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Con la parte infinitesimal del alma

14 de octubre de 2025 - 1:06 pm
Ante la desdicha de Gaza, donde la muerte se volvió estadística y el horror se confundió con espectáculo, el amor se vuelve una ética que nos llama a reunirnos, desobedecer la indiferencia y defender la vida frente al proyecto de aniquilación.
Palestinos del campo de refugiados de Nuseirat celebran este jueves el acuerdo alcanzado entre Israel y Hamás en Egipto. Foto: Belal Abu Amer (ZUMA Press Wire/Dpa/Europa Press).
Palestinos del campo de refugiados de Nuseirat celebran este jueves el acuerdo alcanzado entre Israel y Hamás en Egipto. Foto: Belal Abu Amer (ZUMA Press Wire/Dpa/Europa Press).

Con la parte infinitesimal del alma

14 de octubre de 2025
Ante la desdicha de Gaza, donde la muerte se volvió estadística y el horror se confundió con espectáculo, el amor se vuelve una ética que nos llama a reunirnos, desobedecer la indiferencia y defender la vida frente al proyecto de aniquilación.

«Y sobre todo cuerpo mío y también alma mía, guardaos de cruzar los brazos en la actitud estéril del espectador, porque la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un proscenio, porque un hombre que grita no es un oso que baila…» 

— Aimé Césaire: Cuaderno de un retorno a mi país natal

 

«Todo empieza con el hecho de que contamos los muertos. Por la muerte, cada quién debería hacerse un ente singular, como Dios. Un muerto más otro muerto no suman dos. Sería preferible contar los vivos, dado lo perecedero de esa cifra». Así comienza El libro contra la muerte, la obra, si es que pudiéramos llamar así a la profusión de aforismos, fragmentos, recortes de prensa y esbozos con los que Elias Canetti dio una lucha imposible contra la parca desde 1937, cuando muere su madre, hasta 1994, cuando le llega a él mismo la hora postrera. En la introducción a la edición de New Directions, Joshua Cohen cita, de manera incorrecta, una frase del periodista alemán Kurt Tucholsky. En la versión de Cohen, la frase dice: «una muerte es una tragedia, un millón, son estadística». Lo que Tucholsky escribió, es: «La muerte de un hombre: es una catástrofe. Cien mil muertes: son una estadística». Aunque la frase de Tucholsky, escrita en el periodo entreguerras, se contenta con el conteo de 100,000 muertes para consolidar lo estadístico, Cohen parece necesitar 900,000 muertos más para que la estadística, hoy, pueda llegar a ser digna de ese nombre. Por encima de toda cifra, la frase de Canetti se hace aún más certera ahora, cuando nos hemos aburrido de contar los muertos o, más bien, cuando ese conteo, como el de todas las cifras consolidadas para dar cuenta del mundo, de nuestras vidas, de la economía, de los conflictos, de los recursos y, por supuesto, de las muertes, se han hecho materia prima para el trabajo de diseño de los estadísticos, ingenieros, visualizadores y analistas de datos, especialistas, políticos y líderes de opinión que han desarrollado técnicas, procedimientos y metodologías para obligar a los números a decir lo que a cada quien le convenga.

Algunos dicen que el genocidio que la ocupación israelí está adelantando en Gaza ronda los 80,000 muertos; unos más, dicen que van 120,000; otros, que son 420,000 o 680,000, y hay quienes afirman que ese millón que da cuerpo a lo estadístico está por llegar. Por supuesto, a 9 de septiembre de 2025, sigue habiendo una parte de la gran prensa (qué ridícula suena esa denominación hoy) y la opinión mundial, apoyadas por los cuarenta y dos millones de dólares que Netanyahu pagó a Google, Meta y Apple por difundir videos de prósperas verdulerías en Gaza, defendiendo la postura de que no hay genocidio en absoluto, de que esta es una guerra emprendida por la defensa de una nación soberana y que, salvo un pequeño número de periodistas y de contratistas de ONGs norteamericanas, muertos por lamentables errores militares, todos los demás, sin excepción, son combatientes de Hamás y, en consecuencia, blancos legítimos de la experta guerra de precisión sostenida, con minuciosa atención al derecho internacional humanitario y a la Convención de Ginebra, por las fuerzas de ocupación, perdón, de «defensa», del ejército de Israel.

