Traducción de Adriana Martínez-Villalba
Con frecuencia soñaba que viviría mi vida rodeado de libros, pasando de uno a otro, sumergiéndome en algún diccionario, explorando una enciclopedia, buscando en índices y hojeando innumerables referencias cada día. Aquí una página que me cautivaba, allí un capítulo, o en cualquier lugar una cubierta o un final.
Entonces decidí crear una biblioteca personal en mi casa, una que pudiera servir de legado para mis hijos, mis vecinos o cualquiera en mi comunidad interesado en leer y escribir. Mi viaje empezó durante mis años universitarios, cuando comencé a coleccionar libros, particularmente literatura, a la vez que iniciaba mi camino como escritor. Hoy escribo profesionalmente y he publicado nueve libros que incluyen cuentos y novelas. Muchos de esos trabajos han sido traducidos a distintas lenguas y se han publicado en varias ediciones. Mi última novela, Ropas que sobrevivieron milagrosamente, publicada por el Instituto Árabe para la Investigación y la Edición, en Beirut, narra una masacre devastadora a través del cruce de dos mundos: la vida en un refugio y las memorias de un antiguo ministro de Cultura.
La biblioteca de mi casa continuó creciendo, como crecían las bibliotecas de otras casas y otras más a lo largo de la ciudad. La vida cultural florecía con cafés que se transformaban en espacios de la intelectualidad. Uno de ellos era el Cordoba Culture, un proyecto que emprendí hace ocho años como una plataforma para intelectuales y figuras literarias en Gaza. De la misma manera, la iniciativa cultural Shaghaf reunía académicos que sostenían reuniones en espacios como el Restaurante Palmera, el Café Cordoba, el Centro Masarat y La casa de la sabiduría. A veces teníamos la impresión de que Gaza se había convertido en un santuario, un vibrante centro para intelectuales que buscaban su identidad por medio del color y la palabra. Esto parecía especialmente evidente en el centro Shababeek de Arte Contemporáneo, un espacio cultural que organizaba exposiciones para artistas reconocidos y emergentes. Todos estos esfuerzos formaban parte de una misión más grande: crear un legado que afirmara una identidad que la ocupación israelí pretende borrar de la memoria colectiva del mundo. Aunque con seguridad, aquellos que pintan o escriben poesía no pueden ser borrados, ¿podrían borrarse aquellos que empuñaban un fusil para luchar?
Algunos años atrás, la ocupación acabó con la Biblioteca Nacional de Gaza. Arrasaron con sus edificios hasta los cimientos. Con su destrucción, el sueño de crear un repositorio para antiguas y nuevas obras palestinas desapareció. Ese lugar que una vez fue la promesa para preservar un rico patrimonio cultural se convirtió en poco más que una plataforma que exhibía banderas de partidos políticos y retratos de líderes. Pero esta devastación cultural no fue solo un incidente, sino que fue precedida por un asedio sistemático a los libros. Mientras los palestinos anticipábamos las restricciones que viviríamos en los alimentos, la gasolina y los viajes, pocos imaginaron que la ocupación también atacaría sus mentes.
Encerraron los libros, prohibieron su circulación y bloquearon su entrada al territorio.
El silencio global frente al derecho de los palestinos a leer —una libertad que el resto del mundo disfruta— solo parecía hacer más profundo nuestro duelo. Las bibliotecas, despojadas de sus colecciones vitales, luchaban por reemplazar los títulos que habían perdido. La adquisición de nuevos títulos, en un intento por ofrecer acceso al conocimiento más actualizado, así como a las obras literarias más recientes, se transformó en una dependencia desesperada del internet y unos pocos y modestos esfuerzos por imprimir, que apenas lograban mantener el acceso al conocimiento y a las expresiones literarias.
Y cuando Hamas asumió el poder, la franja de Gaza fue sitiada y se endurecieron los ataques israelíes y las operaciones militares cobraron la vida de miles de este pueblo doliente. Las infraestructuras quedaron en ruinas, dejando a los palestinos preocupados, consumidos por la dificultad de reconstruirse en medio de la destrucción, a la vez que la ocupación metódicamente devoraba Cisjordania, judaizaba la tierra, levantaba nuevos asentamientos para un pueblo que habían llevado a una tierra en la cual sus habitantes nativos se sienten profundamente arraigados desde los inicios de la historia.
