Hay momentos de poesía involuntaria en el mundo. Destellos de belleza entre la maleza, milagros literarios que iluminan zonas insospechadas. Así, el lenguaje se transforma en una especie de estrella fugaz que solo concede su promesa a aquellos ojos que anhelan y desean su desmelenada brevedad. Para los demás, no es más que un rayón luminiscente en el cielo. Una visión pasajera que no dejará más huella que la que deja un susurro o un suspiro en medio del desierto. Para otros, para algunos, puede significar un desdoble metafórico en el que cada cosa se traslada de aquí para allá hasta trastocar y pulverizar los puntos cardinales y dejarnos en una nada magnífica en la que cada cosa puede ser otra, en la que las palabras mutan hasta reveses insospechados y en la que volvemos al polvo cósmico y primigenio, a las partículas elementales de las que todos partimos, porque polvo fuimos, somos y en polvo nos convertiremos.
En esa fugacidad de escándalo puedo decir que yo, un hombre común, un treintañero en la medianía de esta década, una persona como todas, un simple mortal entre los mortales, yo, digo, puedo afirmar que he dado vida a cientos, a miles de nubes y que de cientos, quizás miles, de labios que he besado he visto también nacer nubes mientras mis ojos enfebrecidos y luminosos se quieren devorar los suyos, tan bellos en su ardor, tan encantadores en su fiebre de fruta madura.
¿Cuántos de ustedes pueden decir que han triturado cristales para derretirlos, fumarlos y luego expulsarlos de sus cuerpos, de sus gargantas, de sus bocas como nubes que se elevan hasta el cielo para morir en la nada de la cotidianidad?
Yo puedo decirlo, sí. Yo puedo afirmar que soy un creador de nubes. No, no soy un mago. Tampoco soy un alquimista con la edad de los siglos. Mucho menos soy un loco o un soñador con ínfulas de mesías new age.
Descubrí las costuras del sexo.
Soy un paria que se adentró donde le advirtieron que nunca se adentrara.
Alguien para quien las palabras fiesta y juego se transformaron en algo más.
He consumido metanfetaminas y otras drogas con fines recreativos y sexuales.
Decidí que encontraría la belleza donde otros solo ven fealdad.
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Es difícil señalar el comienzo exacto de esta práctica que tiene diferentes nombres, muchos de ellos provenientes del inglés: party and play (PNP), chemsex (sexo químico) o, en español colombiano, el siempre confuso y ambiguo término: de parche.
Sin embargo, los tiempos seminales parecen hallarse en las convulsas décadas de 1960 y 1970. La disonancia de la contracultura, los ideales del movimiento hippie, la iridiscencia del disco y los movimientos feministas, de liberación racial y de orgullo gay (hoy más diverso bajo la sigla LGBTIQ+) trajeron consigo también el anhelo de nuevas formas de entender el cuerpo, el goce y el sexo. Así, penetrar y ser penetrado, consumir drogas que escandalizaban los valores conservadores y el placer sin culpas empezaron a darse cita en clubes nocturnos y discotecas.
Esto todavía no era PNP o chemsex, porque para que un encuentro sexual bajo los efectos de una sustancia sea considerado como tal debe seguir una serie de condiciones (de las que hablaré más adelante). Pero, en estos instantes pretéritos, las personas se dieron cuenta de que la música, los besos, las caricias, las charlas y el placer podían expandirse a través de la marihuana o el LSD (luego llegaría la cocaína como estimulante). Así, la puerta se entreabrió tímidamente. Un poco para que las personas pudieran fisgonear lo que depararía el futuro: un tropel de cuerpos que se librarían de las viejas convenciones sociales, que romperían los esquemas preestablecidos, que amarían a quienes quisieran, que follarían con quienes les diera la gana, que dejarían que sus orgasmos se desbordaran como plegarias hasta el cielo y que sus gemidos, sus espasmos, sus pequeñas muertes orgiásticas, se transformaran en oraciones para un nuevo mundo.
Y, entonces, llegó la epidemia del VIH/sida. La puerta, que tras siglos y siglos de moral judeocristiana se había abierto solo unos milímetros, se cerró con ferocidad y miedo. El cuerpo y el placer se convirtieron en enemigos. El otro podía ser portador de la muerte rosa, como la llamaban bellamente, sin saberlo y en su ignorancia, las voces homofóbicas que decían que Dios estaba enojado y que ese era su castigo, su forma de decir ya basta, hasta acá fue, no más liberación sexual, no más maricones sodomizándose entre sí, entrando por donde no se debe, no más bocas barbudas dejándose follar por vergas ni culos dispuestos a recibir leches y más leches.
No más.
