ETAPA 3 | Televisión

Talkin’ ’Bout Ma Ma Ma Ma Fuckin’ Stone Generation

15 de noviembre de 2025 - 12:55 am
Esto no es una pipa, 2014, del Colectivo Paramédicos,
Esto no es una pipa, 2014, del Colectivo Paramédicos, Esto no es una pipa, 2014, del Colectivo Paramédicos, es una serie de seis piezas únicas fabricadas con materiales reciclados y componentes eléctricos. Cada una funciona como dispositivo extractor de thc para consumo medicinal. La puesta en escena propone al espectador una experiencia parecida a la del consumidor en una tienda de tecnología, y cuestiona a la sociedad contemporánea y su percepción estigmatizada del consumo de cannabis. Cada vaporizador incluye un video tutorial que describe su modo de empleo.

Talkin’ ’Bout Ma Ma Ma Ma Fuckin’ Stone Generation

15 de noviembre de 2025

La culpa fue del Bee Gee.

Pa empezar, nos hizo salir tarde. Y de ahí pa’l real todo fue cuesta culera.

Me había prometido a mí mismo, y era un compromiso inamovible, que jamás volvería a viajar con el Verija y la Tóxica. Pero entonces la Licenciada me regaló boletos viaipí para Tool y mi realidad se escaldó como una herida a la que accidentalmente le salpica un chorro de limón.

Mi expectativa era igual a cero. Sin embargo, pasaron algunas cosas dignas de figurar en una novela de Anton Newcombe si Anton hubiera sido novelista. Mientras redacto esto retruena el poderoso aire acondicionado de mi habitación en el hotel Ancira, nada que ver con el cuchitril en el que naufragué anoche después del concierto.

Contaba: partimos con media hora de retraso. De no ser por eso no habríamos chocado y no hubiera pasado nada de lo que sucedió a continuación.

Pero antes, llamada telefónica. La señora Tóxica: yo conozco un Airbnb bien chinguetas y sopota máuser. Y eso fue como dos meses atrás, pero como es un frito y su caída del cabello lo tiene ocupado ciento cincuenta por ciento del tiempo, el puñetas no hizo la reservación.

Corte A: un día antes del cóncer, el Bee Gee separó una habitación en un hotel a pocos metros del estadio de los Sultanes. Pero, oh infatuo Dios, lo hizo para una fecha equivocada. Y cuando llamó para corregir el error, lo batearon y nos quedamos sin covacha dónde depositar el esqueleto. Pero la responsabilidad no fue solo de la Tóxica y del Bee Gee, fue también de Shakira. Que esa misma noche daba concierto y tenía a la ciudad colapsada.

Pero no era lo único contra lo que Tool debía competir. Había otro toquín: Keane (introduzca aquí emoji de vómito). Güey, si volviera a nacer, pediría vivir exactamente lo mismo, le estaba diciendo al Verija cuando trakas, un chingado tráiler nos la arrimó de más y sentí cómo el caucho de la carrocería se estremecía contra la defensa de hierro. Eh buey, calmao, le dije, ¿ni un besito primero? y entonces mi mente viajó de regreso más de tres horas hasta que salimos de Towers y le dije a la Tóxica que le diera el volante al Bee Gee.

No me hizo caso. El Imbecille. Si te encuentras inmerso en un enloquecido viaje en el que las sustancias tomarán el control de la realidad, el Bee Gee es el conductor perfecto. Puede manejar a doscientos kilómetros por hora y jamás ha chocado. Contar con un amigo que puede desempeñarse como piloto de carreras es una bendición que no debes desaprovechar. Pero en ocasiones como la que nos atañe, la realidad te tiene reservada toda la mala leche de la historia. No importa qué tan preparado estés.

