En abril de este año, poco después de llegar de Río de Janeiro, soñé que estaba nuevamente en las favelas. El sueño mezclaba los barrios que habíamos recorrido, durante dos semanas, siete periodistas de Medellín guiados por cinco colegas cariocas, todos jóvenes reporteros del medio alternativo Voz das Comunidades, y revelaba también los miedos y las escenas que habían pasado por mi cabeza desde la primera caminata por el Complejo del Alemán: los fusiles que vimos dormidos por decenas estallaban en un tiroteo incesante; las granadas explotaban en las canchas llenas de niños descalzos y las barricadas en llamas impedían nuestro descenso loma abajo: habíamos sido testigos de un territorio preparado para la guerra y mi subconsciente nos ubicó entre el fuego cruzado de policías y bandidos.
Sin embargo, ni en mis peores pesadillas habría podido imaginar las fotografías que publicaron Voz das Comunidades y otros de medios de comunicación el pasado 29 de octubre, durante la segunda jornada de la Operación Contención, la incursión de la policía militar en los Complejos de la Penha y el Alemán que dejó un saldo de más de 120 muertos y se convirtió en la mayor matanza jamás ocurrida en la Cidade Maravilhosa. En las imágenes, los cuerpos aparecen apilados en la plaza San Lucas de la favela de la Penha. Algunos están cubiertos con sábanas y cobijas de distintos colores; otros están en ropa interior, sin nada más que los cubra, a la espera de ser reconocidos por los hombres y mujeres que los rodean en medio del estupor y el llanto. Sin duda, quienes vimos los registros de esa escena no podremos olvidarla, así como en Medellín seguimos evocando la Operación Orión con la fotografía a blanco y negro de un paramilitar encapuchado dando órdenes a los soldados del ejército en las laderas de la Comuna 13.
De muchas maneras, Río de Janeiro y Medellín son algo así como ciudades espejo: separadas por casi ocho mil kilómetros, se miran la una a la otra en las arquitecturas imposibles de sus barrios laberínticos, en la ferocidad de los bandidos que reinan en el bajo mundo y en el ondulante exotismo de sus paisajes y sus cuerpos, una combinación que atrae cada año a millones de turistas. Pero mientras Medellín parece haber superado las cifras de homicidios que la llevaron a ser la ciudad más peligrosa del mundo —y digo parece, porque hay problemas que persisten y que se han vuelto paisaje, al igual que los fusiles en las favelas—, Río sigue estancada en una espiral de violencia y exclusión que tiene atrapados en el centro a más de un millón y medio de cariocas favelados.
Hubo una vez una fórmula mágica
En 2007, Sérgio Cabral, recién elegido gobernador del estado de Río de Janeiro, visitó Bogotá y Medellín con el ánimo de copiar las estrategias que habían logrado reducir drásticamente la criminalidad en las dos ciudades más habitadas de Colombia. En la capital antioqueña, el político tomó nota de las operaciones Orión y Mariscal, dos incursiones militares en la Comuna 13 que buscaban acabar con las milicias urbanas de la guerrilla y dejaron más de 80 muertos y casi un centenar de desaparecidos en el año 2002, así como de los proyectos de infraestructura y urbanismo social que empezaban a cambiar la cara de las comunas: el Metrocable de Santo Domingo y los parques biblioteca.
Cabral creyó haber encontrado la fórmula mágica para acorralar a los bandidos y llevar, por fin, algo de paz a las favelas. Tan pronto como volvió a Río, creó las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) y puso en marcha el proyecto del Teleférico do Alemão, una obra que pretendía mover a 130.000 pasajeros diarios y que tendría un costo de 279 millones de dólares.
La primera UPP se estrenó en lo alto del morro de Botafogo en diciembre de 2008, con 123 policías. Desde entonces, fueron apareciendo otros edificios, con su respectivo personal armado, que se distribuyeron en los distintos barrios de la ciudad: para 2014, había 38 UPP con alrededor de 9.500 policías que cobijaban tan solo el 7% del territorio de las favelas, pero ya la estrategia empezaba a demostrar su ineficacia, los enfrentamientos entre bandidos y uniformados dejaban cada vez más víctimas, las UPP no lograban conquistar la confianza de los pobladores y el fin de la doble gobernación de Cabral terminó por firmar su sentencia de muerte.
