Cine
Todo parece indicar que la idea de llevar La vorágine a la pantalla comenzó con el mismo José Eustasio Rivera. En la novela La otra selva, el escritor Boris Salazar construye una ficción basada en el viaje final de Rivera a Nueva York, donde pretendía no solo atender sus problemas de salud, sino conseguir la traducción de su libro al inglés e intentar vender los derechos para su paso a la pantalla de plata. Rivera murió en 1928, un año antes se había estrenado The Jazz Singer, considerada la primera película sonora de la historia. Quiere decir que los anhelos de Rivera estaban concentrados en el cine silente. El proyecto nunca se materializó y la película a partir de La vorágine tendría que esperar casi veinticinco años.
Se sabe que, en 1935, el actor y director Julián Soler, quien ya había protagonizado la versión para la gran pantalla de la novela Doña Bárbara del escritor venezolano Rómulo Gallegos, manifestó su interés por adaptar el libro de Rivera. Pero, como tantas veces sucede en la historia del cine, el proyecto no llegó a feliz puerto. Doce años después, los productores mexicanos reunidos bajo la sigla DYANA (Directores y Autores Nacionales Asociados) echaron a andar el proyecto de realización de La vorágine. DYANA estaba conformada por, entre otros, nombres consagrados de la realización en México. Allí estaban Fernando de Fuentes, Miguel Zacarías y Juan Bustillo. Aunque se consideró a Fernando de Fuentes como la primera opción para la dirección del ambicioso proyecto, dado que él había realizado la adaptación de Doña Bárbara (película que ayudó a consolidar el mito de María Félix), sería Miguel Zacarías el director escogido, tras haber redactado un guion más que convincente. La aventura comenzaba. Y con ella, su propio misterio.
Es muy probable que la película terminara llamándose Abismos de amor por un asunto de derechos internacionales, aunque el afiche original de la película reza La vorágine: abismos de amor, para no separarse de sus raíces literarias. La película terminó costando más de lo esperado y puso a tambalear la estabilidad de DYANA. No obstante, los gestores de La vorágine estaban apostándole a un éxito inminente, no solo por las calidades de la historia, sino por las figuras del reparto, entre quienes se encontraban Armando Calvo, René Cardona (padre) o la actriz de origen colombiano Alicia Caro (seudónimo de Beatriz Segura Peñuela, cuya historia daría para todo un largometraje). Pero justo por estas ambiciones el presupuesto del proyecto se desbordó. La obsesión de su director por sacar adelante un film de grandes dimensiones chocó con los números reales de sus productores.
Al parecer Zacarías, como Arturo Cova y sus acompañantes, también fue casi devorado por la selva. Filmada en Tuxpan (Veracruz), las condiciones del rodaje de La vorágine: abismos de amor fueron muy complejas y casi echan al traste los esfuerzos por sacar el proyecto adelante. El primer corte de edición era larguísimo. Zacarías propuso sacar dos largometrajes de todo el material filmado, pero sus socios se opusieron de plano. El asunto no terminó bien, porque serían Juan Bustillo y Fernando de Fuentes los encargados del abrupto final cut de la película donde quedaron en evidencia serias fallas en la continuidad. No obstante, la película tuvo buenas críticas en México. En Colombia, en cambio, saltaron los familiares tanto de los autores de ciertas canciones incluidas en el film como los herederos de Rivera, quienes exigieron que la película fuese incinerada después de dos años de explotación. En la actualidad, conseguir una copia de La vorágine de 1949 no es tarea fácil y se ha convertido en un acertijo y en una curiosidad. Dos definiciones propias de las llamadas películas de culto. La investigación sobre el film de Zacarías aún no termina.
Televisión
La relación entre «la pantalla chica» y la literatura en Colombia ha sido muy estrecha. La televisión colombiana comenzó en 1954, bajo el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla y, más allá de sus claras intenciones políticas, también se centró en los anhelos educativos y culturales que sirviesen para consolidar la unidad del país. Esta obstinada intención por brindar el conocimiento a través de un medio masivo había comenzado el 1 de febrero de 1940 con el nacimiento de la Radio Nacional, adscrita al Ministerio de Educación. Primero se les dio paso a los radioteatros y, cuando la televisión fue un hecho, nacieron los dramatizados, hijos de los escenarios y de la palabra escrita. Directores como Bernardo Romero Lozano, Fausto Cabrera, Santiago García o Manuel Drezner, entre otros, realizaron sendas adaptaciones de clásicos de la narrativa. Pero, con el correr de los años, la televisión debió convertirse en una herramienta de promoción comercial para que se mantuviese su existencia. No obstante, la literatura sirvió de base para muchas creaciones sostenidas en las columnas del melodrama.
