ETAPA 3 | Televisión

La transición

3 de julio de 2025 - 4:30 am
Baûbo, 2025 de Ana Silva Fry. Este dibujo representa a la diosa Baûbo, un personaje poco conocido de la mitología griega que es asociada con las vulvas, la fertilidad y, también, la risa. El dibujo, con sus colores y sus personajes de sonrisa traviesa, pone el énfasis en el poder, el juego y el misterio que hay en torno a la vagina y su representación.

La transición

3 de julio de 2025

Abre la puerta y las gatas maúllan largo y repetido, desesperadas, como si en lugar de unas horas las hubiera dejado los treinta días del septiembre que se acaba. Mocha le olfatea las piernas y se le restriega y Mona salta sobre los zapatos de hombre que están atravesados y se enreda en una pelea con una media vuelta al revés. Ella se arrodilla un momento y acaricia a las gatas, junta su frente con las suyas. Se quita los zapatos de tacón bajo que ahora debe usar en la oficina. Observa la almohada arrugada sobre el sofá y el vaso sudoroso, ya casi sin soda, que él ha dejado sobre la mesa. Deja el pasillo y entra a la cocina. Echa un ojo a la lavadora, la carga de ropa que metió en la mañana espera ir a la cuerda. Ojalá no se me olvide. Las gatas se lanzan zarpazos y se muestran los dientes, sobre todo Mona, que es de pelo amarillo ralo y se da ínfulas de tigre. La Mocha responde el ataque solo mostrando los dientes y luego recula con las orejas bajas hacia atrás. Ella se agacha para girar la perilla de los dispensadores y deja que las pepitas de cuido llenen los platos. Luego toma la jarra de agua de la nevera y recarga en silencio los cuencos metálicos. Dentro de la lavadora todavía está su ropa húmeda apelmazada en un círculo. La de él la lavó a mano y ya está colgada. La mía la saco mañana.

—¿Hola? ¿Llegaste, amor? —grita Carlos desde el fondo de la casa.

—Hola, amor. Pensé que no estabas —miente ella saliendo de la cocina.

Carlos sale del baño con el celular en las manos todavía húmedas, le da a la tecla de bloqueo y lo guarda en su bolsillo. Se acerca para darle un pico largo mientras le rodea la cintura, ella se deja.

—¿Cómo te fue con las fotos?

—La venta fue rápida, llegué hace dos horas, a las seis y algo.

—¿Comiste?

—No, te estaba esperando… ¿Qué comemos?

Ella se sienta en el sofá y enciende el televisor

—No sé —dice con franqueza.

—¿Pido? —dice él sacando el celular y desbloqueándolo en un mismo movimiento.

—Ya casi se viene el aguacero, un domicilio no llegaría nunca.

Casi en el acto suenan los primeros goterones amortiguados por el techo de asfalto. Ella pasa y pasa canales sin decidirse por ninguno. Él teclea, desliza, teclea de nuevo, bloquea, guarda en el mismo bolsillo. La Mocha y Mona salen relamiéndose de la cocina y brincan a sus camas altas para acicalarse.

—Tocó cocinar. Yo me encargo.

—¿Vos?

—Sí, te veo cansada.

Ella recuerda que quiere lavarse las manos, pero él avanza y se agacha frente a ella, buscándole los ojos. Le quita de la frente los rizos bien formados con los que se tapa la cicatriz y los revuelve con la masa esponjada del resto de la cabeza. Le da otro pico largo sin intercambiar salivas y luego le besa las manos muchas veces, muchas veces.

—Podemos estar bien, amor, verás que podemos —dice en medio de los besos que alternan una mano y otra y se detienen en la izquierda, aspirando y exhalando sobre ella antes de soltarla para ir a la cocina.

Ella lo ve caminar de espaldas, se recuesta en el sofá y un gesto de gozo, parecido a una sonrisa, le llena la cara.

***

Desde mediados de abril la maderera entró en lo que todos llaman «la transición», la venta de la empresa para evitar una quiebra que ya se presentía en la falta de mantenimiento de las máquinas del aserrío, en el estrecho control de la gasolina para las lanchas que llevaban a los obreros río abajo, o en los despidos de corteros del pueblo para contratar mano de obra más barata y menos experta en los caseríos.