El asunto es que nunca tendremos la lista total de los muertos, ni sus nombres, ni sabremos en dónde vivieron, ni cómo eran sus casas. No sabremos cómo eran sus familias, ni qué pensaban de ellos sus amigos, ni sus enemigos, o qué hicieron en vida. No sabremos si sabían cantar, ni de qué color eran sus ojos, ni si hablaban otros idiomas, ni tampoco si vivían en casas propiamente dichas o en tiendas, hacinadas en algún campamento. No sabremos nada, porque nada queda ya en pie y nadie quedará para contar las historias de esas personas que eran, como la madre de Canetti, la razón para insistir, en vida, en la lucha contra la muerte.

Sin duda, cuando el exterminio termine, la siguiente fase consistirá, como ya se está haciendo, aunque el reto es mucho más grande, en ir borrando toda evidencia histórica, todo relato, todo estudio de que, alguna vez, existió algo llamado Palestina. Estoy seguro de que veremos, más pronto que tarde, una película con Gal Gadot en la que José y María llegan a Belén, donde son bien recibidos por una pujante comunidad de israelíes asquenazíes que ocupan la zona desde el tiempo de Adán, gobernando con justicia y temple esa tierra que les fue prometida por el innombrable Dios y que, de inmediato, se les entregó con actas notariales en las que consta que ese suelo sin fin les pertenece desde la estructuración del mundo y a perpetuidad. Estoy seguro de que lo veremos, aunque no queramos, y sin duda el relato se desdoblará en otros muchos, incorporando nuevos descubrimientos que desdicen toda posibilidad de que algo llamado Palestina hubiera llegado a existir alguna vez, pues como es sabido, ese territorio siempre ha sido, y seguirá siendo, el lugar donde los pueblos elegidos pasan su vacaciones de verano, juegan al golf y viven la vida que solo ellos merecen.

Entretanto, múltiples experimentos se han venido desarrollando ante nuestra mirada impávida. En esos experimentos, conducidos a escala planetaria, todos somos ratoncitos blancos, obligados a presenciar una suerte inenarrable de hechos violentos y de, digamos, tecnologías diversas para matar, donde la muerte es apenas efecto colateral de un proceso algorítmico de deshumanización mental.

Desde el 7 de octubre de 2023, miles de millones de pruebas personalizadas se han realizado en las mentes de todo ser humano vivo sobre la Tierra y, sin duda, la totalidad de los datos compilados se usarán para alimentar sesudos estudios de ciencia política, neurociencia, economía, sociología de mercados, psicología, estrategia militar, diseño armamentístico, retórica, culinaria, desarrollo de máquinas cognitivas y procesos amañados de memoria, justicia y reparación. Ese experimento, inspirado por el Tratamiento Ludovico, que convirtió a Alex DeLarge, el peligroso drugo de la Naranja Mecánica, en un manso cordero incapaz de toda violencia y, sobre todo, de toda reacción, ha evolucionando, haciendo innecesario que nos impidan cerrar los ojos con ganchos, pues se ha demostrado que, con la correcta intercalación de las imágenes y los estímulos que recibimos a través de nuestros dispositivos, nos quedaremos encantados contemplando en medio de una neblina mental confusa pero estimulante cualquier tipo de horror, sin importar su magnitud ni duración.

