Hace unos años, un periodista a quien admiro profundamente me pidió que hablara en el colegio de Bogotá, donde estudiaba su hija, acerca de la presencia afrodescendiente en nuestro país y, específicamente, en la región del Pacífico. Lo hice de manera intuitiva y recogiendo experiencias de mi trabajo en la televisión pública. De repente, una niña me preguntó por qué cuando me refería a las comunidades afrodescendientes no me incluía. Ella notó que hablaba en tercera persona, como si no me identificara como un hombre negro. No me había dado cuenta. Pensé en eso durante unos días y después lo olvidé.
En la década de 1980, cuando estaba en el colegio, las referencias sobre la comunidad afrodescendiente que se leían en mi cartilla de ciencias sociales describían a una comunidad esclavizada en América y resaltaban cómo se había integrado por el folclor y los deportes.
A mediados de la década del ochenta, cuando nacieron los canales de televisión pública regional, (Teleantioquia en 1985 y Telepacífico en 1988), nuestro país aún no salía de su asombro por el Nobel de Gabriel García Márquez, el narcotráfico estaba en su plenitud, Carlos Vives aún no se interesaba en el vallenato clásico, el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez no existía y la Constitución política de Colombia apenas sería modificada en 1991, por lo que su visión sobre las comunidades afro e indígenas estaba aún en proceso de construcción.
Era una década en la que se consideraban nuestros rasgos culturales «diversos» y nuestra identidad con la estética tradicional era influenciada por la cultura europea. Esta forma de ver el mundo sugería que estos valores definían la cultura y las expresiones populares difícilmente eran consideradas artísticas.
La televisión nacional, durante la década de 1980 y antes de la creación de los canales regionales públicos, tenía un modelo en el que, si bien el Estado controlaba los espacios de emisión y su comercialización, también eran las productoras privadas las que diseñaban y se hacían cargo de la producción de esos contenidos. Eran comunes las adaptaciones literarias o las versiones de teatro clásico, la música académica, la crítica del arte, mientras que los enfoques con rasgos populares se concentraban en los programas musicales, los concursos, las comedias y los dramas costumbristas de autores nacionales reconocidos y, en algunos casos, como una puesta en escena de libretos originales como Don Chinche. Durante esa década se produjo con talento nacional el fantástico Cuento del domingo, una serie de ficción de capítulos unitarios que adaptó obras literarias de autores latinoamericanos. Si a esto le sumamos los espacios noticiosos y el deporte, y los reinados de belleza como eventos internacionales, tenemos la ecuación de la televisión nacional: debía ser autosostenible.
En ese modelo, la obra de autores colombianos como Manuel Zapata Olivella, Arnoldo Palacios o Helcías Martán Góngora, entre otros, no captaron el interés de la televisión abierta. A estos autores, casualmente escritores negros, que habían obtenido reconocimiento en circuitos artísticos y académicos internacionales, no les alcanzó para conectar con quienes definían los contenidos. No existía internet ni las plataformas OTT ni la TV paga.
Pero seguramente no fue por ser negros que Olivella, Palacios o Martán Góngora no obtuvieron la atención que merecían de televisión, porque negros hubo en los sets de algunas producciones importantes de la década de los ochenta o, antes, en papeles menores como los del servicio doméstico o pintorescos, a la manera de Sancho Panza, que acompaña al protagónico y representa una cultura menor. Leonor González Mina fue una de ellas. «La Negra Grande» había acompañado a Gabriel García Márquez aquel diciembre de 1982 en la histórica fiesta de Estocolmo tras recibir el Nobel de Literatura. Ese día, el autor colombiano, con el acto de acompañarse de una muestra del folclor colombiano, manifestó un reconocimiento a lo popular, en el que se basa lo mejor de su obra. Pero en la televisión nacional Leonor González no tenía un rol relevante porque sencillamente el melodrama de esa época no se ocupaba de historias de negros.
La pezuña del diablo, el drama televisivo de 1983 basado en la Inquisición y, por tanto, con el telón de fondo de la esclavización, tuvo como personaje principal a un esclavo llamado Diego León, protagonizado por un actor mestizo que debió pintar su cuerpo para parecer negro, tal y como sucedía en los inicios de la industria cinematográfica en Estados Unidos.
Seguramente es ingenuo o utópico otorgarle a la televisión o a cualquier otro medio de comunicación la responsabilidad de que ajuste las grietas de la identidad cultural de un país tan diverso como Colombia, pero sería una necedad negar la influencia que ejercen en ella los medios, públicos o privados, que tienen una responsabilidad social semejante a la del sistema de educación o el sistema de salud.
Se trata de la identidad. Fortalecerla, interpretar con otra perspectiva momentos definitivos de nuestra historia, resaltar sus íconos y sus referentes construye esa identidad y nos confronta, sin idealizarlas, con nuestras tragedias. La cultura popular nos hace humanos porque somos seres sociales en el contacto con la academia y con el aprendizaje por repetición, por el bagaje de los entornos naturales y primarios.
Pero volvamos a la televisión. Teníamos un modelo que debía ser autosostenible, es decir, que debía proponer un contenido comercialmente viable y, tal vez, en ese momento, no cabían los asuntos de identidades regionales, étnicas o sexuales. El país comercial era el país andino y centralizado.