Con el teleférico del Complejo del Alemán pasó algo similar. En 2010, el Metro de Medellín firmó un contrato con la Secretaría de Obras Públicas de Río de Janeiro por 534 mil dólares. Una comisión de seis consultores paisas viajaría a Brasil durante seis meses para brindar asesoría comercial al nuevo sistema de transporte y ayudar a construir los manuales de mantenimiento. El cable de seis estaciones entró en operación el 7 de julio de 2011, y durante cinco años transportó alrededor de 10.000 pasajeros diarios —menos de una décima parte de los esperados—, hasta que, en 2016, un cambio en el consorcio que lo operaba y un par de fallas técnicas en dos de las líneas obligó a anunciar un cierre temporal que ya va para nueve años.
En nuestros recorridos por el Complejo del Alemán nos encontramos con las ruinas de los proyectos que prometían cambiar para siempre la vida en las favelas: algunas UPP todavía funcionan, aunque casi de manera simbólica —son trinchera de unos cuantos policías que pasan sus días acorralados entre los fusiles de los bandidos—, y las estaciones del teleférico están abandonadas a su suerte, colonizadas por la maleza, que no perdona, y los grafitis que anuncian el control territorial del Comando Vermelho (CV), una organización criminal tan poderosa como el Clan del Golfo en Colombia.
En total, el Complejo del Alemán agrupa quince barrios y más de 50.000 habitantes que solo tienen dos alternativas de movilidad: a pie o en mototaxi. En los límites de la favela, los bandidos instalaron barricadas para impedir el ingreso de la policía y de sus tanquetas. Las hay de dos tipos: vigas de metal que emergen del pavimento, impidiendo la movilidad de cualquier vehículo de más de dos ruedas, o portales que se abren y se cierran como una bisagra, coronados por llantas a las que les prenden fuego cuando hay operativos. Es por esto que a muchas zonas del Complejo del Alemán no pueden entrar buses, ambulancias o camiones recolectores, y es por esto también que las basuras se acumulan en cualquier esquina, formando montañas de desechos, hasta que alguien decide que es hora de quemarla.
En las favelas de Río, el Estado es un fantasma que solo aparece en las noches, armado hasta los dientes y custodiado por un helicóptero —el mosquito fofoquero, o sea, el mosquito chismoso— que transmite los operativos mientras el resto de la ciudad aplaude: el gobernador Claudio Castro alcanzó su pico de popularidad después de los operativos del 28 y 29 de octubre, según una encuesta de Datafolha publicada el 1 de noviembre.
Pero, ¿sirven de algo estas intervenciones? ¿Qué efecto tienen los operativos, además de sumar cifras de muertos al conflicto?
Los números son dolorosos y difíciles de decir. De acuerdo con las cifras recogidas por el Instituto Fogo Cruzado, entre enero y septiembre de 2025 fueron registrados 1.863 tiroteos en el área metropolitana de Río de Janeiro. De ese total, 742 ocurrieron en acciones u operativos de la policía: un aumento del 5% respecto al mismo período del año anterior, que dejó un saldo de 9% más muertes que en 2024.
Para Carolina Christoph Grillo, profesora de la Universidad Federal Fluminense de Brasil y coordinadora del Grupo de Estudios de Nuevas Ilegalidades, «el uso excesivo de la fuerza letal por parte de la policía, supuestamente para controlar el mercado minorista de drogas ilícitas, ha agravado el conflicto armado en Río de Janeiro. También ha provocado la criminalización y la segregación de zonas residenciales de bajos ingresos, habitadas mayoritariamente por personas negras y migrantes del noreste de Brasil».
Tampoco se ha demostrado que las redadas más frecuentes reduzcan los homicidios o los delitos contra la propiedad, sino al contrario: entre más operativos hace la policía, mayores son las tasas de homicidio.
«A pesar de estos resultados negativos, las redadas policiales siguen siendo la principal estrategia del gobierno estatal para el control del delito en las favelas. Las tasas elevadas de letalidad policial y encarcelamiento que las acompañan han provocado que se perciban como un medio de control social, o lo que algunos denominan limpieza social», afirma la investigadora.
La verdadera estrategia de Medellín
Probablemente, el mayor error de Cabral fue creer que las fórmulas mágicas existen y que Medellín tenía el as bajo la manga. La realidad es que la pacificación de las comunas no es un milagro, ni tampoco está completa, ni mucho menos puede atribuirse únicamente a las intervenciones armadas y urbanísticas de principios de los dos mil.
