«A mí el oro no me llama la atención para trabajarlo. El oro tiene mucho enemigo», dice rodeado de cadenas, candongas, dijes, anillos, topitos, brazaletes, earcuffs y camándulas doradas que rebozan las vitrinas y anaqueles del local. Otras más se escurren entre las bolsas que hay en el piso. David*, treinta y tres años, dice que trabajar con oro es tentar la propia suerte y las fantasías de un «colombiano promedio». Lo explica con un meme que cita sonriendo: «No existe un colombiano que haya visto un camión de valores y no se haya imaginado cómo se lo podría robar. En el mundo de la joyería pasa casi igual. ¿Cuánto suma una vitrina?».
El local en el que hablamos, en el que trabaja David, queda en uno de los recovecos comerciales de San Victorino, en Bogotá, en un edificio laberíntico de unos seis pisos atiborrado de almacenes de ropa interior, peluches, gorras, útiles escolares, vestidos de baño y «cacharros finos» —término que engloba un vasto espectro de objetos: un termo, un reloj, una lámpara, una papelera—. La especialidad de este piso son los almacenes de bisutería, no de joyería, explica David. La joyería es la que se ocupa del oro y de la plata; la bisutería, en cambio, trabaja los metales que adornan los cuerpos sin cargar con el peso monetario de los otros dos: acero, zinc, bronce, cobre, rodio. Nada de lo que se cuelga y se exhibe en estos pasillos es oro, ni plata. Pero brilla como si lo fuera. Todos venden al por mayor, David vende a partir de la docena (los precios por joya empiezan en cuatro mil pesos), otros exigen una compra mínima de quinientos mil y otros no venden si la compra es menor a un millón. Todos se surten con importaciones de China y casi todos se precian de ser importadores directos.
En los trece años que David lleva en esto ha ido cinco veces a China. Las primeras palabras que se le vienen a la cabeza cuando intenta hablar en mandarín dan cuenta de la esencia de sus viajes.
—Pues no es la fonética perfecta, pero cuando yo les digo tuan tuashen (Duōsh o qián – 多少錢), es «¿cuánto cuesta?», minpien es tarjeta (K piàn – 卡片), piolian es bonita (Piàoliang – 漂亮), lapan es patrón (L obn – 老闆), lapania es patrona (L ob nniáng – 老闆娘). A uno le dicen shiaoshí (Xi oqì – 小氣)».
—¿Y eso qué significa?
—Chichipato —responde sonriente.
La primera vez que fue a China tenía veintitrés años, viajó con su tío, quien quería confiarle los saberes del comercio internacional y que, como David, venía de esa tríada de municipios antioqueños que le heredaron una estirpe de negociantes común a los comercios populares del país: Marinilla, Santuario y Granada. Para entonces, el tío ya llevaba unos veinte años viajando y comerciando en el exterior. Primero en Tailandia, de donde traía piezas de plata al país, y luego en China, a donde viajó por primera vez con un tailandés que le dijo que el futuro de la joyería estaba en el acero producido allí. Desde entonces, David viaja sobre todo a las dos ciudades más frecuentadas por otros comerciantes colombianos y antioqueños, Guangzhou y Yiwu, la última es sede de un mercado de «cacharros» de más de cuatro kilómetros cuadrados, unas cuatro veces la extensión del Parque Simón Bolívar. David me muestra una foto suya frente a la entrada del Distrito 1 de ese mercado, un pabellón enorme adornado con dibujos de conejos y dragones rechonchos donde se venden juguetes, artesanías, joyería, cerámicas y adornos de Navidad. En las fotos de sus viajes aparecen largas torres y panorámicas de edificios cubiertos de luces; personas que mendigan con un QR de WeChat Pay y Alipay —los Nequi y Daviplata de allá—; templos budistas monumentales; tímidas iglesias católicas y menús de cafés que venden «huilatte», «paisacuyá» y «bucaramango» negocios de colombianos en Yiwu, explica, y me muestra una selfi en uno de esos negocios con un letrero en neón que dice: «Arrieros somos y en el cafetal nos encontramos».
—Vea una bandeja paisa en China.
—¿Y eso de dónde salió?
—De un chino que trabajó en un restaurante colombiano hace mucho tiempo.
