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La negación del otro

9 de abril de 2025 - 11:58 am
En 1990, GACETA publicó un dossier titulado «Colombia: cultura y violencia», del que hizo parte este ensayo de María Teresa Uribe de Hincapié sobre, precisamente, esa pregunta perenne: ¿por qué los colombianos somos tan violentos? Aunque cultura y violencia podrían considerarse como antónimos, Uribe argumenta que el desconocimiento de la diferencia tiene bases culturales. En esa intersección puede haber una respuesta, urgente todavía 35 años después, que desnaturalice la violencia y la lleve más allá de un rasgo inherente de los colombianos. Al preguntarnos por la cultura que sostiene la violencia podemos hacerle frente.
Ilustración de José Antonio Suárez Londoño para GACETA.
Ilustración de José Antonio Suárez Londoño para GACETA.

La negación del otro

9 de abril de 2025
En 1990, GACETA publicó un dossier titulado «Colombia: cultura y violencia», del que hizo parte este ensayo de María Teresa Uribe de Hincapié sobre, precisamente, esa pregunta perenne: ¿por qué los colombianos somos tan violentos? Aunque cultura y violencia podrían considerarse como antónimos, Uribe argumenta que el desconocimiento de la diferencia tiene bases culturales. En esa intersección puede haber una respuesta, urgente todavía 35 años después, que desnaturalice la violencia y la lleve más allá de un rasgo inherente de los colombianos. Al preguntarnos por la cultura que sostiene la violencia podemos hacerle frente.

Cuando la violencia informe, desagregada y múltiple se instala con su cauda de muerte y desesperanza en el seno de una sociedad como la colombiana, la pregunta por la cultura se vuelve más acuciante, más urgente, pues en la búsqueda desesperada de razones para explicar las sinrazones, los enfoques socioeconómicos, políticos o cuantitativistas que antes sirvieron para proveer algún principio explicativo sobre la realidad violenta, se tornan retóricos, generalizantes, abstractos e incapaces de darle sentido a aquello que parece carecer de él.

El miedo, compañero cotidiano del último quinquenio, se agudiza cuando se pierde también esa seguridad intelectual que da la supuesta posesión de explicaciones sólidas y coherentes sobre el acontecer social y cuando la sombra protectora de un supuesto saber sobre las cosas, sobre los hombres, sobre los conflictos sociales e individuales se desvanece, arrastrada por una vorágine de hechos y sucesos tan rápidos y tan dramáticos que sólo pueden ser sentidos y vividos pero no pensados.

El derrumbe de las viejas verdades, de las certidumbres de siempre, nos ponen ahora frente a caminos nuevos y los asuntos de la cultura aparecen en el horizonte como la posibilidad de encontrar las claves para el desciframiento del ancestral pero siempre nuevo alfabeto de la violencia.

Aunque parezca paradójico, la violencia colombiana ha jugado un papel no despreciable en el reencuentro con los temas de la cultura; en ese vasto y laxo campo empiezan a incursionar todos los que buscan entender por qué los muchachos de las barriadas hicieron de la muerte una forma de sobrevivir; ¿por qué los «buenos ciudadanos, fervientes católicos y respetuosos de las instituciones» hoy contratan la muerte de un semejante como si estuviesen comprando una bagatela?: ¿por qué la ley no es un referente de acción ni siquiera para aquellos que la representan?; ¿por qué los pobladores antes de respetar la autoridad le temen y la desprecian?; ¿por qué las identidades y sentidos de pertenencia se limitan a sus ámbitos más restringidos y domésticos?; ¿por qué los mecanismos del terror operan con tanta eficiencia y son capaces de robarles sus noches a más de un millón de habitantes como ocurre hoy en Medellín?; ¿por qué la palabra, mediadora simbólica por excelencia, ha perdido su función de comunicar y de relacionar? y ¿por qué los discursos en lugar de decir, simulan o disimulan?

Muchas preguntas se le hacen a la cultura esperando quizá respuestas inmediatas, funcionales y operativas ante la sensación de vértigo que siempre producen los abismos pero la cultura es esquiva y huidiza, parece estar en todas partes y en ninguna; viene de un pasado remoto pero con ella se construyen imágenes de futuro; es sagrada y profana; afirmativa y negativa: ruidosa y espectacular algunas veces, silenciosa e invisible otras; está en los objetos y en los sujetos; en los individuos y en las masas; en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos; va por las trochas campesinas y se instala triunfal en los museos y en los acordes grandiosos de las sinfonías; pasa por las aulas y por las academias, pero se refugia también en la lumbre de los hogares rurales para recordar las historias que se cuentan en las noches de luna.

