ETAPA 3 | Televisión

¿Hay vida (y sexo) más allá del capitalismo eufórico?

1 de julio de 2025 - 8:07 pm
Vivimos en un mundo de fantasías programadas en las que el sexo parece ser el único remedio contra el dolor de existir, pero ¿pueden salir nuestras relaciones de las lógicas de la mercancía, de sus fetiches y falsas promesas de redención?
El viaje, 1975, es la última obra de una serie de ensamblajes realizados por Bernardo Salcedo desde mediados de los años sesenta. Se trata de una pieza singular: mientras que en otras de sus llamadas «cajas blancas» aparecen cuerpos seccionados como el de un Divino Niño, dispuestos como cúmulos de objetos, en esta maleta se exhiben fragmentos de un cuerpo adulto organizados de forma racional, como si fuese posible empacar distintas maneras de habitarnos, de elegir qué rostro, qué oídos o qué manos usar en un día determinado. Pero el contexto de la obra es menos lúdico que el de un simple viaje o vacaciones. Salcedo reinterpretó aquí una noticia violenta publicada en un periódico en octubre de 1973: «Mandan de Bogotá a Cali cadáver en dos maletas». Este caso, conocido como el del «enmaletado», marcaría el inicio de una transformación en las expresiones de la violencia en Colombia. Colección del Banco de la República.
El viaje, 1975, es la última obra de una serie de ensamblajes realizados por Bernardo Salcedo desde mediados de los años sesenta. Se trata de una pieza singular: mientras que en otras de sus llamadas «cajas blancas» aparecen cuerpos seccionados como el de un Divino Niño, dispuestos como cúmulos de objetos, en esta maleta se exhiben fragmentos de un cuerpo adulto organizados de forma racional, como si fuese posible empacar distintas maneras de habitarnos, de elegir qué rostro, qué oídos o qué manos usar en un día determinado. Pero el contexto de la obra es menos lúdico que el de un simple viaje o vacaciones. Salcedo reinterpretó aquí una noticia violenta publicada en un periódico en octubre de 1973: «Mandan de Bogotá a Cali cadáver en dos maletas». Este caso, conocido como el del «enmaletado», marcaría el inicio de una transformación en las expresiones de la violencia en Colombia. Colección del Banco de la República.

¿Hay vida (y sexo) más allá del capitalismo eufórico?

1 de julio de 2025
Vivimos en un mundo de fantasías programadas en las que el sexo parece ser el único remedio contra el dolor de existir, pero ¿pueden salir nuestras relaciones de las lógicas de la mercancía, de sus fetiches y falsas promesas de redención?

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Hablamos de sexo. Todo el tiempo y en cualquier lugar. Y en el parloteo ya no se escucha nada. Apenas una risa, un sobreentendido, un signo que envía a otro signo. Como si el sexo fuera aquello de lo que no se puede hablar o para lo que no hay palabras. Una experiencia dominada por el tropo de la vergüenza. Pero hay que insistir en hablar, o escribir en este caso, para traer el deseo, a través de la palabra, al aquí y el ahora, al tiempo humano de la contingencia. Para abatir el culto de lo extraordinario o lo excepcional, que nos arrincona en la frustración. Si hablamos tanto de sexo es quizá porque hay fracasos y accidentes en su búsqueda o en su realización. Llamémoslo mal sexo, si es que eso ayuda a entender. En su malestar, las historias que este mal sexo nos deja rompen las lógicas de éxito y máxima productividad a las que estamos arrojados —las lógicas del todo lleno, todo visible, todo expuesto—, y fracturan el sistema que nos condiciona tanto que desea nuestra muerte, o nos hace desearla, y trabajar para ella. Hablo del capital y los lugares que ha colonizado, que son prácticamente todos. ¿Es el sexo una posibilidad de fuga de ese sistema o su más precisa confirmación? No es una pregunta retórica, sino existencial y política. Nos atraviesa día a día. Todos añoramos una salida. Y, a veces, esa salida tiene, en nuestra imaginación, la apariencia de una sexualidad trascendente, significativa, acompañada, que pocas veces encontramos. Quizá porque la buscamos en la euforia y el alto rendimiento, como una más de las transacciones del capitalismo, y no en algo que habría que inventar: una ética de la cercanía y la proximidad.

