I
Desde la ventanilla del avión —como en la canción de Adolfo Pacheco Anillo, El tropezón—, en el pecho se siente que algo grande está allá abajo, una revolución entre el amor y el desengaño. Un espejo de aguas refractarias, que simulan un vidrio roto en mil pedazos. Se siente que alguien superior debió haber partido aquella alfombra verdeazulosa a cuchilladas. Algo grande, quizás una mano gigante, dibujó aquello que los investigadores bautizaron con lo primero que se les vino a la cabeza, «un sistema hídrico en forma de espinazo de pescado»: La Mojana.
Había que percatarse de que aquellos surcos intrincados, de laberínticos zapales, cansados de tanta fertilidad y desperdicio, no estaban allí por estar. Los indios fueron felices en La Mojana por siglos y no por obra del azar. Tuvieron que ser máquinas gigantescas, como las que construyeron las pirámides de Egipto, tan ingeniosas como las manos que dibujaron las pintas y bocetos del sombrero zenú, vueltiao, cuyos rombos abren desde el primer círculo una especie de abanico, donde se inspiró la gracia del cumbiambero o del hombre que atraviesa la sabana a caballo y revienta la corraleja. Todo comenzó con un punto negro en el centro de un círculo blanco, que da apertura al símbolo de Colombia. Pura matemática, como los sonidos del corazón. Nunca estuvimos solos y, aunque se comercializaba en familia, nuestros indígenas se iban lejos. Así fuese con señas.
Desde una canoa que cabecea en los barrancos del río Cauca, buscando salirse de madre por el ímpetu de la creciente, era imposible apreciar aquel espejo por el chorro de Caregato, un animal malamañoso que vomitó toda su furia en noviembre de 2021 sobre la margen izquierda. Nadie lo ha podido detener, se ha tragado todo el presupuesto que bien ha podido servir para llevar agua potable a más de quinientas mil personas que sobreviven alrededor de aquel paraíso que se hunde ocho milímetros al año, como si debajo de la superficie hubiese una chupa gigantesca que trata de engullirlo todo: vacas, taruya y pescado. Una verdadera represión puesta allí para evitar que el cieno que baja desde el nudo de Paramillo llegue al mar en Bocas de Ceniza.
Ni la imaginación de Gabriel García Márquez, que llegó a Sucre a curarse de un espasmo a sus diecisiete años y colgó su hamaca bajo un bosque de mangos, en la orilla del caño Mojana, pudo describir el embrujo de estas quinientas mil hectáreas, en el país de las aguas, según lo bautizó el profesor Isidro Álvarez. Son tierras que bañan quince municipios en cuatro departamentos, el 72 % en tierra de Sucre, además de Córdoba, Bolívar y Antioquia. Algunos le dicen «el Nilo de Colombia» y su desarrollo podría convertirla en la despensa agropecuaria de América.
II
En La Mojana sucreña prevalecen aún los héroes extranjeros, cuyas estatuas tapizan los parques populares, pero ninguno como José de Gavaldá, un sacerdote español que durante veinte años, antes de morir de un infarto fulminante en plena misa, abrió la famosa «Boca del Cura» en el río Cauca, entre Majagual y Guaranda. Desde entonces nadie ha podido controlar sus aguas, rebeldes y sinuosas, siempre tirando para la margen izquierda. Gavaldá está en todas partes, muchos años después de muerto. Un barrio, un colegio, un corregimiento y una boca del río llevan su nombre.
Las inundaciones, tan terroríficas que se convirtieron en una especie de subcultura, cambiaron la historia de estos pueblos y su gente. Acostumbrados a vivir en el agua, se acomodaron en su espera, en su forma cíclica de ir y venir. Los niños aprenden primero a nadar y después a caminar. Como cuando llueve en algunos pueblos vallenatos, el agua motiva canciones de amor. La creciente se convierte en una fiesta y el Gobierno envía mercaditos por tres meses. Quien distribuye los mercados recauda buenos votos porque la gente, con cierto nivel de analfabetismo, no los recibe como un deber del Gobierno, sino como una ayuda clamada. El asistencialismo los subyuga. En este sentido, el agua no es un derecho, sino un disfrute pasajero para nadar y divertirse. Y el que venga detrás que apure.
