El comienzo y el final de un texto son lugares semánticamente calientes decía, con sutil coquetería, una querida profesora de literatura cuyo nombre no diré. Nos sugería de esa forma la probabilidad de que el sentido de una obra se condense en sus últimas líneas o minutos. Y, sin embargo, sobre quienes hacemos análisis —y en especial reseñas periodísticas— de obras narrativas literarias o cinematográficas pesa una prohibición tajante: no revelar los desenlaces. O en el argot cinéfilo: no hacer spoilers.
Como ocurre con casi cualquier prohibición, este voto de silencio solo algunas veces tiene sentido. En esta columna hablaré de tres finales de películas recientes que no solo son importantes como colofón de las narraciones a los que pertenecen, sino porque muestran formas de ser y proceder del cine que estamos viendo; espero demostrar, de paso, que esa revelación de ningún modo arruina el placer de ver las obras. Las tres películas están convidadas a la edición 97 de los Premios Oscar, y es bien probable que se lleven alguna estatuilla, aunque no tengan el despliegue épico de Emilia Pérez, Cónclave o El brutalista, películas cuyos finales son también significativos aunque no los consideraré aquí.
Aún estoy aquí y la comodidad de los sueños rotos
A la salida de una de las tres películas de las que hablaré —la brasileña Aún estoy aquí de Walter Salles— un director de cine colombiano comentó que le sorprendía como una película sobre la dolorosa experiencia de la desaparición forzada podía ser hecha sin rabia, o, en otras palabras, usando los códigos audiovisuales del cine más convencional y apolítico. Más que una película sobre el crimen de la desaparición es una mirada a la fractura —la herida— que este produce. Más que profundidad política la película busca —y encuentra— proximidad sentimental.
Para que sintamos la pérdida del paraíso la película desarrolla una narrativa lineal que empieza por mostrarnos el feliz mundo familiar de Rubens Paiva, un exdiputado brasileño del partido laborista en los años de la dictadura militar en ese país. La cercanía al mar, la calidez del encuentro de la familia con sus amigos, la casa presentada como un locus amoenus, son estrategias narrativas que funcionan para que el golpe que vendrá después se sienta con más contundencia. La película está sobrecargada de referencias culturales que van de Caetano Veloso al Blow-Up de Michelangelo Antonioni, íconos de una época y corolarios que sirven para hablar de los viejos buenos días que ya no volverán.
Ocurre entonces la desaparición de Paiva, el encarcelamiento de su esposa Eunice y la detención de una de las hijas de ambos. La armonía familiar se rompe y Eunice, libre, asume la conducción de la casa, intentando que el horror se viva sin aspavientos, con un decoro que es, por supuesto, muy bienvenido para tranquilizar a las audiencias. Pasan los años y Eunice —que pasa de ser ama de casa a militante por los derechos humanos y las causas indigenistas— logra un éxito burocrático al recibir el certificado de defunción de su esposo, lo que significa, de manera tácita, la aceptación de que la dictadura lo asesinó. Cuando todo indica que nos llevaremos como «trofeo» este happy end, viene una suerte de epílogo.
Hay que tener en cuenta el lugar de las películas familiares entre los Paiva. La familia filma, por su propia cuenta, sus días felices, llenos de veranos, playas, vacaciones, compañía; la película va intercalando esos registros caseros como signos de puntuación en lo narrado. El epílogo parece la contraparte de esa felicidad perdida. Vemos en él una imagen pobre, digital, dominada por una madre que ha perdido la memoria, mira al vacío o solo es capaz de conectar con el centro de su trauma cuando un programa de televisión lo reaviva. Después de todo y a pesar de las luchas por la justicia y los esfuerzos por mantener el decoro, ¿la dictadura ganó?
El epílogo se puede entender como la evidencia del sueño roto de un país. Todas las ficciones de paraísos perdidos conllevan un sentimiento conservador. Al mirar el pasado y no el futuro, la película sacrifica su propio potencial político. Nos quedamos en la retina con la casa vacía de los Paiva, la casa del pasado, revisitada, y con la casa actual, que es una imagen desvaída y reflejo de un presente desgastado que ya no puede producir imágenes que compitan con las utopías de antes.
La semilla del fruto sagrado o la alegoría contra los personajes
A diferencia de Aún estoy aquí, la película iraní La semilla del fruto sagrado sí fue hecha con rabia. Cuando se conocen las dificultades que tuvo el director Mohammad Rasoulof para rodarla y terminarla, y los problemas que ha enfrentado con la justicia, capturada por la teocracia que gobierna su país, esa rabia es entendible. La urgencia, la rabia y la denuncia están en la base de muchas obras que se producen como gestos de resistencia.
Teóricos como Fredric Jameson y Alberto Elena han hablado de la indeclinable tendencia a leer el arte y la literatura que se hace por fuera de los límites geográficos de Europa y el norte anglosajón como alegorías nacionales. La película de Rasoulof, premiada en Cannes y nominada a mejor película de habla no inglesa en los Oscar, sirve para confirmar que lo dicho por Jameson y Elena sigue ocurriendo.
