Los caminos de la poesía son impredecibles: José Emilio Pacheco escribió en su Carta a George B. Moore en defensa del anonimato que el poeta, en otro tiempo, era la voz de la tribu, «aquel que habla por quienes no hablan». Cuestionaba la curiosidad del mundo interesado cada vez más por los poetas, pero menos por su poesía; por «sus alianzas o pleitos»; extrañaba el sentido íntimo de la escritura: «una forma de amor que sólo existe en silencio, / en un pacto secreto entre dos personas».
Felizmente, aunque la realidad confirme la desilusión de Pacheco, el hallazgo de la poesía escrita por Andrea Cote lo contradice: habla por quienes no hablan, es la voz de la tribu desde que publicara su primer libro, Puerto calcinado (2003), hasta su libro más reciente, Querida Beth, por el que le fue otorgado el Premio Casa de América en octubre de 2024.
Algo más de veinte años en los que Andrea, con la sabiduría de la cautela, ha escrito otros libros: La ruina que nombro (2005); En las praderas del fin del mundo (2019); Chinatown a toda hora (2011).
La incertidumbre por la que atraviesan los inmigrantes en Estados Unidos hace de Querida Beth un libro urgente por varias razones: por las voces que se pueden encontrar en sus páginas, las voces que podrían replicar su situación en otras geografías con el factor común del viaje a través de las fronteras; por el reflejo que pueden revelar sus poemas a los que viven entre dos lenguas, entre el origen y su porvenir, entre las dificultades por hallar un lugar en el mundo y la ansiedad de equilibrarse ante la adversidad; un libro necesario por la certeza de que la poesía puede ser una forma de evitar que todo conduzca a la ruina.
Desde su oficina en la Universidad de Texas en El Paso, donde trabaja como profesora de Poesía en la maestría bilingüe de Creación Literaria, Cote confiesa su tristeza por el resultado de las elecciones en Estados Unidos: una confirmación de la urgencia para que su libro sea publicado.
Andrea Cote: Cuando lo escribía recordé un texto de Vivian Gornick, La situación y la historia, en el que su autora reflexiona sobre lo que sucede con las historias personales, que nos hacen pensar en ciertos problemas de formas que pueden ser inabarcables; de qué manera, a partir de una situación, podemos entender por qué hay ciertos movimientos colectivos que comparten la misma estructura. Algo que me impresiona por las conversaciones que he tenido con varias personas cuando hablamos de Querida Beth y me han contado historias parecidas a la suya, por ejemplo, la de un hombre que regresó a Colombia y se encontró desorientado en el país. Así que en este libro hay una relación entre dos territorios, en este caso, Colombia y Estados Unidos, aunque también podría ser Perú, Ecuador o cualquier otro país latinoamericano y Estados Unidos o México, que tiene una relación particular con Estados Unidos.
GACETA: Nos había presentado en sus libros anteriores a su querida tía Beth –Beatriz en Colombia; Beth en Estados Unidos–; un personaje al que conocimos en tres poemas: Soledades ajenas, Del que mira al horizonte y no ve nada y El fin del mundo –donde leemos: «Murió de vieja / mascullando el desatino de un mundo que no supo / acabarse de repente–.»
El caso de Querida Beth, sin poder abarcar prácticamente nada de todo lo que implica el fenómeno de la inmigración, quería que fuera un punto de discusión acerca de las condiciones de ciertos inmigrantes sometidos a una serie de violencias y agresiones, una de las cuales, y quizás una de las más tristes, es la pérdida de su legado, la pérdida de la memoria de lo que ellos hicieron y fueron. Hay muchísimas personas que viajan a un país buscando trabajo y oportunidades, que pasan toda su vida construyendo experiencias y realidades de las que al final no parece quedar nada por su estatus de emergencia e inmediatez, de temporalidad y, en algunos casos, de invisibilidad, porque hay quienes se pasan la vida entera en un país sin que tengan un papel que acredite que estuvieron ahí, trabajando como locos. Y si no hay otras formas con las que puedan recuperar su legado, al menos nuestra memoria personal y la memoria de la poesía pueden hacerlo y reparar esa falta.
Recordemos En las praderas del fin del mundo, donde publicó su poema El Paso, en un cuerpo del libro titulado Migraciones, sobre el cruce de fronteras cotidiano que hacen los habitantes de El Paso para ir a trabajar a Estados Unidos y regresar en las noches a México.