La confirmación llegó el día que don Alfonso, el dueño de la maderera, comenzó a llamar gente a su oficina. La cara con la que salía cada uno de ese encuentro delataba su nueva situación: jefe de Transportadores, despedido. Ventanilla número dos de atención al comprador, despedida. Recursos humanos y nómina, despedida. Gestión de Proveedores, ratificada. Servicios generales, despedida. Mantenimiento, ratificado.

Cuando la llamaron a ella entró con cara de ya haber sido despedida: no le gustaban las sorpresas y prefirió adelantarse. Daré las gracias por los cuatro años que llevo aquí y me pondré a la orden para hacer el empalme. Pero no fue así: Que usted ha sido juiciosa en su trabajo y mantiene las cuentas en orden, que usted puede ayudar a la nueva dueña a levantar esto, que yo la recomendé y la van a dejar en un período de prueba, que usted haga su mejor esfuerzo para que la dejen definitivamente, que gracias por todo lo que hizo por mí en estos años.

—Gracias, don Alfonso, en esta empresa yo he crecido mucho como persona y como profesional —le dijo casi con las mismas palabras que había planeado para despedirse, y se puso a disposición para el empalme, como había pensado, porque la echaron y no la echaron.

Salió con la misma cara con que entró y no hizo comentarios.

Ese día, a las seis de la tarde, las rapimotos pasaron todas ocupadas. Dos conductores pusieron cara de ofendidos cuando les gritó: ¡rapi, rapi!, quizás eran mensajeros o padres de familia. En la mano sudorosa se le mojaban los dos mil pesos que costaba el servicio. La noche se fue metiendo y ningún conductor hizo sonar la bocina mirándola fijamente para ofrecerle carrera. Después de un rato se decidió a tomar un taxi. Sería lento por las motos en cardumen llenando las calles, pero menos peligroso que caminar en plena vía, sin andenes, arriesgándose a que desde una moto alguien le arrancara el morral que cargaba siempre en un solo hombro. Estiró la mano dos veces, tres, cuatro. Nada, también los taxis aceleraban en lugar de detenerse.

El portón principal de la maderera se abrió y asomó la Toyota Sumo. Sonaron dos pitazos y la voz de Antonio.

—¿Te llevo? —preguntó y agregó que iba cerca de su casa.

Ella se subió aliviada. En el camino conversaron sobre lo que él haría ahora que lo habían despedido. Él dijo que era una oportunidad para buscar trabajo en lo que había estudiado. Su papá y su abuelo habían sido conductores de camión toda su vida, así que él aprendió desde pequeño a trabajar en los carros, pero quería saber qué se sentía ejercer
como profesor de sociales. Dijo que tenía un par de contactos en la Secretaría y confiaba en que podían ayudarlo.

Antonio conducía con habilidad entre las motos, rompía el cardumen cada vez que tenía chance. Se abría paso con suavidad y decisión y su cara no delataba angustia ni molestia mientras lo hacía. Parecía haber nacido con las manos pegadas al volante y, con los pies bamboleándose sobre freno y acelerador, le preguntó qué iba a hacer ella.

—Esperar, a ver qué pasa. Ir mirando otras opciones.

Él le deseó suerte y al despedirse le dio un beso largo y mojado en
la mejilla, demasiado cerca de la boca. A veces hacía eso y ella sentía
ternura por él, al pensar que ella podía mirarlo con otros ojos, con
algunos ojos.

Entró a la casa. Mona la miró y solo se levantó a saludarla cuando vio a la Mocha caminando renga en sus tres patas con dirección a la entrada. Les dio de comer y puso a calentar comida para Carlos.

—Me van a echar —dijo mientras lo veía editando las últimas fotos que hizo de la ensenada y que le publicarían pronto en una revista.

—¿Cómo así? —preguntó él, girándose hacia ella.

Ella puso los ojos en el azul contra verde de la ensenada que ocupaba las cuarenta pulgadas de la pantalla, y reafirmó que no habría sido justo molestarlo para que la recogiera después del trabajo.

—Ah, pero no es pa preocuparse —dijo después de que ella le diera los pormenores. Sé que no te van a sacar.

—Si me sacan, no vamos a poder pagar la terapia, Carlos.

—Amor, no le des más a eso, no lo necesitamos. Estamos bien.

