I
Tanto tiempo después, cuando los campesinos de Bajo Grande andaban errantes en tierras extrañas, se dieron cuenta de que sus riquezas no eran el oro, sino la tierra y la tranquilidad. Habían sido ricos en un paraíso abandonado y no lo supieron sino con el desplazamiento de finales del siglo XX, pero ya era tarde, porque casi ninguno de los más viejos logró regresar. La mayoría murió en el destierro sin poder hallar el arrume de monedas de oro que don Miguel Herrera lavó en la orilla de la laguna vieja para enterrar en algún lado. Hasta el cementerio desapareció y solo quedó un mazacote, especie de playón fértil, sin tumbas ni cruces, sin tiestos y sin oro.
Los más viejos recordaban la figura longeva de don Miguel echado al lado de la laguna de indios, lavando su riqueza antes de esconderla en algún lado, antes de que se convirtiera en parte de sus delirios; mucho antes de que llegara el tipo del carriel que compraba sus tierras como huevos, antes de los tiempos del hombre con la motosierra y de los grupos de desminado.
Las discusiones más fuertes de los compadres sucedieron en una noche de plenilunio en la que estaban reunidos mirando las estrellas. Hablaban de las largas jornadas en búsqueda de aquellos tesoros escondidos, escarbando la tierra en los largos veranos. Ya todo parecía saqueado, porque la actividad de los morrocoyeros y compradores de baratijas que llegaban al pueblo se volvió común. Aparecían como pestes. Eran salteadores de tumbas, guaqueros improvisados. Algunos llevaban cosas de plástico que cambiaban por bolsas vacías de café Almendra Tropical y que con el tiempo se llenaron de pulgas.
Estaban cansados de voltear los peladeros arcillosos con los picos y barretones y apenas encontraban baratijas, alicornios para collares de pobres, porque el oro no aparecía por ningún lado. Puro barro cocido y piedras de poco valor. Algunas caían del cielo en las tempestades, según la leyenda.
Fue Avelino Escobar quien, aburrido de la gaita y del decaimiento de su carpintería, se dedicó a probar suerte con el oro. El tabaco empezaba a marchitarse por la plaga del gusano cañero o por los bajos precios, por mucha lluvia o por mucho verano. Y como apenas había logrado criar con su cultivo callos en las manos y cansancio en el cuerpo, expuso que había indios ricos e indios pobres, como su paisano José Ángel Díaz, con quien llevaba una feroz competencia en el arte de la ebanistería. «Si el muerto era rico —dijo mirando al cielo—, lo enterraban con toda su riqueza, incluso con los animales y alimentos. Y si era pobre, como el vecino, nada le echaban», terminó y escupió sobre la tierra apesadumbrada.
Y los indios de por allí eran igual que el compadre Cabungo: pobres, sin ningún maíz que asar, sin nada que llevarse. Cabungo era el apodo que Avelino le había puesto a Díaz por su contextura lánguida y desteñida.
Más demoró Avelino en lanzar la temible comparación que su vecino en enterarse, lo que estuvo a punto de provocar la tercera guerra mundial. Discutían por la pobreza.
Todos tenían la esperanza de hallar el arrume de monedas de oro que don Miguel Herrera, fundador del pueblo y peleador en la Guerra de los Mil Días, debió enterrar en algún lado; pero esos viejos eran tan maliciosos que tenían pacto con demonios del más allá y rezaban los tesoros para que los entierros caminaran como una luz suspendida dos cuartas sobre la superficie de la tierra, e iban a través de los ensilles y colinas, de modo que no los pudieran localizar sino con secretos muy delicados. Había que romper la tierra en el lugar preciso y a la hora exacta en que el entierro iba a pasar por equis parte. Y eso solo lo sabían los sabios de la tribu. Era cosa de brujos.
Al principio, cuando llovía y las aguas arrastraban la lava de los quemados, cuando calentaba el sol, sobre la arena iban quedando las piezas sin valor. Aparecían especialmente piedras pulidas en forma de hachas y de morteros para las actividades de caza y de cocina, pero pocas veces oro o tumbaga (una mezcla de cobre con oro de poco valor). El tesoro soñado jamás apareció.
Se hallaban ollas y vasijas arruinadas por el paso demoledor del tiempo, por los aguaceros torrenciales de octubre, tocados por una palanca al arrancar una mata de yuca y huesos humanos en su mínima expresión, ya casi en tierra fértil. Mazacotes del pasado, puro abono orgánico. Hollejos de culebra y cagada de chivos.