Hay un pacto tácito para que pasen los inmigrantes que van a trabajar por un día a Estados Unidos como si fueran a otra cosa. Recuerdo a una señora que cruzaba la frontera para limpiar casas en Estados Unidos y siempre viajaba con una bolsa en la que tenía un vestido para devolver o un repuesto que tenía que comprar en Walmart, algo que fuera una excusa para hacer compras y no para trabajar. Y así hay muchas mujeres que cruzan en unas camionetas blancas, parecidas a las que se usan para sacar a los inmigrantes ilegales del país, que las recogen y las llevan por cinco dólares a los barrios donde ellas limpian, barrios suburbanos, alejados, adonde no llega fácilmente el transporte público, y ellas pasan el día en esas casas, pero antes de regresar, casi siempre, se gastan todo el dinero comprando cosas que en Estados Unidos son más baratas que en México, así que el poema habla sobre esas mujeres, que parecen deslizarse entre la niebla porque la gente que les da trabajo se hace la de la vista gorda y nadie les pregunta nada, dejándolas que vivan una vida fantasmal. Pero esta es una situación temporal que, en millones de casos, es la vida entera.
Como sucedió con la tía Beth, quien pasó cuarenta años de su vida en Estados Unidos, trabajando entre la niebla, hasta que su casa fue la maleta con la que regresó a Colombia.
Así es. Cuando mi tía regresó en su vejez a Colombia, llegó con lo puesto y con una maleta. Y después de cuarenta años no había nada a lo que pudiera aferrarse como puede suceder con otras familias que no han pasado por el desarraigo de la migración, no había nada que representara su historia como una biblioteca, una casa, un lugar. Además, la inmigración femenina, cuando es por matrimonio, tiene la característica de que muchas mujeres, para integrarse mejor a la cultura de Estados Unidos, toman la costumbre gringa de ponerse el nombre del marido. Mientras las mujeres en Colombia se casan y se convierten en las señoras de, en Estados Unidos es como si no hubiera existido nunca su nombre materno. Y deletrear un apellido está bien por más que cueste tanto para los que escuchan como para quien deletrea ese apellido.
¿De qué manera existimos en la lengua cuando se olvida un idioma por otro y nos comunicamos con lo que parece un tercer idioma, en el que se fusionan la lengua materna y la lengua que se habla en el país de la inmigración?
Esa es una de las pérdidas más fuertes. Beth decía que no aprendía el inglés y se le olvidaba el español. Y en una época yo era capaz de reírme, pero después entendí que era una desgracia, pues no se trata de cambiar una identidad o una lengua por otra: se trata de estar anulado en las dos. Por otra parte, la lengua del exilio empieza a desprenderse de la lengua materna y de su particularidad cotidiana. Me sucede cuando regreso a Colombia y escucho refranes que no había oído en mucho tiempo y me llaman la atención porque siento que fueran los refranes de una lengua aparte. Siempre tuve la sensación de que por haber llegado a Estados Unidos cuando era mayor podía comunicarme en otra lengua, pero de que no era yo, como si se tratara de una lengua sin territorio. Tal vez podría escribir en inglés y sería más fácil convertirme en una autora en Estados Unidos escribiendo en inglés, ¿pero cómo podría sentir?
Gloria Anzaldúa, en su libro Borderlands/La nueva mestiza, le recordaba al lector que era una mujer de frontera: «No resulta un territorio cómodo en el que vivir, este lugar de contradicciones». ¿Una mujer de frontera como la querida tía Beth?
El caso de Beth, su condición de mujer, determinó su vida. También vino a Estados Unidos cuando era mayor; cuando, en términos colombianos, ya estaba quedada. Y se casó con un hombre con el que no se podía comunicar. Investigué entonces sobre este tipo de matrimonios y descubrí que en las agencias de matrimonio hay algunos americanos para los que el hecho de que sus prometidas no hablen inglés es una ventaja porque les brinda el poder que les da el estatuto legal, pues las mujeres los necesitan para pasar a través del mundo, además de que no hablan el idioma de sus maridos y esto las hace dependientes. Y el esposo de Beth, al que nunca le interesó aprender español, propiciaba esa injusticia lingüística. Por eso uno de los poemas que escribí en Querida Bethestá construido con frases de una página virtual donde los americanos buscan esposas colombianas, pues les atrae lo que ellas publican –soy muy creyente o me importan mucho los hijos–. Es decir, ellas ofrecen lealtad, belleza y juventud, y ellos estabilidad.
Estar en dos lenguas como nos revela tu poema Soledades ajenas: «La tía Beth les gritaba a sus vecinos en dos lenguas […] Guardó su voz en una caja de tres llaves / y la sacaba dos veces por semana / para darnos tres rugidos telefónicos. A veces, / –sólo a veces– / inundaba la casa con los gritos del televisor / para poder tener conversaciones».
La tía Beth me dijo alguna vez que escribiera un libro sobre su vida titulado La pesadilla americana. Y lo escribí, pues era un libro urgente, tanto así que después de que murió escribí un primer poema titulado, precisamente, La pesadilla americana. Un poema en el que digo cuánto me impresionó que Beth me hubiera pedido escribir su historia porque hacerlo, como me dijo, nos salvaría a las dos. Fue como si esperáramos todo de la escritura. Y no sabía que mi tía era tan cercana hasta que empecé a escribir el poema, esperando todo de la escritura, de la poesía: la vida entera.
Una salvación cifrada en el libro que le descubre al lector la biografía de Beth y recompensa su vida cuando habla por quienes no hablan a través de tus poemas.
