ETAPA 3 | Televisión

Un país en busca de héroes

En un país sin verdaderos logros deportivos, ¿qué significó para Colombia su primer gran triunfo ciclístico en 1985? Mientras la televisión progresaba, el ciclismo se posicionó como un ingrediente primario en la mezcla de nuestra identidad nacional.
Tête de la course, 2002. Serie de dibujos de Manuel Quintero sobre Lucho Herrera (cada uno de 15 × 10,5 cm, 70 en total). Creativamente, Quintero se ha interesado en incluir el mundo del ciclismo en su obra gráfica, objetos escultóricos e instalaciones. En Tête de la course, dibujó a Lucho Herrera a partir de una misma matriz fotográfica con diferentes implementos (lápiz de grafito, sanguina, lápices de colores, bolígrafo y marcador). Esto le permitió acentuar matices en el rostro de Herrera que sugieren diferentes registros anímicos del ciclista. Cortesía del artista.

Un país en busca de héroes

En un país sin verdaderos logros deportivos, ¿qué significó para Colombia su primer gran triunfo ciclístico en 1985? Mientras la televisión progresaba, el ciclismo se posicionó como un ingrediente primario en la mezcla de nuestra identidad nacional.

Fueron doce meses violentos: el Palacio de Justicia ardió en un asalto y una avalancha sepultó el pueblo de Armero, en el Tolima; la Unión Patriótica, el partido que nació tras un acuerdo de paz, desde su fundación se vio obligado a enterrar a millares de militantes bajo una cacería sistemática, mientras el cartel de Medellín asesinaba jueces y policías en racimo; las masacres y los secuestros de civiles también sucedían con rutina y las guerrillas mantenían al Ejército en jaque. En sus archivos, saturados por tanto duelo, los medios de Colombia recuerdan 1985 como un año «ominoso».

Ninguna sociedad avanza sin muletas después de padecer el horror. Para superarlo es preciso un desquite que active la esperanza nacional. El nuestro llegó a través del deporte, el fenómeno que tantas veces unió e impulsó a otras naciones desgajadas.

Ejemplo de posguerra: en Italia, durante el verano de 1948, la derecha atentó contra el líder comunista Palmiro Togliatti y el país empezó a deslizarse hacia la guerra civil. Desesperado, Alcide de Gasperi, presidente del Consejo de Ministros, pensó en un hombre que podía unir a su pueblo dividido: Gino Bartali, el ídolo del ciclismo italiano, que en esos días disputaba el Tour de Francia. La orden por teléfono fue a la vez una súplica: «Gana, campeón. ¡Salva a tu país!». Y Bartali llegó a París con el maillot amarillo del líder. La dicha unánime por su título apaciguó las hostilidades en casa.

En Colombia, a mediados de los ochenta, para mitigar tanta inquina, la opción más fácil hubiera sido el fútbol, siempre popular y masivo. Pero no había una selección capaz de lograr victorias épicas. Y las necesitábamos. Urgía una revancha para conjurar nuestra realidad cruenta; una epopeya que lavara nuestros pecados en el altar de la gloria deportiva.

Buscábamos un héroe nacional y llegó en bicicleta. Una figura solitaria surgida del campo relegado. Un tipo menudo, tímido y común, que personificó a millones de colombianos y convocó en sus piernas de garza el esfuerzo de un país. Contra la incredulidad y el derrotismo tradicional, «el Jardinerito de Fusagasugá» floreció en las carreteras de Europa, rodeado de adversarios que lo apuntaban como espinas. Entre la desolación nacional, vimos su consagración en directo. En 1985, aquel annus horribilis, muchos ya teníamos televisión a color. Y a través de la pantalla, con el maillot amarillo, azul y rojo, presenciamos la compensación que nos regaló Lucho Herrera.

El ciclismo como manifestación social palpita desde hace más de un siglo en Colombia. A fines del XIX ya había clubes de ciclistas en Santander y otros departamentos. Y por esa misma época, cuenta el libro La Magdalena, escrito por Camilo Moreno Iregui, se inauguró en este viejo barrio de Bogotá el primer velódromo, donde la burguesía se congregaba en torno al espectáculo.

Las grandes carreras de bicicletas, que se propusieron recorrer Francia, Italia, España y, más tarde, Colombia, nacieron promovidas por editores que querían vender muchos periódicos y revistas. La épica de esos viajes por vías intransitables despertaba la curiosidad de los lectores, que demandaban retos excesivos. Al papel se sumó la radio, que recreó también con palabras unas aventuras invisibles, pero imaginables. En el principio el ciclismo fue solo verbo, hasta que llegó la televisión.

