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Nuestras lenguas indígenas

Carlos Patiño Rosselli, reconocido estudioso de los asuntos del lenguaje, escribió para GACETA en 1976 esta crítica sobre la poca gestión estatal y universitaria en la preservación y valoración del inmenso patrimonio lingüístico colombiano como parte esencial de nuestra identidad.
Médico Inga atravesando el río Mandiyaco en el Putumayo durante la toma de medicina tradicional, ritual en el que se revela el mundo terrenal y espiritual, 2018. Foto de Lorena Velasco.
Médico Inga atravesando el río Mandiyaco en el Putumayo durante la toma de medicina tradicional, ritual en el que se revela el mundo terrenal y espiritual, 2018. Foto de Lorena Velasco.

Nuestras lenguas indígenas

Carlos Patiño Rosselli, reconocido estudioso de los asuntos del lenguaje, escribió para GACETA en 1976 esta crítica sobre la poca gestión estatal y universitaria en la preservación y valoración del inmenso patrimonio lingüístico colombiano como parte esencial de nuestra identidad.

Es el nuestro un país de una notable riqueza lingüística: además de la lengua nacional, se hablan en él más de sesenta idiomas autóctonos que no tienen ningún parentesco con el español; y, por si esto fuera poco, se registran también dos ejemplos —el palenquero del Departamento de Bolívar y el bendé de San Andrés y de Providencia— de lo que los lingüistas llaman lenguas criollas.

No hay duda de que la lengua nacional ha constituido en Colombia no solo un poderoso valor social sino también un foco de interés científico. De ello dan testimonio una serie de leyendas callejeras como las repetidas sentencias de que «somos un país de gramáticos» y que «en Colombia se habla el español más puro de América», y de hechos reales, como la temprana creación e innegable vitalidad de la Academia de la Lengua, la existencia de una tradición de filólogos colombianos encabezada por R.J. Cuervo y, actualmente, la importante obra hispanista producida por el Instituto Caro y Cuervo.

En cambio nuestro rico acervo de idiomas autóctonos se ha quedado, para la conciencia nacional, en el plano de la anécdota, del dato curioso, de la erudición aislada. Claro que esto no es para sorprender a nadie, dada la exigua consideración que había merecido en el pasado todo lo atinente a la población indígena colombiana. Afortunadamente, los últimos años han traído, por diversas vías, un notorio ascenso de la cuestión indígena dentro de la conciencia y la sensibilidad nacional: si antes era estrambótico preocuparse por la cultura y asuntos de esos compatriotas, ahora es de buen recibo hacerlo (en algunos círculos, inclusive es de rigueur). Esta nueva valoración de lo indígena necesariamente conlleva un interés por aquello que se ve como más representativo de los grupos aborígenes: sus lenguas. Ante tal coyuntura, nuestro comentario desea referirse someramente al valor que tienen los idiomas indígenas, a lo que se ha hecho en el país por conocerlos y cultivarlos y a lo que, en nuestra opinión, debería hacerse en relación con ellos.

El famoso «hombre de la calle» piensa probablemente que una lengua es solo una colección de rótulos que se les ponen a los conceptos y a las cosas. O sea que la realidad conceptual y física es una sola para todas las sociedades humanas y lo que varía son simplemente los rótulos o palabras. El punto de vista científico sobre la naturaleza del lenguaje es diferente: este no consiste simplemente en una nomenclatura superpuesta a una realidad independiente de ella, sino que ante todo es un mecanismo orgánico e indisolublemente ligado a los procesos de pensamiento y a la manera de captar la realidad exterior. Según esta concepción —acerca de la cual ha habido mucha discusión académica en los últimos tiempos— la lengua no es, pues, un factor externo y pasivo frente a la manera como un pueblo percibe el mundo, sino que es, a este respecto, un ingrediente activo y condicionante.

