El oro es una sustancia única: posee todo lo que la imaginación anhela en algo tangible. Su brillo y color es el mismo del sol, crea la ilusión de contener la luz en su chispa. No es solo una figura poética. El oro, como todos los elementos más pesados que el hierro, se crea entre estallidos de supernovas. Llegó a la Tierra desde el espacio exterior, ya como polvo de estrellas o en asteroides. La presencia de este metal en el mundo recuerda, como quizá ninguna otra, nuestro origen estelar.
El oro tiende a la independencia, se presenta bastante solo en la naturaleza. Es lo que los mineralogistas llaman un metal nativo o, los químicos, un elemento libre. Esto no es común, pues los metales suelen venir mezclados unos con otros. De ahí que sea posible encontrar pepitas de oro sueltas entre las arenas de un río, perfectamente visibles al ojo desnudo. No es raro que el oro fuera el primer metal que atrajo la atención del ser humano. Los sumerios lo atesoraron hace más de cinco mil años y en adelante lo hicieron todas las principales culturas a lo largo de la historia.
La densidad del oro lo hace pesado, mucho más que el plomo, que tiene su fama bien ganada. Sostenerlo en cierta cantidad da la sensación de abrigar algo potente entre las manos. Sin embargo, se deja tratar con herramientas sencillas. Es tan maleable que una sola pepita puede extenderse, por golpes de martillo o bajo la presión de rodillos, hasta obtener una lámina del tamaño de un póster. Estas finísimas hojas son conocidas como «pan de oro» y se usan desde la antigüedad para recubrir obras de arte y figuras religiosas. Ahora protegen, además, a los astronautas del efecto de los rayos ultravioleta. De nuevo en el espacio, el oro cuida al ser humano.
Por su ductilidad, con el oro se puede formar un hilo muy delgado, una propiedad que aprovechan los orfebres que trabajan la filigrana. Los españoles trajeron esta técnica a América. Es bien conocido el oficio centenario de los artesanos de Mompox, donde entorchan por pares las finas hebras de oro y luego las aplanan con un martillo o un laminador. El torzal dorado que se dobla para dar forma y volumen a la joyería de esa ciudad histórica recuerda el sinuoso trazado del río Magdalena.
El oro es uno de esos metales conocidos como nobles, que suelen reaccionar poco o nada ante la adversidad de la química. Nunca se oxida ni se corroe. Los alquimistas estaban fascinados con esa cualidad y probaron con obsesiva insistencia hasta encontrar una sustancia que fuera capaz de disolverlo. La encontraron en el agua regia, que es la mezcla de dos tipos de ácido. Uno de ellos, el nítrico, es el que aún se usa para hacerle la «prueba del ácido» a una joya y saber si está hecha de oro. Los orfebres frotan la pieza sobre su piedra de toque o contra una lima, y aplican un poco de ácido sobre la raspadura. De acuerdo con la reacción, separan la «fantasía» del oro. Determinan si lo que se tiene entre manos es oropel o simplemente mineral de pirita, el «oro de los tontos».
El oro, sin embargo, no se fía de una pureza total al pasar a las manos del orfebre. Elige compañías que mejoran sus propiedades. Le gustan el cobre y la plata, amigos desde su formación natural en las rocas. Los ancestros indígenas usaban la tumbaga, una aleación con cobre, que cargaba estos metales de simbolismo en su relación con la naturaleza. Actualmente se usan esta y otras combinaciones como opciones comerciales. Un poco más de cobre le da al oro un tono rosado, y un poco más de plata, una claridad verdosa. Mientras tanto, algo de paladio lo pone más blanco. Belleza y eternidad.
A todas las cualidades del oro hay que sumar su escasez.
Porque, como sabemos, el oro no se encuentra fácilmente. Una manera de obtenerlo es quitándoselo a otro. Pero, saqueos aparte, hay que tomarlo de la tierra. Si es del tipo de oro que se encuentra en las rocas de las montañas, hay que hacer socavones a lo largo de las vetas. Si es del que se encuentra en las playas de los ríos —de aluvión—, basta con lavar las arenas de las orillas para quedarse con él. Si estos dos tipos de minería se hacen entre unas pocas personas y artesanalmente, o con el cuidado de empresas y estados responsables, el daño ambiental es poco. Pero, una vez se encuentra un lugar donde abunda el oro, las personas acuden en caótica multitud.
Estas fiebres del oro transforman los paisajes y alteran las relaciones sociales del lugar. Algunas de ellas han sido famosas, como la de Johannesburgo en Suráfrica y la del Oeste en los Estados Unidos durante el siglo XIX. En Colombia ocurren en muchas localidades, tanto en las minas de aluvión como de veta. En las primeras, los grupos de mineros no llegan solo con bateas, sino con dragas que permiten remover las riberas arenosas en grandes cantidades, que no solo dejan el paisaje irreconocible sino que enturbian el agua a niveles que afectan a los peces y otros seres vivos. Los ríos Cauca, Nechí y Dagua son solo tres ejemplos de los cientos que son destruidos en Colombia por medio de la minería furtiva.
