La primera entrega de la Biblioteca de Escritoras Colombianas vio la luz en 2022: dieciocho títulos de algunas de las autoras más destacadas del país desde la Colonia hasta la primera mitad del siglo XX.
Por ser un proyecto del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, de interés patrimonial y financiado con dinero público, los ejemplares se distribuyeron en bibliotecas públicas y están disponibles sin ningún costo para todas las personas que quieran leerlos o consultarlos. La Red Nacional de Bibliotecas Públicas cuenta con 1485 bibliotecas: de la isla de Providencia a Nariño y de la Orinoquía al Pacífico. Hasta el momento, 498 de ellas tienen los dieciocho ejemplares en su poder.
Al mismo tiempo, gracias a una alianza con un grupo de editoriales independientes, once fueron publicados de forma comercial y la gente pudo comprarlos en librerías y ferias de libros para sumarlos a sus bibliotecas particulares. Los siete restantes pueden descargarse de forma gratuita de la página de la Biblioteca Nacional de Colombia.
Trabajamos de la mano de un comité asesor en el que participaron más de treinta expertas en la literatura escrita por mujeres en Colombia; entre ellas, académicas, escritoras, editoras, libreras y gestoras culturales. Con base en sus recomendaciones, establecimos las líneas de investigación, los criterios editoriales y el catálogo de autoras y obras que se publicarían.
El equipo de trabajo estuvo conformado por tres editoras; una transcriptora, pues algunos textos solo existían en papel y fue necesario digitalizarlos; dos correctores de estilo; una encargada de la gestión de los derechos de autor y patrimoniales, y yo, en la dirección editorial, con el apoyo siempre amoroso y diligente del Grupo del Libro y la Literatura del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, entonces en manos de María Orlanda Aristizábal.
Dos editoriales, Tragaluz Editores y Laguna Libros, se encargaron del diseño, la diagramación y la impresión de los libros. La gestión administrativa y financiera estuvo a cargo de las entidades aliadas: el primer año, la Corporación de Desarrollo Social Élite (Corpoélite), y los dos siguientes, el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc).
Cada título incluye un prólogo, uno de los cuales está escrito a cuatro manos, con lo cual otras diecinueve escritoras colombianas participaron en el proyecto: las prologuistas, académicas y escritoras conocedoras de la tradición literaria de nuestro país y de la literatura hecha por mujeres. Estos escritos sirven de introducción, presentan a las autoras y los libros, los ubican dentro del panorama colombiano y nos permiten repensar el canon literario que aprendimos en el colegio o la universidad.
El lanzamiento de esos primeros dieciocho títulos fue en Bogotá el Día de la Mujer, que cayó en martes, con un evento convocado por la mañana. Esperábamos poca gente pues, aunque era un trabajo monumental y con evidente interés académico, no creíamos que llamaría la atención del público general. Qué equivocadas estábamos. Afuera se formó una fila interminable, el auditorio se llenó a reventar y el entusiasmo era desbordante.
La noticia salió en los medios de comunicación del país y de afuera. Ocupamos los titulares y no dábamos abasto con las invitaciones. Como si fuéramos estrellas de rock, nos entrevistaron por la radio, la televisión y la prensa. Participamos en conferencias y charlas en universidades, bibliotecas, librerías y otras instituciones culturales y hablamos en pódcast, streamings y otros eventos virtuales o de redes sociales.
«No sabíamos que necesitábamos una Biblioteca de Escritoras Colombianas», me dijo una amiga, «pero la necesitábamos».
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La Biblioteca de Escritoras Colombianas no fue concebida solo para publicar un determinado número de obras. Tiene, así mismo, un componente pedagógico dirigido al público interesado con énfasis en los profesores y los estudiantes de literatura, escritura creativa y programas afines de colegios, universidades, talleres y demás organizaciones del medio.
Además de presentar los libros y dar a conocer a las autoras, para que puedan ser leídas y estudiadas, nos interesaba revisar la historia de nuestra literatura, desmontar los prejuicios que segregaron a las escritoras y moldearon nuestra visión respecto de sus trabajos y proponer una mirada renovada que permita acercarnos a ellas con justicia.
Fue así como desde ese 8 de marzo hasta el 5 de noviembre de 2022 ofrecimos una serie de talleres, conversatorios y la lectura dramática, bajo la dirección de Mario Duarte, de la obra de teatro de Amira de la Rosa (1895-1974), Los hijos de ella, incluida en la Biblioteca. Además de Bogotá, estuvimos en once municipios: Quibdó, Bahía Solano, Tunja, Manizales, Bucaramanga, Cali, Medellín, Providencia, San Andrés, Pereira y Barranquilla. Parecíamos saltimbanquis de circo, persiguiendo el calendario cada año más rico y numeroso de las ferias de libros y los festivales literarios regionales.