***

La nueva dueña cambió el nombre de Maderas El Puerto por Ferromaderas. Que a eso había que meterle más cositas pa vender o se iban a quebrar como Alfonso. Que ya nadie construye en madera nada más, que el cemento y el hierro son el negocio, que hay que ser vivos, dijo, y compró una bodega del otro lado de la calle y mandó a dos vendedores a atender, cuatro cargueros para el trabajo pesado y un camioncito repartidor. Dejó para la maderera los planchones de tierra y de río que transportaban polines, tablas y palos. A ella le dijo un día que bueno, que para que trabajara tranquila le iba a dar su propia oficina y la sacó del puesto compartido que tenía con la encargada de nómina que se la pasaba haciendo llamadas todo el día.

Las tres nuevas oficinas se construyeron a principios de mayo, donde antes quedaba el quiosco que los transportadores y los cargueros usaban para descansar, almorzar y hacer alguna siesta. Estaban separadas de los talleres y la zona de ventas por un patio ancho con parqueadero descubierto donde se metían los carros a esperar la carga. De ese lado, la vista del río era mejor, aunque ella tenía que salir de la oficina para verlo, porque la ventanita no daba hacia la orilla sino hacia el patio de carga.

Que usted tiene que estar tranquila para que no la interrumpan porque como hay que llevarle la contabilidad a lo de enfrente también es mejor que esté cómoda para que le rinda. Que en una oficina voy yo, en la otra usted y en la otra vamos a poner las cosas sociales, usted me entiende, lo de caridad para cuadrar impuestos. Ahí andamos buscando quién haga eso. Y tan rápido como pensarlo, ella le dijo a Antonio y él, que estaba viendo difícil lo de ser maestro sin padrinos en la Secretaría, decidió proponerse y la nueva dueña le dijo que sí. Que claro, que así, además, cuando hubiera mucha necesidad y él estuviera desocupado, podía echarles una mano con el carro y llevar las consignaciones al banco.

Los días en Ferromaderas comenzaron a alargarse. Ella tenía que quedarse una hora, dos, tres para terminar balances, actualizar firmas, cargar el nuevo software y corregir los errores de facturación de la nueva ventanilla número dos de atención al comprador, que ahora se llamaba solo Caja 2 y era sobrina de la dueña.

Ella se quedaba lo que fuera necesario, quería el trabajo porque quería a Carlos y quería tener cómo pagar esa terapia de pareja con él para sentirse tranquila.

***

—¿En qué te ayudo? —preguntó por fin una noche de junio, después de muchas queriendo acercarse y llevarle algo más que café de dispensador o una mata para su oficina o clavos de acero para colgarle las fotos del río, algunas flores de pacó y una libélula que ella le había pedido a Carlos.

—Pues… —dudó— en nada. Antonio, es que solo yo me entiendo —dijo señalando el escritorio y la mesita llena de papeles.

—Pero puedo ayudarte a guardar si me decís dónde, para que no te quedés sola acá. De todos modos, ahí está el río y no se sabe quién se mete.

Le hizo dos montones de papel: cuentas por pagar y recaudos. Le dio las dos carpetas y le pidió que guardara todo por fecha. Él tardó casi una hora en hacerlo con sus manos de uñas limpias, recortadas a ras.

—No más. Nos vamos, ya veo doble.

—¿Te llevo?

—No, me recogen.

***

Tres años antes de la transición habían celebrado el cumpleaños de Carlos hasta las dos de la mañana. Salieron con los amigos de siempre y de regreso en el apartamento, Carlos se tomó lo que quedaba de una botella de whisky mientras ella fue al baño a lavarse. Sentada en el inodoro se dejó caer el agua entre las piernas con el vasito de lavarse
los dientes.

Carlos había llegado esa misma noche después de una semana afuera haciendo fotos, su avión se retrasó tres horas y media por la lluvia, según dijo. Regresó con la piel tostada y los ojos pardos más bellos que nunca. Tenía treinta y nueve años, era alto y de brazos firmes. Ella lo estaba esperando arreglada, los demás ya estaban en la discoteca. Él se duchó, se puso la ropa que ella le había alistado y justo cuando salían le agarró el culo en la puerta como haciendo una promesa.

Ella salió del baño, todavía con el vestido puesto y le quitó el celular de las manos, se sentó a caballo sobre él y lo besó para emborracharse también con el whisky de su boca. Del pelo áspero todavía le salía un olor lejano a mar y sol que ella sintió también mientras le recorría el cuello. Él se movió rápido cuando la luz del celular iluminó la sala, lo puso a un lado con la pantalla hacia abajo, se soltó el botón del pantalón y le levantó el vestido, para que ella hiciera el resto.