Llegamos a Monterrey a la hora de la comida. Nuestro propósito: una inyección de ácido úrico en el Rey del Cabrito antes de meternos un ácido. El tráfico ya arreciaba. Pero todavía no lo relacionábamos con Shakira. Entonces, al querer incorporarnos a Morones Prieto, sentimos la caricia del tráiler en la polvera trasera izquierda. Y como si el diablo confabulara contra nosotros, a cinco metros había apostada una motocicleta de tránsito que vio el golpe y nos obligó a orillarnos unos metros más adelante.

No existe nada peor que sufrir un accidente de tráfico en una ciudad ajena. Pero si algo es todavía más inconveniente es hacerlo el día en que tienes entradas para un concierto. A los cinco minutos llegó una patrulla de vialidad. La oficial al instante se quedó prendada de la Tóxica. Se ofreció a convencer al chofer del tráiler a que se echara la culpa, a cambio, se sobreentendía, de tener una cita romántica. Pero en cuanto llegaron los agentes de las aseguradoras la trama dio un giro radical. Los peritos determinaron que la culpa había sido de nosotros. Una parte del Jetta había quedado como acordeón y el tráiler no había recibido rasguño alguno.

Después de tres horas, por fin pudimos marcharnos. El daño más grave, además del sufrido por el coche, fue que a la Tóxica le retiraron la licencia y le impusieron una multa. Y encima el seguro no le cubriría la reparación del Jetta. Pero no todo era mala suerte. Al menos no se llevaron el vehículo al corralón, como se sugirió por un momento. Hubiera sido la muerte. Tener que renunciar a la aventura para ir a enfrentarnos a la burocracia que nos habría secuestrado el choche. La oficial ya ni siquiera le pidió su WhatsApp a la Tóxica.

Malhumorados y hambrientos, quizá por eso mismo no pudimos pensar bien nuestro siguiente paso, cambiamos el Rey del Cabrito por unos tacos en San Pedro. Como nadie había desayunado y nos sentíamos desahuciados por no tener nada en el estómago, pedimos una montaña de comida. Y no nos detuvimos hasta terminarla. El reloj avanzaba criminal y se tardaron mucho en traernos la cuenta. Salimos de la taquería y nos dirigimos a nuestro hotel, reservado por el Bee Gee de último momento. El trayecto de veinte minutos se convirtió en hora y media. El efecto Shakira ya había comenzado.

A unos metros de distancia lo divisamos. Bonitto Inn, refulgía un letrero en color verde fosfo. Entramos el Bee Gee y yo a la recepción y apenas percibí el olor le dije larguémonos de aquí, pero de inmediato. En esas, una persona entró a preguntar por una habitación. Resulta que no había. Todo el noreste del país había agotado la oferta hotelera. El Bee Gee entró a su aplicación de hoteles y lo único disponible era una suite de catorce mil pesos en un Fiesta Inn.

No nos quedó de otra que agarrar el cuartucho. Que en realidad se trataba de un contenedor. Todo el hotel había sido levantado de la nada, sus paredes eran de un caucho dos centímetros más grueso que la piel del Jetta. Y para acabarla de inmolar, el aire acondicionado no funcionaba. El baño era una especie de sanirent a la mitad de tamaño y disponíamos de dos camas para los cuatro. El termómetro marcaba treinta dos grados, que, con la humedad típica de la ciudad, hacían que aquello pareciera una mazmorra salida directamente de una novela rusa.

Ya nos quemábamos por escuchar música, así que dejamos nuestro equipaje y procedimos con nuestro ritual: meternos unos cuadros de LSD. Enseguida pedimos un Uber que nos llevara a la explanada del estadio Mobil. Ya no llegaríamos a ver a The Cult. Pero pese a los contratiempos, todavía alcanzaríamos íntegro el show de Tool.