En el imaginario popular se decía que eran piedras centellas, en forma de hachas, que caían con los truenos durante las tempestades y que eran las que electrocutaban a la gente en los campos abiertos y caminos reales. Quien sobrevivía al trueno era enterrado a medio cuerpo en la tierra para extraerle las energías de sobra y lo ponían en cuarentena, como a una mujer recién parida, como si los hubiera mordido una serpiente venenosa. La cuarentena era una palabra terrible.
En la zona Finzenú, la actividad de la guaquería se extendía en los Montes de María desde San Cayetano, pasando por San Jacinto y Ovejas hasta adentrarse en el sur de Sucre y Bolívar, donde los nativos empezaron a enfermarse al consumir agua y pescado contaminado por mercurio, envenenados por la actividad ilícita de mineros de Antioquia. El oro realmente estaba en las zonas más altas, en los panzenúes y zenufanaes, ya en terrenos de las actuales Antioquia y Córdoba. Edwin Mussy Restom, quien llegó a amasar una fortuna excavando en antiguos cementerios indígenas, dice que en el sector del Joney, Ovejas, un tractorista araba la tierra cuando sintió que los dientes del arado golpeaban algo que sonó distinto y provocó un espanto entre los micos aulladores. Detuvo el tractor, se bajó y a sus pies halló un tesoro. No dijo nada. Guardó la máquina en silencio y al otro día, con mucho sigilo, logró sustraer una fortuna.
II
En el veranillo de junio de 1987, cuatro años antes de que se iniciara el movimiento cívico cultural en San Jacinto, que levantó el museo comunitario Zenú, un grupo de guerrilleros de a pie incursionó en Bajo Grande y asesinó al inspector de policía Ramón Ortega Arroyo, después de un juicio público, acusado de informar al Gobierno. El terror llegó hasta Jesús del Monte, en el Carmen de Bolívar, donde hicieron lo mismo con el inspector Ángel Gamarra.
Por un tiempo, los buscadores de tesoros se calmaron, pero no dejaron de aparecer vestigios de una civilización anterior. En 1999 la situación se agravó en Bajo Grande y Las Palmas, en el municipio de San Jacinto, con la incursión de grupos paramilitares que no buscaban oro, sino tierras. Uno de los cuatro jóvenes asesinados en Bajo Grande era el hijo menor de Avelino Escobar, el buscador de tesoros y gaitero macho, quien se desplazó hasta el casco urbano de San Jacinto. No regresó ni a recoger los pasos. A su muerte, ya casi pisando los cien años, ya casi caduco, no pensaba en oro ni en tabaco, solo en regresar a su tierra abandonada por más de treinta años. Apenas le quedaban algunas melodías de gaita en su cabeza de pelo rucho. Era un mestizo exagerado en todo, que nunca pensó en lo que le pasó. Murió inocente.
Cuando falleció de viejo y de olvido —el hombre se consume sobre sus huesos—, ya se le había olvidado tocar la gaita y conoció del valor de la tierra, porque el oro nunca apareció. La paz era otro invento, otra fábula no realizada.
Con la arremetida de los violentos también desapareció la espada con la que el fundador del pueblo, Miguel Herrera, peleó en la Guerra de los Mil Días, sin que nadie se interesara en cómo le fue en aquella disputa, distraídos por la montaña de oro que escondió en algún lado y que siguió causando espantos a manera de luz móvil que caminaba sola por las colinas y los ensilles de arroz con gallo y esas bagatelas aledañas.
Los terrenos que habían quedado volteados por la actividad de los guaqueros y el abandono, sin embargo, ayudaron al descanso de la tierra, que se volvió más fértil y paridera. Ese era el verdadero tesoro. Y quienes promovieron el desplazamiento, muy seguramente lo sabían.
III
Así como Avelino Escobar usaba el verano para explorar el oro que nunca halló y las noches de plenilunio para fumar cachimba y echar cuentos, los indios farotos —como los bautizó Adolfo Pacheco Anillo en sus cantos— usaron los tiempos de sequía para asentarse en la orilla del arroyo de San Jacinto y organizar sus rituales funerarios, de gastronomía y de producción: el río fue fundamental para intercambiar cultura y productos. Pese a que los chimilas y los zenúes tenían lenguas distintas, usaban intérpretes para entenderse. Por Jesús del Río, que estaba más abajo de Bajo Grande, primer puerto en importancia después de Barranquilla en el río Magdalena, entró el primer semental de ganado cebú, el acordeón de Pacho Rada que le dio ilusión a Andrés Landero y fue el camino de los primeros estudiantes que viajaron a ilustrarse a Bogotá. Pero por el río también bajó el oro y después las enfermedades renales de moda.