En las minas de veta, los mineros ilegales agujerean la montaña en anómalos laberintos, a menudo peleando a sangre y fuego con las empresas establecidas. Así es en Buriticá, Antioquia, zona minera desde la época de la Colonia. Los grupos ilegales controlan toda una maquinaria que empuja a mineros a invadir bajo su propio riesgo los túneles autorizados. Entre unos y otros, estos socavones van formando una verdadera telaraña dentro de la montaña. Aquellos construidos por compañías legales cuentan con sistema de aireación, iluminación y transporte motorizado; pero cuando son clandestinos suelen ser agujeros precarios en los que apenas cabe el minero.
Aparte de estos personajes, hay dos que quiero reseñar y que hacen parte del problema ambiental en la minería de oro en el mundo: el mercurio y el cianuro. Ambos son importantes porque permiten recuperar el oro recién sacado de las minas. Tanto el de roca como el de aluvión suele estar mezclado con óxidos de poco valor, de modo que es necesario separarlo para la venta. Y, para ello, hay que usar alguna de estas tóxicas sustancias.
El mercurio es la técnica más usada en la minería artesanal. Este metal líquido tiene afinidad con el oro y se adhiere a él de forma única. Ambos forman unas pesadas masas que hacen fácil identificar y apartar minerales de poco valor. Luego, basta con evaporar el mercurio con un soplete para dejar el oro puro y listo para la venta. En condiciones ideales, el mercurio se condensa y reutiliza, pero esto casi nunca ocurre. Las personas terminan inhalando vapores tóxicos, mientras otra parte cae a las corrientes de agua. Allí pasa de los peces pequeños a los grandes a medida que unos se comen a los otros. Al final, los bagres y otros peces de río llevan consigo cantidades de mercurio que llegan al ser humano. La dieta basada en pescado, rica y sana por naturaleza, se convierte en la más dañina en las regiones de influencia minera.
Ante la prohibición del mercurio, la cianuración es el método más usado por las empresas mineras. Es costoso y exige un montaje más complejo, pero les permite trabajar con volúmenes mayores. El material ya molido de las minas pasa a unos tanques con solución de cianuro que disuelve las finas partículas de oro. Al igual que con el mercurio, el problema viene cuando esa solución con cianuro no se maneja bien y termina en las fuentes de agua y las contamina. La falta de control del Estado motiva a que las compañías mineras se esfuercen poco en encargarse de sus desechos.
De cualquier manera, cada vez se produce más oro, el apetito por él es único. Se mantiene vigente y en aumento. China es el mayor productor, seguido de Rusia y Australia. Suráfrica fue el más grande del siglo XX, ahora su producción viene decayendo. De los países que hablan español, México y Perú están entre los diez primeros, y Colombia los sigue un poco más abajo. De alguna manera, el tesoro de El Dorado se mantiene vigente.
De cada diez gramos de oro que se sacan en las minas, cinco van para joyería, cuatro son comprados como inversión o van a los bancos centrales, y uno va para uso industrial. Los tres renglones van en alza. El símbolo del oro como alianza y adorno del cuerpo sigue teniendo adeptos en el mundo entero, especialmente en los países en crecimiento. Las naciones que hacen competencia a los Estados Unidos buscan respaldar sus monedas con la compra de oro. Y, como novedad, el oro es ideal para fabricar conectores eléctricos en teléfonos celulares y todo tipo de artículos computarizados. La alta demanda de lado y lado eleva los precios, lo cual permite que yacimientos relativamente pobres sean económicamente explotables.
Actualmente, hay un poco más de doscientas mil toneladas de oro sobre la superficie de la Tierra. Es decir, el equivalente a un edificio de unos siete pisos de alto y veinte metros de frente —hecho de oro, por supuesto—. Aparte de lo que se recicla, cada año se le agregan unas tres mil quinientas toneladas nuevas, lo que es algo así como una piscina mediana. Colombia produce el 2 % de ese total anual, lo cual equivale más o menos a un cubo de oro de metro y medio de lado. No parece tanto, la verdad, para todo lo que representa en problemas sociales, ecológicos y gasto de energía de todo tipo. Esto es lo que significa ser el objeto de deseo del ser humano.
Hacia un futuro más lejano, cuando nos lancemos a la conquista del espacio interplanetario, el oro será aún más importante. La mejor manera de proteger a las personas y las naves espaciales de los dañinos rayos ultravioleta es, como lo mencionábamos, recubrir sus trajes y naves con finas láminas de oro. De esa manera, más allá de lo humano, el oro volverá al lugar de donde vino, el espacio exterior.
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