«Y lo hizo un poco tarde, o cuando pudo. Los medios impresos y la radio llevaban décadas cubriendo carreras en Colombia, dedicándole varias páginas, con reporteros enviados a las carreras. El Tiempo comenzó a escribir sobre ciclismo desde los años cuarenta», dice Ricardo Montezuma, asesorwde movilidad, coleccionista y erudito del pedal, mientras saca de su archivo una página de prensa y escudriña la fotografía con los ojos entrecerrados. En la imagen blanco y negro, de 1955, junto a la multitud que rodea a decenas de ciclistas en el centro de Bogotá, Montezuma distingue la unidad móvil: un bus oscuro, traído desde Estados Unidos en septiembre de 1954, que entró por Buenaventura y se usó para cubrir en exteriores los eventos que luego aparecían en la nueva televisión nacional. Entre otros, aquella quinta edición de la Vuelta a Colombia en bicicleta, la primera que apareció en la pantalla chica.

En los años cincuenta germinó el virus ciclista. En 1951 se inauguró en Bogotá el velódromo de la avenida Primero de Mayo, a cuya apertura fue invitado José Beyaert, un francés que había ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1948. Beyaert se quedó, ganó la Vuelta a Colombia de 1952, fundó escuelas de ciclismo y entrenó a muchos aspirantes por petición del Gobierno. En 1955, Gabriel García Márquez publicó en El Espectador una biografía de Ramón Hoyos, cinco veces ganador de esa prueba. Y en 1959, como para cerrar la década, Fernando Botero presentó La apoteosis de Ramón Hoyos, una obra que muestra al campeón en la meta. Matt Rendell la describe en su libro Reyes de las montañas: «El ciclista se alza por encima de una pila de cadáveres de rostro sereno, algunos en descomposición, todos hinchados, las manos levantadas como si la muerte los hubiera sorprendido rezando». Por encima de la violencia, Botero proponía el triunfo de las bielas.

Julián Sánchez, ciclista aficionado e historiador, describe el ciclismo como una golosina visual que sedujo a los grandes fotógrafos de la época: Horacio Gil Ochoa, Carlos Caicedo, Sady González, Luis Alberto Gaitán, Tito Celis. «En los cincuenta estalla la popularidad de la Vuelta a Colombia, cuando era ya un evento anual consolidado, itinerante y muy popular», cuenta. Muchas de esas imágenes se transmitieron por televisión y ayudaron a fijar el pelotón en el imaginario popular.

La Vuelta, en el ámbito de una sociedad insatisfecha, sirvió además para distraer a la población durante el gobierno conservador de Laureano Gómez; y en la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, bajo un creciente malestar social y político. El régimen militar, dice Sánchez, a través de las fuerzas armadas y hasta del servicio postal, usó la bicicleta para promover un relato común y cohesionar a distintos sectores de la fragmentada sociedad colombiana.

Las grandes carreras de bicicletas, que se propusieron recorrer Francia, Italia, España y más tarde Colombia, nacieron promovidas por editores que querían vender muchos periódicos y revistas. La épica de esos viajes por vías intransitables despertaba la curiosidad de los lectores, que demandaban retos excesivos.

«La Vuelta ayudó a liberar las tensiones regionales que existían en este país desconectado. Fue un instrumento político que buscó generar empatía entre la gente alrededor de la dictadura», dice Sánchez.

Y también de la democracia, en los primeros años del Frente Nacional. Porque el ciclismo, más que la religión, ha unido en Colombia a todos los bandos. «Ha expresado algo sobre esta nación que no es violento ni desesperado», dice Rendell en su libro, donde resume nuestro conflicto a mediados del siglo anterior: «El país era presa de la inquietud, el descontento y la agresividad; había un escuadrón de la muerte para cada color del espectro político. Sin embargo, Colombia se reunió a lado y lado de sus carreteras para seguir a los ciclistas».

Mientras la televisión progresaba, el ciclismo se posesionó como un ingrediente primario en la mezcla de nuestra identidad nacional. Gracias a ella empezó un proceso gradual que sumó la bicicleta a nuestros símbolos populares. Colombia desde entonces es café, acordeón, sombrero vueltiao, carriel, chiva y bicicleta.

«El deporte como fenómeno social tiene mucho que ver con la idea de nación», dice Julián Sánchez, el historiador. Su idea remite a la relevancia cultural que tiene el fútbol en Brasil y Argentina; o el béisbol en los países del Caribe; o el básquetbol y el fútbol americano en Estados Unidos. Detrás del deporte hay patriotismo y autoestima nacional. Y en nuestro caso debería haber algo de gratitud, porque el ciclismo puso a Colombia en el mapa global, a partir de un momento que podemos ubicar con claridad.