Si relato lo anterior es solo por la manera en que nos pegó el LSD. Las drogas impactan en lo emocional. Y después de lo agotados que nos encontrábamos, la única manera de resarcirnos a nosotros mismos era con el mejor de los viajes. Pero no sabíamos si en realidad las cosas funcionarían. Varias desventajas. La primera, que con la cantidad de comida ingerida quizá el LSD no nos provocaría el efecto deseado. Me ha ocurrido otras veces. Todo psiconauta experimentado sabe que lo mejor es tener el estómago vacío para potencializar el viaje. Pero no puedes decirte norteño y no darte un atracón de comida en Monterrey, una de las capitales mundiales de los triglicéridos.

La segunda desventaja, y la más flagrante, era que los ácidos los había conseguido la Tóxica. En los últimos meses siempre nos había defraudado. El dealer se lo chamaquea y constantemente le manda drogas patito. En más de tres sesiones de escucha de música nos hemos quedado esperando horas a que el cuadro pegue y no ocurre nada. Mejor me quedo dormido del foquin aburrimiento. Cuando entramos al concierto estaba preparado para cagarme encima de sus drogas piratas, pero me sentí extraño.

Comencé a sentir una maldita distensión en el vientre que luego subió por mi esófago en forma de gastritis. La horrible sensación de tener los tacos atorados en el pecho no me abandonaría durante todo el concierto. Mientras esperaba la salida de Tool, me comenzó a chingar la vejiga. Así que fui al baño. Apenas entré le agradecí telepáticamente a la Licenciada que me hubiera regalado los tickets viaipí porque el WC parecía un palacio en comparación con el sanitario de mi pinchurriento hotel. Hasta un mozo te daba papel para que te secaras las manos.

Mis pasos eran un poco tambaleantes. El ácido hacía su entrada triunfal. Pero no sabría qué tan triunfal hasta más tarde. Ninguno de los cuatro quiso cerveza. Y eso sí era toda una novedad. No chelear en un concierto es imperdonable para nosotros. Pero más inexcusable era la indigestión catedralicia que nos maniataba. Para hacerme güey, me compré un agua mineral con Ocean Spray —yo tanto que me burlo de los abstemios en los conciertos— que me chiquitié todo el concierto y me procuró cierto alivio, pero no el suficiente para calmar totalmente el malestar.

Aprovecharé que el reflujo me estaba matando para contarles cómo conocí a mis acompañantes. Al Bee Gee en la prepa cuando tenía quince años. De hecho, su apodo completo es el Bebé Geriátrico, pero para economizar en términos de leguaje (y por la limitante de caracteres en este texto) lo contrajimos al Bee Gee. Es un espécimen norteño de uno ochenta de estatura con cuerpo de jugador de fútbol americano. Tiene cuarenta y siete años, los mismos que yo, y, a pesar de que hemos convivido y viajado mucho, jamás había tenido una experiencia lisérgica. Se resistía, pero cuando por fin se decidió, las drogas fakes de la Tóxica lo dejaron tirado. De ahí su apodo de Bebé Geriátrico, porque de los tres era el único que se había mantenido virgen de muchas sustancias. Y ya le faltaban treinta y seis meses para cumplir los cincuenta.

Al Verija y a la Tóxica los conocí al mismo tiempo. Un par de años después de conocer al Bee Gee. Ambos son del 76, dos años mayores que yo. Y desde siempre hemos confluido gracias a la música. Y por supuesto, a las sustancias. Ellos, más otros amigos amantes de los estados alterados de la mente, como Barry, la Wencesloca, el Negro o Lalo Dahmer, forman mi foquin generación drogadicta. Personas con los que en un momento de la existencia me he dedicado a explorar distintas sustancias en todo tipo de circunstancias. Y estarán de acuerdo en que uno de los lugares ideales para ello son los conciertos. Lo cual también fue determinante para el viaje de esa noche.

