La morfina, derivada del opio, fue la primera droga aislada de un producto natural. La segunda fue la cocaína en 1860. Celebrada como una panacea, la cura ideal para todo, desde la adicción a la morfina hasta ese flagelo del siglo XIX —la masturbación femenina—, la cocaína revolucionó la medicina al convertirse en el primer anestésico tópico eficaz, de hecho, sigue siendo esencial para la cirugía de nariz, garganta y oídos.
Durante un tiempo, la cocaína estaba en todas partes, vendida y celebrada en decenas de productos comerciales. Sin embargo, para 1890, con la literatura médica que reportaba más de cuatrocientos casos de toxicidad aguda causada por la droga, la cocaína fue perdiendo su brillo. A medida que la profesión médica pasó a considerar la cocaína y la morfina igualmente peligrosas, la coca quedó asociada al opio, y se llevó al público a creer que los efectos ruinosos del consumo habitual de opio afectarían inevitablemente a quienes mascaban hojas de coca con regularidad. Así, una planta que había sido utilizada de manera segura y benigna durante milenios terminó arrastrada al mismo régimen de sanciones que criminalizaba el uso del opio, la morfina y la cocaína.
Esa explicación tiene sentido, pero solo hasta cierto punto, porque algo mucho más oscuro estaba en juego. El Gobierno estadounidense había demonizado la planta desde hacía tiempo. En Perú, los programas para eliminar los cultivos tradicionales, apoyados por Estados Unidos, comenzaron cincuenta años antes de que existiera siquiera un comercio ilegal de la droga. El verdadero problema no era la cocaína, sino la identidad cultural y la supervivencia de quienes tradicionalmente veneraban la coca. El llamado a la erradicación provenía de funcionarios y médicos —peruanos y estadounidenses— cuya preocupación por los consumidores de coca solo era comparable a su ignorancia sobre la vida andina y su desprecio por los mismos pueblos que pretendían salvar.
Lo más grave es que estos eran también los hombres que integraban las comisiones y redactaban los informes que se convertirían en la base de las leyes y los acuerdos que todavía hoy definen la política internacional en materia de drogas. Que esas voces sigan escuchándose a través de sus escritos —en los que mezclan opinión personal con hechos científicos y pseudoexperimentos con ciencia legítima— es un escándalo en el corazón mismo de la historia de la coca.
En los años veinte del siglo pasado, cuando médicos y funcionarios de salud pública de Lima alzaban la vista hacia los Andes, solo veían pobreza extrema, analfabetismo, mala salud y nutrición y altas tasas de mortalidad infantil. Cegados por su clase, sus prejuicios y sus buenas intenciones, buscaron una causa. Dado que temas políticos como la tenencia de la tierra, la desigualdad económica y la explotación flagrante resultaban demasiado cercanos a su propia realidad y los habrían obligado a examinar la estructura de su propio mundo, optaron por culpar a la coca. Cada mal posible, toda fuente de vergüenza para sus sensibilidades burguesas, se atribuía a la planta.
«Todo apunta a la conclusión —escribió Vicente Zapata Ortiz, profesor de Farmacología en la Facultad de Medicina de Lima, en 1952— de que el uso constante de la coca produce un estado tóxico que lleva a aceptar las condiciones de vida más miserables, que son la causa principal de las carencias del consumidor, por eso, la coca debe considerarse responsable en primer lugar».
Zapata caracterizó a los usuarios de coca como «apáticos, indolentes, con deficiencia de actividad mental superior y vida subjetiva… sin rumbo, indiferentes e inadaptados» y, sobre todo, reacios a aprender español, prefiriendo en su ignorancia las lenguas de sus ancestros: «Donde el consumo de coca es mayor, el porcentaje de analfabetismo es alto, y el quechua y el aimara son las lenguas predominantes».
El Dr. Carlos A. Ricketts, quien presentó por primera vez un plan para erradicar la coca en 1929, describía a los consumidores como débiles, mentalmente deficientes, perezosos, sumisos y deprimidos. Otro comentarista destacado, Mario A. Puga, condenaba la coca como «una forma elaborada y monstruosa de genocidio que se comete contra el pueblo». En 1936, refiriéndose a las «legiones de drogadictos» de Perú, Carlos Enrique Paz Soldán, doctor y profesor universitario, proclamaba: «Si esperamos con los brazos cruzados un milagro divino que libere a nuestra población indígena de los efectos degradantes de la coca, estaremos renunciando a nuestra posición como hombres que aman la civilización».