Unas preguntas se repetían en los eventos. Nos las hacían los periodistas y los moderadores, los asistentes a los talleres, por lo general maestros y alumnos, pero también las personas del público que llenaban los auditorios, lectoras interesadas o paseantes curiosas: ¿de qué escriben las escritoras en Colombia?, ¿existe un tema común o que las atraviesa a todas?
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Los dieciocho títulos de la primera entrega de la Biblioteca de Escritoras Colombianas incluyen los géneros tradicionales: novela, cuento, poesía, teatro y crónica. También hay artículos periodísticos y de opinión, literatura testimonial y autobiografía, narraciones basadas en hechos de la vida real, historias de ficción, realistas y fantásticas, y libros de difícil clasificación.
Un ejemplo de estos últimos es Tengo los pies en la cabeza, de Berichá (1945-2011), una mujer discapacitada de la etnia u’wa. La autora recoge el testimonio de su lucha personal en medio de las tensiones por la colonización de su territorio y también nos cuenta la historia de su pueblo, con sus mitos y leyendas, desde la creación del mundo u’wa.
Su vida, de la madre Francisca Josefa de Castillo (1671-1742) —la primera publicación de nuestro país firmada por una mujer— es, como su nombre lo indica, el relato autobiográfico de esta religiosa atormentada por el demonio, el sufrimiento y las envidias cuya existencia transcurrió durante la Colonia, la mayor parte en un convento de clausura.
En franca oposición, la protagonista también monja de la novela Sail Ahoy!!! (en español, ¡Vela a la vista!), de la sanandresana Hazel Robinson Abrahams (1935), nuestra primera gran escritora raizal, se arranca el velo y se pone vestido de baño para saltar al mar, luego de enamorarse. Es una monja relajada y sin arrepentimientos, cuya historia es un pretexto para narrar, desde la perspectiva de una colombiana del interior del país, las costumbres de antaño en las islas y los viajes por mar.
Soledad Acosta de Samper (1833-1913) también pone en escena, en Una holandesa en América, los viajes en barco y muestra la propia tierra con ojos extranjeros. Además, propone un ideal de mujer mucho más moderno y vanguardista que el de otras grandes novelas de la época, como veremos más adelante.
En Mido mi cuarta y me paro en ella, que contiene relatos, crónicas, poemas y canciones, Amalialú Posso Figueroa (1947), «una blanquita de la carrera primera [de Quibdó]», como ella misma se denomina, sexualiza a sus protagonistas negros y presenta un Chocó de fábula que no se parece en nada al de Teresa Martínez de Varela (1913-1998), también quibdoseña, la primera intelectual afro de la que tenemos noticia en Colombia.
En un intento por reivindicar su nombre y abrirnos los ojos a la dolorosa realidad del pueblo negro, Teresa Martínez de Varela documenta en su novela histórica Mi Cristo negro la vida y la muerte de Manuel Saturio Valencia, uno de los primeros líderes sociales afro y quien fue el último fusilado por ley en Colombia, un hecho que resulta aún más chocante cuando advertimos que en el país se siguen asesinando líderes sociales todas las semanas.
Mi capitán Fabián Sicachá le sirve a su autora, Flor Romero de Nohra (1933-2018), para denunciar el horror de la guerra y el desplazamiento, la pobreza en las ciudades y las injusticias sociales. Helena Araújo (1934-2015), en los relatos de La m de las moscas, hace lo propio con las imposturas de su clase social o, como ella la llama de manera burlesca, «la gente de bien». En los poemas de Acá empieza el fuego, Emilia Ayarza (1919-1966) se pone en el lugar de los marginados y problematiza el concepto de patria, la maternidad y el cuerpo femenino. En la obra de teatro Los hijos de ella, Amira de la Rosa retrata a las mujeres víctimas y a las mujeres cómplices del patriarcado y también a las que se han liberado.
Hay dos antologías de poesía que son como cantos llenos de nostalgia: Ninguna voz repetirá la mía, de Meira Delmar (1922-2009), a la lejana tierra de los ancestros, y El nombre de antes, de Maruja Vieira (1922-2023), al duelo y la soledad. No son solo eso, sin embargo, sino también afirmaciones de sus voces y sus lugares en el mundo.
En El oficio de vivir, a la también poeta María Mercedes Carranza (1945-2003) la acompañamos en su descenso por la desesperanza y la oscuridad, bajo la guía de su hija, Melibea, quien se encargó de la compilación.
Sofía Ospina de Navarro (1892-1974), gran dama conservadora, dedica las columnas de opinión reunidas en Déjennos tranquilas a abogar por la autonomía de las mujeres.