Y esto creó un hiato en el que el placer se volvió a engavetar en el cajón de lo que pudo ser y nunca fue, de las promesas que quedaron a medio cumplir. Y solo quedó un coro de plañideras que nadie quería escuchar, porque lloraban a esos que nadie más quería llorar: los maricas que murieron en la flor de la juventud sin que nadie más derramara una lágrima por ellos, solo esos otros maricones que les decían adiós al amor de una noche, al bartender que siempre desearon besar, al novio con el que soñaron un futuro, al amigo que nunca más les volvería a decir cosas como loca o payasa. Si alguien más los lloró fueron profesionales de salud que no sabían a qué se enfrentaban, pero que venciendo el prejuicio y el miedo se aferraron a esos cuerpos reducidos a la mitad de la mitad de lo que una vez fueron para ayudarles a morir. Quizá los lloró un familiar que, sobreponiéndose al pudor y a la vergüenza, le dijo al hijo amado, al hermano problemático, al nieto errante, un «te quiero», un «te amo», antes de la partida.
Un mundo que aparentemente pudo ser y que no fue. Pero que, como una flor entre el concreto, solo esperó el momento indicado para levantar con gracia su cuello.
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Hubo un tiempo en que la cocaína se comercializó como medicina milagrosa, capaz de sanar los dolores, combatir la depresión, curar los dolores estomacales y evitar las molestias odontológicas, tanto de niños como de adultos.
Hubo un tiempo en que la adicción a la morfina preocupaba a la salud pública, que, desesperada, quería encontrar un reemplazo más seguro y que evitara la farmacodependencia: así, la heroína (y el juego de palabras con su nombre es fácil) llegó a salvar el día.
Hubo un tiempo en que las molestias nasales y la congestión de las vías respiratorias se curaban con anfetaminas, que tras el birlibirloque de la química y la sintetización se convirtieron en metanfetaminas.
Hoy las metanfetaminas tienen varios nombres:
Tina.
Cristal.
Hielo.
Y al acto de fumarla se le llama soplar nubes.
La poesía es de una tosquedad encantadora.
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Para muchos, Breaking Bad es una de las series más importantes de este siglo. La crítica especializada calificó cada una de sus temporadas como obras maestras (en Metacritic el show tiene una puntuación promedio de 87; en Rotten Tomatoes es de 96 sobre 100), ganó infinidad de premios, entre Emmys y Globos de Oro, y se ha convertido en un ícono pop cuya influencia en el mundo audiovisual es indiscutible.
Por eso, no me detendré mucho en la trama: Walter White, un profesor de química, descubre que tiene cáncer terminal y para dejar un legado monetario a su familia decide fabricar drogas, entrando así en una espiral de violencia y desintegración moral. Palabras más, palabras menos, esa es la sinopsis de la historia.
Lo interesante en este caso es la droga que empieza a «cocinar»: metanfetaminas. Quizá en un país como Colombia, en el que esta droga es relativamente nueva, su nombre no diga mucho. Pero, seguramente, quienes vieron la serie recuerden esa sustancia por la que muchos se mataban y que movía cientos de miles de dólares (por los cuales muchos se mataban). Sobre todo, recordarán el icónico color del cristal de White: azul. El cual, según el programa, era el más puro de todos.
Sin embargo, la ficción es pura ficción.
La realidad es otra: si alguna vez se topan con tina de colores, huyan. Está adulterada a niveles insospechados.
El cristal debe ser lo más transparente posible. De allí uno de sus múltiples nombres.
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Luego del hiato entre los ochenta y buena parte de los noventa, cuando la sexualidad parecía condenada al miedo y la heteronorma, varias cosas sucedieron.
La primera es que se lograron desarrollar medicamentos que si bien no curaban el vih/sida, sí podían controlarlo y mantenerlo en un estado latente pero inofensivo (lo que actualmente conocemos como «indetectable = intransmisible»).
La segunda fue una especie de apertura social hacia lo gay, que de underground pasaba a ser una especie de mainstream caricaturesco, sí, pero que en shows como Will & Grace o Sex and the City le quitaban el traje de aterradora parca a una población para darle otro que, si bien incómodo, le quitaba las connotaciones tanáticas: el de adorable alivio cómico.
Pero la tercera es quizás la más importante: las drogas sintéticas y su uso en países como Estados Unidos y Canadá se extendieron en el PNP.
Sin embargo, con esto también llegó el ascenso de las metanfetaminas. Una droga que tiene una infinidad de estigmas asociados a sus usos (y no del todo injustificados).
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Antes de seguir, es necesario hablar del lado menos glamuroso de una droga que brilla por su ausencia de glamour. En Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y Alemania, por mencionar algunos países, los consumidores de crystal meth (otro de sus tantos nombres) son considerados parias. Lo mismo ha sucedido en Colombia, en especial en Bogotá, donde es normal encontrar en aplicaciones de citas gays como Grindr o Scruff perfiles en los que dicen «no tineros». Me ha pasado que cuando estoy en modo uso y hablo con alguien y mi sinceridad deslenguada dice, sin atavíos ni complejos, que estoy fumando cristal, me bloquean o me insultan. Me dicen que soy una basura, un desperdicio, un caso perdido, un muerto en vida.
¿De dónde vienen estos prejuicios?