—Creo que es la primera vez que veo una ensalada de tomate y lechuga en una bandeja paisa.
—Y el chorizo, uuuff, una cosa muy loca. Quedé muy sorprendido, y es hecho por chinos.
No es fácil impresionar a un paisa con un chorizo que no sea de Antioquia.
Por ser preguntón y curioso cuenta que ha visto algunos de los procesos con los que se fabrican las joyas que vende, las tripas de la alquimia industrializada china. Los «chinitos que son calidocitos», dice, le han mostrado videos y fábricas con máquinas que aplanan, doblan, funden, sueldan, moldean, troquelan, perforan, tuercen y doran. Las últimas, las que ponen el dorado, son máquinas que engullen ácido y gramos de oro para regurgitar kilos de joyas doradas. Explica que son tómbolas llenas de químicos en los que el oro se deshace, dejando un líquido amarillo pálido: «Haz de cuenta tú coger el Gatorade de maracuyá y echarle un poco más de agua». Adentro van las piezas que se ponen a girar al tiempo que se permean de oro con electromagnetismo, «mientras más tiempo se dejen sumergidas y girando, más amarillo será el dorado», dice David. Es la versión industrial de lo que se conoce como chapado en oro, una técnica para impregnar metales con oro usando conducción electromagnética y que resulta en una cobertura que se calcula en micras de oro (una micra es 0,001 milímetros). Esa piel dorada arropa el «alma de la pieza», como le dicen David y sus colegas de gremio al metal base de la joya. En sus negocios, el alma de las piezas ha sido mayoritariamente acero y más recientemente cobre. La gente las busca y las compra bajo el nombre de «cover gold».
En los últimos cinco años, las importaciones de China a Colombia han crecido un 27,3 %, según datos del DANE. Para 2022, el año en que se registró un máximo en las importaciones, la mercancía que se trajo de ese país sumó más de dieciocho mil millones de dólares. La compra de joyas y bisutería representó unos doce mil dólares del total de ese año, de acuerdo al Mapa Regional de Oportunidades del Ministerio de Comercio.
«Todo, todo, todo lo que tú veas dorado tiene algo de oro, pero milésimas», dice David enseñando con la mano un par de vitrinas. «Pero el que diga que lo compra y lo lima para sacarle oro… Es que no lo sacas».
Aquí el oro llega en suspiros.
Acá el oro se busca, se explota, se comercia, se intermedia y se exporta, pero no se usa, a pesar de que la joyería es la industria a la que mayoritariamente se destina el metal. El 50% del oro en el mundo termina convertido en joya, aunque la cifra solía ser mayor, dice el World Gold Council. La ruta del oro en Colombia empieza y termina sobre todo en manos extranjeras.
A unas tres cuadras del local de David, en otro edificio comercial de San Victorino de techos más altos, está el local de Jairo*, un joyero que ha dedicado casi cuarenta de sus cincuenta y ocho años a fabricar y reparar joyas. Lo que más pasa por sus manos son anillos, cadenas y pulseras de plata, además de un brazalete en «cover gold» y una cadena de oro blanco. Todas son piezas para arreglar, o para volver más anchas o más cortas. El oro amarillo solo aparece en trazos tímidos de anillos de plata con circones, un mineral que se utiliza como gema. Era al revés en la década de los ochenta, cuando Jairo se inició en el oficio en Fontibón por un primo joyero: lo que más se movía era el oro.
—Hoy en día se trabaja la plata por el tema de seguridad, porque la gente la puede usar. En cambio el oro se lo roban. En esa época la gente usaba aretes, cadenas, dijes, cosas en oro y era normal, común. Ahorita no. Se usan muchas imitaciones; propiamente oro, no.
Notó el cambio a finales de los noventa, cuando volvió a la joyería después de una incursión como carpintero que lo hizo perder plata. En 1998 arrendó un local en el centro, donde se dio a conocer junto a la promesa de que las joyas se podían arreglar. Además de las condiciones de seguridad, atribuye el cambio del oro por la plata a una crisis «brava» que, dice, empezó por esa época y que atribuye a la falta de oportunidades, a una seguidilla de gobiernos ladrones y al TLC firmado en el Gobierno de Uribe.