En Autobiografía de una uña, que presenta algunos reportajes, cuentos, columnas de opinión y cartas a los lectores de Emilia Pardo Umaña (1907-1961), pionera bogotana en las salas de redacción de los periódicos, declara su libertad y la ejerce mientras reniega de las feministas.
Dos veces Alicia, de Albalucía Ángel (1939), es una novela con elementos surrealistas en la que la autora hace un despliegue de recursos y juega con los géneros, las estructuras y el lenguaje, ante un lector dislocado que trata de seguirle el paso.
En La mujer que sabía demasiado, de género policiaco, Silvia Galvis (1945-2009), periodista de oficio, introduce personajes y eventos ficticios dentro de uno de los escándalos políticos más vergonzosos de la historia de Colombia, el proceso 8000, que ella investigó a fondo.
Los cuentos de Ángela y el diablo, con ilustraciones de Lucy Tejada, le permiten a su autora, Elisa Mújica (1918-2003), narrar las dificultades de las mujeres en un mundo hecho por y para los hombres a la par que da cuenta de la vida en los pueblos, de La Violencia o de la guerra nuclear.
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¿De qué escriben las escritoras en Colombia?, nos preguntaban. ¿Cuál es el tema común que las atraviesa?
Me parecía que quizás esperaban que dijéramos que las mujeres escriben de amor, erotismo, maternidad, pajaritos y florecitas. A manera de respuesta, me gustaba citar «Diez de abril», uno de los cuentos del libro de Elisa Mújica.
El protagonista es Alfredo, un militar al que le encomiendan la misión de liquidar a los francotiradores que, un día después del Bogotazo, quedan en las azoteas de los edificios y las cúpulas de las iglesias. Uno de estos francotiradores agita su pañuelo blanco en señal de rendición desde la torre donde se encuentra. Alfredo, ametralladora en mano, de todas maneras dispara, y lo sigue haciendo, sin poder detenerse, aun cuando es evidente para él y los soldados que lo acompañan que el hombre de la torre ha muerto.
Entonces, como si hiciera zoom in, la narración se mete por los ojos de Alfredo y nos lleva a su pasado. Ahora Alfredo es un niño asustado, y su padre, inmenso, deformado por la brutalidad, le está pegando, mientras su madre, incapaz de defenderlo, asiste como testigo.
Citaba ese cuento en mi respuesta porque en él Elisa Mújica muestra el estrecho puente entre dos entidades que a veces se consideran separadas: el mundo de afuera y el mundo de adentro. El mundo de afuera, que tradicionalmente se ha asociado con lo masculino, y el mundo de adentro, que tradicionalmente se ha asociado con lo femenino.
Claro que las mujeres escriben sobre amor, erotismo, maternidad, pajaritos, florecitas y lo que pasa adentro. Lo hacen al igual que lo han hecho los hombres desde que la literatura existe. Y también, como ellos, escriben sobre lo que pasa afuera: la guerra, la historia, lo social y lo político.
Así que no es posible rastrear en la Biblioteca de Escritoras Colombianas un tema común o que las atraviese a todas. Las mujeres, como los hombres, escriben sobre todos los temas. Y aquí agrego, porque a veces también las preguntas se dirigían en esa dirección, que tampoco es posible encontrar un tono o, bien, «una sensibilidad femenina» distinguible de la sensibilidad o el tono masculinos.
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Hagamos un ejercicio. Lean el párrafo que sigue y adivinen si lo escribió un hombre o una mujer:
«La luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma».
¿Pueden hacerlo?, ¿pueden afirmar con toda seguridad quién lo escribió?
En varias ocasiones, cuando he sido jurado de concursos en los que se presentan obras bajo seudónimo, estuve convencida de que el autor era una mujer para al final descubrir que se trataba de un hombre. Y también me pasó lo contrario.
Hagamos el ejercicio con un nuevo párrafo:
«Comprendo muy bien el encanto indescriptible que debe tener esta existencia para un marino: la misma inseguridad en que se encuentra a toda hora; el sentimiento de peligro que lo amenaza todo el tiempo; la misteriosa soledad del océano, turbada repentinamente por tempestades horrísonas y por calmas no esperadas; el rumor constante y siempre variado de las olas: todo aquello debe tener, para el que ha vivido en la mar, un encanto que de ninguna manera puede competir para él con la vida monótona de la tierra».
¿Es un hombre o una mujer quien lo escribió?
El primer párrafo es de María, de Jorge Isaacs, y el segundo, de Una holandesa en América, de Soledad Acosta de Samper.
