Lo que está por fuera está muy adentro: quienes hoy ven más televisión son las clases populares, pero quienes la producen son privados y quienes tienen más privilegios. Aunque siempre fue así, no siempre fue igual. A pesar de que la historia de la televisión en Colombia está ligada a lo público desde que, el 13 de junio de 1954, el general Gustavo Rojas Pinilla como presidente de la república emitió la primera señal y apareció en ella, digamos que hoy, a setenta años de creada, no siempre fue así y quizá valga la pena pensar y discutir por qué debería seguir siendo como es hoy.
En aquella década, como se recordará, a pesar del pacto de olvido que se cernió sobre la Violencia interpartidista, con mayúscula, que ensombreció al país e inició el extravío nacional de guerra que aún no cesa, la radio y la televisión tejieron las primeras representaciones de unidad nacional al tenor de eventos como la Vuelta a Colombia en bicicleta y la época de oro del fútbol colombiano, o los reinados nacionales de belleza, proyectados por locutores históricos como Carlos Arturo Rueda o Julio Arrastía, entre otros, quienes dictaban en vivo verdaderas cátedras de geografía y de culturas regionales desde los transmóviles que acompañaban a los pedalistas por los aún empedrados «premios de montaña» del país; junto con programas como Yo y tú o Don Chinche, verdaderas representaciones tan artísticas como sociológicas sobre nuestras realidades familiares y vecinales; Naturalia, desde el cual Gloria Valencia de Castaño ilustró al país sobre el naciente concepto del medio ambiente; o Revivamos nuestra historia, entre muchos otros de humor y de folclor nacional; pero también de empeños educativos y culturales que incluyeron emisiones sostenidas como las del Canal 3, cuyo primer eslogan fue «Capacitación popular: palanca del progreso», ya avanzados los años sesenta, cuando el presidente Carlos Lleras Restrepo dictó en vivo una clase sobre su política de integración popular, e inauguró una etapa de masificación educativa y cultural en la cual concurrieron, entre muchos otros, universidades, instituciones públicas como el Sena, sindicatos como Fecode, la CTC, la UTC y hasta la Asociación Colombiana de Trabajadores de la Televisión (ACOTV), cuya huelga en 1973 se constituyó en un hito de fortalecimiento del Instituto Nacional de Radio y Televisión (Inravisión), y cuyos programas del primero de mayo hicieron historia durante la mayor parte de la década siguiente.
Esa concurrencia expresó de algún modo lo que se había configurado en la construcción de la red nacional de transmisión de televisión, constituida por antenas repetidoras en los principales picos andinos del país, cuyo montaje alcanzó dimensiones épicas de encuentros entre técnicos, trabajadores, campesinos e indígenas como los de la Sierra Nevada de Santa Marta, cuyo cerro Kennedy aún encarna como un hito el recuerdo de ese empeño educativo y cultural público, como lo ha sido el cerro Manjui, cerca de Bogotá.
Con la adopción de la televisión a color, cuya producción se privatizó en los años setenta en medio de luchas sindicales y de los trabajadores de la televisión en defensa de lo público y de la cultura como un bien común, y la sustitución de aquella red nacional por la TV por satélite, también privatizada, empezó el desplazamiento de aquellas dimensiones educativas, culturales y de integración popular y nacional, por el mercado de lo que en su momento se llamó «enlatados», para denotar la forma física como circularon los primeros programas mercantiles y publicitarios que invadieron el país desde los grandes grupos mediáticos del mercado de Estados Unidos, dejando atrás los programas culturales que aportaban las embajadas europeas y de otras latitudes, dentro de aquella concurrencia de inclusión social nacional.
De este modo, entre tensiones de mercado y de función pública, construcciones tecnológicas y luchas obreras sociales y culturales, la televisión en el país se abismó en el mundo de la sociedad de consumo, de la publicidad y de la acumulación capitalista, en cuya sima acabó sucumbiendo Inravisión, que había sido creado desde 1964, para ser finalmente liquidado en 2004.
Se consolidó ya entrado el siglo XXI, un proceso que desde 1991 el lúcido investigador del Canal 3, dirigente de ACOTV, Milcíades Vizcaíno, había anunciado como «los falsos dilemas de nuestra televisión. Una mirada tras la pantalla», en su libro del mismo título coeditado por el Centro de Estudios de Realidad Colombiana (Cerec) y el sindicato de Inravisión. Allí sentenció, a partir de señalar el inicio de la hegemonía neoliberal en torno al desmantelamiento de lo público que se instaló en el país desde entonces:
Todo esto lleva a concebir la televisión como una forma de entretenimiento más que de formación y de información, que debe ser prestado por un sector conformado por las organizaciones empresariales aliadas al Estado, en el supuesto de que solo ellas le aseguran su permanencia y le dan su legitimidad. Pero de paso está coartándose la presencia de otros sectores que podrían expresarse a través de un medio masivo y de hondas repercusiones en la sociedad. […] Bien decía Mario Laserna en una discusión sobre el manejo de la televisión por parte del Estado y sobre la introducción de la publicidad en el medio, desde inicios de los años sesenta: «El desarrollo tecnológico ha producido una nueva profesión muy lucrativa y muy peligrosa, por cierto: la de los manipuladores de los sentimientos, de los instintos, de las emociones de los demás. ¿Puede un Estado, debe un gobierno permitir que el instrumento más eficaz de persuasión, de influenciar a las personas, que hasta ahora se conoce, caiga en manos del gremio de cosificadores del hombre? ¿Que el Estado no sabe manejar la televisión? Pues cambiemos de Estado, pero no entreguemos el hombre a sus victimarios. ¿Que la propaganda comercial es necesaria para activar la vida económica? Muy bien. Pero que la vida económica, que el consumo estén al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del consumo…»
Así, a setenta años de creada la TV en el país, en la memoria histórica se conservan la valoración y la importancia de la dimensión pública del espectro electromagnético; de la construcción social de ese bien común que debe ser un instituto nacional de radio y televisión, y del acervo de conocimiento, saberes, formas culturales y de pensamiento crítico propios de quienes forjaron ese espacio público por excelencia que es el de la comunicación, y se enfrentan, como todos, a ese dilema shakesperiano que de modo ilustrativo, y si se quiere irónico, hemos propuesto al inicio de esta nota editorial: tv or not to be.
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