Durante los últimos dos años, hemos visto a diario, y muchas veces en directo, un inventario interminable de bombardeos, explosiones, fusilamientos, violaciones de mujeres, de hombres, de jóvenes y de ancianos; hemos visto a muchos morir aplastados por tanques de guerra y filas de cadáveres aplastados por bulldozers en medio de una calle devastada; hemos visto filas de palestinos desnudos, con las manos amarradas a la espalda, ser llevados por vehículos militares a lugares que nunca serán revelados; hemos visto, como nunca, lo resistente y lo frágil que es un cuerpo humano: lo hemos visto vivir después de que una bomba lo cortó por la mitad o morir, en un parpadeo, por la esquirla de un misil o de una granada; hemos visto niños muertos, despedazados, sin cabeza, así como cabezas sin cuerpo y pedazos de algo que pudo ser una cabeza, junto a algo que pudo ser un cuerpo; hemos visto brazos, piernas troncos humanos apilados arbitrariamente sobre la arena ensangrentada; hemos visto hileras interminables de cuerpos envueltos en tela blanca ser sepultados por retroexcavadoras que abrieron zanjas junto a lo que fuera un hospital; hemos visto bolsas de plástico llenas de partes de cuerpos distintos, que son entregadas a madres que claman piedad al Todopoderoso, pues esas bolsas contienen, en su mayoría, partes del cuerpo de alguno de sus hijos, junto a otras piezas irreconocibles que suman el peso aproximado de un niño de nueve años; hemos visto un vehículo familiar impactado por 355 disparos de ametralladora, y hemos escuchado a Hind Rajab, una niña de cinco años, pedir auxilio, mientras se desangraba, junto al resto de su familia ya muerta en el vehículo, a los organismos de rescate que, al llegar, fueron asesinados también por un misil que destruyó su ambulancia; hemos visto gente correr y, un segundo más tarde, esfumarse de súbito en el aire sin dejar huella por la acción de las bombas térmicas; hemos visto los cielos nocturnos iluminarse con los bombardeos sobre la ciudad sitiada, transmitidos a escala global mientras el reportero describe, con voz pausada, el despliegue tecnológico del ejército de Israel y la precisión de sus dispositivos, mientras al fondo suenan los gritos de familias enteras que se queman vivas en un refugio improvisado en una escuela; hemos visto la composición exacta del vientre de una niña de nueve años, regado sobre una camilla en la que podemos observar los órganos palpitar aún, mientras ella intenta respirar, hasta que todo se detiene ante la cámara y la muerte de ese ser humano nos hace pensar en el alivio de quien ya no siente la espantosa angustia de irse quedando sin aliento; hemos visto también la esqueletización de toda clase de cuerpos, producida por la hambruna impuesta y hemos visto los bultos de harina envenenada por colonos o por soldados de gran ingenio, a los que también hemos visto crear toda suerte de contenidos para sus redes sociales: espectáculos de voguing sobre las ruinas de una construcción donde aún se mueven cuerpos bajo las placas de concreto, gender reveals de color azul o rosa, según la sustancia añadida a los explosivos antes de la detonación de una casa, peticiones de matrimonio y fiestas reales sobre tanques de guerra a los que han acondicionado parlantes y equipos de mezcla para que los soldados sean djs mientras disparan, cuando no es que los vemos saquear casas, destruir obras de arte, incendiar olivares, robar burros, secar pozos, llenar de concreto aljibes y, sí, también llorar, pues los hemos visto llorar porque los llamas genocidas, porque les dicen invasores, porque toda oposición a su labor liberadora es muestra del brutal antisemitismo del que estos eslavos y subderivados del Cáucaso han sido víctimas desde el comienzo de los tiempos. Mientras cada una de estas apariciones, que muestran el drama interno y la cara humana de los combatientes del Tzáhal, ocupan los espacios centrales del espectáculo periodístico de los medios, vemos la sucesión interminable de residuos biológicos indiferenciados, de órganos indiferenciados, de tejidos indiferenciados regados aquí y allá como un Guernica de carne y sangre que, a fuerza de indiferenciación, ha terminado por dejarnos indiferentes.