Con dos divorcios a cuestas, y con la disposición para enfrentarse a algo desconocido, el Bee Gee estaba dentro del saco. También lo estaba el Verija, con su divorcio a cuestas y dos hijos. La Tóxica carga con su respectivo divorcio y con un hijo. Y yo, con mi récord de un divorcio y una hija que acaba de cumplir la mayoría de edad. Ese viaje en coche, choque incluido, era todo un logro de nuestro espíritu. Porque a pesar de hacernos pasar por adultos responsables, no habíamos renunciado a la búsqueda a través de las sustancias. Además, quien conozca la música de Tool no podrá negar que el maridaje entre ese sonido y el LSD no lo consigue ningún sommelier con vino y carne roja.

Todos habíamos fracasado en el amor. Al Verija su mujer le pidió el divorcio porque montó una tienda de cómics y para ella ese no es un trabajo de verdad. Aunque de ahí saque para el chivo. La Tóxica se tuvo que divorciar porque un día despertó en su cama transformada en el Gregorio Samsa de los swingers. Y su esposa no estaba de acuerdo en incurrir en esas prácticas. El Bee Gee tronó dos veces porque es un workaholic. Y yo no estoy hecho para el matrimonio.

Pero sí para las sustancias.

Lo constaté en cuanto salió Tool al escenario. La estaba pasando fatal por culpa de las dos órdenes de papas bañadas en salsa hot wing que pedí en el restaurante. He estado bajo los efectos del LSD muchas veces en mi vida. Pero jamás lo había combinado con esa cantidad de comida. Debo reconocer que es de las experiencias más potentes que he sentido.

Bendito ácido, no fracasó, respondió como un caballo al que le ordenas brincar los obstáculos en una competencia de salto ecuestre. Con cada canción de Tool, con cada visual que escupían las pantallas nos reventaba más y más. Era la recompensa por soportar toda la mierda previa. Volteé a ver a la Tóxica y vi que disfrutaba con los ojos cerrados. Quizá imaginando una escena swinger. Delante de mí había una chava que no me dejaba concentrar en el espectáculo. Bailaba como si trajera más ácido que nosotros dentro pero solo estaba peda. Se agachaba hasta el piso y movía los brazos como si tuviera seis pares, como si fuera una diosa del hinduismo.

Pero quien de verdad comenzó a arruinarme el concierto fue un chaparrito que no paraba de hablar al lado de la bailarina exótica. Típico cabrón que no quiere estar ahí. Seguro sus amigos lo habían arrastrado a la fuerza y no dejaba a nadie disfrutar del concierto. Entonces el Verija, ya por completo en poder de la espiral del ácido, comenzó a gritar callen a ese pinche enano. Pero el tipo no guardaba silencio. Durante tres rolas, que como muchos fans de Tool sabrán, no son para nada breves, seguimos con esa dinámica. Hasta que agarré al Verija y lo arrastré varios metros a la derecha. Fue de la única forma que conseguí volver a concentrarme y apreciar todo el show hasta el final.

Cuando abandonamos la explanada, salimos con una sensación de triunfo que no consigues ni ganando el MasterChef. Lo que nadie intuía era que el viaje apenas comenzaba. Caminamos entre la masa de gente y fue el turno del Bee Gee de ponerse flamenco. Comenzó a lloriquear que quería tomar un Uber. Pero era imposible. Así que caminamos hacia el metro. Se fue quejando todo el trayecto porque creía que estábamos perdidos. Ignoraba que había que cruzar toda la ciudad universitaria. Cuando por fin divisamos a lo lejos la estación, se calmó y volvió a carcajearse con esa risa maníaca que produce el ácido.

Pero entonces, nadie lo dijo, la pesadilla comenzó otra vez a tomar forma en nuestras conciencias. Las penurias no habían terminado. Todavía nos tocaba enfrentarnos al horror de hotel que habíamos reservado. Lo que no impidió que ingresáramos al metro miándonos de la risa mientras todos los usuarios nos observaban como si estuviéramos idiotas. Quiso la Providencia hacernos un paro. El metro, no habíamos tenido tiempo de investigarlo, conectaba con la línea que conducía a nuestro destino.