Las manos que la habían estrujado comenzaron a caer y luego rodaron al sofá al son de la respiración honda de Carlos. La luz vaga del teléfono volvió a encenderse. Acompasando su cuerpo alerta con el cuerpo grande y durmiente de Carlos, se fue inclinando hacia un costado hasta que la cabeza de él quedó en el apoyabrazos. Tomó el teléfono y lo llevó al pulgar ajeno. La pantalla se abrió. Captura, enviar, llorar, enviar, llorar, captura, captura, llorar.

***

Hasta la nueva oficina llegaba debilitado el sonido de las máquinas del aserrío, pero el olor de los troncos recién convertidos en madera atravesaba el patio con nitidez desde la mañana hasta que el sol se metía en el río. De eso y poco más hablaba con Antonio casi a diario, cuando él la acompañaba a almorzar en su escritorio. Acostumbrado a comer en el antiguo quiosco con los transportadores, decía que le costaba comer solo. Algunas veces la convenció de salir a los restaurantes vecinos que vendían pescado con sazón casero, comidas de abuela y jugos generosos de lulo o tomate de árbol, los que a ella más le gustaban. Él se quedó muchas noches, enumerando folios, perforando papeles y guardándolos en carpetas. Otras veces solo se quedaba esperando en su silla, del otro lado del escritorio, hasta que terminaba el trabajo. Ella sentía sobre el cuerpo la mirada disimulada de Antonio y a veces lo interpelaba con un ¿Qué?, y él respondía que nada, que la estaba esperando. Después le ofrecía su moto o el carro de la empresa para llevarla, y eso casi nunca podía ser porque cuando ella le decía nos vamos, ya Carlos estaba afuera para recogerla. Entonces Antonio iba a cerrar su oficina, al baño o a cualquier parte mientras ella se apuraba hacia la salida para subirse a la moto y perderse con el olor ya diluido de la madera y
el aserrín.

***

—¿Y esto?

—Para tus gatos.

—Gatas —corrigió ella mientras abría la bolsa que decía Mundo Animal seguido de una huellita.

Sacó los dos cuencos de acero y le dio las gracias con un tono de sorpresa real. Se le achinaron los ojos por la sonrisa, con ellos recorrió los crespos de Antonio, escasos y recién cortados como su barba. Cuando le había contado que uno de los bebederos de loza se le escapó de las manos y se rompió, lo había hecho como recordatorio para comprarlo de nuevo, pero desde eso habían pasado ya tres días en los que Mona y la Mocha se habían estado peleando por tomar de primeras en el bebedero que quedaba.

—Espero que estos no los rompás.

***

—¿Pensás que soy babosa? Tenés tu cuento con ella.

—Cuentos los de tu cabeza, dejame trabajar.

—Vi el chat completo, otra vez lo mismo, estoy harta.

—Harto estoy yo de que revisés mí computador, mi teléfono, todo —dijo y caminó hacia la cocina.

Las gatas saltaron a las camas altas mientras ella lo seguía. La Mocha fue la primera en treparse, quizás porque recordaba que alguna vez se llamó Mocca y tuvo cuatro patas y en una noche como esa, en la que el aire se llenó de gritos en el calor de junio, había chocado pata con pata contra Carlos y días después volvió de la veterinaria solo con tres.

—¡Dame la cara!

—Cuál cara de mierda si no he hecho nada —gritó Carlos mientras
agarraba el cuenco de loza del mesón y lo soltaba con fuerza en
dirección a ella.

Carlos se movió como persiguiendo el cuenco para detenerlo, pero ya había sangre en el piso, en los dedos del pie derecho, confundiéndose con el esmalte de uñas, y en la pijama rosada que ella llevaba puesta. Un hilo carmín que bajaba desde la ceja derecha le hacía cerrar el ojo.

Cuando ella salió del baño con el microporo cerrando la herida, sus pies y su cara estaban limpios. Él la esperaba afuera, llorando todavía. Las súplicas para que le abriera la puerta se habían transformado en sollozos. Ahí estaba su metro ochenta y dos acurrucado, las rodillas contra el pecho y los dedos de las manos entrelazados detrás de la cabeza.

Al verla se incorporó y pidió sus perdones con la voz mocosa. Ella guardó silencio, nada en su cara indicaba que esta vez hubiera llorado. La línea de sus pestañas no estaba inflamada, ni sus ojos estaban vidriosos, ni su nariz hecha una bola.

