Primero escuché su voz que, desde atrás de una montaña de libros y papeles, llegaba con inflexiones de extrañeza. «¿Hoy?, ¿ella dice que tenemos hoy una entrevista?» Pero la mucama ya se había retirado y nadie contestó a la pregunta. Pasaron algunos segundos hasta que finalmente su cabeza asomó por detrás de la montaña de papeles. «¿Usted aquí? Yo no la esperaba hoy. Estaba buscando un cuento que he perdido». «¿Un cuento entero?». «Sí, claro, entero. No sé dónde lo puse. En algún lugar tiene que estar». Silvina Ocampo era una mujer muy optimista, pues aunque era claro que en algún lugar tenía que estar, era difícil precisarlo en aquella enorme sala llena de libros, papeles, cuadernos y carpetas.
—¿Olvidó que yo venía el miércoles?
—¡Cómo podía olvidarme! Lo tenía anotado. Olvidé que hoy era miércoles, por eso no la esperaba —dijo abriendo los brazos y acercándose a saludar con una cordialidad que, ella sabía, haría borrar cualquier olvido.
—Tal vez olvidó que hoy era miércoles porque le disgustan las entrevistas.
—Uno siente que pierde el tiempo ¿no? Aunque me va a gustar charlar un rato con usted si olvido que se trata de una entrevista.
—¿Qué cuento era ese que buscaba?
—Era uno o varios. En realidad me buscaba en todos los cajones. Estoy como en un mare mágnum. Perros, hombres, mares me esperan en los cajones. Y de tanto en tanto alguna anotación del carnicero o de la farmacia.
Junto a la pata de una mesa había un papelito doblado en cuatro, tapado con una letra angulosa y clara. Se lo alcancé. Lo leyó con expresión desorientada.
—Son anotaciones mías —dijo— ¿Cómo se puede hacer entender a alguien que un papel arrugado vale más que uno impecablemente limpio? Salvan el limpio y tiran el otro. Pero no puedo acusar a nadie sino a mí misma. Yo podría ganar el premio al desorden. A veces pienso que el orden se opone a la creatividad, pero no es verdad. El desorden me empobrece en lugar de enriquecerme.
La sirenita
—¿Qué modelo de mujer tuvo en su vida? Es decir, ¿qué modelos de mujer habitan dentro suyo?
—Creo que no hay ninguna entera. Tengo pedazos de muchas. Todo es tan contradictorio. Uno admira y al mismo tiempo desprecia. La perfección no existe. Yo necesitaba algo muy equilibrado.
—Belleza, inteligencia, sensibilidad.
—Si, pero eso, así, todo junto sólo está en los libros. No en la vida real.
—¿Le sería más fácil decir como quién no quiere ser?
—Sí, mucho más fácil. Pero no se lo voy a decir. Jamás.
—¿Y si buscáramos algún personaje de la literatura?
—La Sirenita de Andersen. A ella quería parecerme en mi más tierna infancia.
—¿Qué la atraía?
—Su anonimato. Podía ser abandonada. Amar en el más total secreto. Aunque no pudiera hablar y sufriera por eso.
—Qué lástima. Su vida no cumplió su deseo de anonimato.
—¿No? No me enteré. Yo no me siento expuesta a la curiosidad.
—Bueno, usted es muy ensimismada. Bastante distraída.
—¿Sí? —dijo y quedó callada— El secreto no está de moda. Está de moda la curiosidad. Por eso la gente inventa. A veces inventa la verdad.
La humilde Eva
—¿Piensa que hay diferencias entre un hombre y una mujer que escriben?
—Cada vez menos.
—¿No le parece que la mujer habla más de sí misma?
—Si. ¿Usted cree que eso es por narcisismo?
—Yo creo que es por humildad; hablan de lo que conocen.
—Sí, es verdad. Incluso cuando debajo del árbol Eva prueba la manzana, lo hace con mayor humildad que Adán.
—¿Hay palabras que aluden a eso?
—No. Yo siempre tuve la intuición de que era así. Si la Biblia fuera más detallista … Uno quisiera que la Biblia fuera más detallista.
—Si volviera a nacer y pudiera pedir, ¿cuál hada querría junto a su cuna?
—¿Conoce muchas hadas?
—Hay algunas.
—Nunca fui linda.
—Eso es muy exagerado.
—No, no me quite mi mérito. Conseguí algunas cosas que a veces hacen olvidar la belleza, que sirven de sustituto, si es que la belleza tiene sustituto. Yo me miraba al espejo, y desde ciertos ángulos, y con ciertas luces, me encontraba linda. Pero cambiaba el ángulo o las luces y me veía muy fea.
—Quiere decir que pedirla el hada de la belleza. Pero el ser bellísima tal vez la habría inhibido de otras búsquedas.