En la década de los cuarenta, el impulso por la erradicación fue liderado por Carlos Gutiérrez-Noriega, jefe de Farmacología del Instituto de Higiene en Lima. Considerando la coca «el mayor obstáculo para la mejora de la salud y la condición social de los indios», Gutiérrez-Noriega se hizo a una reputación con una serie de estudios científicos dudosos, realizados exclusivamente en prisiones y manicomios, que concluían que los consumidores de coca tendían a ser alienados, antisociales, inferiores en inteligencia e iniciativa, propensos a «alteraciones mentales agudas y crónicas», así como a otros supuestos trastornos de comportamiento como la «ausencia de ambición». La orientación ideológica de su ciencia era flagrante. En un informe publicado en 1947 por el Ministerio de Educación Pública de Perú, escribió: «El consumo de coca, el analfabetismo y una actitud negativa hacia la cultura superior están estrechamente relacionados».
Fue en gran parte gracias a la presión política de Gutiérrez-Noriega que, en 1947, Perú y —dos años después— Bolivia invitaron a las Naciones Unidas a enviar un equipo de expertos para investigar el problema de la coca. A la cabeza de la investigación, formalmente conocida como la Comisión de Investigación sobre la Hoja de Coca del Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas (Ecosoc) de 1950, estaba Howard Fonda, vicepresidente del gigante farmacéutico Burroughs Wellcome y de la Asociación Farmacéutica Estadounidense, la organización gremial del sector. Antes de viajar a Perú, Fonda explicó los objetivos de la comisión en una entrevista de prensa en 1949: la coca, afirmó, era definitivamente perjudicial y nociva […] la causa de la degeneración racial de muchos grupos poblacionales y de la decadencia evidente entre muchos habitantes nativos, e incluso mestizos, de ciertas regiones de Perú y Bolivia. Nuestros estudios confirmarán la verdad de nuestras afirmaciones, y esperamos poder presentar un plan de acción racional basado en la realidad de la situación y en la experiencia de campo, para asegurar la erradicación total de este pernicioso hábito.
Semanas más tarde, Fonda repetiría estas declaraciones, palabra por palabra, en una rueda de prensa en el aeropuerto de Lima, a la llegada de la comisión a Perú para iniciar su investigación.
La comisión de Fonda —compuesta por dos expertos médicos y dos autoridades en gestión de políticas de control de drogas— visitó regiones altoandinas de Perú y Bolivia, recopilando información de oficiales militares y gubernamentales, personal médico, académicos, líderes religiosos, autoridades locales y terratenientes. Ausentes del diálogo estuvieron las voces de los verdaderos sujetos de la investigación. En tres meses de trabajo de campo, la comisión no hizo ningún esfuerzo por dialogar con las comunidades quechuas y aimaras por donde pasó. El informe final, de unas doscientas páginas, no incluye ni un solo testimonio de un consumidor tradicional de la hoja, una omisión escandalosa que, al parecer, no incomodó a nadie. Fonda regresó a Nueva York en diciembre de 1949, tan convencido como siempre, y el informe concluyó que «desde un punto de vista social, los efectos del masticado de la hoja de coca son altamente perjudiciales tanto para el individuo como para la nación».
Estrechamente asociado con Howard Fonda, en calidad de asesor, estaba Pablo Osvaldo Wolff, jefe de la Sección de Drogas Productoras de Adicción de la Organización Mundial de la Salud (oms) entre 1949 y 1954. Como protegido de Harry J. Anslinger, el célebre cruzado antidrogas al frente del Buró Federal de Narcóticos de Estados Unidos, Wolff formaba parte del círculo íntimo de los defensores del control, que prácticamente dictaban la política de la OMS en ese momento. Su folleto de 1949, Marihuana en América Latina: la amenaza que constituye, presentado por el propio Anslinger, suena cómico hoy en día, con un lenguaje que recuerda a la propaganda alarmista de Reefer Madness. Pero, en su tiempo, Wolff y Anslinger eran cruzados implacables, completamente decididos a no dejar que los hechos estorbaran sus opiniones. Al establecer una correlación directa entre el cannabis y el crimen, Wolff se ganó el favor de Anslinger al afirmar, sin la más mínima evidencia, haber identificado doscientos millones de adictos al cannabis en el mundo, cada uno considerado una amenaza directa para los valores estadounidenses.
