ETAPA 3 | Televisión

Orofagia

Manuel María Paz. Modo de labar oro: provincia de Barbacoas [sic], 1853. Acuarela sobre papel. Colección de la Comisión Corográfica. Biblioteca Nacional de Colombia.
Modo de labar oro: provincia de Barbacoas [sic], 1853. Manuel María Paz . Acuarela sobre papel. Colección de la Comisión Corográfica. Biblioteca Nacional de Colombia.

Orofagia

Hace cincuenta o setenta o ciento veinte años vivió un hombre llamado Benito, que era negro o zambo o tal vez mestizo, y vivió en el corazón de un pueblo llamado Barbacoas, que antes se llamó Santa María del Puerto de las Barbacoas cuando lo fundó un español hace más de cuatrocientos años a orillas del traicionero río Telembí, y que fue de todos aquellos pueblos del Pacífico, durante muchos años, el más resplandeciente, pues tanto oro había entre sus tierras y sus aguas que en las bocas de los peces que nadaban por sus ríos encontraban granos de oro los afortunados pescadores, y en las huellas que en sus selvas dejaban los jaguares quedaban rastros de oro que descubrían los cazadores, y había oro también bajo las plantas y las piedras, y en la lluvia que caía y en el viento que soplaba, e incluso se decía que bajo un frondoso árbol de flores amarrillas, un árbol formidable al que llamaban «pacoa», brotaba y brotaba el oro, y se decía que los mineros antiguos, que todo lo sabían, ahí donde cavaban, con sus palas y almocafres, que son como cucharas a una pica fusionadas, ahí donde cavaban sacaban cualquier cantidad de oro, es por esto que se entiende que los primeros cronistas, recién arribados del reino español, que escribían páginas y páginas, en endecasílabos rimados, hablaran con sumo respeto de la orfebrería del Pacífico, decían que era la más exquisita de todas las que había, y se sorprendían con las filigranas y alhajas y zarcillos y collares de canutillos finos y deslumbrantes ajuares con que iban embambadas las mujeres telembíes, y fue por todo ese oro que años adelante, en el siglo XVIII, vivieron aquellas tierras su momento de esplendor, Barbacoas se convirtió en una ciudad muy florida, pues los poderosos que allí moraban tanto se habían enriquecido gracias al sudor de los esclavos negros que de sol a sol trabajaban en las minas, que en sus casas era común encontrar muebles de bronce dorados y tapices de cachemira y porcelanas de Sèvres y esterillas del Japón, y contaban aquellas casonas con dos escaleras, una para los amos y otra para los esclavos, y se dice que era como un Potosí, pero fuera de Potosí, y aunque ya hoy de eso muy poco queda, fue en esas tierras también que vivió don Benito, que de apellido era Cortés, pero a quien la gente llamaba con el nombre de Benito Pierna, y nadie sabe bien por qué, o todos saben por qué, pero el porqué difiere según el que hable, hay quienes afirman que se debía a que era renco de una pierna, pero otros sostienen que en sus piernas ningún defecto tenía, e insinúan que la razón de semejante sobrenombre se debía, en realidad, a esa otra pierna, que entre las dos a los hombres les cuelga, y que estaba don Benito de aquella bien dotado, bien cargado, y que por eso respondía cuando Pierna lo llamaban, pues nada en ese nombre le agradaba, «las dos para caminar y la de la mitad para tu mamá», pero no todo hay que creerlo, ya se sabe de sobra que la gente mucho habla, y dice, por ejemplo, que el oro solo se le aparece a quien tiene el corazón limpio, y que así como el oro da, el oro también quita, y dicen otras cosas aún más extravagantes, como que ni a mujer menstruante, ni a aquella que horas antes practicó el coito, se les manifiesta el oro, aunque esto muchos tampoco creen, en lo que sí coinciden todos es que el oro es vivo, es misterioso y es esquivo, y también coinciden en que de ese oro don Benito tenía mucho, pues le había caído en suerte que las tierras que adquirió, por un monto más que exiguo, estuvieran por completo colmadas de topes de aquel metal, del metal que siempre brilla y recién salido de la tierra es de un amarillo intenso, y no requiere, como los otros metales, ni ser brillado ni ser purificado, y fue por tan buena suerte, la de tener su tierra