CORTE A
Se ven personas negras que caminan en grupos pequeños con un ritmo que parece que hubieran preparado con anterioridad. Son grupos de tres o cuatro personas que al parecer no son integrantes de una familia, sino amigos de la vida o, sencillamente, amigos de ese espacio común.
Estas personas vienen vestidas de manera diversa, pero las mujeres evidencian predilección por colores fuertes en faldas largas y blusas amplias. Esos colores forman figuras grandes que no se entienden claramente desde lejos. Algunas llevan turbantes de colores y otras, blancos; quienes no llevan turbante han recogido su cabello con trenzas que forman un moño grande en el pico de la cabeza. Hay quienes han dejado su cabello suelto y se mueve con una pequeña brisa de tarde, porque el sol se va y la noche avisa.
Los hombres se saludan entre sí y llevan en sus manos pañuelos blancos y, otros, unas pequeñas botellas con una bebida de varios colores. Sus camisas son de telas que favorecen el calor de la tarde-noche. Hay personas de todas las edades y hasta algunos niños.
Se ven mestizos y blancos, algunos extranjeros, que hacen parte de un público inmenso. Cuando abre el plano se ve que estamos en el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez de Cali.
El Festival Petronio Álvarez aparece en el escenario cultural del país en Telepacífico. Crecieron juntos. Este festival le dio poder a un movimiento, a un espacio sociocultural, que tenía sede en la cotidianidad de los territorios del Pacífico colombiano y del litoral norte de Ecuador. Y no serían ni el uno ni el otro sin esa comunión. Quienes habitan la geografía negra de hoy lo saben.
La televisión regional se convirtió en una herramienta poderosa para hacer trascender la voz de aquellos grupos en nuestros territorios que viven hacia adentro o para quienes, nacidos y crecidos en centros urbanos, vivíamos en la ciudad sin un lazo de identificación vital con la matriz cultural.
CORTE B
En un cálido, apacible y próspero caserío de negros nace una niña que llega al mundo con un impresionante grito: Leonor González Mina. Leonor asiste desde niña al culto evangélico junto a su madre, Mariela. La niña asiste motivada sobre todo por el canto de las alabanzas. Por el contrario, se aburre infinitamente cuando va a la misa católica con su padre, Arcesio, pues la misa católica carece de cantos y de emoción. La niña Leonor tiene una infancia muy feliz, vivida entre los juegos con sus amiguitos, las clases en la escuela y las pequeñas labores en la finca familiar.
En 2018, Telepacífico estrenó una miniserie de ficción basada en los primeros años de la vida de La Negra Grande de Colombia. Tuvo un casting conformado mayormente por actores negros y la construcción de los personajes y su universo fueron dignos. Tenía el propósito de presentar respeto por la figura de la artista y hoy esta serie está en una plataforma internacional de contenido por demanda. Como una especie de paradoja, hacia el final de su ciclo vital, la historia de la artista era narrada de una manera justa y humana.
Cabría recordar que la comedia ha sido un género exitoso en la televisión colombiana, que incluso el melodrama se ha matizado con personajes que le ponen el color humorístico al relato y, en general, han sido personajes afro y personajes de la comunidad LGBTIQ+ los encargados. Por mucho tiempo y como reflejo de una sociedad que aprendió a relacionarse jocosamente con el estereotipo racializado y discriminatorio, el truco narrativo funcionó y, de paso, dejó cicatrices en la construcción de identidad.
Pero si no hubo una presencia dignificante de la cultura negra en el relato televisivo por mucho tiempo, mucho menos del universo LGBTIQ+.
La televisión apenas refleja la verdad social y es ahí en donde hay que buscar. El documental se ocupó de estos temas tabú y no tanto la ficción televisiva.
CORTE C
Christian se acerca a Verónica intentando besarla, lo evita.
VERÓNICA
Y yo quiero que estemos vos y yo… Dos, no tres.
CHRISTIAN
Pero vos sabés que yo no soy gay.
VERÓNICA
¿Y a vos qué te hace pensar que yo soy gay?
Dubitativo, Christian busca una respuesta.
CHRISTIAN
Pues sos un hombre… ¿No?
VERÓNICA [intentando no alterarse]
¿Es en serio? ¿Vos ves en mí a un hombre?
*
En 2018 aparece Labels en Telepacífico, una miniserie de ficción enfocada en el universo LGBTIQ+. El casting de la serie incluyó la presencia de actores de la comunidad y se constituye en el primer relato de este tipo en la televisión colombiana. Lo hizo la televisión pública y, por supuesto, hubo reclamos de la audiencia que, sintiéndose ofendida, consideró que no era apropiado que un canal público se ocupara de estos temas, que aún no era el momento.
La televisión pública regional es una victoria cultural porque ayudó a representar la realidad de manera más justa tomando riesgos. El modelo de una televisión subsidiada con recursos públicos y con la garantía de que los gobiernos no se entrometieran en sus temáticas es la promesa de un aporte real a la democracia.
El crecimiento de las plataformas de contenido está dirigiéndose a las regiones culturales y la inclusión es un negocio. Por convicción o no, poblaciones, culturas o ideologías tienen actualmente una voz más fuerte. Aquí tuvo que ver la televisión pública regional.
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