—Tal vez. Pero me hubiera complacido mucho ver mis fotos y encontrarme bella. Sólo tengo una foto en que me gusto.
Una historia agradable y terrorífica
—¿A qué escritores admiraba cuando comenzó a escribir?
—Muchos, muchos, pero estaba equivocada. Porque cuando uno empieza admira con equivocación. Charles Louis Philips, por ejemplo.
—¿Era un buen escritor?
—No, pero era un enamorado de la pobreza. Cantaba loas a la pobreza, lo cual me conmovía profundamente.
—¿La pobreza?
—Sí. También admiraba a Azorín, Güiraldes, Poe.
—¿Ya no le gusta Poe?
—Ya no. Salvo algunas cosas. Ni Azorín, ni Güiraldes, ni Valle-lnclán, que en esa época me gustaba.
—¿Mientras escribe siente que la verdadera vida pasa por lo que escribe?
—La verdad es que sí. Y cuando no escribo siento que la vida se escapa, que no tiene realidad.
—¿Qué habría sido su vida sin la literatura?
—Un suicidio.
—Pero a usted también le gustaba la pintura. Pintaba. Tal vez se habría dedicado enteramente a pintar.
—Seguramente. La pintura me fascinaba, pero de otra manera. Escribir…—dijo, y quedó callada por un largo rato.
—Escribir…
—Creo que es más satisfactorio.
—¿Por qué?
—La pintura tiene algo muy sensual, muy material, pero su panorama es mucho más reducido. La literatura es más simple y su panorama es infinito.
—¿Y la música? ¿Podría haberse dedicado a la música?
—De chica me gustaba muchísimo estudiar piano, pero un día tuve una gran desilusión. Mi profesora hablaba de mí. Yo me puse a escuchar. Ella decía. «Yo no comprendo por qué dicen que Silvina es inteligente. Hay que darle caramelos para que lea el solfeo». Yo quedé muy dolorida, muy desanimada.
—¿Cómo es su aproximación a aquellos escritores poco interesados por lo formal, pero muy preocupados por decir algo sobre la condición humana?
—Yo creo que puede interesar y atraer un texto aun cuando no esté correctamente escrito.
—¿Céline, por ejemplo?
—Me interesa Céline, si.
—¿Piensa que perdurará en el tiempo?
—Pienso que si carece de estructura pasará.
—Usted ha dicho: «El cuento existirá mientras existan las guerras, el amor, el hambre. Sustituirá a las novelas, a las memorias, hasta la vida si nos descuidamos». ¿Por qué esta separación tan drástica entre cuento y novela?
—La novela siempre me resulta una cosa forzada. Los escritores se pierden una vez que se meten en ella.
—¿Conrad, por ejemplo?
—Conrad no. Él sentía la necesidad de escribir novela. Hoy en día los escritores las escriben aunque no tengan ganas porque los editores insisten.
—¿En su caso también? Usted tiene una novela entre manos.
—Porque pienso que uno debe probarlo todo.
—¿Cuál es el tema?
—No, nunca le contaría. Si le contara perderla la necesidad de escribir.
—¿Qué es lo que hace que elija determinada historia para contar?
—De pronto una palabra, un personaje, un lugar. Una frase a veces escuchada en la calle desata en uno el mecanismo por el que nace una historia. Me ha ocurrido también que un sueño me revelara un cuento o una idea para un cuento. Tengo en estos días algo que soñé rondando en mi cabeza.
—La ronda hasta que escribe.
—Me gusta tanto que me resisto a escribir.
—¿Por qué?
—Cuando una idea me gusta mucho tengo la sensación de que trasladarla al papel es violarla.
No somos dioses
—Sus cuentos de amor muestran al amor como algo desdichado. ¿Será que le resulta más fácil escribir una historia desgraciada que una feliz, o piensa que el amor es así?
—Es difícil de contestar. Tengo que hacer un examen de conciencia. Esta pregunta es diabólica. ¿Se la ha hecho ya a alguien?
—Creo que no.
—Me parece una pregunta desleal, pero igual le responderé. En la vida hay dolor, sólo dolor. También en la dicha hay dolor. No somos dioses. En la dicha hay algo aterrador.
—Esa es una idea muy extraña; ¿tendrá que ver con algo cultural, con la idea de que toda felicidad tiene su precio?
—No, no es algo cultural, es la vida. Vivimos bajo la influencia de sus enseñanzas. Aunque tal vez también ocurre lo que usted dice: ¿De dónde viene la idea del pecado, y de tantas supersticiones como tenemos? Estamos llenos de supersticiones.
El pan con sabor a arpillera
—No me parece fácil saber cuáles de sus personajes adultos son usted, pero no puedo dejar de pensar en usted cada vez que aparece una niña en sus cuentos. Usted es,creo, todas sus niñas.