La cultura es evanescente, no se deja aprehender ni cae fácilmente en las «trampas de la ciencia»; no es posible contarla y expresarla en índices o en tasas, medirla o calibrarla; nadie puede monopolizarla y convertirse en su dueño, pues incluso los que nada tienen cuentan con un vasto patrimonio cultural prácticamente desconocido, porque es invisible para quienes lo miran por el lente opaco de la civilización occidental.

Por eso, no es fácil interrogar a la cultura y menos sobre la violencia, cuya percepción, identificación y análisis pasa por el tamiz de las prácticas sociales, de la historia colectivamente vivida, de los referentes de identidad, de los sentidos de pertenencia y diferencia, de las legitimaciones, los mitos y los imaginarios; de las verdades a medias y de las mentiras socialmente aceptadas. La cultura tiene muchas claves para interpretar los fenómenos de la violencia, pero, como los viejos arcanos, sólo entrega sus secretos a quienes puedan descorrer el velo de las mediaciones.

Tampoco es fácil interpretar las respuestas que la cultura otorga; ella habla con símbolos, con signos, con imágenes y gestos; con recuerdos, con silencios y con olvidos; encuentros y desencuentros; de inclusiones y exclusiones; transcurre, cambia y se transforma; por ello, con más frecuencia de lo aceptado, las interpretaciones que de la violencia se hacen desde «lo cultural» terminan deformando la realidad que intentan explicar y produciendo estereotipos, perfiles e imágenes maniqueas que inducen nuevas y más dolorosas formas de violencia.

La fascinación que el fenómeno de los delincuentes juveniles y de los llamados sicarios ha ejercido sobre buena parte de la intelectualidad colombiana; la acuñación de términos como los de «cultura de la violencia» y «cultura de la muerte», así como su rápida difusión a través de los medios de comunicación de masas, en lugar de arrojar luces sobre un proceso de inmensa complejidad, ha terminado por condenar a muerte a los jóvenes que posean alguna de las «características culturales» que se les asignan a los sicarios.

La producción apresurada de una imagen ha traído sobre los pobladores de las comunas pobres de la ciudad de Medellín, el odio y la venganza de grupos e instituciones que se abrogaron hace años el derecho de «limpiar» las ciudades y los campos de todo aquello que, según criterios estrechos y mezquinos, aparezca como la encarnación del mal. Los asesinatos cotidianos y anónimos de los jóvenes en la ciudad no logran conmover siquiera las buenas conciencias, pues por obra y gracia de un discurso deformante. el muerto debía ser un delincuente o estaba en camino de serlo pues vivía bajo la sombra de una cultura centrada en la muerte.

Las respuestas que otorga la cultura son enigmáticas, no son evidentes ni transparentes; no admiten el facilismo o los apriorismos; escapan a los enfoques coyunturales, rápidos, hechos de afán y para el consumo de las grandes masas; este culturalismo de ocasión termina por liberar a los culpables de la responsabilidad histórica que les compete y diluye las culpas en todo el conjunto social; «todos somos culpables» y por tanto nadie es culpable; además, como el problema es cultural poco podemos hacer para remediar la situación.

El carácter difuso y omnipresente de la cultura, hace de ella un perfecto comodín y en el juego de cartas que se cruzan entre quienes apostaron por la violencia, los análisis desde «lo cultural» terminan sirviéndoles a múltiples propósitos; uno de ellos es el de desplazar las facetas públicas de la violencia hacia el mundo de lo privado, de lo doméstico, de lo parental o vecinal, cargando con las culpas de una violencia atroz y descompuesta a las madres de los jóvenes delincuentes y a sus familias, mientras que los agentes sociales y públicos de la violencia quedan cubiertos con un manto de impunidad.

La cultura tiene las claves para interpretar la violencia pero también tiene trampas para coger incautos, con el agravante de que el tema del cual se ocupa no es inocuo y puede contribuir a agudizar fenómenos de violencia o a elevar los umbrales de tolerancia frente a un drama tan apabullante.

Cultura y violencia no son dos términos contrapuestos, excluyentes o antagónicos: la cultura vista en términos de civilización, progreso y desarrollo tecnológico, se construyó sobre una montaña de muertos, de exclusiones y de negaciones; «para ser», para constituirse en referente simbólico universal, se tuvo que ahogar e invisibilizar todo aquello que no se ajustase a las pautas culturales socialmente aceptadas e institucionalmente ratificadas por el control político del Estado.

