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Entre cuchas y mondás: liturgias de nuestras palabras

8 de octubre de 2025 - 3:57 am
Las falsas etimologías que pululan en redes sociales revelan las ansiedades de la intelectualidad y la cultura colombianas por inventar formas innovadoras de nuestra identidad, que terminan reflejando nuestros complejos más comunes.
La etimología del «ajiaco» es una de las que se cofunden en la búsqueda de una identidad nacional. Foto tomada de la página de Zenú.
La etimología del «ajiaco» es una de las que se cofunden en la búsqueda de una identidad nacional. Foto tomada de la página de Zenú.

Entre cuchas y mondás: liturgias de nuestras palabras

8 de octubre de 2025
Las falsas etimologías que pululan en redes sociales revelan las ansiedades de la intelectualidad y la cultura colombianas por inventar formas innovadoras de nuestra identidad, que terminan reflejando nuestros complejos más comunes.

Existe una obsesión muy particular dentro de algunos espacios dedicados a la difusión cultural en Colombia: atribuirles orígenes sensacionalistas a nuestras palabras de uso cotidiano, ya sea las que identifican a los hablantes de una región específica o aquellas que se han extendido por todo el país. 

A estas alturas, el lector exigirá ejemplos de qué estamos hablando. Con gusto. La cucha y el cucho, aquel término andino para referirse a las personas mayores y que desde finales del siglo XX se supo extender al magisterio de las entidades educativas como de la vida, ahora resulta que es la traducción en lengua muisca de «mujer más bella que el arcoíris». La mondá, aquel vulgarismo que viene del muy caribeño acto de desvanecer las consonantes de la castiza palabra mondada, resulta ahora que nació de la exclamación que hizo una trabajadora sexual en la Colonia (¡mon Dieu!) al ver desnudo a un cliente cartagenero. La chuspa, aquel de varios recuerdos lingüísticos de lo extenso que fue el Imperio Incaico, se volvió ahora una voz que se inventó alguien en Cali que leyó mal las cajas en inglés que decían shoes pack, las cuales transportaban en un tren inaugurado cuatro siglos después del Camino del Inca por donde el quechua se extendió en media Suramérica. Y a las familias de las ciudades industriales modernas no les basta con que el significado del seco sea tan explícito, necesitamos que sea una traducción del inglés second, traducción tan mala como el parroquialismo que nos urge superar aprendiendo cuanto antes la lengua de Los Beatles. 

Estas palabras, y sus supuestos orígenes, son el arsenal perfecto para soltar un dato curioso en una actividad turística, suficiente para romper el hielo y sacarles una sonrisa o un gesto de sorpresa a los visitantes. Por supuesto, como hemos visto incontables veces en las redes sociales, también son el recurso ideal para incitar miles de interacciones en las páginas de medios de comunicación o instituciones educativas, cuyas áreas digitales necesitan mostrar sí o sí el crecimiento sostenido de sus cifras cada mes.  Este es el reino de la construcción de identidades a partir del ítem curioso, del dato coctelero elevado a dogma de la nacionalidad, la regionalidad o hasta la etnicidad. Es también el afán por identificarnos a través del prodigio, del símbolo portentoso. Así como hemos medido nuestro orgullo colectivo en triunfos militares o en las mucho más pacíficas hazañas deportivas, la monumentalización también puede llegar a nuestras palabras. A falta de mármol y bronce, una palabra de menos de diez letras escondería historias sorprendentes o significados intrincados y fantásticos.

La tendencia ha trascendido hasta en lo que podríamos llamar una nueva toponimia. En algunos buses de Transmilenio, una pantalla nos dice con toda la autoridad del caso que el nombre de Bogotá es la traducción de «Dama de los Andes», no importa que no se digan la lengua, la explicación o la fuente del dato. Chipichape, el sector de Cali tan sonoro no solo en su nombre, supuestamente le debería su denominación a un letrero en inglés (otro) que en alguna ocasión alguien tuvo que leer en el Ferrocarril del Pacífico (sí, otra vez), no importa que al menos desde el siglo XVII esté documentado el uso de aquella voz indígena de significado perdido gracias a la hacienda que entonces allí quedaba. Aun peor es el caso de un redactor de un sitio web que leyó mal una cita de Cordovez Moure, en la que en 1875 Chapinero era un villorrio (o sea, un caserío); por su culpa, hasta las entidades culturales del distrito han creído que El Villorio es un nombre propio, usado alguna vez por el barrio, y por eso hoy han bautizado así hasta un restaurante y un edificio.