A mediados de los años setenta, la programadora RTI produjo una telenovela basada en el libro de Rivera. Hay toda suerte de especulaciones con respecto a la realización de dicha serie y se suma al gran problema de los archivos audiovisuales en Colombia que, desde la adaptación de María (primer largometraje nacional, realizado en 1922 por Máximo Calvo y Alfredo del Diestro, hoy desaparecido) hasta las producciones televisivas realizadas en los años ochenta, tienden a perderse en bodegas sin destino.
La versión de La vorágine de 1975 fue dirigida por Eduardo Gutiérrez, a partir de los libretos escritos por Norberto Díaz Granados. En la inmensa Historia de la Televisión Colombiana de Fernando Fabián Sarmiento, donde se compilan recortes de prensa y archivos fotográficos de colecciones privadas, se recogen datos significativos sobre dicha aventura. En la calle diecinueve, en el centro de Bogotá, comenzaron a construirse los Estudios Gravi, donde se produjeron realizaciones con una mayor tecnología. Todo parece indicar que La vorágine fue la primera serie de sesenta capítulos realizada en color (aunque emitida en blanco y negro, porque aún no existían en el mercado los receptores adecuados), presentada por la Cadena Uno de lunes a viernes a las nueve y treinta de la noche. La versión dramatizada de la novela de Rivera se hizo casi en su totalidad en dicho estudio, con bejucos llevados todos los días a Gravi a las cuatro de la mañana. Sin embargo, se grabaron en 16mm algunos exteriores en los Llanos Orientales, en Araracuara y en el Caquetá, en la región del Yarí. Los protagonistas fueron el actor de origen argentino Julio César Luna y la actriz santandereana Mariela Hijuelos. Pero la producción fue signada por la tragedia.
Hacia el final de las grabaciones, Hijuelos, de veinticinco años, falleció tras una intervención quirúrgica. La producción debió asumir decisiones de fondo y optaron por remplazar a la joven intérprete por María Cecilia Botero. No hubo ninguna justificación dentro de la historia para el cambio de actriz, salvo una aclaración sincera sobre los tristes acontecimientos sucedidos. RTI vendió la serie como un producto concebido «para la televisión internacional». Tanto la actriz Lucero Galindo como el actor Julio César Luna recibieron grandes reconocimientos por sus destacadas interpretaciones. En conversación personal con Julio César Luna, el actor se explayó con estupendas anécdotas sobre la grabación, la cual se realizó casi toda en estudio, con las excepciones exteriores ya contadas, donde los sistemas de seguridad fallaron y el actor arriesgó su vida al ser arrastrado por las aguas de un río. De La vorágine de 1975 solo quedan, para el acceso público, las fotos, los afiches promocionales y los cada vez más contados testimonios de sus protagonistas.
No sucede lo mismo con la versión que la entonces programadora RCN produjo en 1990, bajo la dirección del cineasta Lisandro Duque. A lo largo de la década del ochenta, realizadores que venían del mundo del cine (Jorge Alí Triana, Pepe Sánchez, Carlos Mayolo, el mismo Duque) les brindaron otros aires a los nuevos formatos audiovisuales. De acuerdo con la conversación que sostuve con Lisandro, el director consideró que la razón por la cual Samuel Duque, productor de RCN, se interesó en la adaptación de textos clásicos, fue por la preocupación de los futuros canales privados para que no se les estigmatizara por monopolizar los contenidos del entretenimiento, ad portas de la naciente Constitución de 1991.
Durante casi tres meses se grabó entre Melgar, Puerto López y Leticia, para recrear las tres atmósferas que componen las tres partes de la novela. En cada una de las regiones tuvieron serias escaramuzas con culebras que no eran precisamente las del presupuesto. La serie se emitió entre el 15 de abril y el 27 de mayo de 1990.
Escogiendo entre las decenas de anécdotas de Lisandro, el director recuerda que, al partir de Leticia, al terminar las grabaciones, alcanzó a ver una botella de Pepsi flotando en el río. Nunca dejó de sentirse culpable de ese pequeño símbolo de la fatalidad contemporánea.
Por lo demás, García Márquez quería que Lisandro Duque dirigiese su adaptación de María, de Jorge Isaacs, para la televisión. Pero el escritor sospechaba que el director de Visa USA no tenía el ritmo para trabajar en video. «Haz primero La vorágine y aprendes», le dijo. Lisandro, obediente, escribió toda la adaptación y se fue para los llanos y la selva a tener su bautizo de sangre. Un año después, estaba grabando la María en el Valle del Cauca. La vorágine de Lisandro Duque aún puede verse y se complementa con otras realizaciones de la época que sacaron las cámaras a lugares de alto riesgo, mucho antes que la dupla Cristina Gallego/Ciro Guerra lo hiciese en producciones ejemplares del cine colombiano, como la nominada al Óscar El abrazo de la serpiente.