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Citius, Altius y Fortius no son dioses romanos sino palabras en latín que resumen la excelencia buscada en la más famosa de las justas deportivas de la humanidad: los Juegos Olímpicos. Citius, Altius, Fortius: más rápido, más alto, más fuerte. Tras realizarse durante un poco más de mil años, los Olímpicos fueron prohibidos en el 393 d. C. por Teodosio i, el emperador romano que quería borrar toda huella pagana y consolidar el cristianismo como la religión única en todos los confines del imperio. Los imaginarios olímpicos fueron idealizados en la memoria colectiva como un ejemplo de civilidad. Se suponía que la sana competencia afianzaba no solo la excelencia sino la amistad, el buen juicio, el respeto, la moral social. Con esa confianza se revivieron los Olímpicos a finales del siglo xix a expensas de un barón francés formado en Inglaterra, Pierre de Coubertin, que creía en todo ese acumulado ético. Un depósito de valores que, en los años siguientes, habría de pasar por la fragua del capitalismo fordista, y de todas las formas siguientes del capitalismo. Hasta la de hoy, a la que quiero llamar capitalismo eufórico.

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Hace pocos años usé por un tiempo una aplicación de citas o encuentros sexuales en la que, lo que más me sorprendió, fue encontrar cuarenta y una opciones de identidad de género para elegir cómo presentarse (me dio alegría y vértigo. Y no pude saber si era un triunfo de la diversidad o la astucia de los segmentadores de mercado). Tal vez eran menos opciones y yo elegí recordar la simbólica cifra de cuarenta y una para aludir con ello al baile de jotos, de principios del siglo xx en México, que terminó en una redada policial. O podía haber elegido ciento ocho, que fue el número de homosexuales incluidos en una lista como sospechosos de un crimen, en un acto usado por la dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay para desviar la atención de la responsabilidad de su propio hijo en el asunto. Las disidencias de sexo y género vienen de una larga historia de persecuciones y estigmatización. No hay que olvidar eso, tal vez tampoco abusar de
su recuerdo.

De mi temporada en la aplicación recuerdo más malas que buenas experiencias. La primera, la compulsión por entrar, una y otra vez, y sentir la euforia inmediata de ese gran supermercado virtual, cuya principal promesa era algún tipo de conexión física, humana. Allí me expuse a la falta de cuidado en la interacción de l_s usuari_s, la acepté, probé la omnipotencia de pasar perfiles mecánicamente y enviarlos sin ningún miramiento al olvido con una simple acción del dedo. Venía de historias de borramiento, creí que me había rebelado contra ellas, y ahora, de manera voluntaria permitía borrar y ser borrable. Mi compulsión me empujaba a creer que, en esa pantalla infinita, siempre había algo mejor que encontrar: más bello, más exitoso, más excitante. La lejanía tiene más atractivo que la proximidad. Lo siguiente atrae más que lo presente. La distancia permite fantasear. La presencia es ardua. ¿Existe algo como el régimen emocional del capitalismo actual?

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En «Euforia: la alegría insana del neoliberalismo», un texto del filósofo español Javier López Alós, leo: «Como una danza que quemase la tierra, el destino de la euforia es, contra toda previsión, descubrirse celebrando en soledad. Más allá del cansancio, la razón de que lo que siga sea la melancolía es también la profunda decepción de no encontrar compañía a la altura del delirio. Una alegría hipertrofiada es capaz de transformar lo que constituía un bien en una nueva ocasión para las pasiones tristes y alejarnos aún más de los otros». La palabra euforia es de origen griego: εφορα, eu ‘bueno’, phéro ‘soportar’, más el sufijo -ia que indica cualidad. La euforia fue, entonces, la capacidad de soportar los padecimientos.

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De mi temporada en la aplicación recuerdo un encuentro real, uno entre varios. Dos personas extrañas que juegan a estar juntas, a ser cercanas. Cuando el interés merma, hay que buscar un nuevo subidón, una sustancia, la película porno, o convocar un nuevo fantasma. Lo que hay nunca es suficiente. En mi recuerdo está la escena de alguien que hace con disciplina y fervor una mamada, mientras otro busca el más allá en la pantalla de su celular. Todos tienen su parte de placer y conexión. La ilusión se crea y se deshace, hasta la próxima vez.

vi

Un tiempo después de usar la aplicación de citas, me aficioné a todo lo relacionado con la crisis de los opioides en Estados Unidos. Vi series, películas de ficción y documentales relacionados con el tema, el sufrimiento de los adictos, la apatía de los Gobiernos y el cinismo de la familia Sackler, responsable, a través de una compañía farmacéutica de su propiedad, de desarrollar y comercializar un analgésico, el OxyContin, que enganchó a una multitud de estadounidenses. El medicamento era prescrito por médicos, muchos de ellos sobornados, para ayudar a gente adolorida a soportar sus padecimientos. «La euforia que les provocaba era lo que los mantenía en constante consumo y abuso», leo en una página cualquiera de internet. Como el efecto disminuía, había que aumentar las dosis. No es la euforia de la que hablaban los griegos. La nueva euforia se parecería más a un sentimiento de ir más rápido, estar a mayor altura, ser más fuerte.