En 1983, por primera vez, un equipo local debutó en el Tour de Francia, la competencia ciclística más importante del mundo. «El Tour de 1983 es el punto de quiebre», dice Montezuma. La cadena de relevos que empezó en los cincuenta con Efraín Forero, Ramón Hoyos y otros corredores pioneros; y que continuó con Cochise Rodríguez como eslabón crucial entre los sesenta y setenta, cuajó en los ochenta con una generación que terminó de enraizar el sentido de posibilidad en nuestra memoria colectiva. El país recibía señal de televisión a color, y en la mitad de esta década vivimos varios años decisivos, cuando la pantalla transmitió las gestas de Patrocinio Jiménez, Édgar Corredor, Fabio Parra y muchos otros. Pero ninguno fraguó un mayor poder simbólico sobre sí como lo hizo Lucho Herrera.

César Betancur, escritor de televisión, lo recuerda como un héroe nacional. «En el 84 y 85, Lucho en el Tour paralizaba el país. La gente se reunía en la calle para verlo ganar. En mi colegio, estudiantes y profesores nos íbamos al único televisor que había. En esa época era el hombre más querido de Colombia». Parecía que el porvenir nacional estaba ligado al de Herrera. Betancur describe las escenas: «Lucho se caía y se levantaba, Lucho sangraba y parecía que perdía. Pero al final ganaba. No hay guionista que logre eso. Era pura épica. Era la construcción de un héroe».

En septiembre de 1972, Helmut Bellingrodt ganó la primera medalla olímpica para Colombia. Un mes antes de que Pambelé ganara su primer título mundial. Estábamos habituados a los puestos subalternos. Pero con Lucho descubrimos que podíamos conseguir la victoria.

El éxito de Lucho, un joven de origen popular, confirma el valor que tiene el esfuerzo detrás del éxito de nuestros «escarabajos»: una visión épica de lo que significa ser colombiano y la idea del ascenso social. «Ver a Lucho ganando configura el relato de la nación afuera: Colombia en el mundo. Con él decimos que existimos, y que venimos a lograr grandes cosas. Los ciclistas escalan montañas. Tienen que subir para superarse, y subir es sinónimo de progresar y salir adelante. En resumen, triunfar», reflexiona Julián Sánchez. La mayoría de nuestros ciclistas son campesinos, y emergieron desde allí con la bicicleta y la tracción a sangre como motor del cambio.

Nuestra televisión retomó la cobertura del ciclismo con los éxitos taquilleros de Nairo Quintana y Egan Bernal. Pero el mayor protagonista actual de este fenómeno es Rigoberto Urán, un personaje que resume casi todos los rasgos del colombiano promedio: nació en la pobreza, su padre fue asesinado por un grupo ilegal, casi termina reclutado para la guerra en Antioquia y, tras muchas otras dificultades, consiguió éxito y fortuna parado en los pedales. Su historia es irresistible, y por eso César Betancur escribió una serie sobre su vida para rcn y Amazon Prime.

«El ciclismo es un espectáculo: vemos el riesgo, la aventura, el esfuerzo. Pero además la historia de Rigo es perfecta para la televisión. Es el camino del héroe, es una comedia romántica, es una historia de superación. Y es también un canto de amor de él a su papá», explica Betancur. En Colombia necesitamos a estos ídolos, y los queremos más cuando por fin se salen con la suya. Lucho Herrera, dice Betancur, fue la contracara de Pablo Escobar. Mientras este ponía bombas, él ganaba trofeos en Europa: «Era un colombiano de mostrar».

Las carreras en bicicleta, que nacieron para ser contadas, encontraron en la televisión su medio natural, pero hubo resistencia. En Colombia, dice Ricardo Montezuma, estamos en deuda con la televisión pública, que en este nuevo siglo cubrió las grandes carreras europeas y registró las victorias de los colombianos cuando ningún canal privado lo hacía. Betancur, el guionista que piensa en términos narrativos, opina que desde el sillín de una bicicleta,  retorcidos de esfuerzo en las subidas y abismados por el vértigo en las bajadas, es donde mejor se resume lo que significa vivir en esta tierra: «Colombia nos pone en una lucha constante. Todo nos cuesta, nuestra realidad es muy dura, de mucho conflicto, todo es apremiante. Eso es lo que vemos en el ciclismo».

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