Barbarie y civilización ha sido la antinomia sobre la cual se ha fundado todo el esquema culturalista de la sociedad moderna; en este esquema la violencia se correspondería con el mundo de lo salvaje, de lo simple, de lo primitivo y por contraposición la civilización sería la superación de las formas ancestrales de la violencia, el espacio de los consensos y de las leyes, de la vigencia de las instituciones; de lo bello, de lo justo y de lo bueno. Contrario a lo que podía esperarse, con la civilización, el progreso y la ciencia, llegaron también los instrumentos más sofisticados y más eficientes para matar, para sojuzgar, para someter y liquidar al opositor o al enemigo, poniendo en peligro toda la especie humana y la posibilidad de vida sobre el planeta.

El terror supremo de la guerra nuclear es sólo una arista del crecimiento exponencial de la violencia en el mundo moderno.

La violencia no es patrimonio de ningún pueblo, nación o cultura; es por el contrario un universal de la historia, acompaña siempre el devenir de las sociedades, alumbra los procesos de cambio y de transformación; no es exógena y no está en situación de exterioridad, pero la percepción que de la violencia se tiene es externa, ajena, está en «los otros», en los enemigos, en los grupos antagónicos y contestatarios; el «otro» siempre representa una amenaza a la propia identidad, y en la manera de percibir esa amenaza descansa todo el sistema de legitimaciones al ejercicio de la violencia propia.

La historia de América Latina y de Colombia en particular es la historia de la negación del otro, de su desconocimiento, del atropello cultural y político en nombre de los más altos valores y tradiciones de la civilización y de la vida moderna; entonces, ¿cómo interrogar a la cultura del otro si todo el aparato conceptual y teórico de las ciencias parte de negar que pueda existir un saber distinto, otro conocimiento, otras estructuras mentales y sociales, otros ritmos y otros tiempos, tan complejos y ricos en posibilidades como aquellos del saber institucional?

¿Cómo leer y descifrar los signos, los imaginarios y los sentidos de la cultura del otro si se carece de nociones, de palabras y de lenguaje para nombrar «la otra realidad», definida desde afuera como «lo que no es» o como lo que «le falta para llegar a ser»?

Las formas culturales de la supervivencia y de la resistencia, el saber popular, las prácticas cotidianas de la vida en los colectivos rurales y urbanos han sido miradas desde la orilla opuesta como las causantes de la delincuencia, el terror y la violencia; estos fenómenos generalmente son pensados como un asunto del «otro»; como algo que está fuera de la propia cultura y del propio entorno; a su vez, es la violencia del otro la que concitaría la violencia propia como manera de conjurar el miedo y la amenaza que ella representa.

En un territorio como el colombiano, fracturado y fragmentado, atravesado por fronteras socioculturales internas donde no existe una verdadera identidad nacional, única forma posible de conciencia en la modernidad, no es extraño que incluso los intelectuales caigan en la trampa facilista de asignarle la violencia, informe, desagregada y confusa, a una ciudad, a un territorio, a un conjunto de barrios como ocurre hoy con Medellín, al departamento de Antioquia o, las comunas pobres de la ciudad; es la violencia del otro; del afuera, del que no hace parte de los sentidos de identidad, restringidos y localistas; es la violencia del extraño, a quien empieza a negársele el derecho a la nación.

Las preguntas que sobre la violencia se le hacen a la cultura y las respuestas que se obtienen, no admiten pues las improvisaciones, los apresuramientos, los supuestos apriorísticos; exigen la «larga duración», requieren de la historia de mentalidades, de los sentidos comunes y del rescate arqueológico, si se quiere, de la «historia de los pueblos sin historia», trabajo éste que desborda las posibilidades de la investigación individual y remite a la formación de colectivos amplios donde el saber se socialice y se critique.

Requiere una mirada desprevenida que se detenga en los microprocesos, en los pequeños espacios de la localidad y la vereda; el barrio y la calle; en fin, requiere una postura abierta para aceptar lo inaceptable, para ver lo invisible, para oír el silencio ancestral de esta pluralidad de pueblos, regiones y territorios que conforman el país; trabajo artesanal, de filigrana, mediante el cual podamos realmente descubrir lo múltiple y lo diverso de la cultura en la nación colombiana.

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