Pero no se trata solo de eso, no es solo que hayamos visto el horror de la muerte, el descuartizamiento y la indiferenciación de los cuerpos y de sus partes, sino, como dice Canetti, «la parálisis de una muerte tras otra, sin una sola palabra libre en medio, sin un paso libre». Es esa «la peor parálisis, la de esta esperanza desesperanzada que sobrevive a todo». La secuencia de muertes interminables, multiplicadas al infinito en sus inacabables versiones termina produciendo la ilusión de que, en tanto siga habiendo alguien más que pueda morir, estaremos a salvo de que nos ocurra a nosotros. Es difícil sentir empatía por una bolsa llena de partes humanas, y completamente imposible sentirla por la sucesión asqueante de esas partes que parecen ir cubriendo, poco a poco, todo nuestro espectro visible. Queremos pensar que en realidad nadie está muriendo, pues si estuvieran muriendo, ya habrían muerto todos, como dijo Netanyahu ante el recinto vacío de las Naciones Unidas, pues sería imposible que siguieran vivos tras el despliegue ilimitado de fuerza e ingenio puesto al servicio de la multiplicación de las formas de dar muerte. Así que, no, es mentira, es imposible que todas esas vidas se hubieran perdido y más imposible aún es que sigan estando disponibles para la muerte. Si todavía quedan palestinos, es porque ninguno ha muerto, pues si fuera cierto que Israel los ha asesinado con sevicia, ya no sobreviviría ninguno. Es entonces cuando, entre una cabeza cubierta de polvo y sangre y una niña que ha aprendido a caminar sobre sus muñones ya sanos, un ingenioso video de gatitos o la oferta de tres labubus de colección interrumpe la secuencia y la desrrealiza: estas muertes son falsas, el intento perverso del antisionismo comunista por convencernos de algo que no puede estar pasando, pues si estuviera pasando no habría manera de que alguien osara ofrecernos un plan de cuatro noches y tres días en Cancún, todo pago, por apenas 350 dólares. ¿Quién podría vivir queriendo los jeans que Sidney Sweeney luce, en medio del brutal exterminio de un pueblo? ¿Cómo podríamos enternecernos porque una mujer encontró algo que, al comienzo, no era más que un embrión del tamaño de una falange y que, gracias a sus cuidados se convirtió en una preciosa ardilla voladora blanca que ahora vive con la mujer, en su casa en Milwaukee, haciendo de los días un espacio permanente de aventura y afectos interespecie? Es allí, en la promesa de unas vacaciones, en el pequeño capricho de comprar una prenda en doce pagos o en la ternura y los cuidados que tenemos para con el mundo animal domesticado, donde reside la verdad de lo humano, una verdad a la que podemos acceder con tan solo una cuenta de Instagram si, claro, está anclada a una tarjeta bancaria con saldo a favor.

Es cierto que, poco a poco, las voces que intentan desmontar esa representación orquestada por el gran mercado mundial de que el genocidio del pueblo palestino no existe, así como afirmaba Jean Baudrillard hace ya más de treinta años que «la guerra del Golfo no ha tenido lugar», empiezan a multiplicarse y a ganar tracción global. Pero, tras dos años del inicio de la transmisión continua de esta barbarie, es evidente que minar la barrera psicológica del negacionista, impuesta hábilmente por el Capital a escala global, no resulta nada fácil.

¿Cómo podremos entender, en lo que viene, la muerte y el morir? ¿Cómo ha transformado este experimento nuestra percepción sobre los límites y los fundamentos de la vida humana? ¿Cómo daremos nombre, o dejaremos de darlo, a lo que ocurrió, sigue ocurriendo y ocurrirá en otros muchos lugares de formas más brutales y aún más visibles? ¿Cuál será el futuro del duelo en un mundo que lo ha visto morir todo, que ha presenciado el ejercicio de toda abyección y que se ha resignado a contentarse con chucherías y falsas promesas de estatus, incapaz de responder y de oponerse a un poder ilimitado que le ha quitado los medios de producción de la realidad para darle a cambio sucedáneos irrelevantes que ahogan la angustia infinita en el consumo de imágenes indiscriminadas? No lo sé, pero sé que el dolor de semejante traumatismo se resiste a morir y que, solo dándole la cara a eso que de todas las formas nos rebasa, podremos encontrar un camino para que lo humano pueda empezar a articular su desdicha y, confrontándola, recuperemos la capacidad de dar otra forma a nuestras vidas al filo de un interminable final.