Como secretario del Comité de Expertos de la OMS sobre Drogas Susceptibles de Producción de Adicción, Wolff jugó un papel clave no solo en la redacción del informe de Fonda, sino en todas las decisiones relacionadas con la coca. Más que cualquier otro individuo, fue responsable de la vilificación y criminalización de la planta en el sistema de tratados antidrogas de la ONU. Dado su poder, sus comentarios públicos son dicientes, en especial una conferencia de 1949 ante la Real Sociedad de Medicina en Londres, justo antes de que se enviara la Comisión de Investigación a Perú:
El indio que no masca hojas de coca es perspicaz, inteligente y alegre, dispuesto a trabajar, vigoroso y resistente a las enfermedades; el coquero, en cambio, es abúlico, apático, perezoso, insensible a su entorno; su mente está nublada; sus reacciones emocionales son raras y violentas; está moral e intelectualmente anestesiado, socialmente sometido; es casi un esclavo. La degeneración moral acompaña a la física; la mentira es una de sus características más notorias, probablemente debido a la falta de equilibrio moral. La criminalidad es alta, y las formas bárbaras de homicidio solo pueden explicarse por una cierta insensibilidad moral.
Estamos convencidos de que el mascado de hojas de coca es un mal social; el consumo crónico de estas hojas constituye un veneno social que socava la salud física y mental de la población y reduce su nivel moral y económico […] Los hijos de los coqueros presentan una marcada deficiencia intelectual […] No hay duda de que el hábito de mascar hojas de coca es una de las razones más poderosas del atraso y la miseria de la población indígena… el último eslabón de una cadena de calamidades sociales y médicosociales que incluyen pauperismo, condiciones precarias de vivienda, nutrición deficiente, educación rudimentaria o completamente ausente, alcoholismo, tuberculosis, enfermedades venéreas y otras infecciones y promiscuidad, por mencionar solo las peores desgracias y miserias.
El remedio del momento es la desintoxicación gradual del nativo, disminuyendo tanto la producción como el consumo de coca mediante una educación adecuada, aboliendo la superstición del poder mágico de la coca y el culto a las hojas, prohibiendo la iniciación de los niños pequeños en su uso […] Solo con habilidad y paciencia se puede abolir la adicción a la coca, pero puede lograrse… Los indios cristianizados ya no viven en las condiciones miserables de antes y, por tanto, demuestran estar física y mentalmente capacitados para liberarse del mascado de hojas de coca.
Wolff no estaba solo en sus opiniones sobre la coca ni en su desprecio por quienes la usaban y veneraban. Su actitud coincidía con el consenso de su época, en un momento en que las élites urbanas gobernaban sin oposición sobre los países andinos que seguían siendo, en muchos sentidos, territorios de conquistadores y conquistados.
En 1948, el Gobierno colombiano declaró el mascado de hojas como un «mal social», criminalizó su comercio en los mercados públicos y restringió su venta a farmacias y dispensarios registrados. El funcionario de salud pública más destacado del país, el Dr. Jorge Bejarano, nombrado ministro de Salud en 1947, resumió el destino del cocalero:
A la degeneración física debe sumarse la implicación moral: el crimen es elevado entre estos individuos. Parece que sus mentes solo obedecen a la fuerza del instinto, y el engaño, que es una de sus características más marcadas, probablemente se deba al desequilibrio psicológico causado por el consumo habitual de coca.