III
Cuenta la historia que La Mojana fue una tierra muy productiva, con grandes ingenios azucareros, que atrajo extranjeros: italianos —los Gentile—, españoles —los Sajona—, siriolibaneses —los Cure o los Nassar—, y muchos más. Llegaban grandes embarcaciones a las ciénagas y ríos de un complejo acuático mágico, lleno de leyendas y mitos, con personajes propios, curanderos y yerbateros capaces de hacer expulsar un animal vivo del vientre de un hombre, que abrió la imaginación de Gabriel García Márquez en La Marquesita de La Sierpe, Los funerales de la Mamá Grande, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada.
Hacia 1936, cuenta el ministro natural de Majagual, Francisco Gómez Osorio, hubo una epidemia extraña entre los habitantes de la región, que ya no disfrutaban «los entierros bonitos», un ritual con música y licor para despedir a los difuntos porque morían tantas personas que las campanas de la iglesia de Majagual, el pueblo más alto de la zona, no dejaban de repicar.
Gavaldá lideró la gesta de sanación. Vio que las aguas estancadas estaban podridas en las dehesas. Ni siquiera un fuerte aguacero podría lavar aquella podredumbre. La peste los diezmaba. Fue cuando se le ocurrió la prueba de la canoa, que soltaron libre, al vaivén de las aguas, un poco más arriba de Majagual, y empezó a cabecear sola por el río Cauca, siempre buscando la margen izquierda.
Un grupo de voluntarios empezó a cavar con pico y pala una abertura de dos metros. El agua se tiró de largo, las tierras se lavaron, la pandemia se detuvo, pero las aguas nunca volvieron a ser controladas. En 1973, el gobernador Apolinar Díaz Callejas ordenó cerrar la boca del Cura, pero las inundaciones no se detuvieron. Por el contrario: fueron letales y se convirtieron desde entonces en un argumento para la promesa de matrimonio de todos los candidatos a la presidencia de la república, aunque siempre han dejado a La Mojana como a las novias de Barrancas.
Hubo un presidente, Juan Manuel Santos, que viajó un 8 de agosto, horas después de su posesión, a Majagual, Sucre, como símbolo de su amor a la región. Más tarde, Santos no dudó en declarar que aquel fue el peor día de su vida. Durante el Gobierno de Andrés Pastrana se creó un Plan de Adaptación que, con el tiempo, se convirtió en otro chorro incontrolable, como la propia boca del Cura, de Arelis, del Mono o Caregato, que ha sido la más rebelde.
De allí en adelante la propia naturaleza daría señales extrañas y durante la inspección de un «dique seco», que buscaba conectar a Sucre con Antioquia, las aguas estuvieron a punto de llevarse en andas a un gobernador, que vio impávido cómo los terraplenes se abrían a sus pies y el río tiraba de largo.
Las aguas desmadradas provocaron muchos fenómenos, como la pobreza y la desbandada de capitales, tanto humanos como tecnológicos. Quienes tuvieron maneras de irse se fueron a vivir a otros lugares y llevaron a sus hijos legítimos a las universidades. Los naturales o hijos bastardos se quedaron para ponerle el pecho a la situación, pero siempre les enviaron interioranos —sabaneros o montañeros— para los grandes proyectos, como en el caso de Caregato, que no lo han podido cerrar en tres años. Se estima que cerca de medio billón de pesos se tragó el río a través de un Plan de Adaptación en el que han participado varios gobiernos.
Los indígenas, con una sabiduría lejana, controlaban las aguas y las ponían a su servicio sin violentar las leyes naturales y sobre las terrazas que construían, de una fertilidad asombrosa, levantaban sus ranchos y rozas. Allí tenían la vitualla, el pescado y la vivienda. Eran unos ingenieros hidráulicos asombrosos.
