No, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario.
—Gilles Deleuze y Félix Guattari: El Anti Edipo
Parece que la ultraderecha está hoy en todas partes. En la última década hemos visto proliferar liderazgos y movimientos de esta tendencia que, gradualmente, se han convertido en el centro del debate político tanto en los países del Norte como del Sur Global. Estos hechos han llevado a que la palabra «fascismo» retorne al vocabulario político, tanto en los discursos como en los medios de comunicación y la academia. Sin embargo, este concepto genera todavía una profunda reticencia. Cuando el término «fascista» es utilizado para describir un fenómeno político actual, rápidamente aparecen historiadores, analistas y políticos señalando que se hace un uso abusivo del término; poco riguroso, malintencionado y, como gusta señalar a muchos, «ideologizado».
El argumento que suele esgrimirse para refutar el uso de esta categoría en nuestro presente es que el fascismo sería un fenómeno del pasado, relegado a unas condiciones espaciotemporales muy específicas: el período de entreguerras del siglo XX. Por este motivo, algunos académicos sugieren usar conceptos como el de «populismo», que también se ha consolidado en el debate público.
La consecuencia de usar esta noción es la repetición de una fórmula trillada e insuficiente: ante el populismo demagógico de las masas ignorantes, debemos defender el gobierno de los «técnicos» y «expertos». La tecnocracia liberal como el supuesto antídoto, cuando tanto la una y como la otra han sido derrotadas por los movimientos de ultraderecha. Desde esta misma óptica liberal, el concepto de populismo iguala a izquierda y derecha, de manera que la singularidad de la nueva extrema derecha se pierde en una lectura difusa.
Definir al fascismo siempre ha sido difícil porque este fenómeno, a diferencia del conservatismo, el liberalismo o el socialismo, no le da una prelación significativa a la construcción de una doctrina ideológica estructurada —es decir, un conjunto de principios relativamente estáticos y coherentes, que se proponen a la sociedad desde un programa político—; sino que se caracteriza por su constante dinamismo, una glorificación de la acción voluntarista (que se asume como creadora de verdad) y una no menor cantidad de contradicciones internas.
Ahora bien, aunque el fascismo se caracterice por cierto dinamismo y voluntarismo que hacen difícil delimitarlo como una doctrina, sí considero que hay cierta lógica que se desenvuelve en éste, que tiende a transformarse todo el tiempo, pero que opera de manera persistente. A esta lógica la denomino un negacionismo inmunitario. En otras palabras, el fascismo es un proyecto de renaturalización de las jerarquías sociales, que busca negar la diferencia y la pluralidad inherentes a las relaciones humanas (por eso es negacionista), con la pretensión de constituir una comunidad perfectamente ordenada, por medio de la negación, exclusión y eliminación violenta de elementos disonantes que son vistos como amenazantes para la salud del cuerpo nacional (aquí está su carácter inmunitario).
Esta lógica inmunitaria es la que hace que el fascismo sea tan volátil, mutable y contradictorio. Los proyectos fascistas siempre están articulados a la idea de una amenaza permanente y cambiante, que diluye los límites que ordenan al mundo y lleva a la civilización a un estado de decadencia. Esta amenaza es encarnada por figuras de otredad que se asumen como portadoras del germen que hará colapsar a la sociedad: los comunistas, las «razas inferiores», las feministas, las disidencias sexuales y de género, etc.
Si nos centramos en esta lógica, nos daremos cuenta de las constantes resonancias que hay entre pasado y presente (que no implican una simple repetición cíclica de lo mismo). Esta lógica logra persistir en el tiempo porque las recurrentes crisis del capitalismo producen lo que la política y pensadora marxista Clara Zetkin, poco antes del ascenso del nazismo, denominaba como un sentimiento de «sufrimiento espantoso», que fácilmente puede articularse con las promesas de pureza y supremacía fascistas.
Los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari advertían que todos, bajo ciertas circunstancias, podemos llegar a desear el fascismo. Y este deseo por el fascismo va más allá de la simple manipulación demagógica. Tiene que ver con esa búsqueda de vías de escape a la que muchos nos llegamos a enfrentar en medio de una sociedad capitalista en la que estamos reducidos a ser fuerza de trabajo intercambiable, donde la inseguridad en la existencia es una condición generalizada (pensemos en aspectos que van desde la crisis de salud mental hasta el riesgo del desempleo tecnológico o la ansiedad por la devastación ecológica).
Es por este motivo que el fascismo, tanto en sus formas anteriores como en las nuevas, constantemente moviliza afectos que tienen que ver con el temor a ser reemplazados, sustituidos o borrados. A esta inseguridad existencial y miedos paranoicos, se suman afectos de odio a todo lo que represente la desnaturalización del orden, una profunda obsesión con la pureza y un amor por todo lo que se asume como propio, homogéneo y puro. Es por este motivo que considero que, si queremos comprender a los nuevos fascismos, debemos rastrear estos afectos que los movilizan. Si adoptamos esta perspectiva, podremos ver cómo la lógica inmunitaria del fascismo se ha insertado gradualmente en el sentido común y se expresa en múltiples sucesos que tienen lugar en nuestro presente.
Hoy, las grandes potencias occidentales rodean un proyecto genocida de limpieza étnica, bajo la promesa de «desatar el infierno» contra aquellos que son vistos como amenazantes. En simultáneo, multimillonarios del sector tecnológico abrazan cuestionables proyectos de darwinismo social, influenciadoras llaman a un retorno de la mujeres al confinamiento doméstico y los ideólogos de la nueva derecha llenan auditorios donde, desde un lenguaje supuestamente académico, hablan de la batalla cultural y de conspiraciones como la de la ideología de género. En Colombia también podemos ver sucesos que van desde individuos armados que atacaban a manifestantes en el estallido social hasta grupos que, cobijándose en la oscuridad de la noche, borran murales en memoria de las víctimas del conflicto armado y la violencia estatal.
Estos diferentes sucesos tienen en común esta lógica inmunitaria que mencionaba antes: un afán desesperado por eliminar, muchas veces de forma violenta, toda manifestación de la pluralidad, en nombre de una supuesta restauración de la naturaleza humana hacia un estado idílico, jerárquicamente ordenado, que nunca ha existido.
En tiempos de postpandemia y devastación ecológica planetaria, insistir en la potencia analítica del concepto de fascismo no se reduce simplemente a una consigna militante, es una descripción del verdadero peligro que marca las confrontaciones políticas de nuestro presente.