—Sí, creo que sí. Es más fácil ¿no?
—Dice en «El pecado mortal»: «Para consolarte de no andar descalza, te pusieron un vestido de tafetán tornasolado; para consolarte de no dormir en un lecho de paja, te llevaron al teatro Colón, el teatro más grande del mundo; para consolarte de no comer miguitas del suelo…», etcétera.
–Sí, ya le he dicho cómo admiraba la pobreza en mi infancia. Tenía, para mí, una aureola de pureza.
—Eso se ve también en su preferencia por el último piso. El piso donde estaba la gente que realizaba los trabajos de la casa: lavar, planchar, coser. Usted se siente muy atraída por ese piso.
—Es un poco la libertad, la felicidad. El chico, en lo que recuerdo, era feliz cuando hacía los trabajos que veía hacer a los mayores. Cuando podía andar con la plancha, con el agua. Allí me sentía feliz. Yo tenía mucho más respeto por las personas que en la casa hacían esos trabajos que por las otras. Los observaba mucho… y los envidiaba cuando era chica.
—Uno la ve muy aburrida vagando por una casa muy grande-, y de pronto allí surgen la aventura, la diversión, el último piso.
—Si, siempre que podía escapaba de esa vida que me aburría y subía.
La búsqueda de la perfección
—Uno de sus personajes dice: «Nada me parecía bastante elaborado, bastante fluido, bastante mágico, nada bastante ingenioso, ni espontáneo, riguroso, libre». Es claro que esto le pasa a uno de sus personajes y también a usted.
—Sí, me cuesta terminar un cuento. Luego que lo termino quiero volver sobre él, cambiarlo, rehacerlo, modificar algún personaje, alterar frases, palabras, empezar por atrás o por el medio.
—¿Eso será realmente un afán perfeccionista o más bien dificultad para cortar y separarse?
—Creo que tiene razón. O tiene muchas probabilidades de tener razón, terminar es alejarse. Es muy explicable que uno se defienda de ese dolor inventando defectos que dejen por un poco más al cuento ligado a uno. Mi deseo fue una vez hacer un cuento repetido desde varios ángulos.
—¿Nunca probó escribir un cuento de un tirón?
—Sí. Escribí varios cuentos así. Los dicté.
—¿Cuál fue el resultado?
—Son cuentos de otro orden. Tienen una fluidez y levedad mayor. Y mantienen la esencia de lo que siento, más que la esencia de lo que pienso. Como pensadora no soy gran cosa.
¿Mis cuentos son inmorales?
—Dice Borges, hablando de su «extraño amor (el suyo, el de Silvina Ocampo) por cierta crueldad inocente u oblicua»: «Es el interés asombrado que el mal inspira a un alma noble». Sin dudar de la nobleza de su alma, yo creo más bien en lo que dice Bergman: «El hombre siente fascinación por lo siniestro».
—Sí, la crueldad siempre atrae. A veces me arrepentí.
—¿De describir actos crueles?
—No, no, me parece que el mundo me hace competencia. Es mucho más cruel aún.
—Bergman dice algo más: que hay un mal específico en el hombre que no existe entre los animales.
—Bergman se equivoca. No es verdad que los animales sólo maten para comer. Pero, de cualquier modo, el hombre tiene más variaciones, es más imaginativo. Dígame, ¿usted cree que mis cuentos son inmorales?
—Nunca pensé en eso. ¿Por qué se le ocurre?
—Porque una crítica francesa, cuando yo publiqué en Gallimard, dijo: «No sé si Silvina Ocampo se dará cuenta de que sus cuentos son muy morales».
—¿Y usted qué piensa de eso?
—A mí me gusta que haya dicho eso. Me gusta.
—Hay algo que a veces me resulta extraño en sus cuentos, algo que también he notado en Yukio Mishima: los niños hablan como adultos.
—Yo era muy adulta cuando chica. Como si mi infancia no se hubiera realizado. Vivía, por ejemplo, obsesionada por la muerte.
—¿Vivió la muerte de alguien muy cercano?
—Una hermana dos años mayor que yo. A partir de ese momento pasé angustiada esperando la muerte de las personas que quería.
—¿Qué piensa de su vida? ¿Piensa que ha vivido?
—He vivido —dice; y queda pensativa.
—¿Sí?
—No, no he vivido —dice riendo—. Escribir roba el tiempo de vivir y da muchas ventajas.
—¿Cuáles?
—Escribir da más felicidad que haber vivido. Claro que puedo pensar lo contrario en cualquier momento.
—Como siempre en usted, los contrarios aparecen muy cerca, casi confundidos. El bien, el mal, el placer, el dolor, vivir, no vivir.
—Pegadísimos.
*Entrevista tomada de la revista Universidad de México No. 25, mayo de 1983.
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