El cura Gavaldá la pensó bien, pero la cultivó mal. Los tres ríos que confluyen en esa depresión arrastran tanto sedimento que hace desbordar las aguas. Gavaldá no hizo lo que pide la ingeniería: una compuerta para abrir y cerrar la boca. Tampoco se hizo un dragado. Y con los terraplenes que se fueron haciendo por muchos años para proteger a los pueblos, el río empezó a subir de nivel, mientras las urbes fueron quedando por debajo de los ríos y caños, lo que se convirtió en un problema con las aguas negras y los alcantarillados, igual que con el agua potable. El estudio de los mil estudios sobre La Mojana, contratado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), a un costo de un millón de dólares, siempre recomendó el dragado, un dique seco y las compuertas. Todo fue una ilusión. Los últimos contratos para cerrar Caregato, en el Gobierno actual, a un costo superior a 126.000 millones de pesos, no funcionaron. Las aguas siguen de largo y el invierno no para.
En ningún municipio de Sucre se presta un servicio de agua constante, siendo su capital Sincelejo, donde más dinero ha invertido el Gobierno en los procesos de regularización y donde un expresidente de la república dijo haberse tomado el vaso de agua más caro de su vida: quince mil millones de pesos.
IV
Lo único que lamentaría Judith Montes al morir sería irse para el otro mundo y dejar los trastos de la iglesia católica en las cajetas de cartón donde están guardados desde 2011, cuando el pueblo de Doña Ana, en San Benito Abad, que pasaba nueve de los doce meses del año bajo las aguas, fue trasladado a tierra firme, en una terreno de seis hectáreas, a hora y media en chalupa del antiguo, donde apenas quedaron los vestigios de que allí hubo un asentamiento que parecía flotar en las tempestades del mundo.
Fue el primer pueblo de Colombia en ser erradicado del agua. Doscientas once familias, que nunca pisaban tierra firme. Los niños no gateaban, nadaban. No querían salir de allí. Para garantizar que no volverían, los ingenieros ordenaron destruir sus casas y tambos. Solo quedó en pie la iglesia, cuya torre, que a lo lejos sobresale como un punto negro, es apenas un referente para llegar. El cementerio desapareció bajo la cruz más alta y el único colegio en pie es un nido de serpientes.
Aunque el nuevo Doña Ana es un pueblo modelo, con casas de material amplias y de patios inmensos para sembradíos, un buen colegio que recoge alumnos de varias veredas en canoas, zonas verdes, parques y una planta para el tratamiento de las aguas servidas y un acueducto, la gente aún no se acostumbra porque desde que recuerdan siempre pisaron en las aguas y se habituaron a vivir con las serpientes y los peces. De eso vivían. El gobierno de Jorge «Tuto» Barraza tuvo que hacer una especie de consulta, que por poco pierden, porque en realidad ellos no habían visto otro mundo que no fueran las aguas. Es lo que el sociólogo Orlando Fals Borda llamó «la cultura jicotea», la vida de un hombre anfibio.
El principal cambio fue el crecimiento desmesurado de la iglesia evangélica, que hoy tiene un templo de casi una cuadra, mientras los santos de yeso, los candelabros y los demás trastos de la iglesia católica, igual que su campana, están en las mismas cajetas de cartón donde fueron llevadas.
Casi quince años después, los de Doña Ana todavía viven de la pesca, la agricultura en menor escala, porque no tienen tierras, y del re-busque. Aunque ya no se inundan, aún añoran los tiempos en que los peces saltaban de las aguas a la olla con solo asustarlos. La pesca escasea en esos lugares por el incremento de pescadores y el uso de los grandes trasmallos que cazan tanto el pez grande como el pequeño. Los asnos fueron cambiados por motocicletas mientras hombres armados vigilan que no entren «extraños». Ellos son los encargados de dar permiso para entrar o salir. A nuestra visita, la planta de tratamiento de aguas, administrada por un voluntario de la comunidad, estaba fuera de servicio por falta de mantenimiento.
