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América Latina: la unidad abigarrada

Ante la manera en que las fronteras latinoamericanas se han configurado surge la pregunta: ¿es posible proyectar un pacto de unión que nos trascienda? La filósofa argentina analiza el drama histórico que habita en el continente entre repúblicas oligárquicas y plebeyas para proponer nuevas realidades políticas.
Hay quien viaja solo. Otros viajan en familia. Llevan solo lo indispensable, la incertidumbre del futuro que traen consigo ya pesa bastante. Nadie está vestido adecuadamente para afrontar esta travesía. Sus pertenencias apenas protegidas en bolsas de plástico, sus bebés en brazos, sus hijos de la mano. Es imposible saber cuántos logran cruzar la selva y cuántos mueren intentándolo. El Darién, agosto de 2023. Foto de Federico Ríos.

América Latina: la unidad abigarrada

Ante la manera en que las fronteras latinoamericanas se han configurado surge la pregunta: ¿es posible proyectar un pacto de unión que nos trascienda? La filósofa argentina analiza el drama histórico que habita en el continente entre repúblicas oligárquicas y plebeyas para proponer nuevas realidades políticas.

¿Cómo pueden entenderse las fronteras entre los países de América Latina?

Luciana Cadahia: Me gustaría darle un pequeño giro a la pregunta. Más que entender las fronteras creo que es necesario, primero, pensar en nuestra unidad subterránea. En ese sentido, nos encontramos unidos por una herida colonial y por una voluntad de libertad emancipadora que nos ata al territorio de una manera muy singular. Desde hace algunos años vengo estudiando los discursos y las prácticas políticas del siglo xix, y allí el eje no venía dado por la figura Estado-nación sino por la figura de la república americana. Estos discursos tenían una vocación de unidad regional a los que deberíamos volver a prestarles mucha atención. En primer lugar porque nos ayuda a entender que no siempre se habló sobre la fragmentación regional. En segundo lugar porque nos permite precisar en qué momento comienzan a consolidarse ciertos discursos culturales, políticos e intelectuales que tienden a impulsar unos imaginarios de desintegración regional que terminan siendo muy ineficaces para la configuración del neoliberalismo en nuestros países. En ese sentido, los años noventa son clave. Creo que allí se configuró una hegemonía estética y política, que aún hoy padecemos, interesada en hacernos creer que la unidad regional era sinónimo de un fracaso y de un pasado obsoleto que debía ser superado. En Colombia, esa sensibilidad noventera la experimentamos en la literatura, en los dizque «centristas políticos» y en una capa de académicos formados en la tecnocracia burocrática. Se configuró un experimento sensible bien curioso que nos hizo creer que ser moderno, progresista y occidental era sinónimo de dejar atrás los discursos latinoamericanistas de unidad regional. Por suerte, las nuevas generaciones hicieron un cortocircuito con ese discurso, tanto en Colombia como en otros países latinoamericanos. Y una nueva sensibilidad de unidad vuelve a cobrar forma en términos estéticos y políticos. En gran medida, gracias a la primera ola de gobiernos progresistas y su reactualización con los gobiernos de México, Brasil, Chile y Colombia. Pero también gracias a un cambio en la conciencia académica y artística cuya curiosidad nos permite explorar con rigor nuestra unidad territorial, política y cultural.

¿En qué ámbitos puede darse de manera efectiva una conversación entre países latinoamericanos? ¿Cuáles son esos temas que per-mitirían tener una conversación transversal?

LC: Creo que estas conversaciones ya están teniendo lugar desde hace, al menos, dos décadas. Hace tiempo que nos hemos despertado de la larga noche neoliberal, entendida como un ejercicio de borradura de memoria histórica.

Por suerte, lo que borran del relato oficial sigue vivo como algo latente en nuestros cuerpos y sensibilidades. Es cuestión de tiempo para que esa chispa vuelva a encender el alma de nuestros pueblos. Miremos si no las dos revueltas populares más importantes de la región en los últimos años: Colombia y Chile. En ambos casos, eso condujo a una reorientación política de los dos países. Ahora bien, creo que los debates se vienen dando a nivel político entre los diferentes líderes progresistas de nuestra región, y también se dan en la academia comprometida con la realidad social latinoamericana. En mi caso, pertenezco a una red de pensamiento social latinoamericano que plantea la necesidad de una academia militante en la que venimos estudiando y atando los diferentes procesos políticos de la región en un lenguaje compartido entre el Caribe, los Andes, el llano, el Cono Sur, la Amazonía, etc. Finalmente, en el ámbito del periodismo independiente y en la literatura también se dan estos debates. Y todos ellos apuntan a la configuración de una sensibilidad histórica compartida, a la profunda comprensión de que solo como bloque regional podremos construir soberanía para nuestros pueblos ante el nuevo orden mundial que se avecina y que eso pasa por entender la importancia que tienen nuestros recursos naturales, la necesidad de construir una transición energética y tecnológica acorde a nuestras posibilidades y el reconocimiento del rol protagónico que deberán tener los sectores históricamente excluidos de los relatos nacionales. Solo habrá futuro para América y la humanidad si asumimos nuestra mayoría de edad y las riendas de nuestra autodeterminación.

Las fronteras entre los países de Latinoamérica son porosas. Las cholas, en la frontera entre Argentina y Bolivia, cruzan por caminos ancestrales que están vigentes desde antes de las fronteras modernas, llevando productos entre sus vestidos. Ocurre también en La Guajira, donde los wayuu no tienen fronteras y deambulan entre Venezuela y Colombia. ¿Se puede extender a la política internacional esta manera de unir las naciones a pie?