sobre una mina de oro, que don Benito se convirtió en gran señor de la región, en respetado magnate, y así amasó tal fortuna que cuentan que guardaba su oro en cuanto lugar pensaba, en potes de mermelada, y en botellas de vino forradas con damajuanas, y debajo de la cama, y en el fondo del armario, pero la mayor parte de su oro, y lo hacía para despistar, lo guardaba envuelto entre hojas de unas plantas muy grandes, de más de cien centímetros, que antes se usaban para guardar la sal, que también era valiosa, aunque no tanto como el oro, y cuentan que don Benito ya no sabía qué más hacer con todo el que tenía, hasta que llegó un buen día en que brilló su inteligencia con idea muy inusual, idea en verdad insólita, incluso para una tierra como la de Barbacoas, que alguna vez nombraron la «Perla del Telembí», y en donde se han visto, a lo largo de los tiempos, las más variadas rarezas, como aquella de un marqués llamado de Miraflores, que ofrecía suntuosos banquetes servidos en vajillas de oro coruscante, y atendidos por esclavas semidesnudas, que lucían corpiños tejidos con la filigrana más fina, o aquella otra del robo de la Virgen de Atocha, que ejercía de patrona de toda la región, y a la que los barbacoanos, del primero hasta el último, en algún momento de sus vidas, le donaban alguna alhaja para que les cumpliera un milagrito, mas ninguna extravagancia iguala en grado a la de don Benito, quien ese día de iluminación empezó una extraña costumbre que durante años repitió, y era que se levantaba, bien temprano en la mañana, y le ordenaba a su criado, el más fiel de todos los que en su casa había, que la comida preparara, y corría el criado fiel para a don Benito no disgustar, y en su plato le servía un queso y una bala, que aunque violento nombre tiene, no es sino plátano maduro y machacado, y de bebida tomaba invariablemente un café, que muy negro le gustaba, para la buena digestión, y abría el señor sus frascos de mermelada, y de ellos polvo de oro sacaba, el mismo del cual decían los indígenas que era el sudor del sol, y entonces tomaba el polvo, que no solo guardaba cual si fuera mermelada, sino que asimismo lo comía, y le rociaba a su porción de bala un poco de polvo encima, y así se la engullía, con un soberbio placer, y después de unos minutos, el estómago lo apuraba, que el café y la bala, y el queso y el oro, alquimia intestinal causaban, y no había ya más tiempo que perder, por lo que debía este aurívoro interrumpir la labor que lo ocupaba, y dirigirse directamente a su baño, en donde se sentaba en un excusado, fabricado con madera muy fina, madera de guayacán, y cagaba don Benito a través de un hueco al fondo del excusado, y todo caía pabajo, y caía varios metros, pues su casa era grande, grandísima, de más de cuatro claros de un lado para el otro, y flotaba como en el aire, sobre unos palafitos, y su mierda caía, y en el pueblo era noticia, pues llegaban las mujeres que traían sus bateas, y apuradas las llenaban con la mierda del magnate, y batían y batían y batían otra vez, y de entre la mierda hallaban el oro que no se oxida siquiera entre la mierda del más rico, y es por ello que no sorprende que el pueblo no se contentara, y empezaran a llegar grupos grandes de gentes ávidas, que con sus almocafres raspaban la tierra húmeda, ahí cerca de la base de donde nacían los palafitos, y raspaban con vigor en busca de más oro, hasta que don Benito los mandó a expulsar pues si no la casa le iban a tumbar, y es por tal razón que algunos no lo querían, decían que era egoísta, arrogante y altanero, pero otros muchos en cambio lo querían como a nadie, decían que aunque rico como el más sencillo vestía, y también, no se puede negar,  porque en medio de la parranda derrochaba y a todos complacía repartiéndoles billetes y comprándoles licores, y era por eso que cada vez que a Barbacoas volvía, tras muchos de sus viajes por toda la región, viajes ineludibles para hacer rendir sus negocios, a don Benito lo recibiera el pueblo con güisqui y con orquesta, y con toda la fiesta, y hay quienes aseguran que tal era su fortuna que cuando ganas le entraban de defecar, y se encontraba fuera de