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Cuando yo era adolescente, en los años ochenta en Madrid, España, las personas asignadas mujeres teníamos un desconocimiento absoluto de todo lo relacionado con el sexo. Nadie nos hablaba de ello y rara vez veíamos una imagen o una escena que fuese más allá de un beso con lengua más o menos largo. Recuerdo quedarme pegada a la televisión cuando la escena del beso aparecía y la vivía con confusión, me preguntaba qué pasaba después, hacia dónde emigraba esa práctica que, más que el final, parecía el preludio de algo que no se mostraba.
Recuerdo con claridad la primera vez que accedí a una revista porno. Estaba en el baño de una casa a la que había ido a una fiesta en la que no conocía prácticamente a nadie. Cuando a altas horas de la noche decidí ir a mear, en una esquina, apiladas dentro de una cesta, emergieron decenas de Playboy, Private y Lib. Me quedé anonadada viendo aquellas imágenes turbadoras hasta que alguien llamó a la puerta quejándose de la espera demasiado larga. Pasé el resto de la fiesta deseando ir nuevamente al baño.
Mi acceso a videos porno tuvo lugar muchos años después, una vez que la tecnología nos trajo internet y el mundo cambió por completo. Durante los cuarenta años que pasaron entre aquellas revistas de papel y mi acceso a Pornhub desde el teléfono, no consumí ningún otro imaginario de sexo explícito, más allá de alguna escena tórrida en alguna peli tipo Nueve semanas y media (1986).
Ni qué decir tiene el mutismo con respecto al sexo. Lo que ahora denominaríamos educación afectiva sexual, era en la escuela igual de denso que en el contexto exterior. De manera que, tanto en la vida privada como en la vida escolar, el sexo constituía un secreto absoluto.
Si hoy en día, en vez de una mujer fuese un hombre, y si en vez de haber nacido hace cincuenta y cinco años hubiese nacido tan solo hace ocho, en estos momentos tendría acceso a muchísima información relacionada con el sexo. Incluso diría que demasiada.
La realidad es que la mayoría de niños y niñas disponen de un teléfono móvil a los doce años o antes. Se estima que la edad de comienzo de acceso al porno mainstream es a los ocho, una edad que probablemente será similar en muchos países con situaciones parecidas, y no tan parecidas, a la de la sociedad española. A través de los teléfonos móviles de amigos mayores, fundamentalmente varones cis, muchos de ellos heteros, acceden de manera masiva a esas imágenes a las que yo tuve acceso con cuarenta y ocho años.
Al mismo tiempo que el acceso sucede de manera incontrolada y se prolonga durante grandes cantidades de tiempo (recordemos que la media de consumo de información a través de la tecnología por parte de los adolescentes es de seis horas al día), las familias y la escuela no prestan gran atención a este asunto más que para quejarse. Tenemos declaraciones desde múltiples foros que denuncian esta situación, artículos que critican lo temprano del acceso, psicólogos alertando sobre las terribles consecuencias de todo el proceso, escuelas que notifican abusos, pero que miran hacia otro lado, y muy pocas acciones destinadas a problematizar lo que está pasando, a analizarlo y a pensar de manera constructiva cuál es la manera de que el acceso a la información sobre el sexo, esa maravillosa experiencia humana que todas y todos atravesaremos en algún momento de nuestra vida, sea gratificante y saludable para todas las personas involucradas.
Nos encontramos con un acceso al sexo abrupto y salvaje, ante el que nadie, ninguna institución ni ninguna persona, se atreve a entrar en harina.
Al mismo tiempo, las consecuencias están siendo devastadoras. Lo que está ocurriendo en las aulas, los baños, las habitaciones, los parques, los descampados, es decir, en los contextos donde los adolescentes viven y se relacionan, está llegando a situaciones que merecen toda nuestra atención. Miento, hay algunas instituciones que se están haciendo cargo del asunto, esa institución es Netflix.
Me explico: una de las series más vistas este 2025 es Adolescence, estrenada el pasado 13 de marzo. En sus primeras tres semanas logró pocisionarse entre las series más vistas de la plataforma. La trama se basa en el asesinato de una adolescente a manos de su compañero de clase, ante su negativa de mantener relaciones sexuales con él. Los cuatro capítulos bordan de manera directa y contundente las consecuencias de la cultura incel (involuntary celibate en inglés) formada por hombres incapaces de tener relaciones sexuales o tener pareja, a pesar de desearlo, por lo que desarrollan procesos misóginos que comparten digitalmente.