En 1986 llegó a San Jacinto el antropólogo Augusto Oyuela Caycedo, quien logró los estudios más completos de asentamientos humanos de los Montes de María y en el Caribe, unos 6.520 kilómetros cuadrados entre el río Magdalena y el mar Caribe desparramados por las serranías de San Jacinto, esas estribaciones de la cordillera occidental de los Andes. La investigación de Oyuela, auspiciada por la Universidad de Pittsburgh, Estados Unidos, ubica a San Jacinto como un cruce de caminos privilegiado: cerca de seis mil años anteriores a Jesucristo. En Sucre, los hallazgos más antiguos, en El Pozón, San Marcos, apenas revelan unos mil setecientos años antes de esta era, según datos del Museo Arqueológico Manuel Huertas Vergara, de Sincelejo. Allí se hallaron fragmentos de material cerámico que marcan el inicio de la vida aldeana en Sucre. Se trata de producción alfarera básica de la tradición granulosa incisa, representada en ollas globulares, rodillos, platos y vasijas; así como herramientas líticas usadas en la vida cotidiana. Van desde el siglo II hasta el siglo XII, antes de Jesús.
También reposan en el museo rodillos, sellos y pintaderas de arcilla usadas para estampados en tela, de allí que las hamacas de Morroa compiten con las de San Jacinto, promocionadas por la música. Igual hay ocarinas de arcilla con figuras zoomorfas y antropomorfas, flautas y pitos de huesos utilizados en rituales y ceremonias.
IV
Más que el oro, que se llevó como prenda de ostentación y de poder y que con los tiempos se convirtió en una reserva familiar —para empeñar en tiempos de crisis—, el verdadero oro de los Montes de María fue el tabaco, que despertó la llegada de extranjeros e interioranos afiebrados por un oro negro que se convirtió en el primer producto de exportación de Colombia, después de la quina, en la segunda mitad del siglo XIX.
A Ovejas, Sucre, muy ligada al Carmen de Bolívar y a San Jacinto, llegó en 1850 José María Pizarro Mutis, de Ambalema, Tolima, quien exportaba tabaco al mundo e importó los primeros acordeones, un instrumento muy acogido en la región, que en muchos casos reemplazó las chuanas. El tabaco iba a permitir las primeras revueltas campesinas que más tarde darían paso a grupos violentos.
El periodista Jaime Vides, investigador del tema, encontró que en los años setenta del siglo XX se llegaron a exportar veinte millones de kilogramos de tabaco por año. La compañía Tabacos Bolívar, de la que era socio Juan José García González, quien contaba con apoyo de alemanes, debió radicarse en Cartagena debido a una huelga de cosecheros que duró una semana, en reclamo por mejores precios. Los corredores lo pagaban a tres y cuatro pesos el kilogramo y los campesinos pedían cuarenta pesos. En Tabacos Bolívar trabajaban quinientas mujeres seleccionando la hoja —desbaritando— y doscientos hombres empacando, prensando, pesando y cargando bultos. La huelga fue larga y ruidosa, pero al fin no dio los resultados esperados.
Sin embargo, el tema del oro no había pasado. Eran tiempos de invasiones y recuperaciones de tierra. Los campesinos invadieron terrenos aledaños a Ovejas, en una zona llamada El Boliche, después barrio Corazón de Jesús. Fue allí donde una máquina tropezó con un cementerio zenú y empezaron a salir baratijas de todo tipo, tiestos de barro, huesos, pero poco oro. Aquello despertó una codicia colectiva. La gente no dormía por excavar la tierra. Las piezas para collares eran ensartadas como hileras de huevo de iguana y eran vendidas a los «turcos», quienes las compraban por metro.
Fue el señor Alberto Balocco, un guaquero refinado, quien encontró la pieza más apetecida, más por su valor histórico que comercial, porque no está hecha en oro, sino en tumbaga. Se trata de una indígena zenú, especie de diosa con senos, tocando la gaita. Es una pieza pequeña, del tamaño del dedo meñique de la mano.