En Gaza, los palestinos resisten con muy poco. Las divisiones internas han marginado aún más el ya negligente lugar que ocupa la cultura, para el cual las autoridades palestinas dedican menos de un uno por ciento de su presupuesto. Los movimientos islámicos en Gaza han manifestado su indiferencia a las iniciativas culturales, incluso a sus propias instituciones desde un enfoque que lastimosamente refleja el de los gobiernos árabe y palestino.
Recuerdo vivamente cuando en agosto de 2018 la ocupación destruyó el Centro Said al-Mishal. Un espacio que alguna vez fue un santuario para soñadores, jóvenes en busca de la belleza a través de la pintura y la poesía, noches culturales, obras de teatro, proyecciones de cine y firmas de libros. Su destrucción acabó no sólo con el edificio donde funcionaba, sino que arrasó con el espíritu de una comunidad y apagó el sueño de esta especie de paraíso cultural.
Sede de un gran teatro y múltiples salas de exhibición, el centro fue el lugar que acogió numerosas obras artísticas y teatrales de los más celebrados artistas de Gaza, allí firmamos nuestras obras literarias y colaboramos con la Casa de la Prensa, que cultivaba jóvenes talentos. Y entonces tuvimos que experimentar el duelo no sólo de la Casa de la Prensa, sino también el de su fundador, el difunto mártir Bilal Jadallah.
Luego vino la masacre y acabó con el propio sueño de la vida, más allá del sueño de escribir o pintar. La ocupación definió deliberadamente como objetivo a la existencia humana, no solo la identidad palestina, y cometió actos de genocidio sin precedentes en la historia moderna. Incluso las piedras y los árboles fueron exterminados, dejando al pueblo de Gaza lidiando con una única y desesperada preocupación: la preservación de su vida y de sus familias. Pero hasta esta modesta aspiración se convirtió en un sueño imposible bajo la implacable sombra de los aviones de los que llovían bombas sobre hogares frágiles y refugios sobrepoblados.
Las casas parecían apoyarse las unas sobre las otras, sangrando y lamentando la pérdida de vidas enteras, sueños y recuerdos.
Cada ruina nos cuenta una historia: esa pared despedazada que sostuvo alguna vez la foto de un hombre joven que perdió su pierna en la guerra. Ese parche de pintura que alguien escogió después de que su esposa insistió en esa paleta de grises que le gustaron en una antigua película egipcia. Esos garabatos en la pared que hicieron niños que soñaban con convertirse en doctores o en ingenieros. Ese cuadro ajado hecho por un niño que ganó el segundo lugar en un concurso en la escuela sobre los derechos de los niños. Ese marco quebrado que contenía un diploma de bachiller de un joven que huyó hacia el sur en busca de seguridad para terminar muerto por el tiro de un soldado. Y aquellos utensilios de cocina destrozados, que una pareja compró tras numerosas discusiones con un pequeño salario que apenas daba para cubrir las necesidades del hogar.
Estas imágenes nos llegan en cascada, pero para los ciudadanos del común que desorientados buscan comida desesperadamente para alimentar a sus hijos, tal destrucción se vuelve un paisaje borroso. La pérdida de la Biblioteca Municipal de Gaza significa poco cuando la supervivencia cuelga de un hilo. El alimento —cualquier alimento— se convierte en el único foco en medio del asedio asfixiante en el Norte de Gaza, donde ya no hay comida para los animales.
Recuerdo, durante aquel sombrío capítulo de la historia humana, cuando me uní a un vecino, al que todos llamaban «el ladrón», para lanzarnos a escarbar en las casas abandonadas de los que habían huido al sur en busca de seguridad. Buscábamos lo que fuera: una vieja lata de atún, un puñado de harina o incluso comida para perros.
Juntos fuimos a la parte norte, cerca del mar. Allí estaba el omnipresente zumbido de los drones, los cuadricópteros sobrevolaban nuestras cabezas. Recitábamos la shahada, mientras nos abríamos paso entre caminos y escombros de otras casas, hasta alcanzar alguna casa que conociéramos. Entrábamos por uno de los huecos de la pared y trepábamos cautelosamente hasta el tercer piso mientras escuchábamos el fuego de la artillería, cerca de allí, disparando a otros «ladrones» que rebuscaban alimento para sus hijos. Mi cuerpo temblaba con terror, pero mi amigo decía: «No tengas miedo, volverás con tus hijos. Estás aquí para alimentarlos, no para robar».