Las metanfetaminas son un estimulante poderoso, tal vez demasiado. El cerebro se inunda de una producción descomunal de dopamina, la hormona del placer. La gratificación es colosal e instantánea. El cerebro, en su búsqueda de más de esa irrigación placentera e inesperada le hace creer al cuerpo que no es necesario dormir, comer o descansar. Así, se pueden pasar días y noches enteras consumiendo. Esto genera un desgaste mental y físico. Una mente que no ha dormido y que no se ha hidratado ni nutrido puede entrar en estados de delirios y paranoias, de esquizofrenias momentáneas, de riesgos violentos y decisiones estúpidas. En otras palabras: las personas se convierten en entes capaces de cometer todo tipo de actos en medio de sus alucinaciones y sus insomnios.
Pero ¿no es el Día de la Madre el día más
violento del año en Colombia por el consumo del alcohol? ¿No son las navidades fechas sangrientas por los borrachos? ¿Las noticias no nos martillean hasta el cansancio de lo que los intoxicados por el trago son capaces de hacer?
El estigma no se puede explicar únicamente con estas aristas.
Debe haber algo más.
Y mi teoría es que lo que escandaliza es el desborde del placer.
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No empecé a usar drogas hasta los treinta años. Era plena pandemia, estábamos encerrados en casa, había terminado una relación sentimental que era entre casta y monástica y estaba aburrido de una vida sexual que, en el mejor de los casos, había sido mediocre hasta ese momento.
Entre las paredes de mi propia soledad, empecé a experimentar con drogas. Marihuana primero, luego perico, LSD, pepas y hongos. Más tarde, llegué a las metanfetaminas, a la ketamina y al GHB, más conocido simplemente como «G» (y pronunciado yi). Estas sustancias, junto al popper, suelen ser las que principalmente se utilizan en los parches de PNP.
Así, llegamos a esas condiciones que había mencionado anteriormente para que el chemsex sea considerado como tal. Primero, tiene que incluir algunas de las drogas que mencioné. Otras como la coca, el MDMA o el tusi pueden ser utilizadas, pero son más bien rarezas. El centro duro de lo que he visto y experimentado está en la tina, la keta y el G.
Otro requisito es que las sesiones de sexo se extiendan por horas. Incluso por días. Esto no es el simple sexo casual de Grindr. No es un encuentro de media hora, una hora. Lo normal es que cuando se parcha con alguien se haga durante una noche entera, sin parar, sin dormir. Enfrascados en esa rabiosa elasticidad que el cuerpo adquiere, en ese deseo de devorar y ser devorado, en ese descubrir una mirada de manifestaciones del placer: que el sexo puede ser un acto de camaradería y que en una cama en la que caben dos, pueden caber tres, cuatro, cinco y hasta seis o siete; que los besos pueden ser salvajes, casi animales, como de hienas que quieren devorarse a sí mismas; que cada fluido (la saliva, la leche, la orina) puede convertirse en el máximo objeto de deseo; que el ano puede recibir uno, dos, tres, cuatro, cinco dedos, quizá el puño, incluso uno que otro objeto que no ha sido diseñado para entrar por ningún orificio humano; que al pánico de tiempos pasados, quienes somos indetectables o quienes toman PreP hemos decidido prescindir de la barrera de látex para tirar a pelo y pedir preñar o ser preñados, por varios, por muchos, para batir leche o que nos la batan, para que esta chorree y escurra como una cantera de placer redescubierto; que no solo es posible cabalgar una verga, sino también un pie y que las miradas (tanto de quien cabalga, como de quien es cabalgado) se encuentren en su afiebrada vocación de iluminado sintético.
Acá, decir follar como animales, como bestias, como demonios, decir que a culear porque el mundo se va a acabar, no es solamente repetir frases hechas. Es la vida misma.
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Sin embargo, no todo es sexo desenfrenado. Porque en raros momentos de frenética pausa, mientras soplo nubes y el otro sopla nubes, mientras huracanamos la atmósfera de un cuarto oscuro y desordenado, la dopamina crea un oasis de cariño. Y las emociones se desbordan, al igual que el placer.
Y los besos que parecían mordiscos salvajes pasan a ser dulces, tiernos, lentos como de mala película romántica.
Y las manos, que antes se movían con desespero de gallinazo, pasan a acariciar con mimo.
Y las palabras que antes decían perra, dame más duro, te voy a romper ese culo, se recomponen para prometer mañanas y ayeres, futuros en los que todo puede ser para siempre, en los que el amor es posible.
Porque he sido amado y he amado a desconocidos por la eternidad de una noche, un día, un fin de semana. He vivido romances que, a pesar de haber durado lo que duró el sexo químico, tuvieron la intensidad de un amor real. Son adioses que di, son amados que adoré, son cuerpos en los que encajé, oídos en los que vertí las palabras más dulces que he dicho. Y así hoy no sienta nada por ellos, así no sean más que borrosos recuerdos, sé que los amé.
Sé que fui amado por ellos.
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