Para Jorge Pérez Jaramillo, arquitecto, profesor y autor del libro Medellín, urbanismo y sociedad, la transformación de la capital antioqueña es un proceso de varias décadas que empezó en los noventa y que está estrechamente ligado a la democratización de la sociedad y a la descentralización administrativa.
Medellín tocó fondo en 1991. Con una tasa de homicidios de 381 por cada 100.000 habitantes, era la ciudad más violenta del mundo y nadie quería ni visitarla ni invertir en ella. «La sociedad de Medellín, en medio del desespero de la crisis, comprendió que solo mediante convergencia, democracia, participación amplia y valoración de todos los sectores de la sociedad, era posible encontrar un camino. Antes que la acción física sobre la ciudad, antes que la acción de políticas de seguridad tipo milicia, ejército, etcétera, lo que hubo fue un gran proceso de diálogo social con participación de todos los actores», explica Pérez.
Así, la impresionante reducción en las tasas de homicidio es en realidad el resultado de varias estrategias y programas sociales que empezaron mucho antes que Orión y los Metrocables: la Consejería Presidencial para Medellín, los Fondos de Alternativas de Futuro, Arriba mi Barrio, el fortalecimiento de la educación y atención en salud en los barrios periféricos, la expansión de las redes de agua potable y energía, el Plan Estratégico para Medellín e, incluso, la Cultura Metro.
«Todos esos fueron procesos de base que sirvieron para que la ciudad, gradualmente, durante los años noventa, construyera acuerdos, políticas y caminos que derivaron, eso sí, en una comprensión de que había que ser una ciudad mucho más habitable, mucho más accesible, mucho más cercana a las comunidades», concluye el urbanista. Después fue que vino el urbanismo social y las grandes obras de infraestructura, como las escaleras eléctricas de la Comuna 13, que hoy por hoy se han convertido, en contra de todos los pronósticos, en el destino turístico más visitado de Colombia.
Un problema de origen
A finales del siglo XIX, un numeroso grupo de soldados cariocas fue enviado a luchar una guerra ajena en las colinas de Canudos, al interior del estado de Bahía, donde crecía un árbol espinoso sin mayor gracia que la flor blanca que lo adornaba en los meses de enero y febrero: la flor de favela. Los soldados marcharon sin resistencia con la promesa de que, al volver, el estado les regalaría casas dignas a cada uno de ellos y a sus familias.
Los soldados ganaron la guerra y regresaron triunfantes a la Bahía de Guanabara. Esperanzados en los ofrecimientos del gobierno, se ubicaron en construcciones provisionales en el Morro de Providencia, que entonces estaba a las afueras y hoy queda en el centro de la ciudad: la colina de piedra se parecía mucho a esa en la que habían luchado en Canudos: la montaña coronada por la flor blanca de las favelas. Las casas prometidas por el gobierno nunca llegaron, como sí llegaron por cientos más hombres y mujeres negras, y más y más inmigrantes nordestinos, buscando cualquier pedazo de morro para levantar un techo que los resguardara de la lluvia: así creció el Morro de Providencia, la primera favela de Río de Janeiro, y así mismo crecieron los otros barrios marginales y desordenados en los que hoy viven un millón y medio de personas.
Las favelas nacieron de la traición del estado y por eso es imposible hablar de ellas sin enunciar la historia de segregación racial que las atraviesa.
En nuestros días en Río pudimos conversar con muchos hombres y mujeres que lideran centros culturales y comunitarios en las favelas, desde colectivos que prestan servicios de acogida para mujeres víctimas de violencia de género, como la casa de Mulheres em Ação no Alemão, hasta espacios donde enseñan ballet, danzas africanas y pintura a niños y niñas, como la escuela Na Ponta dos Pés, que dirige la bailarina Tuany Nascimento en el Morro de Dios. En todas las organizaciones encontramos un común denominador: ninguna recibe dinero o apoyo del estado, todas funcionan gracias a la autogestión de sus líderes y a las donaciones de particulares y empresas, y en todas impera un aire de desconfianza hacia cualquier iniciativa gubernamental: las favelas se cansaron de escuchar promesas vacías.
«No creo que la brutalidad policial por sí sola resuelva el problema de la delincuencia. Ese no es el camino. Mientras no haya inversión en transformación social, en educación, en cultura, en oportunidades reales, nada cambiará. Ya lo hemos visto muchas veces», declaró René Silva, periodista y fundador de Voz das Comunidades, después de los operativos del 28 y 29 de octubre.
