A mi madre y mi padre, hijos del sur
Un periodista le preguntó a Gabriel García Márquez, en una entrevista publicada en Barcelona en 1979, si ya tenía nombre para la colección de cuentos próximos a entrar a la imprenta.
«Sí», dijo García Márquez, «los voy a titular con un verso de un gran poeta colombiano ya muerto y poco conocido, Aurelio Arturo. El título será Los días que uno tras otro son la vida».
Lástima que no fue así.
Siete años atrás, el profesor y ensayista Carlos Rincón, quien vivía en Alemania, le dijo en una entrevista a la escritora mexicana Elena Poniatowska que «la incapacidad para reconocernos entre nosotros mismos nos hace retardatarios y oscuros. El ejemplo más elocuente de esa situación es el de Aurelio Arturo (…) Es el poeta más grande de Colombia, un poeta digno de figurar en una antología de poetas ingleses, sin duda un poeta de la estatura de Vallejo o de Neruda».
Aurelio Arturo nació el 22 de febrero de 1906 en el municipio de La Unión (antiguamente Venta Quemada), en el también naciente departamento de Nariño. Tal y como sucedió en su vida, poco a poco fue creciendo el aprecio por su poesía tras su muerte, el 23 de noviembre de 1974.
Hijo de un padre solvente, vivió su infancia y adolescencia en la hacienda familiar, cabalgando potros y oteando vacas, enamorado de la naturaleza, los vientos, el sol, la luz, el agua, el silencio, los árboles, las hojas, la «yerba»; de las noches «balsámicas» y mágicas pobladas de hadas; del amor fraternal —«Vinieron mis hermanos por juntar con mi sueño, espigas de sus sueños»—; de los trabajadores, los constructores de caminos y del vecindario; al cuidado de una adorable nodriza negra; arrullado por las notas del piano que su madre acariciaba en la casa grande. A todo eso, «el cantor», como se definió en un poema, les cantó «a los cuatro vientos», con una belleza deslumbrante, en un lenguaje lleno de enigmas, metáforas y oxímoros:
En las noches mestizas que subían de la hierba
jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes
estremecían la tierra con su casco de bronce
negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.
Cursó estudios básicos en Pasto y partió a Bogotá a caballo con sus libros y sus pertenencias en el lomo
de una mula. Se graduó en Derecho en el Externado de
Colombia y desempeñó diversos cargos públicos entre judicatura, administración y docencia. Su pasión por la poesía se acrecentó cuando, como traductor de la Embajada de los Estados Unidos, tuvo la oportunidad de realizar una visita cultural a ese país. Fue políglota y conocedor de lo mejor de la literatura de su tiempo. Tradujo a Kavafis y a los poetas ingleses de su época.
Sus primeros poemas datan de finales de los años veinte del siglo pasado y tienen un gran acento social, por la influencia que acontecimientos de la época, como la Revolución rusa, tuvieron en su pensamiento: «Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe/ que vio a la tierra buena enloquecer/ y beber salvajemente la sangre brava/ y vio caer a sus compañeros junto a la cruel bandera/bajo el cielo incendiado de la revolución».
Dio un giro con el estalinismo, optó por la disrupción creativa e hizo de la sublimación del entorno, los recuerdos y los amores distantes de su tierra un acto revolucionario, sin renunciar a la esperanza justiciera.
Pocos poemas, publicados de cuando en cuando en las más importantes gacetas literarias de Bogotá, Cali, Manizales y Medellín, le abrieron a Arturo paso en la vibrante tertulia bogotana de aquellos años, en el Café Asturias y el Versalles, en los que compartía, entre otros, con Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya, Eduardo Carranza, Rogelio Echavarría, Álvaro Mutis, José Manuel Arango, Germán Pardo García, Enrique Santos Molano, entrañable amigo, escritor e historiador, y Vicente Pérez Silva, su apreciado paisano de La Cruz de Mayo, incansable buscador de anécdotas y sucesos inéditos de la historia.