El ejemplo de Doña Ana, el primer pueblo reubicado en La Mojana sucreña, parece darle la razón al presidente Gustavo Petro: la reubicación de estos pueblos lacustres sí es posible, pero no es fácil.
V
Con ciento dos kilómetros de playas en el mar Caribe, inmensas ciénagas, grandes depresiones, caudalosos ríos, variados arroyos y formaciones subterráneas de miles de años, Sucre es uno de los departamentos más ricos en reserva acuífera de Latinoamérica, pero su servicio es un problema histórico. Algunos observadores lo califican como «un problema político».
La cobertura real del agua potable es del 44.8 %, aun cuando las redes cubran el 83 % de una población cercana al millón de habitan-tes, siendo los depósitos subterráneos lo que prevalece con un 92 %, mientras las autoridades siguen en la disyuntiva de traer el agua de los ríos Magdalena, San Jorge y Cauca, incluso del Sinú, o generar grandes represas que podrían ser contaminantes, pero que, sin duda, son aguas más tratables. Se necesita una revolución del agua, como en Bolu, India, donde se convirtió el desierto en un jardín.
La formación Morroa, que atraviesa tres departamentos del norte del país, le da una calidad incuestionable al agua. En los últimos años ha enfrentado procesos negativos como la contaminación de las fuentes y la disminución de la producción de los pozos. En Sincelejo, donde el acueducto lo opera desde hace veintidós años una empresa privada, se lograba agua llorada a solo dos metros de profundidad, después se pasó a cien metros y ahora hay que conseguirla hasta más de mil metros de profundidad, lo que encarece sacarla. Es un agua cruda y caliente, cuya labor de tratamiento cada día es más costosa.
La idea de que el agua de la formación Morroa se agota es un mito y definir una nueva fuente de abastecimiento para los 300.000 sincelejanos, que son el 40 % de la población de Sucre, es una respuesta urgente.
Una acción de cumplimiento del Tribunal Administrativo de Sucre a la empresa Empas, que es el ente oficial y veedor, que también afecta a la operadora Veolia, firma privada de capital español, se constituye en una pieza maestra de cómo abordar el agua como un derecho a la vida, pero sin cumplimento total.
La mayoría de los veedores del agua, señores de más de setenta y cinco años, como Guido Buelvas, que ya cumplió ochenta y dos, creen que van a morir sin ver el sueño dorado de un verdadero servicio de agua en un departamento que está entre los cinco de mayor espejo acuático en Colombia.
Guido trata de transmitir sus conocimientos sobre el agua a sus nietos porque cree que no hay relevo generacional entre los veedores, donde tampoco hay mujeres. Mientras tanto, el agua en su Sucre se sueña y se llora.
Algunas zonas como La Sabana y Montes de María sufren más en los tiempos de sequía, porque sus fuentes son superficiales y se agotan en los veranos, mientras que La Mojana, San Jorge y El Morrosquillo, sustentan sus fuentes en formaciones subterráneas, ciénagas y afluentes abundantes.
En ningún municipio de Sucre se presta un servicio de veinticuatro horas continuas, siendo su capital Sincelejo, donde más dinero ha invertido el Gobierno en los procesos de regularización y donde un expresidente de la república dijo haberse tomado el vaso de agua más caro de su vida: quince mil millones de pesos.
En la búsqueda de fórmulas de optimización del agua en los hogares, cuando no se tiene servicio de agua industrial, la privatización ha estado al orden del día. Las esperanzas de un proceso de consolidación del servicio, a través de empresas sustentables y sostenibles, recaen en el Plan Departamental de Agua (PDA), cuyo proyecto empezó con un gran déficit y su formulación fue bastante cuestionada.
A pesar de los escollos, Sucre, que bebe agua llorada, sueña con un plan de agua que le garantice un mejor nivel de vida.
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