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En las preguntas que entrañan la idea de que las mujeres escriben sobre ciertos temas o con una sensibilidad distinguible de la de los hombres, se esconde un prejuicio: el de reconocer en el hombre al ser humano universal, el que puede representarnos a todos, y entender a la mujer solo en cuanto mujer, un ser limitado a sentir y tener intereses propios de su género y capacitado nomás para hablar desde ese lugar.
El gran prejuicio, diría yo, porque sobre él se asienta y se mantiene el sistema que históricamente ha dado el dominio a los hombres y segregado a las mujeres. ¡Y aquí está! Si es necesario que encontremos un punto común a todas las escritoras de la Biblioteca de Escritoras Colombianas, como lo sugieren aquellas preguntas, una cuestión que las atraviese a todas (a todas, todísimas, las del mundo y por derecho también a los hombres) hemos dado con él: es el patriarcado, que así se llama, aunque algunos descrean de su existencia, no quieran verlo o se burlen del término.
Por eso siempre me ha parecido que hay unas preguntas más interesantes, unas que no nos hacían en los eventos de promoción de la Biblioteca y que desde entonces he querido plantear: ¿cómo escriben las escritoras colombianas?, ¿cómo lo han hecho dentro de ese sistema?
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El ejercicio de la literatura no es fácil para nadie. Es una profesión muy pocas veces rentable que exige a quienes se dedican a ella que encuentren el sustento en otro lado. Los escritores trabajan como profesores, editores, periodistas, gestores culturales, médicos, abogados o ingenieros. Algunas de las autoras que integran la Biblioteca de Escritoras Colombianas ejercieron esos oficios, y otras fueron diplomáticas, secretarias, modistas, cocineras, amas de casa o monjas.
Sean hombres o mujeres, los escritores escriben por lo general en sus momentos libres, sacrificando horas de sueño o tiempo para la familia y el ocio. Muchos hombres han podido hacerlo porque sus mujeres, encargadas de las labores domésticas y de cuidado —de las obligaciones del mundo de adentro— les garantizaban el tiempo y el espacio.
Esta, sin embargo, no ha sido una fórmula de doble vía.
«Tres niños casi de una misma edad son para enloquecer a cualquiera que tenga la cabeza mejor entornillada de la que esto escribe», dice Agripina Montes del Valle (1844-1912) en sus «Proyectos de literatura», incluidos en la antología de ensayo y crítica de la segunda entrega de la Biblioteca de Escritoras Colombianas. «Figúrate ahora, mi bondadoso lector, si después de una barahúnda de gritos, en que la pobre madre da gracias a Dios porque la casa está en paz, le vendrían a la cabeza ideas poéticas para cantar la pompa de las bellezas del cielo y las confidencias misteriosas de las flores que persigue de paso algún rayo fugitivo de la luna. ¡Imposible! ¡Imposible! En la cabeza aturdida solo se siente luchar el pensamiento, sin poderse equilibrar».
Las mujeres no han tenido un aliado en sus casas que les permita perseguir sus ambiciones literarias. No lo tienen las contemporáneas que, según mediciones recientes del Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (DANE), dedican el doble de horas que los hombres a las labores no remuneradas, ni mucho menos lo tuvieron las del pasado, cuando se creía que atender las necesidades hogareñas era un deber exclusivo —y natural— de ellas.
«Yo me sumergí en un letargo que confundí con la felicidad del matrimonio, pero que me dejaba una terrible desazón», cuenta María Eugenia Vásquez (1951), en la antología de literatura rebelde. «Mi relación con Ramiro era cada vez más lejana, el peso de los quehaceres recayó en mí. Él era el intelectual, el que trabajaba, el que hacía política, y yo, su mujer, la que criaba el hijo y lo atendía a él. La división del trabajo no se diferenciaba de la que tuvo que asumir mi abuela a comienzos de siglo».
«La sobrecarga de trabajos domésticos y de cuidado», concluye un artículo de El Espectador sobre el informe del DANE, «impide a las mujeres dedicar ese tiempo a estudiar, generar ingresos o descansar». Y, añado, también a escribir.
«Tengo un amigo médico que me dice que es “escritor de fin de semana”», cuenta Adriana Villegas Botero, periodista, escritora, estudiosa de las escritoras del Viejo Caldas, miembro entusiasta de nuestro comité asesor y prologuista de El nombre de antes, de Maruja Vieira, publicado en la primera entrega de la Biblioteca de Escritoras Colombianas. «Lo que veo es que para las mujeres puede ser más difícil ser “escritoras de fin de semana” porque las noches y los fines de semana son el tiempo para los hijos, o para el novio, o para los papás: el tiempo para los demás».
El ejercicio de la literatura no es fácil para nadie, pero es más difícil para las mujeres.
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