Allí dio a conocer su lírica impactante y mágica que lo convirtió en alguien imprescindible, a pesar de su sobriedad, modestia y distancia, ejercitadas con modales y elegancia. Siempre vestía traje, gabardina y corbatín. Se cuenta que buscó el concepto de Porfirio Barba Jacob —con quien suelen compararlo— sobre algunos de sus poemas y que es posible que haya habitado donde este vivió, como también en la casa donde se suicidó José Asunción Silva, otra de sus referencias.
En 1963 —por iniciativa del ministro de Educación, Pedro Gómez Valderrama, con el sello de esa entidad y compilado por el poeta Fernando Arbeláez—, se publica, casi contra su voluntad, Morada al sur, su única obra. Apenas trece poemas que
sacudieron con su imaginación, simbolismo y musicalidad el universo poético colombiano. Pasados algunos meses obtuvo el Premio Nacional de Poesía Guillermo Valencia. En el poema que da título al libro, canta:
Te hablo también: entre maderas, entre resinas,
entre millares de hojas inquietas, de una sola
hoja:
pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia,
hoja sola en que vibran los vientos que corrieron,
por los bellos países donde el verde es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los países de Colombia.
Algunos de sus versos sueltos se citan, anónimos o apócrifos, por su esencia ambientalista, en estos tiempos de lucha porque reverdezca la tierra. En ellos da rienda suelta al arte de su palabra para exaltar los paisajes y su terruño, oros y bronces, pájaros y mariposas, pianos y tambores, carne y sangre, con la nostalgia de ese Sur inmenso, del que nunca se parte aun estando lejos y con el dolor de la madre muerta temprano, o en cualquier tiempo, que se lleva dentro del alma toda la vida.
«Este verde poema, hoja por hoja/ lo mece un viento fértil, suroeste/ Este poema es un país que sueña/ Nube de luz y brisa de hojas verdes» (…) «Este verde poema, hoja por hoja/ lo mece un viento fértil/ un esbelto viento que amó del sur hierbas y cielos/ Este poema es el país del viento».
El Sur de la vivencia íntima: «Por mi canción conocerás mi valle, su hondura en mi sollozo has de medirla». El de la añoranza y el anhelo: «Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida». El Sur histórico y ninguneado por siglos. Ese «país de valientes», como lo reconoció Bolívar, aunque le provocó iras por su realismo tozudo. Al que domeñó Sucre con crudeza: «Y en mi país apacentando nubes,/ puse en el sur mi corazón/y al norte, cual dos aves rapaces,/ persiguieron mis ojos el rebaño de horizontes».
La poética de Aurelio Arturo, por su complejidad, fue un tesoro apenas disfrutado y apostillado por rapsodas, ensayistas y críticos literarios como Eduardo Camacho Guizado, Rafael Gutiérrez Girardot, Juan Gustavo Cobo Borda, Fernando Charry Lara, Jaime García Mafla, Hernando Téllez, Rubem Braga, Danilo Cruz Vélez, Jaime Mejía Duque, Henry Luque Muñoz, Salvador Garmendia y otros.
Como luego lo harían Martha Canfield, Dasso Saldívar, Piedad Bonett, Graciela Maglia, Santiago Mutis, Marco Fidel Chávez, Julio César Goyes, Ramiro Pabón, Bruno Mazzoldi, Luis Fayad, Augusto Pinilla, María Mercedes Carranza, Beatriz Restrepo, Beatriz Robledo y muchos más. A la vez, con desprendimiento y amor por la poesía, forjó el radioperiódico Voces del mundo, dirigió el periódico El Escritor, iniciativa de Enrique Santos Molano; colaboró con la revista Eco de la Librería Galería Buchholz y apoyó la revista Golpe de dados, al lado de Mario Rivero y Giovanni Quessep, su más cercano continuador.
En su poesía, plena de cantos a la naturaleza
—la expresión más femenina de la existencia— refulge el erotismo, la presencia sensual de mujeres que poblaron sus recuerdos o fueron creadas por sus más íntimos deseos: «Yo amé un país y de él traje una estrella/ que me es herida en el costado/ y traje un grito de mujer entre mi carne»; «mirarás la sangre oscura de mis labios: todo es en mí una desnudez tuya»; «nadie ha de quitarme esta noche en que fuiste/ larga y desnuda carne vestida de mi aliento».