casa, paseando por Barbacoas, tenía que recurrir a algún inodoro público, y que ahí se limpiaba el culo con el papel de sus billetes, y que la gente que lo seguía, que pocos nunca eran, pues los ricos una corte siempre llevan detrás, iba a recuperar los billetes, y a limpiarlos para gastarlos, pero aunque estos sucesos algunos tienen por leyenda, lo que sí parece cierto, más allá de toda duda, es que, de tanto comerlo, el oro se le subió a la cabeza, y empezó a decir don Benito, sin asomo de bochorno, que quería comprarle a Dios un pedacito de cielo, y que lo iba a acomodar para poner allá a su mujer, para que nadie se la viera y nadie se la tocara, y por tener ideas como esta, de comprarle al mismísimo Dios, al inventor de todos los cielos, al padre de todos los seres, una casa en el aire tan solo para su mujer, es que dice más de uno que don Benito fue castigado, y que su riqueza se esfumó así como había llegado, sucedió un nefasto día en que al pueblo arribaron unos mercaderes de tierras muy lejanas, y a la casa de don Benito fueron directo a tocar, y cuentan que al criado le preguntaron dónde guardaba el oro su patrón, y a cambio de la información una parte del botín le ofrecieron, y el criado, que era el más fiel, pronto dejó de ser fiel, pues el oro a todos corrompe, a todos encandila y hace alucinar, y les reveló a los comerciantes el astuto escondite, que eran las hojas grandes de más de cien centímetros, y en un santiamén cambiaron el oro que había dentro por muchas libras de sal, y partieron de la casa y del pueblo y de la región, y cuando a la mañana siguiente fue don Benito a desayunar, se encontró con el engaño, y entonces gritó y gritó para llamar a su criado, pero este ya lejos andaba con el oro prometido, y cuentan que fue tal la tristeza de don Benito, que además de pobre resultó muy enfermo, le brotaron ampollas por todo el cuerpo, y terminó vagabundeando de aquí para allá, como el mendigo más pobre, y dicen que cuando murió, aquellos que lo querían y que antes le echaban vivas, que ahora se contaban con los dedos de las manos, colecta tuvieron que hacer para pagarle su entierro, y dicen los que más saben, que son siempre los más ancianos, que cuando alguien bota palabras, como las botó don Benito, y desafía al gran creador, entonces muere maldito, pues Dios no perdona ni al soberbio ni al altivo, y es así que se cuenta la historia de don Benito Cortés, que quizás no quiso sino librarse de las energías dañinas, pues dicen las malas lenguas que el oro es gran protección, que limpia de todo lo pérfido, de todo lo que es del diablo, y quizás sea por eso mismo que no se oxida jamás, y que don Benito lo comía como dorada mermelada, o quizás no fuera sino otro más de los delirios de grandeza, de aquellos que tanto tienen los hombres de cualquier época, que llevó a este singular magnate a querer asemejarse a un cacique de los de antes, como aquellos que se cubrían el cuerpo todo de oro, para apropiarse de las fuerzas del astro que nos da vida, y en verdad que la Historia es juguetona y burlona, y que une el pasado al presente y el presente al futuro, de formas que no anticipa ni el más circunspecto, y es así que el final de este ilustre barbacoano en algo recuerda al de Pedro de Valdivia, primer capitán general del largo Reino de Chile, a quien los bravos mapuches le curaron la sed de oro, de la que sufrían todos los españoles, trayéndole una olla ardiente y diciéndole en el acto, pues tan amigo eres del oro, hártate ahora de él, para que lo tengas bien guardado, abre la boca y bebe de este que viene fundido, y como los mapuches hicieron lo que dijeron, hasta ahí llegó de Valdivia, que murió bebiendo oro bien fundido y bien caliente, que no es una mala muerte, si a mí me lo preguntan, que morir bebiendo oro es como morir bebiendo el sol, aunque quizás todo esto no sea sino una gran enseñanza, y la verdad sea la más sencilla en que se pueda pensar, aquella según la cual el oro no debe ser fuente de riquezas ni origen de ambiciones, pues hay cosas en el mundo que jamás deben ser tocadas por el hambre de la codicia.

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