Lee aquí «La negación del otro», de María Teresa Uribe de Hincapié, publicado en GACETA en 1990.
El 9 de abril fue la muerte del Otro y, a la vez, su descubrimiento. Con el asesinato de Gaitán en 1948 murió ese Otro que irrumpía progresivamente en la primera mitad del siglo XX y al cual Gaitán le buscaba un lugar en la escena política desde sus memorables debates sobre la Masacre de las Bananeras de 1928. Sistemáticamente suprimido en la historia de Colombia por la vieja sociedad señorial, terrateniente y oligárquica, ese Otro le resultaba extraño a la cultura dominante. En la dicotomía decimonónica de civilización y barbarie —como nos lo recuerda este texto notable, síntesis del pensamiento de María Teresa Uribe—, el Otro pertenecía al mundo de la barbarie que había que cristianizar y modernizar. No tenía agencia propia, se diría en términos de hoy, pero se le naturalizaba y se le atribuía la violencia en tanto el «nosotros» solo se reconocía como víctima. A diferencia de la mayor parte de los países de Suramérica, esa representación dicotómica, en lo social, político, religioso y racial, nos siguió atravesando y se erigió en fuente de todas las exclusiones.
Ese Otro excluido estalló en ira ese 9 de abril, y mostró tanto su capacidad destructora en el Bogotazo, como su vocación organizativa y de poder en muchos lugares de la provincia colombiana, que vieron proliferar juntas revolucionarias y otras múltiples, aunque transitorias, formas de organización popular, que propusimos llamar el Colombiazo. Fue una instantánea de poder amenazante, que dio origen al primer ensayo de Frente Nacional, la Unión Nacional, liderada por Ospina Pérez, que no logró contener los desbordes, sino que, por el contrario, regó de sangre los campos de Colombia.
Bajo la envoltura bipartidista, y con efectos sociales que era difícil ver sobre la marcha de los acontecimientos, se contaban los muertos por miles; los desplazados, que entonces se llamaban simplemente migrantes, inundaban pueblos y ciudades; las tierras eran usurpadas; los bienes muebles, incendiados; los semovientes, robados; las cosechas, expropiadas, todo ello en medio de total impunidad. Por entonces, en el imaginario político y legal no había víctimas sino «damnificados» de una especie de movimiento telúrico, lo que en parte explicaría por qué hasta hoy no se había pensado en medidas de reparación que hagan justicia, al menos simbólica, a todos los sufrientes de esa época, cuyas secuelas son imborrables. Sus víctimas murieron y padecieron por fuera de los tiempos y cánones humanitarios.
El mundo escasamente se informó —más allá del evento, ese sí internacionalizado, del 9 de abril— de lo que aquí acontecía, porque la revuelta, aunque se la llamara en muchos casos «revolución», no cabía en las grandes categorías del acontecer latinoamericano de entonces, las revoluciones y los populismos. Parecían eventos en cascada —«vorágine de eventos», los llama María Teresa—, en apariencia propios de una revolución. Pero no, las revoluciones tienen un norte, y lo que aquí sucedía difícilmente encontraba su sentido, o si lo tenía solo se pudo entender más tarde, cuando la academia ajena al bipartidismo se propuso hacer la «anatomía» de eso que le había pasado al cuerpo de la Nación, representado en el icónico óleo «Violencia», del pintor Alejandro Obregón. La Violencia se había convertido en una máquina de muerte y de despojo, que afectó de desigual manera a todas las regiones, y a todos los estratos sociales del país.
Entendible entonces que el Frente Nacional fuera recibido inicialmente con aplauso generalizado. La Iglesia —que había tenido una ostentosa militancia partidista y atizado los proverbiales «odios heredados» de creyentes y réprobos— se sumó al coro de la paz y del perdón, que pregonaba con alguna eficacia en peregrinaciones por las zonas más afectadas por la violencia.
El Frente Nacional reconoció la fuerza devastadora de la dicotomía bipartidista y se propuso, con diferentes grados de éxito, domesticarla. El entusiasmo duró poco. Persistía una descorazonadora autorrepresentación médica de la época, según la cual Colombia era un paciente en cuidados intensivos. A veces tuvo un respiro, como sucedió también durante el primer año del ascenso de Rojas Pinilla al poder, pero la recaída no tardaba en llegar. El mismo ciclo se reproduciría, y con mayor nitidez, con el Frente Nacional, cuya imagen de proyecto político de reconciliación se convirtió en un reactivado mecanismo de exclusión, no solo por la irrupción de las insurgencias contemporáneas, sino también por el trato represivo a la protesta social, sindical, campesina y estudiantil.
Luego del Frente Nacional, el Otro, disidente político —llámese Unión Patriótica, liberal radical, comunista—, fue asesinado, torturado, desaparecido miles y miles de veces, hasta encontrar por fin un lugar simbólico en la Constitución de 1991. Entonces el Otro disidente, el Otro afro, el Otro indígena, el Otro diverso, el Otro rebelde, fueron invitados explícitamente a hacer parte de esa nueva nación pluriétnica y pluricultural, todavía con limitaciones, pero con un horizonte legitimador de expectativas integradoras.
Ese Otro se asomó al poder en el 2022 y no solo le ofreció al país, en una amplia coalición de matices del progresismo, culminar las reformas aplazadas desde la República Liberal de los años treinta y los tiempos de Gaitán. También le propuso nuevas agendas a Colombia para el siglo XXI. En hombros de antiguos insurgentes incorporados a la arena política con la Constitución del 91, con los reincorporados del Acuerdo de Paz de La Habana, con una creciente opinión democrática madurada en las últimas décadas, y con la generación político-cultural del Estallido Social, el Otro se volvió alternativa de poder.
De hecho, ejerce el gobierno, que no el poder, porque la vieja sociedad no ha muerto, a diferencia de la nueva que ha muerto muchas veces y ha resucitado otras tantas. El Gobierno del cambio, el Otro de la contemporaneidad, logró anudar con altibajos tres demandas históricas: las de la democratización política plasmadas en la Constitución del 91; las de reconocimiento agenciadas por el movimiento de víctimas; y las de la inclusión que resonaron en el Estallido Social. Es una agenda de país que trasciende gobiernos. María Teresa Uribe nos recuerda precisamente en este texto lúcido e inspirador que cuando la violencia ha echado raíces tan profundas, transformar política y culturalmente una sociedad no se logra de la noche a la aurora del día siguiente.
Por ello, el 9 de abril no es solo rememoración del muerto, de los muertos, sino celebración de la vida que florece en las cenizas de la violencia, y lo seguirá haciendo «hasta que la dignidad se haga costumbre».
Hay un texto muy sugestivo sobre la Revolución Mexicana de Arturo Warman, titulado Y venimos a contradecir. Esto es, a confrontar un pasado de desigualdades y exclusiones. Ese proyecto de época ya se instaló en la conciencia nacional colombiana, y no tiene reversa.
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