Cuando bajamos de la estación ni siquiera tuvimos que sacar el GPS porque a unos metros estaba el infernal Bonitto Inn. Oh gracias, dioses del karma. Y justo en la puerta de salida había un minisúper. Y como la indigestión ya había remitido decidimos comprarnos unas cervezas. Seis para los cuatro. Nada más para enjuagarnos el paladar. Y vaya que nos refrescaron. Fue como un despertar. Y nos quedamos picados. Después de las chelas todos caímos en cuenta de que iba a ser imposible dormir en ese cuarto hasta la madre de ácido y sin aire acondicionado y en un espacio que se antojaba demasiado claustrofóbico. Recuerden que al LSD le gustan los espacios abiertos.

Verija y yo salimos por otras cervezas y el minisúper estaba cerrado. Todas las luces estaban encendidas, pero el dependiente se había quedado dormido. Tocamos lo más fuerte que pudimos para despertarlo. Fue inútil. Una persona que pasaba por ahí nos dijo que del otro lado había un Seven. Corrimos alegres hasta él. Entramos y agarramos chelas, pero al llegar a la caja eran las 11.01 de la noche. La venta había terminado un minuto antes. Me hinqué en señal de derrota. La señora que atendía se compadeció y me dijo que podía reimprimir el ticket de la última compra. Un mariachi a nuestro lado fungió de héroe. Se había surtido con dos latones de setecientos mililitros y un par de latas de quinientos. Volvimos al hotel y la birra no nos duró nada. Pero las cosas no podían quedarse así.

Cuando el viaje de ácido es lo suficiente potente, te dota de una energía única. No importaba que hubiéramos viajado tres horas en carretera sin desayunar y que estuviéramos encadenados en un accidente otras tres y que después nos tuviéramos que desplazar tres horas y media a vuelta de rueda: el cansancio no nos hacía mella, por culpa del ácido. La única manera de darle la espalda a nuestra situación era beber hasta que el efecto pasara.

El Verija y yo salimos a buscar cervezas clandestinas. Apenas avanzamos más allá del Seven vimos pasar patrulla tras patrulla. Las sirenas a todo volumen y las torretas encendidas. Pues dónde nos encontramos, me pregunté. Después de bajar las dos calles que nos indicó otro mariachi, que se hicieron siete, nos topamos con una tiendita de barrio: El Osito. Una montaña de cascajo como fachada. El rumbo no podía estar más chaka. El viejito que nos atendió nos informó que la sobrepoblación de policía se debía a que nos hallábamos en los rumbos de la penitenciaría. Así que toda la noche trasladaban reos. Por eso el escándalo.

Regresamos al hotel cargados con un doce de cerveza. El viejito solo nos hizo una advertencia. Si los detiene la policía no piten que las compraron aquí. Y si necesitan volver, con confianza, estoy abierto toda la madrugada. De pendejo vuelvo, le contesté. Creyendo que con esa cerveza era suficiente. Atravesamos todas las calles culeados de que nos detuviera la policía, pero la libramos. Fuimos recibidos como héroes por la Tóxica y el Bee Gee y nos instalamos en el estacionamiento
del hotel.

Los otros huéspedes eran transportistas. El parking estaba repleto de choferes que dormían a pierna suelta para, a la mañana, continuar su camino. Cada cierto tiempo un coche del año entraba para preguntar si había cuartos. Seguro también damnificados por el concierto de Shakira. Nadie en su sano juicio se metería con su familia en el Bonitto Inn. Estaban desesperados. No había alojamiento en la ciudad. Y con toda seguridad la suite de catorce mil pesos se habría ocupado hacía horas.

Después de terminar la cerveza regresamos a El Osito. Cargamos y la historia fue la misma. Nos la bebimos toda. Tardamos en decidirnos, pero al final el Verija y yo regresamos por chela una tercera vez. Las patrullas pasaban a nuestro lado. Parecíamos fantasmas. Ni siquiera nos pelaron. Saludamos al viejito con la familiaridad de un cliente de hace muchos años. Nos sentíamos blindados por el LSD.