Dentro de esta perspectiva, el idioma de un grupo indígena es la manifestación más profunda de su identidad cultural. Recoge la experiencia histórica del grupo y la plasma en una posición lingüística ante la realidad circundante. Por lo tanto, para una de estas colectividades perder su idioma no significa algo así como perder un traje, sino ser despojada de algo infinitamente más íntimo, propio e irremplazable.

El hecho de ser cada lengua la interpretación única que hace un pueblo del mundo que los rodea establece una igualdad esencial entre todos los idiomas del globo: antropológica y lingüísticamente tienen todos el mismo valor; la misma atención científica merece una lengua aborigen nuestra, hablada solo por unos pocos centenares de colombianos en el Vaupés o el Guainía, que el idioma de alguna de las naciones que hoy dominan el orbe. Por otra parte, el estudio de nuestras hablas autóctonas, además de darles importantes luces a la historia y a la antropología americanas, forma parte de la trascendental tarea mundial de descripción de lenguas.

¿Qué ha hecho Colombia por conocer, apreciar y cultivar su caudal lingüístico?

A este respecto hay que mencionar en primer término a la Iglesia Católica, que desde los tiempos épicos de la conquista vio en el estudio de los idiomas indígenas el mejor instrumento de la catequesis. Repartida en varios siglos hay toda una literatura de catecismos y confesionarios bilingües, diccionarios, bosquejos gramaticales, etc., que, aunque no siempre tan científicos como bien intencionados, representan de todos modos un considerable aporte a nuestra lingüística aborigen, y en no pocos casos lo único que se sabe y se sabrá acerca de una determinada lengua. En nuestra época hay que destacar el gran Fr. Marcelino de Castellví el capuchino español que fundó el CILEAC (Centro de Investigaciones Científicas Lingüísticas y Etnológicas de la Amazonia Colombiana), cuya prematura muerte en 1951 significó una verdadera catástrofe para la investigación lingüística en este país. Con todo, no nos parece que la Iglesia esté llevando a cabo en este momento, así sea para uso catequético, una obra de lingüística aborigen que esté de acuerdo con las oportunidades que aquella tiene y con los niveles científicos contemporáneos.

Viene luego el sector científico propiamente tal. También aquí tenemos una amplia aunque fragmentaria bibliografía, en la cual los nombres de extranjeros aventajan considerablemente a los de colombianos. Atraídos por el encanto de lo exótico, sabios europeos como N. Holmer, G. Bolinder, K. Preuss, Ch. Loukotka y P. Rivet, entre otros, se internaron en nuestras selvas y sabanas, estudiaron los idiomas indígenas y produjeron aportes orientados no tanto hacia su descripción integral cuanto hacia los aspectos genéticos y comparativos, de acuerdo a los intereses de la lingüística europea de esa época. Entre las pocas figuras colombianas descuella hoy la de Sergio Elías Ortiz, cuya importante obra Lenguas y dialectos indígenas de Colombia (1965) proporciona información básica y reúne la bibliografía pertinente.

La referencia a estas realizaciones individuales lleva a señalar la otra cara de la moneda, o sea lo que no se ha hecho. La contribución de nuestras muchas universidades en esta tarea investigativa ha sido casi inexistente. Solo en los últimos años, al pasar la cuestión indígena al primer plano de la atención nacional, un sentimiento de culpa se ha extendido por los departamentos de idiomas y comienzan a organizarse aquí y allá actividades de lingüística aborigen. La situación no es mejor por lo que toca a los dos institutos oficiales a los cuales debería incumbir el interés por nuestros idiomas indígenas: el Instituto Caro y Cuervo y el Instituto de Antropología; ninguno de los dos ha llevado a cabo programas sistemáticos en este campo (exceptuando, quizás, el caso de S.E. Ortiz para el segundo).