En la búsqueda de entender las adicciones de los otros, para evadir la sombra de las propias, me encontré con Nuestra enfermedad. Lecciones de libertad en un diario de hospital (2020), un libro de Timothy Snyder. El historiador y profesor estadounidense reflexiona sobre el sistema de salud a partir de un episodio personal de enfermedad que lo dejó a merced de la atención sanitaria en un país, el suyo, donde esta no es un derecho sino una mercancía. Cuando indaga en la crisis de los opioides, Snyder dice que en Estados Unidos se perdió la idea de que el sufrimiento tiene un sentido y conlleva una elevación ética o moral, y ve esto como un cambio cultural profundo. Dice que, por el contrario, se extiende una suerte de «tolerancia cero» frente al dolor físico y espiritual. El dolor es aquello que hay que cubrir y borrar; si duele, hay que disimular el síntoma sin ir a la raíz.

La lejanía tiene más atractivo que la proximidad. Lo siguiente atrae más que lo presente. La distancia permite fantasear. La presencia es ardua. ¿Existe algo como el régimen emocional del capitalismo actual?

Dibujo de Nadia Granados, después de Linda Benglis, 2025.
Dibujo de Nadia Granados, después de Linda Benglis, 2025.

vii

Sentimos que el sexo es un remedio contra el dolor de existir. Como si para calmar ese dolor hubiera que hacer un viaje a la raíz de la vida, al acto original. Y repetirlo como un ritual, una y otra vez. Y si falla, volver a intentarlo. Venimos también, tod_s, de esa memoria.

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En series  y películas como Painkiller y Pain Hustlers, ambas de Netflix y que muestran los resortes de la crisis de los opioides, vi, tanto en el argumento como en la forma audiovisual, la representación del régimen emocional del capitalismo tardío; es evidente que la producción de euforia está en su centro. Las dos son de 2023: mundo pospandémico listo para una aceleración final. No cambiamos, apenas fue la contracción de la siguiente expansión. El covid-19 nunca paró la danza del capitalismo y la pulsión de muerte. Todo el día, a todas horas, en todos los lugares, el capitalismo eufórico produce imágenes efímeras y efervescentes, como el Alka-Seltzer. Walter Benjamin, en Capitalismo como religión (1921), describió ceremonias parecidas que ocurrían «sans trêve et sans merci [sin tregua y sin piedad]». Consumiciones, ruido, aturdimiento. Fiestas infinitas: transmitidas, disponibles, deseables. ¡El sexo rey! A la pérdida de sentido del sufrimiento, se suma el descrédito en que han caído el aburrimiento, la lentitud, la escasez.

La madre de Pain Hustlers no se detendrá ante nada. «No me rendiré. No renunciaré a mis sueños. Haré que mi vida valga la pena», repite como un mantra. En su ascenso (es, cómo no, una emprendedora) hacia un estado de mayor rapidez, altura y fortaleza, no existen ya los otros; si acaso la hija, una adolescente enferma, por la que la madre dice hacer todo. La hija es la cifra de los afectos tribales que atraviesan a la madre. La euforia de la impulsadora del analgésico que elimina el dolor está destinada a culminar en una coreografía solitaria.

ix

El capitalismo eufórico coloniza cualquier espacio disponible, llena cada vacío, sutura toda herida. Va directo a la naturaleza de nuestro deseo, a la memoria universal del niño afligido que alguna vez fuimos. Para conjurar el miedo de volver a un estado de indefensión se nos ofrecen mercancías, formas brillantes que al adquirirlas nos consuelan o nos completan. El capitalismo de la euforia ha potenciado la mercancía perfecta, la joya de todos los intercambios: el propio cuerpo y el cuerpo del otro. Ha vuelto el cuerpo una zona de obras en permanente remodelación y convertido al sexo en una obligación. Vende, muestra, goza, atrae, compite, brilla más. El cuerpo es fuerza de trabajo y herramienta de intercambio. Por supuesto, hay un culto a la salud y a la juventud. Tiene que ser así pues la máquina productiva, el cuerpo, debe llegar más rápido, más alto y más fuerte al precio de olvidar su condición contingente y mortal. Al costo de olvidar sus límites. Y el primero de ellos es que el cuerpo cansa, porque se cansa.