René continúa: «Yo me pregunto: ¿De qué sirve gastar billones en seguridad pública si en cada operativo lo que la gente ve es más muerte y menos esperanza? Las personas que mueren son sustituidas en pocas horas. Antes de que las entierren, ya hay otro joven listo para ocupar su lugar, porque no existe otro camino ofrecido para él. Yo sé que mucha gente tiene opiniones diferentes. Hay quienes ven necesarias las operaciones, quienes las ven como justicia. Más, sinceramente, es un ciclo que se repite hace décadas. La criminalidad no acaba —no va a acabar— mientras no exista un plan serio, de mediano y largo plazo, que mire a las próximas generaciones».
Medellín es un ejemplo a medias
En 2024, por primera vez, Medellín recibió más visitantes que Río de Janeiro. Mientras los cariocas le dieron la bienvenida a 1.5 millones de turistas, Medellín vio desfilar a 1.8 millones por las calles de Provenza y por los callejones de las comunas: una hazaña impensable hace algunos años para una ciudad sin mar, sin samba y sin carnavales.
Sin embargo, el «milagro Medellín», ese «fénix» renacido de sus propias cenizas, es un relato a medias: si bien las tasas de homicidios cayeron a unos mínimos que no se veían desde 1969 —en 2024, 11.7 personas fueron asesinadas por cada 100.000 habitantes—, la ciudad sigue siendo el escenario de bandas criminales que han aprendido a delinquir sin llamar la atención y han extendido sus tentáculos a otros delitos que, más allá del narcotráfico, les permiten el silencio de la ciudadanía y el control territorial.
Según un estudio de Innovations for Poverty Action y la Universidad Eafit, publicado en 2024, en Medellín existen entre 350 y 400 combos, la mayoría de los cuales están subordinados a una de las entre 15 y 20 bandas criminales que operan en la ciudad.
«Ambos tipos de grupos tienen estructuras organizacionales definidas y estables, en las cuales existen múltiples cargos que tienen asignadas tareas específicas y diferenciadas. En algunos casos, los ingresos de los integrantes de los combos se ubican por encima de los ingresos promedio del 10% de la población que más ingresos genera en Medellín y su área metropolitana», señala el estudio.
Los combos de Medellín viven de dos negocios que no son un secreto para nadie, aunque poco se denuncien: el microtráfico y la extorsión. Además, dice el estudio, «entre las funcionalidades de toda la estructura se encuentran la regulación del crimen en general (desde el hurto hasta el homicidio) y la regulación del uso de la violencia entre los diferentes grupos que la componen».
En muchos barrios de Medellín, los «muchachos» son los que resuelven los problemas de convivencia y cobran las «cuotas de seguridad», es decir, las vacunas, que la gente paga sin chistar por miedo a represalias, por costumbre o porque consideran legítimo el para-estado que los gobierna.
Veintitrés años después de la Operación Orión, las callejuelas que en 2002 fueron tomadas por 1.500 soldados para expulsar, en connivencia con grupos paramilitares, a las milicias urbanas de las Farc y el Eln, hoy reciben alrededor de 90.000 turistas a la semana. Los extranjeros se toman fotos en las escaleras de colores, comen paleta de mango biche, compran souvenirs de Pablo Escobar y escuchan los discursos de resiliencia de los 300 guías locales que suelen esperar la llegada de los viajeros en la esquina de la carrera 109, en la entrada del barrio. Según informó El Colombiano en un reportaje de mayo de 2023, cada uno de estos guías debe pagar dos millones de pesos a la banda que domina el sector para subir con los turistas sin ser molestados, más una cuota de mantenimiento de la «membresía» de 30 mil pesos semanales —que a estas alturas, ya debe haber subido por cuenta de la inflación—.
«Medellín debe registrar con felicidad que las tasas de violencia y homicidio disminuyeron sustancialmente y pasamos de ser una ciudad caracterizada por la violencia, a una ciudad en la cual se puede vivir relativamente en buenas condiciones. Pero no podemos ocultar que lejos estamos de que el narcotráfico y el crimen hayan desaparecido, solo que ha mutado en nuevas realidades y hoy somos una centralidad geoestratégica del crimen organizado», concluye el profesor Pérez.
Por eso, si Río va a tomar nota del «milagro Medellín», debe mirar el panorama completo, con todo lo que aún nos avergüenza: lejos estamos de que solo nos falte el mar para ser una ciudad modelo.
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