¿Pero cómo no creerlo si lo dice la Alcaldía de Bogotá? ¿O si lo de la «cucha» me lo dijeron guías, al parecer indígenas, en un recorrido por la laguna de Guatavita? ¿Cómo no, si el Canal Trece hace unos años sacó un carrusel en Instagram donde también dicen que la voz venezolana guaricha traduce princesa en lengua muisca, definición que además la acompaña (sabrán sus autores el motivo) una pareja llanera bailando en traje típico? ¿Cómo no, si lo dice un perfil que, por más anónimo que sea, tiene la palabra historia o patrimonio con la foto al lado de una escultura de San Agustín? 

Como hijos e hijas de una cultura de masas, nos gusta la espectacularidad. Como buenos sujetos modernos, también nos obsesiona la originalidad y la disrupción. Qué importa que todas las evidencias históricas nieguen que en la Colonia se tolerara cualquier tipo de prostitución venal, mucho menos una ejercida por extranjeras. Para eso tenemos el ingenio de un documental que, con todo y entrevistas a expertos, adelanta el origen de la mondá al mucho más verosímil tiempo de la llegada a la región Caribe de la United Fruit Company; sí, otra vez bajo el tránsito al capitalismo: ¿sabía hablar la gente antes de esos días? ni al fanático más recalcitrante de neoliberalismo se le ocurriría esa coincidencia. Y eso sí, a pesar de que estemos ante un evidente brote de modernidad urbana, bien sabremos sacar la carta de la tradición oral y el blindaje de la ancestralidad contra quien ose contradecirnos.

A este fenómeno mucho menos le importa la constatación de que numerosas voces indígenas se extendieron al resto de América por los españoles, como fue el caso de chicha, documentada en el Urabá por Gonzalo Fernández de Oviedo, lejísimos de Bogotá y más de diez años antes de que un europeo escuchara por primera vez la lengua muisca. De ninguna manera. Hoy chicha es la traducción de diarrea porque en el Chorro de Quevedo alguien cuenta que eso les daba a los conquistadores al beberla, aunque esté sobradamente documentado que los muiscas de Bogotá la llamaran fapqua. Y el agravante es que, efectivamente, chicha también significa líquido en el dialecto muisca de la Sabana y pudo usarse, con sus correspondientes prefijos, para referirse al licor, a una hemorragia o, cómo no, la diarrea. Igual, si los diccionarios modernos o coloniales no nos respaldan, tampoco importa, pues los estudios lingüísticos y sus instituciones tienen «orígenes coloniales o elitistas». Lo de la cucha y el arcoíris no aparece en ningún texto de la Colonia, ni en ningún estudio lingüístico moderno. Tampoco importa que en ese trabajo de desmitificación se incluya también el esfuerzo de pedagogos e investigadores indígenas. No importa, insistimos. Tampoco en ningún códice maya aparecía que el mundo iba a acabarse en el año 2012, pero todos decíamos que los mayas predijeron la consumación de los siglos para ese diciembre y no precisamente porque nos lo hayan contado en entidades académicas del colonialismo. 

Y es que, como con lo de los mayas, no se trata de una tendencia exclusiva de nuestro país. Este fenómeno es tan moderno como la cultura de masas o el Estado-nación. En ese México de corazón antiestadounidense defienden y defenderán la autoría del mote gringo cuando se abrió la herida de la cesión de California y Texas, allí no sirve de nada un Diccionario de Autoridades que demuestre que desde el siglo XVIII la palabra ya era de uso corriente en España. En Panamá algunos dicen que la misma chiva que rueda por las carreteras de Costa Rica o los andes colombianos, viene del dios hindú adorado por trabajadores asiáticos que se habrían vuelto choferes al terminar la construcción del Canal interoceánico. El muy probable préstamo que nos hizo Perú de la expresión cachaco se olvidó tanto allá y se arraigó tanto acá, que algunos peruanos han planteado la posibilidad de que la usan por culpa de los soldados que anduvieron por Leticia en 1932, tiempo en que allí prácticamente no vivía un solo civil colombiano. 