En una sola inspiración lo más amado, la nostalgia terrígena, la tristeza profunda y la emoción abrumadora de los placeres:
El país que tus ojos vive entre parpadeos
canta en mí con su largo sollozar innegable,
rumora en mí, y el ansia de tu boca madura,
y rumoran sin fin los valles de tu carne.
Dátil maduro, dátil amargo escucha
mi corazón al filo del viento, tu gemido,
tu gemido gozoso a flor abierta.
Mecido en ti, lleno de ti se escucha,
y da al viento cenizas de tus gritos.
En 1982, la Universidad de Nariño, durante la rectoría de Edgar Bastidas Urresty, convocó un concurso de ensayo sobre la poética de Aurelio Arturo, en el que se eligió La palabra del hombre, del joven escritor William Ospina, quien en adelante hizo de los versos de Arturo una enseña en sus creaciones como ensayista, poeta, novelista y prologuista de distintas ediciones de la obra arturiana: «…y tras el bronco río que se burla en la hondura, está el mundo de Arturo, crecen bosques fragantes, donde él vio descender la luna en las pupilas de una noche morada», escribió en su poema «En el cañón
del Patía».
La reivindicación en grande de Aurelio Arturo se dio con la publicación de Obra Poética Completa en la Colección Archivos, Unesco (2003). Rafael Humberto Moreno-Durán coordinó la edición en la que Hernando Cabarcas Antequera recopiló, estableció, precisó y anotó por primera vez la totalidad de lo escrito por Arturo, y el poeta Óscar Torres Duque reunió la crítica literaria alrededor de su obra. Como dice Cabarcas, el libro «permite valorar con amplitud a un autor caracterizado por su honda confianza en las posibilidades fundacionales de la palabra poética».
El centenario del nacimiento del poeta, en 2006, fue una oportunidad de nuevas valoraciones. El gobernador de Nariño, Eduardo Zúñiga Erazo, publicó un estuche de lujo contentivo de un facsímil de la primera edición de Morada al sur —hallado en una estantería en la Universidad Externado, donde reposaba hacía cuarenta años—, textos evocativos de varios autores y pinturas alusivas del pintor pastuso Manuel Guerrero Mora. Así mismo, el libro homenaje del maestro pastuso Manuel Estrada, con lo mejor de su pintura paisajística descrita con versos de Arturo.
La relación de Arturo con la pintura y los pintores fue constante. Eduardo Ramírez Villamizar realizó dos reconocidos dibujos de su rostro, algunos de sus poemas fueron ilustrados por Sergio Trujillo Magnenat, Francisco Gil Tovar, José Restrepo Rivera y Carlos Pellicer, y disfrutó de la amistad de Alejandro Obregón, Ramón Barba, Gonzalo Ariza y Jorge Elías Triana.
El filósofo, máster y doctor en Literatura Juan Pablo Pino Posada, en el libro Oscuras canciones del viento (Universidad de Antioquia, 2008), se adentra a fondo en el estudio de su poética y contrasta su visión con la de la crítica antecedente. En 2021 publicó su tesis doctoral: Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo xx (Eafit). En 2022, el ejecutivo nariñense J. Germán Zarama, de la mano de Gilberto Arturo Lucio, hijo del poeta, también poeta, publican Tras las huellas de Aurelio Arturo, una novela biográfica que escudriña su vida reservada que está signada, en su etapa temprana, por la ausencia de rastros.
De la creación lírica de Arturo, algo más de setenta poemas, todavía inasible en su genialidad y grandeza, hay que decir con Vicente Pérez Silva: «A estas páginas, plenas de luz y sombras, una y otra vez tornaremos como a una fuente de aguas vivas, quienes —sedientos de belleza— aún no hemos perdido el goce infinito de amar, sentir y soñar».
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