiana!
—¿Qué le hago yo a Damiana, por Dios?
—La pones allí a esperar toda la vida a que regrese Pedro Páramo. En vano entorna la puerta y se desnuda para que don Pedro no encuentre dificultades, pero él nunca regresa porque una noche gritó frente a su puerta: “Damiana, ábreme la puerta Damiana”, y ésta no le abrió. ¡Y lo que le haces a Micaela!
—¿A Micaela?
—Sí, a Micaela. Ella le explica a Lucas Lucatero que no ha manchado su alma:
—«Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera».
—«A tus años haciendo eso, Micaela».
—«Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.»
—«Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.»
—«Sí; él me aconsejó que lo hiciera para que se me quitara lo hepática. Y me junté con alguien. Eso es tener cincuenta años y ser nueva es un pecado.»
—Oye, pues, qué te pasa, ¿por qué te enojas, a poco ya te hiciste feminista?
—No, si sólo estoy repitiendo tus palabras.
SOMOS UN PUEBLO SIN COMPASION Y SIN TERNURA
No sería temerario afirmar que la literatura de Rulfo se basa en el rencor. O en los rencores. La tierra sólo entrega un pellejo de vaca, el sol calcina; tatema los llanos pelones y las cabezas alucinadas, las mujeres son comales ardiendo, cuya carne se calienta enseguida con el calor de la tierra. Los hombres de Rulfo, mejor dicho, sus ánimas en pena van por llanos en llamas buscando a un padre que los deshijó en el momento de concebirlos, son sólo hijos de una madre que les dejó el encargo de vengarla y murieron en buena hora, porque de no morir a tiempo sólo hubieran servido de risión para los demás, para aquellos que toman cerveza caliente en la cantina, caliente como meados de burro, para aquellos que hablan de la mujer como de la pitahaya, que sirve únicamente porque tiene su agujerito, el mismo que el «truenanueces» truena para poder entrar al callejón del Valerio Trujano en Un pedazo de noche. Las mujeres sólo están para dejarse tronar la nuez, los hombres para tronarla, los perros para ladrar. Somos un pueblo sin compasión y sin ternura, nada mejor puede pasarle a Susana San Juan que estar bajo tierra y removerse allá adentro cuando la tierra se humedece y quiere decir sus cosas. Nada mejor para Pedro Páramo que convertirse en ese montón de piedras en el que se desmorona al final de su vida. Nada mejor que el viento que va subiendo encañonado. Sin embargo, si el aire es de piedra gris, a veces florece la delicada flor del cactus en esa «tanta y tamaña tierra para nada», aunque dure poco porque en San Gabriel sopla «un viento que no deja crecer ni las dulcamaras; esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas en todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar». Rulfo poseso, se posesiona de una y la deja abierta a las visitaciones, a los espíritus, a los fantasmas, a las ánimas en pena, al más allá, al pequeño cielo de la puerta por el cual se asoman las estrellas. Y hasta es posible oírlo cantar, con su voz cascada y rencorosa:
Hermosa flor de pitaya
blanca fiar de garambuyo.
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