Se trata de un exorcismo, de un conjuro. El gobierno eligió El Chicoral, corregimiento del caluroso y exuberante municipio de El Espinal, en Tolima, como escenario para lanzar un «Pacto por la Tierra y la Vida» este 21 de febrero. Un gesto simbólico en el mismo lugar donde, hace más de medio siglo, se asestó una puñalada traicionera a la reforma agraria —que contaba con el respaldo de Estados Unidos en su cruzada anticomunista— prometida por el Frente Nacional.
Resignificar Chicoral es una manera de equilibrar las cargas del pasado. También de que la reforma agraria deje de ser un asunto sólo de abogados y se convierta, como debe ser, en una agenda social y política que cuente con el protagonismo de los movimientos sociales. Porque esto no es solo un asunto de compra y repartición de tierras, sino de distribuir el poder y las vocerías del mundo rural. Y en ese sentido Petro debe aprender mucho del pasado.
Durante el primer gobierno del Frente Nacional, liderado por Alberto Lleras Camargo (1958-1962), un apasionado Carlos Lleras Restrepo emergió como su figura más destacada. En aquellos años, Fidel Castro y sus seguidores acababan de tomar el poder en Cuba, y para estos dos liberales colombianos era evidente que, sin una redistribución de la tierra, Colombia corría el riesgo de una revolución. No les faltaba razón, pues estábamos en la prehistoria de las guerrillas.
Se creía entonces que la reforma agraria requería un acuerdo entre los líderes más opuestos. En la junta directiva del Incora ―institución creada para titular y distribuir tierras― coincidieron el sacerdote Camilo Torres Restrepo y el político conservador Álvaro Gómez Hurtado. Aunque sus discusiones eran encendidas, los archivos evidencian sus esfuerzos por mantener la cordialidad, con disculpas personales cuando uno u otro se salía de sus fueros. Aquella junta pudo haber sido un inesperado consenso sobre lo fundamental, capaz de evitar la guerra que vino inmediatamente después. Pero no fue así y el conflicto armado terminó matándolos a ambos. Camilo, desencantado con el Frente Nacional y sus restricciones, se alzó en armas y encontró la muerte. Gómez, señalado como enemigo eterno por las FARC, fue asesinado a mansalva treinta años después.
Lleras Restrepo entendió que el problema no se limitaba a la tierra. El Congreso y los altos cargos del Estado estaban dominados por los gamonales. Para que la reforma agraria fuera viable, los campesinos debían ser los protagonistas, los dueños del proceso. Así nació la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) y con ella, la mayor movilización por la tierra del último siglo.
En un discurso histórico, a orillas del río Sinú, Lleras se pronunció contra los caciques y gamonales y alentó al campesinado a «hacer sentir sus aspiraciones pesando como debe pesar en el molde de la República». Algo similar pretende hacer este gobierno: ratificar que la coalición principal para la reforma agraria es entre el Estado y el pueblo.
A pesar de las buenas intenciones de Lleras las tensiones con la ANUC crecieron. Los campesinos se exasperaron con la lentitud del proceso, las marrullas de los propietarios, y la violencia oficial. Entonces radicalizaron sus métodos con tomas de tierras. En una sola noche, centenares de familias ocupaban fincas y levantaban campamentos improvisados de los que no se iban hasta que no hubiese una negociación. Soportaron desalojos violentos y detenciones arbitrarias. Justamente un 21 de febrero, pero de 1971, se produjo la toma simultánea de 316 fincas en trece departamentos, con la participación de 16.000 familias. Era el clímax de la lucha agraria.
Estaba claro que algunos latifundistas intentaban vender terrenos áridos e improductivos, mientras se aferraban con obstinación a los valles fértiles. Tenían miedo de ese pueblo que se alzaba por sus derechos y demostraron muchas veces su mezquindad. Uno de los asesores de ese gobierno me habló de su frustración cuando un gran hacendado del Magdalena le dijo sin espabilar: «¿Para qué reforma agraria si los ricos ya estamos completos?».
Apenas Lleras dejó la presidencia se cristalizó el golpe contra la reforma agraria, cuyo primer asalto fue el 9 de enero de 1972 en Chicoral. Un grupo de parlamentarios y representantes de los grandes propietarios se reunió con un propósito: eliminar de la ley de reforma agraria su punto más crucial, el que permitía expropiar latifundios improductivos. También le quitaron dientes a los decretos que tenían un enfoque de justicia social y volcaron el contenido a incentivar la productividad a gran escala, cosa que, entre cosas, tampoco se logró.
Con el Pacto de Chicoral la coalición Estado-élites agrarias se afianzó por más de medio siglo, en detrimento de los campesinos y pueblos étnicos. Al mismo tiempo se produjo la división de la ANUC en dos bandos: la Línea Sincelejo, más combativa y decidida a seguir recuperando tierras; y la Línea Armenia, más moderada, que apostaba por una reforma gradual.
El golpe de gracia vino desde la izquierda. La ANUC quedó atrapada en una lucha interna entre quienes defendían la vía armada y quienes la rechazaban. Este conflicto hizo implosión en 1977 en el Congreso de Tomalá, en Sucre, y desató una represión brutal contra la dirigencia campesina que fue víctima de un montaje judicial por el asesinato de Gloria Lara Echeverry. Era la estocada final a la legitimidad de un movimiento de gran envergadura. En adelante se estigmatizó la lucha por la tierra como subversiva y a sus líderes como enemigos del establecimiento.
Pasaron más de dos décadas antes de que el tema de la tierra volviera al centro del debate. En 1994 una nueva reforma quedó sepultada bajo la avalancha neoliberal, que instaló la falacia de que el campesinado era improductivo; no pudo frenar la vorágine de la coca; y un conflicto armado feroz se convirtió en el escenario de retroceso de lo poco que se había avanzado. Superar esta historia de frustraciones no es tarea fácil.
Entre Carlos Lleras y Gustavo Petro ha transcurrido medio siglo y una guerra de por medio. Son dos países distintos, en contextos económicos y políticos diferentes. Sin embargo, ambos enfrentan desafíos similares: redistribuir la tierra en medio de sociedades agotadas por la violencia y chocar con la avaricia de élites rentistas. Ambos juegan su legado político con esta reforma difícil. Y ambos luchan contra el tiempo. No obstante, los desafíos de hoy son mayores, porque tienen que ver además con la ecología y la paz.
Petro aún tiene margen de maniobra, pero no mucho. Su promesa de justicia agraria y desarrollo territorial será el medidor por el que se le juzgará en el futuro. Un pacto entre el gobierno y las comunidades campesinas y étnicas es necesario y, si se quiere, un poco tardío.
Si lo que se desea es que la tierra ya no sea un motivo de guerra, sino de cambio social, debe contar con otros actores, que, aunque reacios, son determinantes: el sector privado, los grandes propietarios y esas élites emergentes que han lavado fortunas en tierras manchadas de violencia.
Sería una maravilla que, justamente la tierra, que ha sido motivo de disputa violenta, despojo y división, terminara siendo la primera piedra de un acuerdo nacional que le dé un empujón a una paz territorial tan esquiva como necesaria.
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