Como académico universitario y director de una respetada institución, me encontraba rogándole a Dios en silencio que no me dejara morir en casa de una familia que jamás conocería. Mi amigo entonces gritó con emoción: «¡Ven aquí!».
Cargué bolsas de pan y de harina mientras él cargaba un contenedor plástico lleno de agua pura, un extraño tesoro en Gaza, donde Israel había bombardeado las plantas desalinizadoras, lo que provocó que el agua que nos quedó ni siquiera sirviera para los animales.
Huimos mientras los drones nos sobrevolaban, acelerando el paso hasta el refugio para desplazados en Al-Shati Camp. Mi amigo se reía y decía: «No te preocupes, ellos saben que estamos aquí para robar, no para resistir».
Regresamos victoriosos. Yo cargué quince kilos de harina como un caballero triunfante con suficiente para sostener a su familia por un mes. Otros murieron mientras buscaban alimentos. Mi primo, Ahmed Mohammed Al-Ghoul fue uno de ellos. Desapareció. Su cuerpo de 31 años sólo fue descubierto cuando se retiró la ocupación, meses después. Para entonces, apenas podían reconocerlo, su cuerpo estaba descompuesto. Posiblemente los animales habían destrozado sus restos, como lo habían hecho con los cuerpos de tantos mártires de este genocidio. O quizás las bombas lo habían acabado, tal y como habían acabado con nuestra patria.
Entre mi abuela, que había buscado refugio en la sede principal del PNUD y no encontró agua para beber hasta que mi tío puso un contenedor debajo del filtro del aire acondicionado para recoger lo que goteaba, y la Biblioteca Municipal de Gaza, donde la gente robaba libros para encender el fuego para cocinar, la cultura de la civilización y la humanidad se desmoronaban. Los palestinos asediados perdían la fe tanto en el arabismo como en el islam, en medio de un insoportable silencio árabe —popular y oficial— y una dudosa complicidad global.
Los libros ya no tenían cabida en la masacre. La máscara de la silenciosa élite árabe había caído, dejando atrás a mujeres que habían perdido su feminidad, quemando letras y palabras para cocinar los alimentos. Las hierbas silvestres que recogíamos de los campos estaban impregnadas de pólvora, sangre y los remanentes de misiles dispersos.
En medio de todo esto regresé a casa y encontré mi biblioteca —cuya colección me había tomado más de veinte años construir— hecha cenizas. Más allá de su destrucción, intenté documentar la escena, fotografié los libros que lloraban en la tierra de una ciudad que se ahogaba en su duelo.
Mientras estaba allí, un grupo de niños despojados de su infancia, se acercó. Ya no iban a la escuela ni miraban televisión ni jugaban en parques. En cambio, trabajaban, transportando alimentos, recogiendo leña o haciendo fila para el pan.
Cuando vieron los libros destrozados exclamaron emocionados: «Son perfectos para encender el fuego». Cargaron los libros con ellos de vuelta a casa, triunfantes.
Yo también dejé mi casa y deambulé por distintos lugares en busca de alimento. En mi camino pasé por el Centro Cultural Rashad Shawa, que en otros tiempos había sido el espacio cultural para los eventos más destacados de Gaza. Me detuve para hacer una foto de su entrada destrozada, rodeada de recuerdos de la biblioteca de Diana Sabbagh, las amplias salas y las paredes que susurraban su conexión con las letras y las ideas.
Desde allí continué caminando hasta la librería de mi amigo Samir Mansour, un eje de la escena cultural de Gaza. Esta librería había promovido la obra de jóvenes autores gazatíes, y había puesto sus voces en el mundo en diversas ferias del libro del mundo árabe. Sin embargo, al llegar tuve que enfrentarme a una escena de destrucción total: una visión del infierno. Los libros estaban convertidos en cenizas, como lo estaban también los de mi amigo Atef Al-Durra, fundador de la editorial Dar Al Kalima. Mi amigo editor había huido a la parte sur de la franja, mientras su trabajo de toda una vida se incendiaba junto con las casas de sus vecinos.