Las autoridades sanitarias bolivianas, nuevamente sin justificación científica o médica alguna, afirmaban que la coca causaba autismo, además de «visiones fantásticas, alteraciones de la percepción espacial… pseudoalucinaciones y verdaderas alucinaciones auditivas y visuales». Un médico de Cochabamba culpaba a la coca de «la decadencia mental y la inferioridad social del indio». Desde Quito, Luis León, en el Boletín de Estupefacientes de las Naciones Unidas de 1952, afirmaba con orgullo que, debido a la desaparición histórica de la coca en Ecuador, «muchos sociólogos totalmente imparciales que han estudiado los grupos indígenas de Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador, no dudarían en admitir la superioridad cultural del indígena ecuatoriano».
Wolff se destaca entre sus pares no porque fuera único en su condena furibunda a la coca, sino porque sus crudas certezas y sus exhortaciones pseudocientíficas provenían del mismo hombre que redactó el lenguaje de los documentos y las declaraciones de la onu que aún hoy dictan la política internacional de drogas. Su autoridad, junto con el poder político de su mentor, Harry Anslinger, acompañó muy de cerca a Howard Fonda mientras el ejecutivo farmacéutico y su equipo recorrían Perú y Bolivia en busca de evidencias que confirmaran las convicciones que ya se habían formado mucho antes de salir de Nueva York.
Quienes desafiaron sus puntos de vista fueron rápidamente descartados, ya fuera W. Golden Mortimer, autor de La historia de la coca, o el propio Carlos Monge, profesor del Instituto Nacional de Biología Andina, que defendía los beneficios de la coca, incluso invocando a José Hipólito Unanue, el médico peruano más célebre del siglo XVIII, que había celebrado las hojas como una panacea, la hierba más poderosa del repertorio de un curandero.
Los textos académicos de Wolff y sus colegas rezuman arrogancia y desprecio, y en sus refutaciones no ofrecen evidencia científica, sino opiniones personales disfrazadas de lenguaje técnico. De forma asombrosa, en medio de sus esfuerzos histéricos por purgar la nación de la coca, ninguno de estos funcionarios sanitarios peruanos hizo lo más obvio: analizar las hojas para saber qué contenían. La coca, después de todo, era una planta consumida a diario por millones de sus compatriotas. Un análisis nutricional —que fácilmente podría haberse iniciado incluso mientras Fonda realizaba su investigación en 1949— jamás se hizo, y probablemente por una razón clara: a nadie le interesaba saber qué contenían las hojas, pues no estaban dispuestos a aceptar ninguna evidencia que desafiara su narrativa. Tim Plowman y Jim Duke revelarían más tarde que la coca era benigna y estaba repleta de nutrientes vitales, pero su estudio llegó una generación demasiado tarde como para influir en el proceso burocrático y político que condujo a la criminalización de la planta.
No sorprende, entonces, que las conclusiones de Howard Fonda, publicadas como el Informe de la Comisión de Investigación sobre la Hoja de Coca de 1950, condenaran la coca y recomendaran eliminar su cultivo gradualmente en un periodo de quince años. La única herejía del informe fue el reconocimiento por parte de los miembros de la Comisión de que el mascado de coca «no constituye una adicción, sino un hábito». Wolff se encargó de que esa afirmación fuera eliminada de los informes posteriores en 1952 y 1954. Para él, la coca era equivalente a la cocaína, y fue esa formulación la que terminó sustentando el artículo 49 de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, que exigía la abolición del mascado de coca en un plazo de veinticinco años y clasificaba la planta en la Lista 1, junto a las drogas más peligrosas conocidas por la humanidad.
El tratado solo permitió una excepción: el artículo 27, que legitimaba «el uso de las hojas de coca para la preparación de un agente saborizante que no contenga alcaloides». Solo Coca-Cola tuvo el privilegio de importar hojas de coca a Estados Unidos, algo que la compañía sigue haciendo hasta hoy, llevando más de cien toneladas métricas al año. Después de ser procesadas por Stepan Company en Maywood, Nueva Jersey, la cocaína extraída de las hojas se vende legalmente a la industria farmacéutica. Los aceites esenciales, flavonoides y otros componentes van a parar a la bebida, que es la base de un emporio global de 300.000 millones de dólares. La empresa no publicita su condición de único importador legal de coca en Estados Unidos, pero es gracias a las hojas que Coca-Cola puede proclamar, con toda legitimidad, que es, como profesa hace mucho su eslogan publicitario, la del «sabor original».