Tres años atrás, antes de La vorágine de RCN, RTI había programado la versión especial del libro del periodista Germán Castro Caycedo titulado Mi alma se la dejo al diablo, dirigida por el entonces joven realizador Andrés Agudelo. De cierta manera, este largometraje le abrió las puertas creativas a la aventura de la segunda versión televisiva de La vorágine.
La película terminó costando más de lo esperado y puso a tambalear la estabilidad de DYANA. La obsesión de su director por sacar adelante un film de grandes dimensiones chocó con los números reales de sus productores.
Teatro
De manera paradójica, ha sido el mundo de la escena, el arte efímero por excelencia, el que conserva, de manera viva, una de las adaptaciones más intensas de La vorágine, la cual permanece en la memoria de sus espectadores y continúa superando las más de cuatrocientas representaciones sostenidas en escenarios nacionales e internacionales.
El responsable de dicha versión para las tablas (literalmente «para las tablas», teniendo en cuenta que el montaje estaba hecho con quince tablones de treinta centímetros de ancho y uno noventa y cinco de altura) fue el director del Teatro Tierra, Juan Carlos Moyano. Moyano fue invitado para dirigir el montaje de grado de los estudiantes de último año de la Academia Superior de Artes de Bogotá en 2006. El trabajo tuvo tanto éxito que pronto pasó a formar parte del repertorio de su propio grupo y, durante seis años, se encargaron de rodar por selvas y grandes escenarios, impresionando por la fogosidad ritual de su puesta en imágenes.
El actor Daniel Maldonado estuvo durante todo el proceso de gestación de un montaje que no nació de una adaptación escrita, sino de la búsqueda de composiciones plásticas extraídas de la dimensión poética del libro. Maldonado conserva sus diarios y sus recuerdos intactos. Estrenaron en la maloka del kilómetro 11, a las afueras de Leticia, donde los Uitoto fueron sus primeros espectadores. Allí se enteraron de cómo la recreación de La vorágine no se limitaba a la reconstrucción de una novela, sino a «destapar el canasto» de la memoria de comunidades que aún exigen disculpas oficiales por todos los horrores vividos durante la fiebre del caucho.
En el 2024, a cien años de la publicación del libro de Rivera, Moyano insiste en la resurrección de su Vorágine, a todas luces, uno de los más grandes montajes del teatro colombiano del nuevo milenio.
Recuperar La vorágine del Teatro Tierra es un esfuerzo necesario. Por lo demás, uno de los grandes problemas, aún no resuelto en Colombia, es el adecuado registro audiovisual de las experiencias de la escena. Existe un video del esfuerzo de Moyano y su ejército de creadores. Pero se trata de una grabación que, si bien es cierto da cuenta del espíritu general de la puesta, no ayuda a hacer la inmersión espiritual que un montaje como el citado ha podido conseguir en vivo.
Ahora bien: ¿para qué adaptar una novela perfecta? Quizás la respuesta está en aventuras creativas como la que logró Moyano con los estudiantes de la ASAB y luego con sus diversas reposiciones para el Teatro Tierra. El desafío es lograr la intensidad del verbo a través de una extensión de lenguajes plurales: dirección de arte, música, vestuario, coreografías, sonorización. Es otro mundo. Casi nunca se consigue una traducción exacta. Pero hay excepciones escénicas que reconfiguran la regla.
Los directores de cine que han filmado la selva (de John Boorman a Werner Herzog) aseguran que se debe inventar una calidad visual «ficticia» para que la sensación del espectador se conecte con la experiencia viva. Nada más lejano a una aproximación realista que la que buscaba Juan Carlos Moyano con su interpretación del libro de Rivera. Incluso, no hay en su propuesta una reproducción ilustrativa de la novela. Por el contrario, lo conseguido es una traducción poética de los acontecimientos, en un espacio casi vacío, donde los actores son los protagonistas de las emociones y los tablones erectos los encargados de conseguir las atmósferas propias de un libro implacable.
En los diarios de trabajo del actor Daniel Maldonado, como en los diarios de Arturo Cova, está el testimonio de una aventura que transformó para siempre el espíritu de sus protagonistas. Hoy por hoy, quienes pasaron por la experiencia escénica de La vorágine han sido devorados, no solo por la selva, sino por los tablones del montaje y las tablas de los escenarios.
Coda
Como anotan Erna von der Walde y Margarita Serje a cien años de publicado el libro de José Eustasio Rivera: «La novela ha pasado del ámbito de la literatura al de la cultura como un referente que prescinde, casi, del texto mismo y se eleva un poco por encima de él para multiplicarse como referente en diversos ámbitos». Al terminar este escrito leo a Andrés Caicedo: en junio de 1976 había tecleado en sus diarios psiquiátricos: «Antes, mucho antes de que me prendara de mujer alguna, mi corazón ya había sido ganado por la violencia». Luego recordé los ecos de La vorágine en la novela Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. Uno empieza a hacer asociaciones y es posible que jamás termine.
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