Con el nacimiento del Festival Nacional de Gaitas Francisco Llirene, en los años ochenta, empezó a decaer la fiebre del tabaco, pero se recrudeció el conflicto por la tierra. Nació un comité cultural encargado de adquirir algunas piezas, que de los guaqueros fueron a parar a manos de personas desconocidas. Allí se adquirió por doscientos cincuenta mil pesos la joya. Ante la ausencia de un lugar adecuado para exhibirla, y ante el temor de que se la hurtaran, uno de los miembros del comité, Alfredo Ricardo Guerrero, la guardó en el baúl de su casa. Hoy gran parte de las joyas reposan en el Museo Manuel Huertas de Sincelejo, que se paralizó en la pandemia y ahora trata de resurgir. La mayoría se alcanforaron en manos desconocidas.
V
El entierro de la finca El Joney, que fue hallado mientras araban la tierra, y el cementerio de indios descubierto por los invasores del barrio Sagrado Corazón de Jesús —El Boliche— en la orilla del pueblo, despertó una codicia colectiva por el oro en Ovejas, que se convirtió con el tabaco y la gaita en un punto estratégico de los Montes de María, en medio de la presencia de la guerrilla, que tuvo dos desmovilizaciones en el territorio, caso único en Colombia.
Mientras sonaban las gaitas, los fusiles se apagaban, a la par de que no hallaban cómo custodiar a la gaitera encontrada por Alberto en la región de Vilú, Almagra. Hemos dicho que era pequeña y cabía en una mano, pero no era en oro macizo. Sin embargo, se convirtió en símbolo de la cultura sucreña, empuñada por los ovejeros que se disputaban la cuna de la gaita con San Jacinto. La gaitera hoy reposa a manera de custodia en poder de don Alfredo Ricardo Guerrero, miembro fundador del comité cultural, con el que se empezó el festival de gaitas y es el símbolo natural del Fondo Mixto de las Artes y la Cultura de Sucre.
«Nosotros no nos metimos en problemas porque solo hablábamos de oro y de guacas y la guerrilla no nos molestaba», dice Edwin Mussy Restom, el siriolibanés nacido en Colombia, quien llegó a convertirse con sus hermanos Miguel y Freddy en grandes empresarios del oro y proveedores registrados en el Banco de la República.
Los ovejeros y mucha gente de los Montes de María —quince municipios de Sucre y Bolívar— dejaron a un lado el oro negro del tabaco para irse tras la fortuna del oro amarillo, que pensaban les iba a cambiar la vida. El algodón, oro blanco, que cultivaban en Cereté y San Pedro usando agroquímicos venidos de otros países, por su parte, había dejado los campos desérticos, tractores varados que eran usados para desfiles de carnavales y niños que nacían con paladar hendido y labios leporinos. Nunca se dijo que la gente se envenenaba por la ropa, mientras inspeccionaban los cultivos.
Edwin Mussy Restom, que llegó con su movimiento Yo Pienso como Ustedes a ser alcalde de Ovejas tres veces, solo hizo el bachillerato y hoy tiene setenta y cuatro años. Desde los diecisiete se dedicó a la bohemia con una guitarra y, como buen «turco», a los negocios. Conformó un grupo de guaqueros junto a Eliécer Chamorro y Carlos Araque, hijo del acordeonista guajiro que hizo el tema El siniestro de Ovejas, y llegaron a lugares tan lejanos como Chocó.
Mussy se volvió un experto de la veta y con solo ver los colores de la tierra y los tiestos que asomaban en los quemados sabía si serviría escarbar. Los centenares de exploradores aficionados dejaban muchos tesoros enterrados, porque abandonaban la búsqueda con la primera piedra sin valor. Rebuscar valía la pena y no lo sabían.
Aunque la mayor cantidad de oro provenía de Córdoba y Antioquia, los guaqueros de la región lograron desenterrar los restos de un cacique entre Ovejas y El Carmen de Bolívar, que tenía una fortuna. Hallaron una bola de oro macizo de seis libras, trescientos collares de piedras preciosas, tres esmeraldas de gotas de aceite y una pollera de papel de oro, que sería la prenda de la diosa Zenú de la zona, representada en la gaitera.
Cuentas y canutillos de jade, ágata, cuarzo, cornalina y ónice fueron algunos de los tesoros hallados en Montes de María, en una etapa más reciente, antes de que la guerra llegara del todo y antes de la época de arremetida paramilitar.