—El negocio de la joyería se puso malísimo porque todo llegaba hecho. Aún llega mucha cosa hecha. Pero entonces sigue lo de restaurar las joyas, que eso sí creo que nunca lo podrán reemplazar. Es algo muy artesanal, ya es genialidad de uno. Y la gente paga por arreglar sus cosas. Para la muestra un botón.
—¿Cuánto cobra por soldar esa cadena de oro?
—Veinte mil.
—¿Y esta? —le señalo una cadena delgada de plata reventada que unió hace unos minutos.
—Esa se le cobra por ahí cinco mil, no tuvo mucho trabajo. Esto también se le cobra cinco mil pesitos porque se le abre un hueco, se le mete una argolla y ya —dice enseñándome una pulsera en «cover gold»—. Y así mantiene uno todo el día.
Es un ritmo de trabajo intenso, cada quince minutos lo llama un cliente desde el mostrador preguntándole por un encargo, ofreciéndole joyas o encomendándole varias piezas para reparar traídas de joyerías de otras zonas de la ciudad. Su esposa María* atiende a los clientes que preguntan por lo que se exhibe en el mostrador: joyas restauradas, muchas compradas para revender, y otras pocas fabricadas por Jairo. Las únicas que tiene disponibles ahora las hizo en pandemia porque, según él, no había nada más que hacer. En tiempos normales el trabajo de reparación no da espacio para algo más. Lo cuenta sin despegar los ojos de la piedra pómez en la que suelda la joya de turno. En las manos mantiene el pulso fino que demandan las soldaduras diminutas, sin que lo perturbe el movimiento constante de su pie izquierdo sobre el pedal que le inyecta oxígeno al tanque de gasolina y gas que nutre la llama del soplete. Desde el fondo del local, el joyero pregunta detalles de lo que le piden en el mostrador y negocia con quienes le regatean sin apartar la mirada de su labor. Solo se levanta del mueble de madera en el que trabaja para tres cosas: revisar lo que no puede cotizar sin ver, sumergir y cepillar las joyas en las aguas y sales que mantiene en recipientes de plástico en el piso del local o para recibir las visitas más emocionantes: las de los esmeralderos.
—¡Uy, Ricardo*!
—Bonita, ¿no? —le responde Ricardo, uno de los pocos visitantes que Jairo deja cruzar la barrera del mostrador.
—Mire, esto es una esmeralda —me dice Jairo mientras me revela una piedra tallada en forma de lágrima de centímetro y medio, acunada en un papel grueso. La emoción de ambos es tangible y contagiosa, y crece con una mirada al verde profundo y sobrecogedor de la gema.
—¿Y eso cuánto cuesta?
—Están dando veintiún millones, toca venderla en más —me responde Ricardo. Entre los dos me enseñan las imperfecciones de la esmeralda, unas sombras blanquecinas internas que yo apenas distingo y que llaman de distintas formas: «inclusiones», «unos espejitos», «como nubecitas», «gacitas», «esa lluviecita»—. Una esmeralda de esas pura-pura, sin daños de esos, vale por ahí cien millones, y hasta más.
Cuando llegan esmeraldas al local de Jairo el volumen de las voces baja y los cuerpos se acercan como protegiendo la piedra de miradas externas. La emoción se contiene como un secreto jugoso que se comparte solo con los de confianza.
Más tarde Jairo me contará que con Ricardo se conoce hace muchos años, que es un tallador de esmeraldas que trabaja directamente con los mineros que sacan las piedras que luego él esculpe y su patrón exporta en lotes que pueden sumar unos cinco mil millones de pesos. A ellos les fabrica joyas en oro y plata para incrustar algunas. Que el tema de las esmeraldas es de lo que más da plata y que también es delicado, dirá, porque no se puede andar mostrando a todo el mundo: «lo matan a uno por cualquier cosa, ¿cómo será por una piedra de esas?».