En El amor a Dios y la desdicha, Simone Weil inicia afirmando que «en el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple sufrimiento», pues «se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que solo a ella pertenece, la marca de la esclavitud». Unos párrafos más adelante, señala que «la desdicha es un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte” y que “el pensamiento huye de la desdicha tan pronta e irresistiblemente como un animal huye de la muerte». Pienso que la fase final del experimento en el que hemos sido enrolados como conejillos de prueba durante estos años, mucho más que dos, apunta a ese fin: el de romper nuestro arraigo a la vida, a la vida como relación esencial entre órdenes y sistemas interdependientes para el sustento planetario, convirtiendo en ley nuestra probabilidad inminente de morir y dibujando un paisaje atroz con la inexorabilidad de la muerte.

En el curso de ese ensayo preñado de dolor y belleza, Weil ilustra la magnitud sin medida de ese estado paralizante: «Aquellos que han sido mutilados por la desdicha no están en condiciones de prestar ayuda a nadie y son incapaces incluso de desearlo». Parecería, entonces, que el genocidio del pueblo palestino también nos ha mutilado con desdicha sin importar donde estemos y que el dolor de nuestras vidas mutiladas por la impotencia nos ha quitado el deseo de levantarnos en contra de la muerte, pues se trata de un mecanismo que «priva a quienes atrapa de su personalidad y los convierte en cosas». Sin embargo, insiste: «es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma».

Resulta difícil citar apenas algunas secciones de este escrito de Simone Weil, incluido en A la espera de Dios, una recolección de cartas y ensayos escritos en medio de gran incertidumbre y privaciones, en buena medida autoimpuestas, entre enero y junio de 1942, cuando buscaba sobreponerse, a través de su participación, fallida, en distintos frentes de la lucha contra el nazismo, a las angustias de la guerra. El cansancio extremo y la inanición empeoraron sus posibilidades de recuperarse de la tuberculosis por la que fue hospitalizada, en abril de 1943, y terminó muriendo cuatro meses después, el 24 de agosto. Weil dejó un grupo de ensayos y cartas al cuidado de J.M. Perrin, sacerdote y amigo, con quien tuvo una correspondencia nutrida en torno a la fe y el amor de Dios, en un momento en que, en riesgo de muerte, se debatía en torno a la posibilidad de recibir el bautismo católico que, según su amiga Simone Deltz, recibió en el hospital poco antes de morir. Es claro que esos ensayos y cartas surgen de su enorme desdicha, sintiendo los pasos de la muerte y buscando encontrar esa parte infinitesimal de su alma capaz de levantarse por el amor a los desdichados.