Durante casi cuarenta años, incluso mientras el comercio ilícito de cocaína sacudía a América Latina y buena parte del mundo, el estatus de la coca permaneció intacto e incuestionado. En 1992, en respuesta a la crisis global de las drogas, la OMS lanzó el estudio más completo sobre el uso de la cocaína jamás emprendido, con encuestas realizadas en diecinueve países de cinco continentes por cuarenta y cinco expertos en el tema. El informe preliminar, en contradicción con décadas de política oficial, afirmaba inesperadamente que «el uso tradicional de la hoja de coca no parece tener efectos negativos sobre la salud y cumple funciones terapéuticas, sagradas y sociales positivas para las poblaciones indígenas andinas». El informe alentaba a la OMS a investigar los beneficios terapéuticos de la hoja de coca, así como el impacto de las medidas represivas sobre las personas y comunidades consumidoras.
Esto no era lo que el Gobierno estadounidense quería oír. Neil Boyer, representante de Estados Unidos ante la cuadragésimo octava reunión de la Asamblea Mundial de la Salud en Ginebra en mayo de 1995, denunció a la OMS por «socavar los esfuerzos de la comunidad internacional para erradicar el cultivo y la producción ilegal de coca». El Gobierno estadounidense, según Boyer, estaba particularmente perturbado por el hecho de que el informe afirmara que «el uso de hoja de coca no causa daños evidentes a la salud mental o física, que los efectos positivos sobre la salud de mascar hoja de coca podrían trasladarse de los contextos tradicionales a otros países y culturas y que la producción de coca proporcionaba beneficios económicos a los campesinos». Luego añadió una amenaza directa: «Si las actividades de la OMS relacionadas con las drogas no refuerzan los enfoques probados de control de drogas, deberían recortarse los fondos para los programas pertinentes».
Estados Unidos, que en ese momento era el principal financiador de la OMS, usó todo el peso de su influencia para asegurarse de que el informe nunca se publicara oficialmente. La postura oficial de la oms respecto a la coca permaneció sin cambios, aunque la justificación se volvió aún más endeble. Como señalaba un informe de 1992 del Comité de Expertos en Farmacodependencia (ECDD, por sus siglas en inglés), «la hoja de coca está adecuadamente incluida en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, dado que la cocaína puede extraerse fácilmente de la hoja».
Treinta años después, ese razonamiento ya no se sostiene. Los carteles que han traficado cocaína por toneladas a Estados Unidos durante casi cincuenta años no se preocupan por el estatus legal de la hoja de coca, porque no tiene ningún impacto en su negocio. Con la coca, como sustancia controlada, los carteles han prosperado. Si se liberara la hoja de coca, la producción y la distribución ilícitas de cocaína seguirían sujetas a todas las sanciones penales existentes según los tratados internacionales. Sugerir que los carteles importarían hojas de coca para extraer cocaína tiene tanto sentido como suponer que alguien importaría Dom Pérignon para obtener etanol puro mediante procesamiento químico.
Lo que está en juego son los derechos de las personas comunes a disfrutar de los beneficios de la planta y la legitimidad de las políticas antidrogas originalmente formuladas por hombres cuyas investigaciones eran profundamente defectuosas y cuyas convicciones, según revelan sus escritos, eran moralmente reprobables y abiertamente racistas.
El vicepresidente boliviano, David Choquehuanca, hablando en Viena durante la sexagésimo séptima sesión de la Comisión de Estupefacientes de la ONU, no dejó lugar a dudas: al hacer un llamado a la exterminación de la coca, la Convención Única de 1961 violó los derechos de los pueblos indígenas y atentó contra el patrimonio cultural de su nación. Junto con Colombia, Bolivia exige, en efecto, que la coca sea liberada y reconocida como el regalo prodigioso que representa para toda la humanidad.
«Nadie —dijo Choquehuanca, refiriéndose al narcotráfico y a la interminable guerra contra las drogas— debería confundir la energía vital de esta planta sagrada con la energía del culto a la muerte. Ha llegado la hora de liberar a la coca, mientras construimos una política de drogas basada, esta vez, en el culto a la vida».