Antes de salir a la avenida grande donde estaba el hotel, la vi por el rabillo del ojo. Una patrulla se aproximaba hacia nosotros por la derecha. El mundo se me vino encima. Si nunca había cruzado tal cantidad de tacos con ácido, menos lo había hecho con el bote. Ahí sí que creo que estaría potente la experiencia. Caer bajo los efectos del ajo a la cárcel no se me atojaba nada. Y menos en Monterrey. Despacio, sin dejar de caminar, deposité la bolsa con las chelas en una montaña de basura. Me vieron. Estoy seguro. Era imposible que no lo hicieran.

Las luces me bañaron y escuché la voz de un tira. Ey, párate ahí. Me volteé y por fortuna no me echaron las luces a la cara o me habría visto las pupilas dilatadas. Enormes, como de caricatura japonesa. Estaba paralizado. Lo único que alcancé a decir fue: a mí ni me gusta Tool. Qué, respondió el poli. Que yo ni quería venir al concierto. Cuál concierto, dijo medio exasperado. No te hagas güey, te vimos. Así que regrésate por tu basura. Y la próxima vez que te veamos tirándola, te vamos a meter a los separos, pinche cochino.

Recogí la bolsa con las cervezas dentro y el Verija y yo caminamos de regreso al hotel. Había sido el peor de los malviajes que me hubieran metido preso. Para bajarnos el susto nos bebimos las chelas mientras el Bee Gee y la Tóxica se cagaron de la risa. Cabrones, nunca quisieron ellos lanzarse para abastecernos.

A las seis de la mañana por fin me dormí. Después de mi último trago me eché sobre una de las camas y perdí el conocimiento.

A las nueve estos tres ya se habían despertado y me arrastraron hasta un bufé de desayunos en el que no pude comer nada. Ellos sí se atascaron. Y lo celebro. No existe mejor manera de acabar un viaje de psicotrópicos que con una buena comida. Pero mi estómago lo único que exigía era otra cerveza. Me tomé dos y luego fueron a llevarme al hotel Ancira. Uno de los más caros del centro de Monterrey. Cortesía de un festival de literatura que empezaba ese día y al que había sido invitado. Tras beberme otras tres chelas pedí room service. Un corte Angus gigante término medio. Mientras lo disfrutaba, el Bee Gee, ahora sí al volante, el Verija y la Tóxica viajaban de regreso a nuestra ciudad de origen sin haber dormido casi.

Y ahora estoy aquí, en la lujosa habitación, tecleando esta reflexión acerca de mi atascada generación. Los nacidos en los setenta. En cómo las drogas han moldeado nuestra manera de ser. Después de experimentar uno de los viajes de ácido más potentes de mi carrera. Y con la certeza de que ahora sí, venga a tocar la banda que sea, jamás vuelvo a viajar con el Verija y la Tóxica.

Claudia María Gómez, activista cannábica de sesenta y tres años, enciende un ciga-rrillo de marihuana dentro de un automóvil durante un viaje a Popayán, en el departamento del Cauca, el 9 de julio de 2023. Gómez estuvo encarcelada de 2017 a 2021 por vender brownies de marihuana con su hijo, Sebastián Ángel Gómez, en Cali. Ahora son activistas cannábicos que promueven el autocultivo y la concientización sobre el consumo. Foto de Jaír F. Coll.
Claudia María Gómez, activista cannábica de sesenta y tres años, enciende un cigarrillo de marihuana dentro de un automóvil durante un viaje a Popayán, en el departamento del Cauca, el 9 de julio de 2023. Gómez estuvo encarcelada de 2017 a 2021 por vender brownies de marihuana con su hijo, Sebastián Ángel Gómez, en Cali. Ahora son activistas cannábicos que promueven el autocultivo y la concientización sobre el consumo. Foto de Jaír F. Coll.

 

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