Parte de esa autoflagelación que consumió la vida de Weil está relacionada con un aspecto de la desdicha que marca también nuestra relación, o más bien nuestra falta de ella, con el exterminio de los palestinos y con todos los otros que tienen lugar hoy en el mundo conectados entre sí y definidos por los intereses de un muy pequeño grupo de individuos en un grupo aún más pequeño de naciones que ocupan un porcentaje no muy amplio de la superficie planetaria—: la incorporación de la falta y del autodesprecio inducido que «imprime en el fondo del alma […] una sensación de culpabilidad y de mancha que el crimen debería lógicamente producir y no produce», pues «el mal habita en el alma del criminal sin que éste lo perciba», aunque «sí lo percibe el alma del inocente desdichado». Así, «el desprecio, la repulsión, el odio, se vuelve en el desdichado contra sí mismo, penetra hasta el centro de su alma y desde allí tiñe con matiz venenoso el universo entero», y, más aún, «la desdicha hace del alma, poco a poco, su cómplice, inyectando en ella un veneno de inercia» que «obstaculiza cuantos esfuerzos pudiera hacer para mejorar su suerte y hasta le impide buscar los medios de liberarse». Unas líneas más adelante, Weil nos enfrenta al espejo que nos presenta con todo detalle nuestro estado actual: «Se encuentra entonces instalado en la desdicha, aunque quienes le rodean pueden creer que está satisfecho. Más aún, esta complicidad puede impulsarle a evitar los medios de liberación, a huir de ellos, ocultándose bajo pretextos en ocasiones ridículos».

Así, nos sentimos incapaces de afectar el curso de una serie de crímenes a escala global que hemos visto crecer durante años, consumiendo todo el espacio de nuestra mirada y haciéndonos sentir enfermos, como si viéramos, día tras día, el crecimiento de un tumor en nuestras entrañas al que preferimos dejar de mirar, pues suponemos que, hagamos lo que hagamos, terminará por consumirnos. «La extrema desdicha», escribe, «es a la vez dolor físico, angustia del alma y degradación social» que pone, a quien le sucede, «como una mariposa a la que se clava viva con un alfiler sobre un álbum» y que, sin embargo, de forma milagrosa, «en medio del horror puede mantener su voluntad de amar».

Esa capacidad de amar no es, para Weil, un estado del alma sino una orientación de ésta y, en ese sentido, está vinculada al espacio y, en consecuencia, al cuerpo. No en vano, el texto nos recuerda que «el cuerpo glorioso de Cristo conserva las llagas», pues es en el cuerpo de Jesús, herido y clavado a la cruz, donde se encuentra el cuerpo con el espacio infinito y es por eso que, al orientar el alma hacia el amor, al amor de Dios, en lo que respecta a Weil, ésta se encuentra clavada «en el centro mismo del universo». Aunque «no se puede aceptar la existencia de la desdicha más que viéndola como distancia», resulta también que esa distancia, atravesada por el amor, nos fuerza a «renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma».

Si permanecemos quietos ante la atrocidad es porque, ya aturdidos por la parálisis de la desdicha, hemos sido incapaces de renunciar a nosotros mismos, a lo que pensamos que significa ser «nosotros mismos», optando por la inacción total. Esa inmovilidad nos hace pensar que estamos solos ante el mundo aterrador que extienden ante nuestros ojos los apologistas del fin de los tiempos. Para Weil, el alma orientada hacia el amor se expande desde el centro del universo, definido por el dolor de nuestra alma atravesada, hasta una dimensión otra, ajena al espacio y al tiempo por la que «los amantes, los amigos, tienen dos deseos. Uno, amarse hasta el punto de entrar uno en el otro y formar un solo ser. El otro, amarse tanto que aun estando cada uno en una punta del globo, su unión no sufra por ello merma alguna». Como movimiento, el amor nos funde en la distancia, como una suerte de entrelazamiento cuántico que puede atravesarnos aunque no nos toque y que, a la vez, nos llama a atravesar el universo en pos de quienes amamos.