Antes de irse con la esmeralda empacada, Ricardo anuncia que vuelve más tarde para mirar lo del encargo y que adelanta trescientos mil pesos de una vez. Jairo, de nuevo con la mirada sobre las joyas y las herramientas, me cuenta que el encargo son unos aretes de oro con pequeñas esmeraldas. Cuando el ritmo de los pedidos baja y el local se vacía, el joyero limpia y despeja los cajones sobre los que trabaja, busca una llave, abre compartimientos contiguos a la caja de seguridad en la otra esquina del local y saca los aretes en proceso: una placa curva dorada con una canaleta en la mitad para unas esmeraldas de un milímetro de grosor. En un minuto me explica lo que aún le falta por soldar y los vuelve a guardar.
En San Victorino el oro circula custodiado por manos desconfiadas y ojos vigilantes. Es esquivo y tímido, aunque a menudo gusta de la compañía de una esmeralda.
Solo el 1 % del oro extraído se queda en Colombia. Según cifras de la Unidad de Planeación Minero Energética (UPME), en el país se consumen apenas unos quinientos kilos frente a las cincuenta toneladas de oro que en promedio se exportan al año (sin contar los kilos que se comercian de forma ilegal y que no dejan huella). Acá el oro se busca, se explota, se comercia, se intermedia y se exporta, pero no se usa, a pesar de que la joyería es la industria a la que mayoritariamente se destina el metal. El 50 % del oro en el mundo termina convertido en joya, aunque la cifra solía ser mayor, dice el World Gold Council, una organización compuesta por treinta y dos de las compañías mineras de oro más grandes del mundo y entre las que están varias de las que se han instalado en Colombia, principalmente en Antioquia, con sus nacionalidades y nombres extranjeros: AngloGold Ashanti (Sudáfrica), Newmont Corporation (EE. UU.), Iamgold Corporation (Canadá) y Zijin Mining Group Company Limited (China). La ruta del oro en Colombia empieza en gran medida bajo dominio extranjero y termina sobre todo en manos extranjeras.
Para David y Jairo, la razón de la escasez del oro en el comercio popular es sencilla: el oro está caro y la gente no tiene plata.
El precio del gramo de oro fluctúa a diario. A finales de julio de 2024 está en unos trescientos mil pesos de acuerdo al Departamento Técnico Industrial de la Subgerencia Industrial y de Tesorería del Banco de la República (usualmente el precio de venta son unos quince mil pesos más que el precio de compra). David cuenta que cuando ha tenido contacto con él ha sido en joyerías de clientes que tienen infraestructuras especiales para protegerlo, que eso es muy difícil de manejar, y que no es un negocio que le interese.
—Colombia es un país de gente shiaoshí. En el comercio decimos que Colombia es un país chichipato que no paga caro. Entonces uno se ve obligado a que si los clientes, que son los que lo sostienen a uno, no pagan caro, pues toca ir a buscar barato para que me paguen lo que necesito. Es lo que uno como comerciante sabe hacer.
Jairo dice que trata de comprar el gramo de oro de dieciocho quilates a doscientos mil para poder ganarle: a medida que suben los quilates también sube el precio. Se lo compra sobre todo a personas que venden sus joyas, dice. También van a ofrecerle oro robado, pero dice que de ese no compra. A pesar de lo dura que está la situación, en este local le ha ido bien:
—Haber llegado acá fue lo mejor. Es que la parte de taller acá no se maneja, no lo hacen en esta zona comercial. En otros lados sí, arriba en la 12, en la 6.
Se refiere a las joyerías de La Candelaria sobre la carrera 6 y la calle 12, un sector donde las vitrinas son más gruesas y las puertas más espesas, un punto intermedio en el corredor entre el Museo del Oro y la Plaza de Bolívar sobre el que abundan extranjeros.
—¿Y por allá arriba también trabajan acero, bronce, todos esos metales?
—No, allá más que todo trabajan plata y oro, hay joyerías que no se comprometen a hacer eso. Yo sí arreglo de todo porque igual representa un ingreso. No se puede dejar ir la plata. Si a mí me pagan cinco mil pesos por arreglar un pedazo de cobre, pues yo lo arreglo.
En estas calles comerciales el oro no se exhibe, más bien se oculta bajo la gruesa capa de acero, bronce y cobre que lo camufla. El oro en Colombia se guarda, se atesora y se luce poco. Lleva la marca del peligro y es un lujo que solo portan quienes pueden protegerlo.
*Los nombres de esta crónica fueron cambiados por solicitud de las fuentes.
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