Me atrevo a decir que la cultura incel es una de las consecuencias del acceso masivo al porno mainstream: cuando estos varones intentan disfrutar de su sexualidad en la vida real, llevan varios años contemplando, durante cientos de horas, imágenes que representan prácticas sexuales catalogadas como extremas que no me interesa juzgar ahora y que respeto en determinados contextos; pero ante las que es importantísimo llevar a cabo un proceso de mediación. La repetición exhaustiva de estas imágenes en piloto automático, sin ningún tipo de conciencia, reflexión o análisis compartido con otros adultos o personas de otros géneros, lleva a los depositarios de la cultura incel a cosificar y deshumanizar a quienes desean, de manera que, ante la negativa de acceso al sexo, la respuesta, según muestra la serie, es la aniquilación de quien se niega.
Adolescence, una serie de Netflix, (en vez de un Ministerio de Educación, un proyecto de investigación universitario o, simplemente, una asociación de padres y madres preocupados por la educación afectiva sexual de sus hijas e hijos), indaga sobre las razones de este asesinato a través de cuatro capítulos.
Especialmente significativo es el capítulo dedicado a la escuela, en el que los dos policías encargados del caso acuden al instituto al que pertenecen víctima y victimario. Una de las escenas más relevantes es aquella en la que el hijo del policía varón, que acude a esa misma escuela, le lleva a su padre a un rincón para informarle que se está equivocando y que la información que busca, las pruebas, no están en la vida real, están en TikTok y en Instagram. Ante el total desconocimiento de profesores y padres, todo lo que ha propiciado el asesinato ocurre en una realidad paralela construida a través de imágenes y, efectivamente, al analizar las cuentas y los grupos de WhatsApp, los policías encuentran la causa del asesinato: el resentimiento de un varón de trece años que ha consumido muchas horas de pornografía y no ha tolerado el rechazo cuando ha intentado acceder al sexo real.
Pero me parece que debemos ir más allá: los adolescentes varones con cuerpos hegemónicos que ligan y gustan también consumen pornografía de la misma manera que los incels, y tienen como expectativa practicas similares. La única diferencia es que no son rechazados, al menos al principio. Tenemos que preguntarnos cómo es la educación sexual de ambos tipos de varones, por ejemplo. Preguntarnos cómo pueden llegar a relacionarse sexualmente chicos que mandan stickers a sus grupos de WhatsApp con penetraciones triples a mujeres a las que le falta una pierna (sustituida con un ladrillo), a las que acompaña la frase: «Cuando se quiere, se puede».
Qué puede significar disfrutar para un varón blanco cis y hetero de doce años que manda continuamente stickers de orgías donde las caras de las mujeres que asisten han sido sustituidas por las caras de sus compañeras de clase, o de sus profesoras, o de la madre de alguno de ellos que les ha reprendido por cualquier cosa.
Qué puede desear alguien que manda a sus compañeros imágenes con violaciones de bebés o de personas con síndrome de Down; porque, no nos engañemos, estas son las imágenes que los adolescentes varones que acceden al porno mainstream a partir de los ocho años están compartiendo ahora mismo.
Yo no vi en mi adolescencia la enorme cantidad de imágenes pornográficas que han visto los adolescentes contemporáneos, pero hay algo que sí compartimos: la no educación sexual, la ausencia de un proceso de mediación entre las imágenes sobre prácticas sexuales y las prácticas sexuales en sí mismas.
Mientras que yo me encontraba revistas en baños, los adolescentes contemporáneos se encuentran con una estructura infinita de imágenes sin que nadie les proponga hablar sobre ellas, ni comentar qué sienten, qué desean, qué les gusta, qué no les gusta… nada. Nadie se atreve. Amparadas por este silencio opaco, las aplicaciones y los proveedores de contenidos campan a sus anchas buscando tan solo el rédito económico.
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Cuando yo era adolescente, en los años ochenta en Madrid, España, y a mis compañeros y a mí nos tocaba ir a la clase de Arte en nuestras interminables horas en la escuela, esta clase de Arte consistía mayoritariamente en hacer cosas inútiles. Por ejemplo: un cenicero de barro que ni siquiera se cocía, se cubría con una capa de barniz brillante que aun así no impedía la fragilidad apelmazada, así como el proceso de destrucción lento pero implacable de aquel regalo para el día del padre. Otra opción: un conejo hecho con el cilindro de cartón central del rollo del papel higiénico para celebrar el Día de la Madre, que apenas soportaba llegar a casa entero. Un collar de macarrones (también sin cocer) que se desintegraba dejando un reguero de trocitos minúsculos de pasta seca por todo el suelo de la habitación.