Entre los libros y las bibliotecas tuve una certeza como palestino: la liberación es imposible mientras la ocupación se apodere de las mentes de los jóvenes. El enemigo también lo sabe y es por esto que quema nuestros libros, mata a los héroes de nuestras historias e incluso roba nuestra identidad, reclamando nuestro patrimonio como suyo. Platos típicos como shakshuka, el falafel y el hummus se presentan como israelíes, como parte de un intento por borrar nuestra esencia cultural. Sin embargo, falla al no entender que el espíritu palestino es indomable. Si nuestra lengua sobrevive, nosotros resistiremos.
Los escritores de Gaza se han refugiado en sus palabras durante esta masacre. A través de diarios y textos publicados en periódicos, revistas y libros han narrado el sufrimiento. La reciente publicación del Ministerio de Cultura de Gaza Escribiendo detrás de las líneas documenta las masacres cometidas por la ocupación israelí, así como el libro Los mandamientos, el cual tuve el honor de supervisar en su edición.
El hecho de que los sitios históricos de Gaza sean objetivos de guerra sólo hace que el dolor sea más profundo. Los ataques del enemigo van más allá del pasado y golpean a nuestras propias raíces: La gran Mezquita Omari, Qasr al-Basha, la Mezquita lSayed al-Hashim Mosque (cuyo nombre proviene del abuelo del profeta Muhammad), la Iglesia Bizantina, la casa histórica Al-Ghussein House, la Casa Al-Saqqa e innumerables e irremplazables puntos de referencia que no pueden recogerse en un solo testimonio. Pareciera que declararan: «Destrozaremos sus raíces», aunque subestiman la resiliencia casi espartana del pueblo palestino, que resiste como escribió Hemingway en El viejo y el mar: «Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».
¿Cómo podrían ser derrotados los palestinos, dueños legítimos de esta tierra, especialmente ahora que el mundo comienza a despertarse ante la brutalidad salvaje de la ocupación colonial sionista?
No hace mucho visité el Centro de Arte Contemporáneo Shababeek, donde con frecuencia me sentaba con mis amigos Majed Shala, Shareef Sarhan, y Basel Elmaqosui, fundadores de este importante espacio cultural. Al llegar encontré los cuadros con los que alguna vez soñé adornar mi casa nueva, completamente arruinados: rasgados y estropeados por el agua lluvia, después de que la ocupación arrasara con la zona cercana al Hospital Al-Shifa. Sin embargo, la parte inspiradora de esta historia es que tanto Basel, como Majed, y Shareef se niegan a dejar de pintar, incluso en los refugios a donde han sido desplazados. Y además, les están enseñando a los niños a pintar, como alguna vez lo hice yo mismo con niños y niñas de la Escuela Asma, que operaba el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en el Cercano Oriente, una escuela que se había convertido en refugio después de que el año escolar terminó sin educación y alrededor de 15,000 estudiantes fueron martirizados.
Todavía recuerdo a Sumayya Ghazi Haniyeh, de 16 años, que en paz descanse, que acostumbraba venir a la escuela para pedirme recomendaciones de lectura de la biblioteca que aún funcionaba en el refugio. Siempre oía con mucha atención cuando yo le hablaba de literatura y de escritores, absorbiendo cada palabra. Pero el destino de Sumayya se convirtió en el de miles de niñas en Gaza. Fue asesinada cuando un avión F-35 bombardeó la casa de su familia. Incluso, mientras escribo este testimonio, su cuerpo continúa sepultado bajo los escombros. A veces vuelvo a ese sitio para contarle más historias, añorando oírla preguntarme una vez más: «¿Por qué no me convertí en una super heroína, como los personajes en tus historias, Yousri?».
En el campamento, donde los escombros y las aguas residuales llenan las calles, donde el hedor de los cuerpos en descomposición llena el aire, es prácticamente imposible no encontrar algún niño que quiera entrar en una profunda conversación sobre la supervivencia. Se escuchan discusiones sobre cómo cocinar con madera o con gas, cuando ambos se han agotado en la ciudad.
Hablan con una practicidad alarmante, sin poner mucha atención a la sangre en las calles, las montañas de basura o el omnipresente sonido de los aviones que ya es una fijación de nuestros recuerdos.
Y de repente preguntan: «¿Cuándo crees que terminará la guerra?».
Este texto fue originalmente publicado por el Instituto de Estudios Palestinos, fue traducido del árabe al inglés por Jude Taha y publicado inicialmente por L’internationale, una federación europea de museos, organizaciones artísticas y universidades.
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