La semilla del fruto sagrado es un drama familiar que se convierte en thriller y que nos lleva a ser testigos de la transformación de Iman, un abogado que trabaja para el gobierno iraní y que obtiene un ascenso como juez del Tribunal Revolucionario de Teherán. El nuevo cargo le da más poder pero le exige precauciones. Iman vive con su esposa y dos hijas; el ascenso coincide con protestas anti gobierno en Irán, donde es notorio el lugar de las mujeres como motores de la revuelta. Iman atraviesa por dudas éticas cuando se le pide que firme decretos que pueden terminar en sentencias de muerte, pero progresivamente va ganando en él la obediencia y el cálculo.
El metraje, filmado clandestinamente en Irán, se intercala en el montaje con imágenes de las protestas provenientes de redes sociales, que las propias hijas del juez ven a escondidas. La pérdida de un arma y el encarcelamiento de una amiga de la hija mayor de Iman desencadenan el hundimiento del protagonista en la paranoia. Se pone del lado del autoritarismo y lleva a su familia (esposa e hijas) a experimentar por sí misma los abusos del régimen.
La muerte de Iman se presenta entonces como la alegoría de un país que busca sacudirse de la tiranía; esta muerte es remarcada en la narración, presentada como un símbolo, y enfatizada por nuevas imágenes de las protestas. El problema de la alegoría es que se sobrepone al personaje y a sus dudas; más que un tirano Iman es un instrumento en la cadena de producción y represión de la dictadura. Al extirpar esa pieza del engranaje, se castiga al criminal sin conjurar el crimen, como si el mal fuera una cuestión individual (o familiar) y no estructural.
Creo que Rasoulof fue consciente de la ingenuidad de proponer la muerte del monstruo familiar como símbolo de liberación nacional, y desdobla entonces la escena final para mostrar una mano levantada en medio de la tierra que cubre el cuerpo sacrificado, sugiriendo un retorno del asesino en los códigos del cine de terror. La alegoría se vuelve ambigua y la película, a punto de caer en el efectismo político, recupera complejidad, paradójicamente recurriendo a una imagen del cine popular.
Anora: una fisura en la cadena de producción
Creo firmemente que Anora, la película de Sean Baker que ya ganó en 2024 la Palma de Oro del Festival de Cannes, es la más provocadora y estimulante entre todas las candidatas a mejor película de los Oscar. (No va a ganar.) Es también la menos estridente, la que no recurre a efectos fáciles o grandilocuentes para dejar sentada una posición frente al mundo —y la única que de verdad la tiene—.
Anora empieza con un plano secuencia de cinco minutos que Mario, un comentarista en el foro de la publicación cinéfila Con los ojos abiertos describió bien como «una cadena de montaje fordista». Y es que el propósito principal de esta toma maestra es dar a ver cómo opera el trabajo sexual de un grupo de mujeres en un club para hombres de Nueva York. Del vértigo de ese club y de esa toma continua, la película extrae a sus dos personajes principales: Ani, una prostituta, y Vanya, joven heredero de una familia de mafiosos rusos. Lo que empieza como un contrato de palabra por compañía y servicios sexuales termina en matrimonio.
Cuando la familia de Vanya se entera del enlace emplea toda su artillería para deshacer el vínculo y devolver al hijo calavera a Rusia donde se espera que deje de ser un niñato. El argumento, algo inverosímil, da pie a una narración inestable donde nunca tendremos certeza del estatuto de lo que vemos. ¿Es una screwball comedy, una película de gangsters, una resurrección del slapstick, una obra de teatro del absurdo? La película juguetea con tonos y estilos, con la duración del plano y las escenas como lo único verdaderamente libre en un mundo de transacciones, de reificación de la vida. En la película el modo libre, flexible de representación, contradice la rigidez del mundo representado. Y gracias a esa fisura es que se cuela lo impredecible.
En una red de vínculos falsos o pagados con dinero emerge un gesto. Lo vemos crecer de forma imperceptible hasta que desemboca en uno de los finales más bellos y a la vez más secos y austeros del cine reciente. Ani, despojada de todo en un mundo gobernado por el ultraje y la violencia, por fin ve a uno de los esbirros de la familia de Vanya. Verlo quiere decir considerarlo su semejante. El sexo atropellado del final es filmado de manera exactamente contraria a la cadena de montaje fordista del inicio. El cine puede ser algo más que una oda a la impotencia o una afirmación directa o indirecta del orden establecido.
En Aún estoy aquí nos quedamos con la idea —tranquilizadora— de un sueño roto, y en La semilla del fruto sagrado con la promesa incierta de que el mal volverá a pesar de la resistencia. Anora va en una dirección mucho más sutil. Lo inesperado sí puede ocurrir. Puede no ser una explosión sino un susurro. Más que empaquetarlo como un mensaje aleccionador, el cine puede simplemente observar el nacimiento de otra mirada. Y dejarla ser.
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