El desafío inmediato será la integridad del proceso de revisión crítica, iniciado finalmente por la OMS el 30 de noviembre de 2023. Si la ciencia prevalece, en palabras de Laura Sarabia, exministra de Relaciones Exteriores de Colombia, «la ciencia demostrará que la hoja de coca no es nociva para la salud». Que Andrew Weil y otros defensores y expertos en la materia hayan sido excluidos del proceso por su activismo resulta preocupante. Pero, al final, la verdad sobre la coca será difícil de negar.
La fecha clave será el 20 de diciembre de 2025. El lugar, Ginebra, donde se presentará el informe final en la vigésimo octava sesión del Comité de Expertos en Farmacodependencia (ECDD). En ese momento, los miembros debatirán tres opciones. Podrían decidir no hacer nada, dejando la coca en la Lista 1, junto a las drogas más peligrosas del mundo. Como alternativa, podrían mover la coca a la Lista 2, como ya la clasifica la ley estadounidense. Esta categoría se reserva para sustancias médicamente útiles, pero potencialmente dañinas. En ese caso, las hojas seguirían sujetas a la mayoría de las restricciones del tratado, aunque se permitiría a los médicos prescribirlas.
La tercera opción, y la preferida por los defensores, es retirar completamente a la coca de las listas (descheduling), lo que la liberaría por completo del tratado y permitiría su disponibilidad general. Si el ECDD elige esta ruta, aún quedarían obstáculos burocráticos. Primero, los cincuenta y tres Estados miembros de la Comisión de Estupefacientes (CND) tendrían que aprobar la recomendación por mayoría simple, algo que podría ocurrir en Viena en marzo de 2026. Ese resultado sería comunicado por el secretario general de la ONU a todos los Estados miembros, a la OMS y a la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). En cualquier momento, la política podría interferir con el proceso. Aunque Estados Unidos, opositor principal de la reforma, ha abandonado formalmente la OMS, su presión, sin duda, se sentirá.
Aun así, más de 75 años después de que las Naciones Unidas llamaran por primera vez a la erradicación de la coca, las perspectivas de quienes buscan liberarla nunca han sido mejores. Si Bolivia y Colombia tienen éxito en Viena, será un giro histórico del destino y un gran triunfo para América Latina. El acceso legal a las hojas estimulará la investigación científica, que evaluará de forma objetiva el potencial terapéutico y médico de la coca, con el objetivo final de poner al alcance de todos una planta que puede mejorar el bienestar y aliviar los desafíos cotidianos de la vida. Una amplia variedad de productos derivados de la coca deleitará a los consumidores, mientras apoya a las más de doscientas mil familias en Colombia que cultivan la planta para subsistir, permitiéndoles restringir —o incluso romper— sus lazos con los carteles. La liberación de las hojas socavará el comercio ilegal y reducirá la deforestación, al liberar para el cultivo tierras que hace tiempo fueron taladas y abandonadas. A través de impuestos, generará para Colombia los recursos que le permitan pagar el precio de la paz, luego de haber vaciado sus arcas durante cincuenta años para financiar una guerra sostenida únicamente por las ganancias sórdidas de la prohibición.
Para los pueblos de América Latina y, sin duda, para todos aquellos con buenas intenciones, se abre un horizonte deslumbrante: el fin, por fin, de la guerra contra la coca. Un legado robado que regresa a su lugar legítimo. La planta sagrada, durante tanto tiempo difamada, honrada una vez más, como en tiempos de los incas y de todas las civilizaciones antiguas de los Andes, como un regalo de los dioses.
Nota
Este es un fragmento del artículo de Wade Davis, La historia secreta de la coca, que ofrece una mirada profunda sobre la hoja de coca y su papel histórico y cultural en Colombia. Este texto se vincula con el lanzamiento del libro La hoja que une, un proyecto editorial del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia y el Instituto Caro y Cuervo que busca visibilizar los saberes ancestrales de comunidades indígenas y campesinas, explorar el potencial transformador de la planta y aportar a la reflexión internacional en el marco de la diplomacia cultural, en un contexto en el que Colombia insiste ante Naciones Unidas la necesidad de excluir la hoja de coca de la lista de estupefacientes.
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