Algunos cementerios hallados en el centro y sur de Bolívar, uno de ellos en la región de Porquera, San Juan Nepomuceno, con las dimensiones de tres campos de fútbol, quedaron a medio explorar, porque se metió la guerra y algunos exploradores se vincularon a la política.
Mussy, ahora en cuarteles de invierno, dice que Colombia es el país más rico del mundo, pero que está mal administrado, porque con la riqueza que permanece enterrada se podría dar alimento a todos sus habitantes.
Advierte que el oro llegó con tragedia e ilusión, muerte y engaño, y desenterrarlo no valdría de nada, porque el oro no se puede comer. «Hay miles de cosas que valen más que el oro, como la palabra, por ejemplo», dice.
«Es una profecía bíblica que se está cumpliendo», argumenta, con algo de timidez, «porque estamos en una época donde pocos se comprometen con la verdad», dice mientras hace la señal de silencio con un dedo en los labios.
Como prenda de vestir, el oro en el Caribe se volvió una forma de poder con la llamada bonanza marimbera. Era una forma de ostentar riqueza, elegancia y bienestar, pero con la inseguridad quedó como reserva, en los baúles, para las casas de empeño.
Apenas hace dos días, el alcalde de Arjona, Bolívar, Isaías Simancas, fue despojado de una pistola y una cadena de oro de diez millones de pesos. En el asalto, el funcionario recibió un tiro. A los ganaderos, personajes que sueltan toros guapos en las más de doscientas corralejas del Caribe sabanero, les gusta la ostentación del poder, lucir ponchos y sombreros finos, mientras se abren la camisa donde dejan ver una cadena de oro de la que cuelga un dije especial, como el que ordenó hacer en Sincelejo el ganadero Amaury Monterrosa —descendiente de los Monterrosa Ricardo, los del porro El Arrancateta—: un dije personalizado en oro de dieciocho quilates que simboliza la ganadería El Helicóptero, de La Unión, Sucre, y sus cuarenta y un años de tradición, hecho por el artista local Pedro Arroyo en la Joyería Artesanos.
Las fiebres del oro amarillo, oro negro y oro blanco que inundaron los Montes de María y sabanas —Cereté, Córdoba, y San Pedro, Sucre— solo han dejado desolación y contaminación en algunos casos. Quedan la tierra y la gaita, y la esperanza de una paz total que no llega.
Y de Avelino Escobar, el gaitero que se aburrió de su suerte, tan solo queda una foto que lo muestra parado en el vano de la puerta de la casa que le dio el Gobierno, en San Jacinto, mientras mira al infinitico, como queriendo volver con su mirada al lejano Bajo Grande, donde le sigue lloviendo al socio.
EPÍLOGO
De lunes a sábado —con excepción de domingos y feriados—, entre cinco y ocho de la mañana, llega un bus privado, fletado, lleno de hombres y mujeres extrañas al terminal de pasajeros de Sincelejo. Los hombres y las mujeres, que se han levantado a las tres de la madrugada para no perder el bus, van directamente a las IPS que ganaron el contrato para aplicarles la diálisis un día de por medio. Todos, hombres y mujeres y algunos menores de edad, tienen los riñones destrozados por el consumo de alimentos y agua contaminada. Provienen esos seres extraños, conectados a la vida por una máquina que les lava la sangre cada tres días, de Majagual, Sucre, y Guaranda, en la densa y sufrida Mojana. Pero también llegan de San Onofre y San Marcos, en el San Jorge. Son pacientes de alto riesgo que toda la vida se alimentaron con pescado y aguas contaminadas con mercurio, que bajan de lo más alto.
El mercurio es un elemento que usan los mineros que extraen el oro en el río Cauca y San Jorge con el sistema de musengue, en Antioquia y Córdoba, para lo cual utilizan grandes dragones, una especie de edificios flotantes que extraen arena del fondo del río, la lavan, desprenden el oro de la roca, y devuelven al río la contaminación, que va causando destrozos más abajo. El cuerpo humano solo admite 0,1 miligramos de mercurio por kilo corporal. Los niveles de consumo en la zona están por encima de los permitidos.
Este es el drama diario de los enfermos majagualeros que tienen que desplazarse a Sincelejo, donde duran cuatro horas pegados a una máquina para regresar por la tarde en el mismo bus, que se gasta cuatro horas más y que es apenas una muestra de otros pueblos de la depresión Momposina, que consumen agua y pescado contaminados.
Y todo eso, por el oro.
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