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Espectros del sur global

12 de julio de 2025 - 12:53 pm
En el cine colombiano, los fantasmas ya no son metáforas de pérdida, sino reclamos de justicia. Desde Memoria hasta Anhell69, de las zonas brumosas brota una estética dislocada que reconoce en la monstruosidad una posibilidad transformadora.
Fotograma de Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.
Fotograma de Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Espectros del sur global

12 de julio de 2025
En el cine colombiano, los fantasmas ya no son metáforas de pérdida, sino reclamos de justicia. Desde Memoria hasta Anhell69, de las zonas brumosas brota una estética dislocada que reconoce en la monstruosidad una posibilidad transformadora.

En 2018, el director tailandés Apichatpong Weerasethakul fue invitado a Cartagena para recibir un tributo por su obra en el viejo y reconocido festival de cine de esa ciudad. Weerasethakul   —Joe en los círculos cinéfilos— estaba agotado de filmar en su país y, presionado también por la situación política, buscaba nuevos rumbos para su cine. Aproveché que trabajaba en el festival y tenía contacto directo con él, y le regalé La hojarasca, primera aparición literaria de Macondo. Pensé que la novelita inaugural de García Márquez podía conectar con la sensibilidad de las películas de Weerasethakul, con sus tiempos líquidos y meditativos, moldeados por la indefinición y la espera. Me dijo que había leído Noticia de un secuestro —un libro en las antípodas de La hojarasca y me dio a entender que le interesaba mucho de Colombia la reciente violencia que había vivido. Esa herida, ese daño, esas resistencias.

Como saben, meses después Weerasethakul rodó una película con Tilda Swinton como protagonista, con locaciones en Bogotá y el Quindío, principalmente. Su título: Memoria. El film, producido en Colombia por Diana Bustamante, probó caminos de colaboración artística entre países del sur global que comparten historias de violencia colonial, extractivismo y depredación capitalista. En Memoria no hay una representación directa de la violencia sufrida en el país, pero sí una lectura intuitiva de sus huellas y espectros. Es una película muy vinculada al universo habitual de Weerasethakul, a la realidad expandida que sus películas proponen, donde no hay disociación entre lo real y lo imaginario, y a la vez una obra muy colombiana, integrada de manera orgánica a nuestras tradiciones artísticas y narrativas, uno de cuyos núcleos principales es la vivencia de la guerra. 

En la búsqueda de un sonido que escucha insistentemente en su cabeza, Jessica, la protagonista, emprende un viaje —otro núcleo de nuestra narrativa— que la lleva por el vientre de Colombia, y por su historia geológica, política y social. Pero en Memoria los territorios violentados por el curso de la historia no solo producen dolor, o hablan desde el daño; participan de la belleza del mundo, una belleza que desde aquí también se puede nombrar, y nombrar bien. Memoria se estrenó en 2021, un año en el que no existía el concepto de realismo espectral en la oferta de categorías para entender el arte, la literatura y el cine colombianos. Pero sí obras artísticas, entre ellas muchas películas, que difícilmente se ajustaban a lo que se espera del realismo mágico, la sicaresca o el realismo sucio, etiquetas que dominaron buena parte de la producción cultural colombiana de las últimas décadas. Eso sin mencionar al fugaz McOndo. Ese es el vacío que vino a llenar Más allá del fantasma. Realismo espectral en la literatura, el cine y el arte en Colombia, de la investigadora Juliana Martínez, que si bien  se publicó en inglés el mismo año del estreno de Memoria, solo se tradujo al español en 2024. 

El libro sugiere que el realismo mágico, y el lugar que en esta narrativa ocupan los fantasmas, resulta insuficiente para dar cuenta de las nuevas violencias colombianas y las respuestas ante ellas. Identifica entonces un conjunto de obras en las que el peso ya no recae en el fantasma ni en la sombra que esta figura proyecta sobre un futuro condenado de antemano. Novelas de Evelio Rosero, obras plásticas de Juan Manuel Echavarría, Beatriz González y Erika Diettes, y películas como La Sirga (2012) de William Vega, Violencia (2015) de Jorge Forero u Oscuro animal (2015) de Felipe Guerrero «ponen en primer plano el pedido de justicia, no reconocido ni resuelto, del espectro». 

La diferencia es que el foco ya no se pone en lo que el fantasma es, o en su aparición  —el modelo del cine convencional y comercial—, sino en lo que el espectro produce. En otras palabras, en lo que espectro trae consigo, que siempre es, repitamos, un reclamo de justicia que restablezca el equilibrio y la legitimidad. En el primer caso se da vueltas melancólicamente en torno a la pérdida, y en el segundo se produce una activación ética, un movimiento que abre el futuro.

Son, ante todo, recursos formales como la dislocación del espacio y una relación no ilustrativa, ni subordinada, entre imagen y sonido, los que provocan esta activación. Es, también, la pérdida de visibilidad. Es la imagen borrosa que el espectador debe dilucidar. «La perspectiva sin horizonte de la niebla», dice Evelio Rosero. El realismo espectral cinematográfico, que es el que me interesa en este texto, desestabiliza la realidad al cuestionar la linealidad cronológica   —un espectro es una irrupción del pasado en el presente  — y, con ello, la visión dominante de la modernidad, que parece dirigirse hacia un fin ineluctable. 