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Amantes, un poema de Jorge Gaitán Durán (fragmento):

Somos como son los que se aman.
Al desnudarnos descubrimos dos monstruosos
desconocidos que se estrechan a tientas,
cicatrices con que el rencoroso deseo
señala a los que sin descanso se aman:
el tedio, la sospecha que invencible nos ata
en su red, como en la falta dos dioses adúlteros.
Enamorados como dos locos,
dos astros sanguinarios, dos dinastías
que hambrientas se disputan un reino

[…]

xi

Hay una escena en la que nunca estaré pero que me llega mediada. Son las fiestas del poder y los poderosos. Fiestas con mucha gente, porque el poder necesita exhibirse. A veces, fragmentos de esa embriaguez y de ese exceso se filtran en videos que se vuelven virales. El capitalismo eufórico es también el capitalismo del escándalo. Siempre que morbosamente los veo pienso en la tras escena de las orgías, en la extracción y el empobrecimiento de otros que se necesita para el goce de unos pocos. ¿Qué pasaría si viéramos de frente el otro lado de la mercancía, sus cadenas de producción?

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El capitalismo eufórico es pues ese señuelo que atrae y nos promete satisfacciones programadas que siempre deben volver a empezar, para encadenarnos en la rueda de las repeticiones y las aflicciones. El viaje hacia aventuras extraordinarias que al estar, al parecer, siempre a la mano, pierden su cualidad de únicas. Peter Handke, en Ensayo sobre el cansancio (1989), elabora una densa meditación sobre la experiencia de estar cansados. Habla también de los buenos y significativos cansancios. Por ejemplo, el cansancio después de un trabajo colectivo o aquel que inevitablemente sobreviene en las parejas, después de la pasión, y que no es, sin embargo, el fin del amor, sino una dimensión más reposada del vínculo, cuando los astros dejan de ser sanguinarios y perseguir su propio fin, y se detienen a mirarse en calma. Handke dice que hay un cansancio honrado, de igual a igual, un cansancio de todos que purifica, un cansancio de párpados pesados e inflamados pero que mantiene despiertos a los hombres, llenos de alma. Ese cansancio que sobreviene sin que se sepa cómo, que no se puede planificar, y que es tan distinto a la aguda melancolía que nos asedia después de la euforia.

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Repitamos: el régimen emocional del capitalismo actual produce, ante todo, soledad y aislamiento. Las formas de integración o de fiesta que propone conducen a un callejón de pasiones tristes. La depresión es el envés de la euforia. Vivimos en la sensación extendida de no estar a la altura de lo que se espera de nosotros, pues no somos tan fuertes, ni tan rápidos. ¿Se puede construir otra manera de estar juntos que no se fundamente en la excepción sino en lo común? Y, en consecuencia, ¿es posible un encuentro sexual por fuera de las transacciones y los intercambios? ¿Pueden salir nuestras relaciones de las lógicas de la mercancía, de sus fetiches y falsas promesas de redención? Vuelvo a Capitalismo como religión de Benjamin: «El capitalismo es una pura religión de culto, la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado solo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ninguna teología». El capitalismo es una religión sin dios, o que ha llevado al extremo la idea antigua del deus absconditus, del dios que se esconde, pero que en su ausencia sigue siendo operativo y exigiendo sacrificios. A nombre de una conjunción entre deuda y culpa.

El único pharmakon que se me ocurre ante esta teología sin dios es mirar más al lado y al frente, y no tanto hacia arriba, donde viven las estrellas. Reconciliarnos con lo inmediato y lo cercano. Dudar del romanticismo y la mistificación. No es una fórmula sino una práctica. Es una ascesis (la áskēsis, originalmente, se refería al entrenamiento de los atletas). La ética de la proximidad y la cercanía puede ser también la práctica de la atención y de la presencia. Dos disposiciones que van en la dirección opuesta a la que domina hoy nuestros encuentros y relaciones que, hay que volverlo a decir, es el ethos de la euforia.

En la imaginación y en las imágenes se libran combates, batallas por el sentido. Estamos sobrepasados por las imágenes de la euforia, casi no vemos que por todo lado hay evidencias de que es el cuidado el que sostiene el mundo. Es la cooperación y no la competencia. En 2021, después de la pandemia, el Comité Olímpico Internacional, tras lidiar con la corrupción de los ideales olímpicos (por el doping, entre otras circunstancias), agregó la palabra Communiter [juntos] al lema del evento deportivo (Citius, Altius, FortiusCommuniter). No se trata de renunciar a un legado de búsqueda de excelencia, basta con permitir la decisión y respetar la libertad y la individualidad. Tampoco se trata de domesticar el deseo y sus fantasías, sino de abrirle paso también a la imaginación moral.

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