Frente a la modorra permanente que nos mantiene postrados en el sillón, el amor es un llamado al movimiento infinito. Ese llamado, hoy, debe emprender, de cuerpo presente, una marcha decidida por la vida de los palestinos, pues resulta evidente que el ejercicio de obliteración que se desarrolla en su contra no es más que un campo de pruebas de lo que se terminará implantando en todos los rincones del mundo no blanco, en la actual recolonización del planeta. En ese proceso, del cual todos terminaremos siendo blancos legítimos (y no me refiero a que subiremos de estatus en el brown paper bag test que parece dividir hoy al mundo entre «personas» y «animales», como ha sido categorizado el pueblo palestino desde mucho antes del inicio de su exterminio), es imperativo entender que el llamado al amor que emana de nuestra alma atravesada por la desdicha no tiene más forma de existencia que la de muchos cuerpos juntos en resistencia. Atender al doloroso llamado de la desdicha implica juntarnos para confrontar la mezquindad del poder y reconstruir nuestras formas de vida en comunidad, pues ninguna acción sustancial puede surgir hoy del solipsismo irradiado por las pantallas. Si solo conservamos una parte infinitesimal de nuestra alma dispuesta a amar, debemos ampliar entonces la casa de lo que nuestras almas son, tenemos que «inventar el alma», como nos dicen Césaire y Fanon, pues de esa invención conjunta sobre una casa en ruinas se funda toda lucha de liberación.

En una discusión, viralizada en redes, entre Julio César Herrero y Pablo Iglesias, en la emisión de Malas lenguas del 15 de septiembre, dedicada a la cancelación de la etapa final de la Vuelta a España, Herrero le pregunta a Iglesias si todo medio es válido para conseguir un fin, y si valían la pena los actos «violentos» de quienes tiraron las vallas en Madrid para impedir el paso de los ciclistas. Lo curioso de la pregunta de Herrero es que parece no advertir que eso que él llama «violencia» es un gesto de resistencia que busca llamar la atención sobre un genocidio en curso que él no parecía encontrar violento. Hemos visto el modo en que a Gustavo Petro le fue retirada la visa gringa por invitar a un pueblo al desacato de sus fuerzas asesinas, y lo hemos visto llamando a las naciones a consolidar una fuerza militar que intervenga en Gaza para evitar que una nación entera termine de ser exterminada. Si llamar a los pueblos a unir sus ejércitos para luchar por el porvenir de lo humano, si exigir que las organizaciones internacionales asuman su responsabilidad de enjuiciar a los responsables de esta barbarie, si pedir que cese la ocupación de Gaza y de todo el territorio histórico de Palestina es terrorismo, entonces abracemos el terrorismo en nuestros corazones. Así, cada vez que Benjamin Netanyahu amenace con darles tratamiento de «terroristas» a los navegantes de la Global Sumud Flotilla que intentan llegar a las costas gazatíes llevando leche deshidratada y amistad, estaremos abrazando a quienes han dado mucho más que un paso en esta lucha de liberación que es la suma de todas las luchas populares en cada recodo del mundo.

Si los voceros de un simulacro planetario deseosos imponer su voz por encima de la de nuestra humanidad herida han terminado por pensar que es violento tirar vallas e intentar llevar comida y medicinas a un pueblo que muere de hambre y de enfermedad, que está siendo diezmado por bombas y ráfagas de ametralladora, quizás es tiempo de que nos pongamos del lado de esa «violencia» y de ese «terrorismo», pues parecería que son esas las palabras que hoy designan la voluntad humana de querer vivir en paz, de tener un techo y una tierra, de hacer parte de una historia común y de poder morir con dignidad, sin sumarnos al espantoso conteo que reduce la tragedia de cada muerte a una cifra que niega todo derecho a enaltecer la memoria particular de cada una de las personas que han vivido y muerto a nuestro lado.

Tirar todas las vallas, atravesar el mundo de todas las formas posibles, bloquear todas las grandes avenidas, dejar de comprar la muerte ofrecida por los monopolios de los dueños del mundo, cantar juntos con todo el aire y la rabia que nuestros pulmones tengan y dar testimonio de la lucha de los pueblos en contra de sus verdugos, hasta que el conjunto de las naciones se decidan a poner fin, del modo que sea necesario, a las acciones aberrantes de la ocupación israelí, son los primeros pasos del amor atravesando el universo para imponer respeto sobre todas las vidas que nos están siendo arrebatadas del mundo mientras contemplamos, idiotas, la falsa promesa de hacer parte de «los elegidos».

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