La afición de García Márquez por la poesía comenzó pronto, a los doce o trece años, mientras hacía su bachillerato en el Colegio San José de Barranquilla, donde descubrió que no solo le encantaban los poemas de los románticos españoles, sino que le resultaba facilísimo aprendérselos de memoria. Muchos eran malos, como lo reconoció después, cuando propuso con humor que a la buena poesía solo se llega por la mala poesía, «la que a uno le gusta en el bachillerato cuando está enamorado». Se dio, pues, a recitarlos con entusiasmo, y luego a escribir los propios, que según él «en realidad eran sátiras amables que circulaban en papelitos furtivos en las aulas soporíferas de las dos de la tarde». Un cura con buen ojo, el padre Mejía, se encargó de publicar aquellos poemas en la revista Juventud y bajo el título «Bobadas mías», expresión que usó el avispado alumno para explicarle a su maestro qué contenían los papeles que circulaban de mano en mano. «Les habría prestado un poco más de atención si hubiera imaginado que iban a merecer la gloria de la letra impresa», escribió Gabo en sus memorias.
Ese gusto temprano se avivó cuando conoció a un joven poeta llamado César del Valle, que lideraba un grupo llamado ingenuamente Arena y Cielo, versión costeña de Piedra y Cielo. César le dio a conocer a muchos poetas, pero sobre todo a Neruda, a quien García Márquez iba a imitar ciegamente en sus poemas juveniles. El último impulso a su pasión lo recibió en el Liceo Nacional de Zipaquirá durante la rectoría del piedracielista Carlos Martín, que entonces tenía 33 años, y en cuya casa conoció, emocionado, a Eduardo Carranza y Jorge Rojas. García Márquez ha escrito que los suyos «eran simples ejercicios técnicos sin inspiración ni aspiración, a los que no atribuía ningún valor poético porque no me salían del alma», y me parece que, hasta cierto punto, hay que creerle. Los poemas de los tiempos del Liceo —como el dedicado a Mercedes, su futura mujer, que tuvo como primer título «Sonata matinal a una colegiala ingrávida»— son musicales, elegantes, y lo muestran como un magnífico versificador, pero no pasan de ser imitaciones hábiles de los poetas que leía y admiraba. Años más tarde, su poderosa intuición creadora iba a revelarle que era la prosa la que le servía para expresar sus fantasmas más hondos, los de la infancia.
El verso puede ser la forma en que mejor encaja la poesía, pero no la única. Y por eso podemos afirmar que Gabriel García Márquez no frenó o mutiló su empuje de poeta, sino que se sirvió de él para darle vuelo a sus narraciones. Toda prosa, por supuesto, hace o puede hacer uso de recursos propios de la poesía como el ritmo, la metáfora, la comparación, la adjetivación a la vez precisa e imaginativa, pero pocos muestran una maestría tan deslumbrante como la de García Márquez a la hora de trabajar poéticamente sus cuentos y sus novelas. Fue Mario Vargas Llosa en Historia de un deicidio, ese extraordinario acercamiento crítico-descriptivo a la obra temprana de García Márquez, uno de los primeros en hablar de la musicalidad de su lenguaje. Lo hizo para referirse a Los funerales de la Mamá Grande, que echa mano de toda clase de enumeraciones hiperbólicas para crear la realidad mítica que dio pie a la denominación de una parte de su literatura como «realismo mágico». Esas enumeraciones remiten al lector a la música ritual del pregonero, un personaje que, como tantos otros del mundo popular, va a fascinar a García Márquez, y que está recreado también en su cuento «Blacamán el bueno, vendedor de milagros». De ellas va a escribir el escritor peruano: «Si la exageración trastorna lo real objetivo mediante cambios cuantitativos, la enumeración […] lo ritualiza, le impone un movimiento circular encantatorio, especie de inmovilidad vertiginosa o de movimiento inmóvil…».
Muchos años después, García Márquez quiso llevar hasta el límite el movimiento narrativo circular y el «ritmo encantatorio» propio del pregón y de la cantaleta, en El otoño del patriarca, ese gran texto barroco que en últimas es, ante todo, una catarata verbal, descomunal, hiperbólica, que le sirve para aunar múltiples voces, las del propio dictador, las de sus allegados y las de los innumerables testigos de su existencia mítica. El resultado es impresionante, aunque el exceso le haya quitado poder narrativo a la obra y, tal vez, también, algunos lectores, que sucumben amedrentados por su desmesura.
Cualquiera que lea Cien años de soledad también descubrirá en sus imágenes, en su musicalidad y en la precisión certera de los adjetivos la fuerza sutil y rotunda de la verdadera poesía. A lo largo del libro vamos a encontrar lo que algún crítico —tal vez el mismo Vargas Llosa— llamó la enumeración tripartita. Ya en la primera página nos golpea la descripción de Melquíades, rítmica y precisa: «Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión». Y esta que resume maravillosamente a Pilar Ternera: «Había perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón». Que a veces García Márquez está escribiendo en verso aunque veamos prosa lo atestigua este fragmento de Cien años de soledad que narra cómo José Arcadio se decide una noche a visitar en su cuarto a Pilar Ternera:
Se vistió a tientas, oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la calle dormida.
Detrás de esa mirada aguda y sensible, de su intuición del misterio del mundo y del alma humana y de su profundo sentido del lenguaje, palpita todavía, aunque ahora ahondada por la experiencia, la misma pasión por la poesía del aficionado de quince años que imitaba a Neruda y a los piedracielistas.
Esta es la ampliación y reelaboración de un texto escrito originalmente para la revista Semana en 2013.
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