Más allá de Memoria y de las películas analizadas por Martínez, la categoría que ella propone abre un puerta para pensar en la insistencia histórica en el cine colombiano de tópicos como lo ominoso, lo gótico, la acechanza y lo fantasmal, y sobre todo, la forma como estos motivos adquieren centralidad en las estéticas audiovisuales contemporáneas. Las películas colombianas han encontrado la manera de seguir trayendo a escena el trauma y los vestigios de la violencia, pero reconocen un agotamiento de las aproximaciones realistas centradas en la explicación y la información. Si las narrativas de los años ochenta y noventa mostraban de manera explícita, ahora hay una retracción, se prefiere sugerir.

Cuando vemos Oscuro animal o La sirga (disponible en RTVC Play) encontramos que el centro está desplazado. Casi siempre la violencia está fuera de cuadro, pero se siente su permanente acechanza. No se trata de saber algo con certeza, que sería dominio de la historia o del periodismo, sino de llegar a un estado de intensidad de la emoción e implicación afectiva, que nos remueve por dentro, si miramos detenidamente. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con obras artísticas como Relicarios de Erika Diettes. 

La parálisis melancólica de la narrativa colombiana (literaria y cinematográfica), ya había sido diagnosticada por un libro de Alejandra Jaramillo: Nación y melancolía. Narrativas de la violencia en Colombia (1995-2005). La profesora y escritora también analiza, indistintamente, películas y novelas, y constata el nudo de melancolía que no logran desatar y que, más asombroso aún, parece garantizar su lugar central en el mercado cultural. 

Sería interesante una actualización del libro de Jaramillo, que fija su atención en un canon cultural de la década del título, en el que brillan Mario Mendoza, Jorge Franco, Sergio Cabrera o Santiago Gamboa, entre otros.  ¿Cómo se ha movido ese canon? Tengo la certeza de que obras literarias como las de Juan Gabriel Vásquez y Héctor Abad Faciolince siguen creando una narrativa que le da forma ideológica a la sensación de derrota y desbarrancadero social, de aislamiento, y que insisten en la imposibilidad de crear vínculos, es decir, horizontes. En parte, el éxito de estos autores entre el establecimiento cultural y letrado del país se debe a esa capitulación. El establecimiento se reconoce en ese inmovilismo. 

Fotograma de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981) de Marta Rodríguez y Jorge Silva.
Fotograma de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981) de Marta Rodríguez y Jorge Silva.

En el pasado no solo hay ruinas

Si volvemos la vista hacia el cine colombiano del pasado —cuatro o cinco décadas, por ejemplo— vemos la emergencia de lo espectral, en un sentido a veces muy afín  —y otras no tanto— a la cartografía cultural descrita por Juliana Martínez. En el que es el tal vez el documental más importante realizado jamás en Colombia, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1978-1982) de Marta Rodríguez y Jorge Silva, no hay un conflicto entre el pensamiento mágico de los pueblos indígenas del norte del Cauca, sus mitos y cosmogonías, y su emergencia como sujetos políticos que emprenden unas reivindicaciones históricas, se organizan, recuperan tierras y disputan su lugar de subordinación en el relato nacional. El mito de La Huecada, que explica la desaparición de su ganado, no impide que comprendan también las fuerzas económicas que los oprimen, y que busquen transformarlas. Razón y mito conviven. 

Las películas del gótico tropical, realizadas por directores como Luis Ospina, Andrés Caicedo, Carlos Mayolo u Oscar Campo entre las décadas de 1970 y 1990 en Cali, le dieron potencia política al monstruo (vampiros, zombis, enajenados mentales). Estos autores demostraron que le podían arrebatar la fabulación de lo monstruoso a la cultura de masas norteamericana, que casi siempre termina neutralizando las amenazas que la monstruosidad contiene. Tropicalizar al monstruo es, sobre todo, liberarlo, para que cumpla su destino de monstruo, aquí, a la vuelta de la esquina, donde las ansiedades sociales acechan. 

No sé si el Grupo de Cali leyó a Marx, pero supo identificar capitalismo con vampirismo como lo hizo el pensador alemán. La banda liderada por Ospina y Mayolo nos mostró que el cuerpo marginalizado se puede rebelar contra la opresión, tanto de la realidad como de su representación. Así lo hace el personaje de Luis Alfonso Londoño en Agarrando pueblo (1978). Él destruye la película que un equipo de documentalistas está rodando, porque entiende que simplifica su forma de vida, y se limpia el culo con los billetes con los que los vampiros de la miseria  —los cineastas—  quieren comprar su complicidad. No solo en Agarrando pueblo sino en Asunción (1975), también de Ospina y Mayolo, vemos al esclavo destruyendo al amo. La inversión dialéctica es posible. El orden social no es inamovible.