En lo que concierne al Gobierno Nacional, sabido es que este confió a la institución extranjera denominada Instituto Lingüístico de Verano, en 1962, la investigación exhaustiva de nuestras lenguas aborígenes y la ejecución de diversos planos indigenistas que abarcan inclusive el «mejoramiento cívico y moral» de esas colectividades colombianas. También se sabe que la presencia y actividades de dicho instituto en el país han desencadenado en los últimos años todo un huracán de protestas y acusaciones de toda índole —aunque tampoco hayan faltado las defensas—, ante las cuales el Gobierno ha adoptado una posición de ambigüedad e indecisión.

Es evidente que desde el comienzo había una serie de circunstancias que hacían previsibles los conflictos y problemas que se han suscitado alrededor del Instituto Lingüístico de Verano.

En primer lugar, el carácter dual de esta entidad, que se ha especializado en el mundo en el análisis de idiomas «exóticos», para lo cual ha desarrollado una organización y una metodología muy eficaces, pero que simultáneamente —y principalmente— es un organismo misionero protestante.  Como es obvio, el instituto no se limita a investigar los idiomas aborígenes, sino que echa sus redes para «convertir» las almas indígenas. Igualmente, híbrido es el conjunto de actividades que le asigna el convenio de 1962: investigación científica, por una parte, pero también una gama de «finalidades prácticas» que van de lo sanitario a lo espiritual y que incluyen la delicada tarea de la educación bilingüe. El agravante de esta heterogeneidad es el hecho de que el instituto quedó colocado bajo la única jurisdicción del Ministerio de Gobierno, entidad totalmente inadecuada para supervisar la marcha de las tareas científicas y educativas confiadas a los misioneros lingüistas y sobre todo para difundir y hacer aprovechar adecuadamente los resultados obtenidos.

Hoy día se dan en el país algunos factores que deberían constituir razón más que suficiente para que el Gobierno Nacional cancele el contrato existente con el Instituto Lingüístico de Verano y defina sin tardanzas una política frente a los valores culturales de la población indígena.

Una concepción más estricta de lo que es la soberanía lleva hoy a rechazar la adjudicación por contrato a entidades extranjeras de actividades que tocan íntimamente con el ser nacional.

Creemos que esta posición está cabalmente expresada en el siguiente aparte de la declaración que sobre el Instituto Lingüístico de Verano emitió en fecha reciente el Consejo Académico de la Universidad Nacional: «Es profundamente lesivo de la dignidad nacional el hecho de que se confíen a un organismo extranjero tareas como el mejoramiento moral y cívico, el fomento social y la alfabetización de nuestros grupos indígenas. Por representar tales grupos la raíz más honda de nuestra nacionalidad, todas las actividades que se relacionen con su bienestar, integración al país o estudio científico deben constituir preocupación fundamental de los colombianos y ser realizadas por ellos». Ya hemos hecho referencia a la actualidad de la cuestión indígena en el país, factor que debe ser canalizado hacia realizaciones concretas. Además, de 1962 a esta parte han crecido sustancialmente los recursos científicos de la nación, incluyendo el campo de la lingüística, de manera que ya no sería válida la excusa de que la investigación de nuestras lenguas autóctonas está fuera de las posibilidades de los propios colombianos.

La terminación del convenio con el instituto debe hacerse, claro está, en condiciones de justicia para ambas partes y dentro de una adecuada comprensión del valor inmenso que tiene para el país el estudio de su patrimonio lingüístico aborigen. Porque si bien la posición de esta institución se hace insostenible por los diversos motivos mencionados, no se puede desconocer la seriedad de sus investigaciones lingüísticas, ni el golpe tremendo que se le asestaría a la causa indigenista al cortar estas de manera abrupta e imprudente. Al adoptar respecto del Instituto Lingüístico de Verano la definición qué el país está esperando, el Gobierno Nacional debe tomar una serie de medidas que garanticen la continuación de la obra científica de las universidades nacionales y de entidades como los Institutos Caro y Cuervo y de Antropología, bajo. la coordinación de un Comité Nacional de lingüística aborigen.

Lee el número cinco de GACETA de 1976 completo en este enlace. 

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