LC: Nuestro continente experimenta una unidad prehispánica que se expresa de diferentes maneras. Siempre hemos tenido una voluntad de unidad abigarrada, y empleo esta expresión en el sentido del pensador boliviano Zavaleta Mercado, es decir, una unidad abigarrada que es el resultado de diferentes sedimentaciones temporales conviviendo en simultáneo en nuestras repúblicas. Lo antiguo y lo moderno se articulan de unas formas muy curiosas para dar lugar a lo nuevo en nuestro continente. Y creo que nuestros países son cada vez más conscientes de ello. La humanidad es muy antigua, pero nuestros países son muy jóvenes y no resulta fácil descubrir la dimensión de lo que somos. Creo que México es el país que mejor sabe comprender eso de sí mismo. Y creo que Colombia ha entrado en ese camino a la vez. Somos países muy jóvenes con unos acumulados históricos muy antiguos que obligan a descubrir qué hacer con todo eso para darnos una formación social específica. Y si a eso le sumamos que las oligarquías han hecho todo lo posible para desintegrar estas formaciones sociales, entonces resulta muy esclarecedor entender por qué nos ha costado tanto darnos una orientación precisa como unidad regional.

¿Qué puede aprenderse de una experiencia como Unasur?

LC: En mis trabajos suelo explorar la tensión que existe entre dos proyectos de república en nuestra región. Por un lado, están las repúblicas oligárquicas, las repúblicas de los linajes y de las familias más ricas del país, cuya relación con las instituciones se vuelve rentista y patrimonialista. Las instituciones y el derecho se ponen al servicio de las clases dominantes para conservar sus privilegios, expulsar a las mayorías sociales de la vida política y consolidar un capitalismo del despojo, la violencia y la economía de enclave. De otro lado, encontramos las propuesta de república plebeya o popular, cuya relación con las instituciones y el derecho es completamente opuesta dado que se pone al servicio del común. El Estado comienza a tener un rol reparador para que todas podamos tener derecho al derecho. Consignas como la justicia social y ambiental empiezan a tener cabida. Creo que desde los laboratorios de república oligárquica la tendencia es a la desintegración de la unidad latinoamericana. Cuando un país experimenta este tipo de gobiernos, como lo fue el de Iván Duque en Colombia, por ejemplo, la tendencia es al aislamiento espiritual, político y económico y de ruptura con América Latina. Cuando aparecen los experimentos populares, en cambio, la tendencia es a la unidad regional. Y cuando varios países atraviesan experiencias de repúblicas plebeyas es cuando florecen los organismos de integración regional. Unasur fue uno de ellos y tuvo un rol importantísimo en términos de acuerdos económicos, pero también políticos y culturales. Este tipo de organismos nos garantiza soberanía regional y una fortaleza para que no haya injerencia de potencias económicas o políticas decidiendo por nosotros nuestra realidad social. La enseñanza de Unasur, entonces, es que para poder tener futuro necesitamos soberanía regional y eso solo se logra si creamos espacios para el diálogo y la toma de decisiones conjuntas. De lo contrario, mucho me temo que terminaremos siendo un mero territorio a merced de los intereses políticos y económicos globales. En este nuevo orden mundial que se avecina, nosotros somos vistos como un lugar para la expropiación de los recursos naturales y la despensa de alimentos. Nada más. Y para mantener ese modelo necesitan destruir nuestros estados, consolidar el crimen organizado y mantener a nuestros pueblos en una especie de hechizo fascistoide. Tenemos la fuerza histórica para ofrecer otra cosa como región. En gran medida porque tenemos un acumulado histórico de luchas y unidad muy poderosos y porque también tenemos para ofrecer otra relación con la naturaleza.

Luciana Cadahia es profesora de Filosofía. Ha centrado su trabajo intelectual en el pensamiento latinoamericano con énfasis en lo político, la estética y lo popular. Foto: cortesía de Cadahia.
Luciana Cadahia es profesora de Filosofía. Ha centrado su trabajo intelectual en el pensamiento latinoamericano con énfasis en lo político, la estética y lo popular. Foto: cortesía de Cadahia.

En una entrevista que concedió a GACETA, Yayo Herrero decía que estamos en un momento radical: o se es parte de las lógicas del capitalismo y se las valida con nuestro quehacer y vivir, o se las cuestiona y se toman decisiones para no mantenerlas. ¿Qué tiene qué ver esto con las fronteras en Latinoamérica?

LC: Esta decisión radical que plantea Yayo Herrero, y que comparto, en América Latina y el Caribe, se dirime al interior de este drama histórico atravesado por la tensión entre repúblicas oligárquicas y repúblicas plebeyas. Si las primeras se han configurado como un proyecto racista de enclave regional que no ha hecho otra cosa que alimentar los aspectos más destructivos del capitalismo contemporáneo, las segundas, en cambio, funcionan como un laboratorio que hace un cortocircuito con el actual estado autodestructivo del capitalismo financiero. En ese sentido, creo que la frontera, más que territorial, es mental y espiritual en nuestro continente. O seguimos repitiendo la vieja lógica hispánica del despojo, el autodesprecio y la violencia, o nos entregamos al experimento revolucionario de imaginar y construir unas repúblicas para la vida humana y planetaria.

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