Fotograma de Anhell 69 (2022), debut de Theo Montoya.
Fotograma de Anhell 69 (2022), debut de Theo Montoya.

Una multitud de espectros recorre Colombia o con la sangre de quién se ha hecho nuestra mirada

Es conocida la frase de El manifiesto comunista de Marx y Engels: «Un espectro recorre Europa». Derrida la retoma en su influyente ensayo Espectros de Marx (1993), que es un libro sobre el duelo y la actualidad. Y sobre las deudas que hay que pagar. Y sobre aprender a vivir como la gran demanda ética. «Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y generaciones, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia», escribió Derrida ante las ruinas de un mundo viejo y la asunción de un capitalismo triunfante como supuesto fin de la historia. 

Los espectros, que traen del pasado la voz y a veces el cuerpo de los vencidos, siempre nos piden que hagamos algo. Para que haya justicia ahí donde la justicia aún no está. Jessica, la protagonista de Memoria se conecta, casi al final de la película, con un viejo pescador, y experimenta sus recuerdos. Son de ella también, aunque el pescador le diga lo contrario.Esa comunidad de dos, provisoria, también es un acto de justicia.

Tengo la sospecha de que la presencia de Weerasethakul en Colombia aceleró una crisis del realismo que en todo caso era irreversible. En el cine colombiano de hoy las derivas fantásticas o no realistas son moneda común, en largos, cortos, incluso en documentales. Hay una película que hizo de los fantasmas su corazón. Anhell69 (2022) de Theo Montoya, filmada en Medellín  —esa apoteosis de la necropolítica—, es también el boceto de una película imposible que iba a ser protagonizada por espectrofílicos: jovenes que van por la ciudad buscando espectros para tener sexo con ellos. 

La crisis del realismo es un producto lógico (aunque no el único posible) de una realidad astillada, como la de Anhell69, también disponible en RTVC Play. Pero de esa realidad rota nacen vínculos nuevos e impensados como los que se ven en Tantas almas (2021), de Nicolás Rincón Gille, que desde su propio título espectraliza la realidad, o en obras como Dos veces bestia (2025) de Luis Esguerra y en las películas del colectivo Crisálida Cine, fundado por Juliana Zuluaga y Tiagx Vélez en Medellín, que permiten vislumbrar un cine mutante, celebratorio de lo monstruoso.

En el sur global reconocemos nuestra «monstruosidad» como una alternativa a la racionalidad eurocéntrica, incapaz de controlar sus propias fuerzas tanáticas, como vemos hoy en Gaza,  cuya borradura nos compete a todos. Los espectros del genocidio de palestinos nos perseguiran sin fin. El sur global, esa multitud geográfica cuya voz, al parecer, sigue siendo tan incómoda, entró a la conciencia de la ilustración angloeuropea bajo el signo de la otredad radical: lenguajes bárbaros, canibalismo, crímenes nefandos —homosexualidad— . En vez de higienizar esa otredad, pidiendo permiso para sentarse en la mesa del amo, hay que crear comunidades sin amo. 

Si hablo de sur global no es solamente como un eco de performances recientes que muestran la pervivencia de la arrogancia colonial. Es sobre todo por la certeza de que esas otras geografías existen y se repiten, son proliferantes e invencibles. En Medellín, en Gaza, en Mumbai. Hace poco aterrizó una película india en la exangüe cartelera de las salas de cine comercial en Colombia. Y fue una feliz anomalía. Fue rodada en la misma ciudad, Mumbai, donde reside la llamada industria de cine más grande del mundo —Bollywood— que produce en serie brillantes narrativas de evasión destinadas a un enorme y afiebrado público doméstico. Mundos, en apariencia, mejores que la realidad. 

La luz que imaginamos, el segundo largo de Payal Kapadia, la película que sin previo aviso lleva más de dos semanas en unos cuantos teatros del país, es una amalgama de documental, sinfonía de ciudad y melodrama. Las protagonistas son tres mujeres, y la ciudad misma de más de 21 millones de habitantes que podrían ser el blanco fácil para una metáfora sobre su conversión en zombis. En vez de eso, la película nos entrega al final una potente imagen de lo que puede ser un futuro no diseñado a la medida de los actuales dueños del mundo. No es una postal distópica sino un reencantamiento de la realidad. Una luz que parece nacer desde adentro de las cosas inmediatas y cercanas. Un bar abierto en una playa, sin restricciones de entrada, una mujer que baila hasta el amanecer. La vida, pese a todo, con la memoria de los que no están señalando el porvenir.

P.S. 1: «Con la sangre de quién se ha hecho mi mirada» es una pregunta de Donna Haraway citada por Juliana Martínez.

P.S. 2: Jessica, el nombre de la protagonista de Memoria, es un homenaje al personaje homónimo de I Walked with a Zombie (Dir. Jacques Tourner, 1943), que representa prácticas del vudú haitiano en una plantación azucarera antillana.

P.S. 3: No hay que pasar por alto que La hojarasca es la narración de un entierro, de la dificultad de enterrar y de un odio que se empecina.

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