—Vamos a terapia, lo que vos digás. Vamos a esa terapia, amor.

Entonces ella lloró por fin y dijo que sí, y él la besó con los ojos abiertos
fijos en el microporo, y ella no se dio cuenta porque sus ojos sí estaban cerrados.

***

Cuando empezaron los truenos secos de agosto, los rayos sin lluvia a las tres de la tarde y los aguaceros de toda la noche, el volumen de trabajo ya se había estabilizado. Tres días seguidos yéndose a su casa antes de las ocho de la noche. Las gatas comiendo en loza y bebiendo en metal. Carlos haciendo fotos. Antonio preparando los detalles de una siembra de árboles con niños de colegio, quería mostrarle lo que había planeado. Ella no sabía nada de eso, pero aceptó escucharlo y darle su opinión.
A las 6:30 de la tarde todavía había movimiento en el aserradero, con el aguacero y los truenos se había interrumpido la electricidad varias veces y luego desconectaron las máquinas por la tormenta. Quedaba una
llovizna que caía como pelusa.

La idea de la siembra le gustó. Lo felicitó y le dijo que no tenía nada que sugerir, que ya podían irse. La lluvia había vuelto a arreciar, aunque ya sin truenos.

—Pero hoy ando en moto, esperemos un ratico más pa que no te mojés tanto.

Ella le cedió su escritorio para que imprimiera el proyecto de la siembra y se paró en la puerta para medir la lluvia. Alcanzaba para encharcar levemente el patio y hacer borrosa la luz que salía del aserradero.

Pensó en Carlos, en lo que estaría haciendo a esa hora, en las fotos que habría tomado ese día, ¿habría logrado fotos ese día?, ¿habría pensado en ella en medio del océano mientras veía danzar a las ballenas para aparearse? Pensó en las seis semanas que faltaban para que acabara
septiembre y Carlos terminara de capturar el ritual de las yubartas. Pensó en octubre, en lo que traería la primera sesión de terapia y en la dicha de que él hubiera decidido pagar todas las sesiones con la plata de ese viaje.

Volvió adentro, la impresora soltó las hojas, ella las retiró mientras Antonio rodeaba el escritorio. Se las entregó. Él le puso un beso en la mitad derecha de la boca. Ella le pidió que no lo hiciera y lo miró con algo que por detrás de las pupilas contradecía las palabras. Él descifró el fondo de sus ojos y volvió a besarla, esta vez en la boca completa; dejó ahí la humedad que antes dejaba en sus mejillas. Estiró la mano para apagar el foco, solo llegaba la luz que venía del corredor y la del aserradero, al otro lado del patio. Se sentó en la silla de siempre. Ella permanecía de pie contra el escritorio cuando Antonio la rodeó con sus piernas. La luz le alcanzó para ver en los ojos de ella un sí detrás de otro, para desabotonarle el pantalón del nuevo uniforme, bajárselo hasta las rodillas, palpar su humedad y llevarse los dedos a la boca. Entonces fue ella quien se inclinó para entender esa boca que antes no imaginaba en un beso. Por primera vez ella estuvo sobre él que no paraba de verla a los ojos mientras la tomaba de las caderas para hacerla descender con velocidad de caracol. Dos semanas atrás, en esa misma oficina, con la cabeza contra la pared y Antonio a su espalda, ella oyó cómo el aguacero se descolgaba sobre todas las cosas. Ese día comprobó que podía gritar y gemir como @Dianita91 decía en el chat con Carlos. Supo que al igual que @Xandraconx era capaz de subirse a la mesa y envolver con las piernas. Y podía moverse casi bailando como @Karen_05 y pedir más como @Niñadelmar, @LarealSussy, @UnaMorenita89.

***

Es 30 de septiembre y ella acepta que Antonio la lleve, pero nada más. Carlos llegó ayer del mar. No puede recogerla porque va a reunirse con un tipo que quiere comprarle fotos. Ella se queda hasta las siete trabajando en el cierre contable. La noche está calma, las calles parecen haber disuelto el tráfico de motos, no hay cardumen que romper. El calor no llega a bochorno y el mundo todo parece hecho de bondad cuando Antonio gira de golpe hacia el parqueadero abierto del centro comercial. Está casi vacío y no hay riesgo de testigos del carro que se mueve, se sacude, se bambolea. No hay pañuelos. Ella se limpia las piernas con la mano izquierda y las restriega luego en el jean de Antonio.

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