La moda, eso sí, no es tan moda. Desde el lejano tiempo de la invención de nuestra nacionalidad, cuando aquello no era una obra de la cultura popular sino el proyecto intelectual de unas élites, ya se vivía esa necesidad de inventarnos nuestros orígenes en la política, las artes y, por supuesto, las palabras. Muchos de los significados tradicionales de los topónimos indígenas que aun hoy se revindican, especialmente en el altiplano cundiboyacense, vienen de una juiciosa codificación hecha por la intelectualidad del siglo XIX, con tal éxito que la tarea quiso imitarse en el siglo XX a escala local, principalmente en Santander y Nariño. Siguiendo esa herencia, Putumayo viene plausiblemente del quechua mayu (río) y del poto, un tipo de calabaza tropical con la que desde milenios se hacen vasijas. Por lo tanto, en lugar de hacer la traducción práctica de «río de potos» o hasta «río de totumas», había que invocar la grandilocuencia romántica y llamar al departamento en enciclopedias o folletos turísticos «el río que nace donde crecen las plantas cuyos frutos son usados como vasijas». Podían haber escrito «río más bello que el arcoíris» y nadie los habría contradicho.

Cuando Tomás Rueda Vargas, en un inocente arrebato de imaginación, inventó en un poema que el ajiaco santafereño viene de un cacique llamado Aco cuando se desposó con una tal Aj, jamás previó que aquello iba a recitarse como verdad incuestionable en las escuelas de cocina del siglo XXI, contra toda evidencia lingüística y gastronómica, de la misma forma en que algunos diseñadores de modas aún le creen al olvidado dandi sabanero que inventó que el nombre de la ruana venía del pueblo francés de Ruan. Y es que allí también tenemos un síntoma de identidades extraviadas, cuya ansiedad ha oscilado entre la obsesiva invención de tradiciones indígenas o mestizas como de su deliberado ocultamiento. En la Bogotá actual, colectivos artísticos de izquierda se inventan un pasado muisca con una imaginación idéntica a la practicada por la burguesía del tiempo de Pombo y Caro, en ambos momentos con la misma eficiencia. De igual forma, no es gratuito que chuspa y Chipichape se volvieran anglicismos en una Cali cuyo afán cosmopolita necesita renegar de su pasado andino, incluyendo el afrodescendiente, en una empresa en la que están comprometidas personas bastante alejadas de las élites o la blanquitud.

Aquel parroquialismo, por supuesto, va más allá de las falsas etimologías. Por eso en Antioquia hasta la televisión pública busca ingeniosamente raíces vascas o judías en tradiciones tan excepcionales y exóticas como rezar la novena en diciembre, comer fríjoles o lavarse las manos. Es casi como cuando hace un siglo Emilio Murillo quiso hallar las raíces del tejo en la Grecia clásica, recibiendo burlas de las que hoy queda una caricatura de Ricardo Rendón. Pero hoy no tenemos ese disenso burlón, al contrario, parecería que estamos ante uno de los pocos acuerdos entre las élites intelectuales del pasado con las culturas populares del presente: los rasgos de la nación o la región idealizados hasta la fantasía, en pedestales tan sólidos que podemos cambiar de sujeto enaltecido según la simpatía política, la ciudad de nacimiento o la efeméride de quien nos haga la solicitud.

Vivimos tiempos de profundos desacuerdos políticos, de proyectos colectivos fracturados y de crisis del Estado-nación, lo cual coincide con un fenómeno que resiste heroicamente a esos signos de los tiempos. O mejor, también es síntoma de un tiempo en el que lo identitario y lo colectivo se construyen a partir del clickbait, el meme y el objeto de consumo exotizado u homogeneizado. Oponérsele es inútil, o tal vez esta sea otra manifestación de la era de las ansiedades digitales. Mientras le sirva al algoritmo, cucha seguirá significando mujer más bella que el arcoíris. 

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