La clase de Arte me aburría mortalmente, me daba la sensación de que la profesora pensaba que éramos idiotas porque nos obligaba a hacer «obras de arte» que no tenían nada que ver con el arte, que no contaban nada, transmitían nada, servían para nada más que para decorar la puerta de la nevera o, con mucha suerte, alguna estantería del salón.
En algún momento alguien nos hablaba de los artistas, pero siempre eran los mismos: Picasso, Van Gogh y Klimt. Se elogiaba su trabajo, que jamás se analizaba. Nunca jamás nos mostraron obras de arte de alguien que no fuese un hombre blanco europeo genial. Para terminar, alguna vez íbamos a algún museo.
El drama es que, cuarenta y cinco años después, las clases de arte permanecen igual. El mundo ha cambiado exponencialmente, pero los procesos educativos relacionados con las artes y con el sexo permanecen anclados en un paradigma que no tiene correlación con los problemas que atravesamos en el presente.
Ejecuto esta revisión de mi propio proceso para establecer una conexión con el ahora: mientras que en los años ochenta no teníamos información sobre sexo ni en la vida ni en la escuela, y las asignaturas relacionadas con el arte, en muchos casos se reducían a hacer manualidades, en el presente, aunque la información sobre sexo ha crecido exponencialmente en la cotidianidad, la escuela continua prácticamente igual a durante mi adolescencia. Es decir: la cantidad de información no mediada sobre sexo ha crecido exponencialmente, mientras que los procesos de mediación sobre esta información permanece en niveles similares a los de los años ochenta.
Hoy, debido al gigantesco caudal visual y al acceso cada vez más temprano a las imágenes pornográficas que representan prácticas sexuales, son más necesarios que nunca procesos de mediación que proporcionen a los adolescentes herramientas para poder disfrutar de su vida sexual y de la de los demás. Porque todo esto va de placer, de satisfacción; no sobre miedo, sufrimiento y vergüenza. Porque para realizar ese cambio que transforme el sexo en prácticas relacionadas con el bienestar, resulta imprescindible mediar las imágenes que lo conforman.
La educación artística contemporánea tiene una función social clave: ejercer el tan necesario proceso de mediación entre las imágenes sobre prácticas sexuales y las prácticas sexuales en sí mismas. Es así de fácil: defiendo una educación afectivosexual, sex positive, es decir, con un enfoque que, lejos de condenar la sexualidad y alinearse con una propuesta puritana, entiende la sexualidad como un conjunto de prácticas sanas, diversas, libres de prejuicios y que merecen celebrarse. Necesitamos espacios, profesores, equipos directivos, familias y estudiantes que se pongan a hablar sobre sexo y sobre las imágenes en la escuela, en los hogares, en las redes, en todos lados. En la escuela lo ideal sería hacerlo de manera transversal, pero esto quizás es pedir demasiado.
Lo que sucede en Adolescence quizás no hubiese ocurrido si padres e hijos, profesores y alumnos, equipos directores y familias, psicólogos e investigadores hablásemos sobre sexo y sobre pornografía en vez de negarla. La pornografía está ahí, ocupando un espacio gigante, descomunal, abrumador, que seguirá teniendo consecuencias nefastas a no ser que aceptemos su existencia y la pongamos encima de la mesa. Quizás si el protagonista de Adolescence hubiese podido reflexionar con alguien sobre el deseo y el rechazo, sobre el placer y los límites, sobre el consentimiento y las dudas, sobre la empatía y la violencia, no le hubiese sido tan fácil asesinar a su compañera de clase. De esto se trata la educación.
Necesitamos urgentemente cambiar el estatus, la formación y las prácticas de las asignaturas relacionadas con las imágenes en la escuela, necesitamos dejar de pegar hojas caídas en otoño y proponer a nuestros estudiantes analizar los stickers que envían, reciben y redistribuyen día a día. Solo una educación artística del presente puede atravesar el presente, darle forma, servir para algo. No es casual que en una de las escenas de la serie los dos policías rememoren su vida en ese mismo instituto, con asco, con aversión. Recuerdan el dolor, y la rabia, el tedio y el aburrimiento, menos en una asignatura y con una profesora, la que impartía Fotografía.
Es ahí, a ese lugar de posibilidad, adonde sería interesante volver.
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