Recuerdo algo que me impresionó cuando llegué a Estados Unidos en 2005 y visité a mi tía en su casa de New Jersey, descubriendo la precariedad en que vivía. Algo que me sorprendió, pues crecí en los años 90 viéndola llegar a Colombia, durante las vacaciones de verano, con su maleta llena de extrañezas que venían de Estados Unidos. Como si fuera Marco Polo mientras abría la maleta con un ritual que me hizo imaginar cuando era niña que mi tía era millonaria. Pero lo que sucedía es que trabajaba en Sears, además de otros empleos, y cogía muchas cosas de saldo y compraba muchas cosas en ventas de garaje, donde todo cuesta veinticinco centavos. Entonces, durante todo el año, acumulaba todo eso porque sabía perfectamente que cuando llegara a Colombia sería tratada y recibida como la reina de Saba. Así que cuando descubrí su precariedad y todos los trabajos que tenía, el lugar donde vivía, se me organizó la imagen y entendí el sacrificio que hacen los inmigrantes por sus familias. Por eso hay gente acá que no hace más que trabajar y cuando los ves por la calle sabes que no se han mirado al espejo y han perdido la noción de cuidarse a sí mismos.
Cote recuerda entonces otro poema de Querida Beth, acerca de una caravana de gente que quiere cruzar, pero no logran cruzar ellos, cruza la tercera generación de los que atraviesan la frontera, alguien más, el futuro.
La idea de una vida que muchos creen que será algo temporal, pero termina siendo la vida entera… Y cuando la tía Beth fue obligada a regresar a Colombia, porque no pudo trabajar más y no tenía ninguna garantía, me dije que no podía olvidarla, porque nadie más la recordaría aparte de su familia y de su hijo, así como también pensé que no podía repetir su historia, pues me aterroriza, aunque yo también vine con la idea de estar un tiempo en Estados Unidos y, bueno, como se dice, la vida son dos días. Una historia que se definió por el hecho de que ella no podía hablar inglés y eso la hacía vulnerable ya que no podía acceder a ningún servicio o, al menos, era muy difícil, hasta el punto de que su nombre también fue un problema para ella porque lo tenía escrito de muchas maneras ya que se casó y cambió su nombre y la vida continuó y todo el mundo escribía su nombre como le daba la gana –Beatriz, Beatrice, Bitris–, lo que fue un problema en términos legales.
Al contrario de su sobrina, traductora de Tracy K. Smith, ganadora del Pulitzer por su libro Vida en Marte (2011), quien escribiera un libro titulado en la versión de Cote Atravesar el agua (Vaso Roto, 2019), en el que algunos de sus poemas se basan en cartas de soldados afroamericanos escritas a Abraham Lincoln, que Smith descubrió en el archivo de la Universidad de Princeton.
Cartas que tenían algunos «errores», porque no lo son: sencillamente están redactadas por personas que no están acostumbradas a escribir y son hermosas. En las que le dicen con frecuencia a Lincoln que no les dan la pensión, que los hirieron y los mandaron a casa y no les dieron nada porque cuando se enlistaron les pusieron un nombre que no era el suyo. Algo que me pareció una coincidencia con lo que le sucedió a mi tía con su nombre. Como también fue una coincidencia que el libro de Smith recogiera cartas desesperadas de padres e hijos, debido a que en Estados Unidos todavía existía la esclavitud en algunos lugares, y estos padres trataban de comprar a sus propios hijos, en el Sur de Estados Unidos, de los que estaban separados, y que al mismo tiempo que se publicaba Atravesar el agua, Trump estuviera separando a las familias de inmigrantes. Así que todo era como estar leyendo el pasado en el presente.
Aún así, la ilusión no se desvanece: al fin y al cabo, es una poeta quien sueña el porvenir que vivirán sus hijos de la mejor manera posible.
Espero que los años que vienen, a través de la migración, no acaben con el camino armónico que estamos creando. Mi universidad, que es una Hispanic-Serving Institution [Institución al Servicio de los Hispanos, interesada por los estudiantes hispanos y latinos], que pertenece a la Universidad de Texas, tiene en el campus de El Paso estudiantes de pregrado que son los primeros de sus familias que van a la universidad. Un proyecto con el que se tiende un puente entre lo que fue para sus padres la identificación entre lo español y lo hispano como una lengua y una cultura de servicio, algo que ahora es distinto, que sucede en este lugar por estar cerca de la frontera y en el que no se abandona el español, no como en Filadelfia, donde conocí muchachos a los que sus padres les pegaban por hablar español ya que no querían que los discriminaran y les pedían que borraran su hispanidad. Una actitud que no podemos pasar por alto en un país donde somos 60 millones de hispanohablantes, según datos del Instituto Cervantes, lo que hace que en este lugar el español sea una lengua capaz de ser depósito de la cultura latina. Pero nunca se sabe. ¡De repente, en un año, es posible que prohíban hablar español!
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