ETAPA 3 | Televisión

El derecho al oro

La escritora peruana nos revela el dolor que hay en el oro a través del cuerpo, la fiesta y la pérdida. Desde su intimidad, Wiener reclama el derecho a recuperar el oro.
La Gigantona. Segovia, Antioquia. 2016. Foto de Stephen Ferry.
La Gigantona. Segovia, Antioquia. 2016. Foto de Stephen Ferry.

El derecho al oro

La escritora peruana nos revela el dolor que hay en el oro a través del cuerpo, la fiesta y la pérdida. Desde su intimidad, Wiener reclama el derecho a recuperar el oro.

Mi cumpleaños número cuarenta y seis lo celebré con una gran fiesta a la que llamé la «Fiesta del Oro». En la invitación había una foto de la mítica soprano Yma Súmac vestida de princesa inca. Para rendirle tributo decidí vestirme íntegramente de dorado. Me embutí en un mono de licra aurífera como si fuera yo misma un tumi de carne, hueso y oro. Los tumis eran los cuchillos ceremoniales usados por las culturas costeras precolombinas. Su forma antropomorfa revela el intento del ser humano por parecerse al sol, ataviado de ser sobrenatural para atravesar los diversos planos que van del reino superior al inframundo y viceversa. Como yo, que esa noche solo quería brillar, drogarme y besarme con todes. Cortar como un tumi el aire, cortar el bacalao. Mis invitados me siguieron la corriente, me trajeron ofrendas como lubricantes anales, botellas de pisco y baratijas. Todas las lesbianas de Madrid me ofrendaron sus bocas y bailaron desnudas para mí. Yo me ponía todo lo que me daban y acabé pasadísima, cubierta de collares, tantos que me pesaban y durante la noche me creció una gran joroba. También se promovieron rituales en los que yo era la diosa madre ante quienes los demás se inclinaban jocosamente para que olfateara una botellita de popper. Me encantó ser una diosa de oro falso. También celebrábamos la publicación de mi novela que precisamente trata sobre identidad, familia, piezas arqueológicas y ladrones de tesoros. El oro se me subió a la cabeza. Como dice Simón Bolívar y, en realidad, como lo sabe cualquiera, el oro corrompe a quien lo toca. Esa noche de máxima ostentación, sin saberlo, empecé a perderlo todo.

Por aquellos días había encontrado lo que estuve buscando por largo tiempo: una respuesta para todo. Y a la vez un remedio para las culpas coloniales. Ahora cuando me preguntan por la aparente contradicción de ser yo —alguien que da la brasa antirracista sin piedad, que practica la permanente y cansina crítica anticolonial a todo lo que se mueve— y vivir en España, respondo sencilla y frugalmente: he venido al reino como representante de una de sus antiguas excolonias para que me devuelvan el oro a mí y a todes. Las preguntas pueden ser distintas pero van al mismo punto y revelan, casi siempre, una mentalidad facha: ¿Y por qué publicas tus libros en una multinacional europea? Podría decir porque me da la gana, pero ahora con máxima elegancia respondo: «Porque estoy en proceso de recuperar el oro robado». Cuando pretenden interpelarme acerca de la impertinencia de que alguna subvención europea facilite mis viajes, mi emergente carrera de escritora a los dos lados del charco y otros proyectos, solo tengo que decir: Lo que ves es solo el oro de las Indias volviendo a mis manos. Si insisten en saber con qué me pago la terapia y la de mi hija. O cómo traigo de visita a mi mamá, tan tranquila contesto: «Con el oro». Y si intentan hacerme sentir culpable por mi pasaporte español o mi doble nacionalidad, o mi marido guapo, repito: «Oro, oro, oro». Y me quedo tan pancha.

Si hay algo que tengo que agradecerles a mis amigos anticoloniales son este tipo de herramientas/afrentas de descolonización de andar por casa que me han ayudado a domar a los monstruos internos y externos. Prueben a buscar estas provechosas herramientas en ese extraordinario libro que es Devuélvannos el oro, del colectivo Ayllu y sus «compas» (yo incluida), donde el oro nunca será solo oro: «Devolver el oro no es una confrontación al reino de España desde la lectura capitalista de los metales preciosos robados del sur global, sino una necesidad de devolución de todas las vidas, cosmologías, epistemologías y sexualidades que Occidente, y en particular el Imperio español, nos ha querido robar». Así pues, el grito por la devolución es un grito que busca recuperar lo irrecuperable, que quiere construir una memoria del despojo y el borrado colonial y que, por esta razón, clama desde la resistencia que la reparación, como explica Ayllu, no es moneda de cambio. Es decir, nos deben tanto que la hipoteca se llama eternidad.

Oro, del latín aurum, ‘brillante amanecer’. Todo eso que es el oro y no parece: o sea, blando; o sea, maleable; o sea, dúctil, no como esos lingotes de Rico McPato que lucen los carteles de las casas de empeño. La naturaleza lo hizo suave y diverso, fue el ser humano el que se empeñó en su dureza y pureza. Y por ellas acabó matando. Lo que es difícil de hacer cuesta más, y el oro es como el hecho a mano de la naturaleza: el oro se esconde, se resiste, se entrega en estado puro, en pepitas, en ríos, se refleja en los ojos de quien no te ama de verdad.

¿Cómo una cosa cuyo origen se describe como lo que se genera «gracias a las condiciones extremas en el núcleo colapsante de las supernovas» no va a ser algo caro y decisivo? Suena a que viene de las estrellas, literalmente. Algo que fue gas, líquido y que las entrañas de la tierra expulsan en forma de fallas luminosas, de grietas del fondo del universo, para enseñarnos lo que vale el arte extremo que crea el diablo allí abajo. El primer lugar, eso es el oro. El pódium. En la antigüedad había que servir en plato de oro para alargar la vida. Se creía que curaba enfermos, pero la verdad es que enferma, de ambición. El oro fue la razón del exterminio, cuando tener el oro significaba tener el poder de someter al otro, como ahora: el cuarto secreto de los aztecas, el cuarto del rescate de los incas. Los incas que amaban el oro por ser del color del dios Sol —brillante amanecer, suena nazi— tenían en el Coricancha, el magnificente templo cusqueño, una habitación en la que todo estaba hecho de oro, hasta los cubiertos. Y los jardines interiores estaban decorados con esculturas de llamas de tamaño natural hechas de oro. Imaginen la cara de los españoles de Cáceres cuando vieron semejante sofisticación solo comparable con la corte de Castilla, a la que nunca los invitaron a pisar. Al llegar en barcos a nuestras costas los barbados criadores de cerdos capturaron a Atahualpa y él ofreció llenar la habitación de oro hasta donde llegara su brazo levantado a cambio de su libertad. Los españoles aceptaron, pero no hay que creer nunca en la palabra de un caballero: después lo mataron igual.

Hay quienes creen que el oro sobrevivirá como valor y podrá especularse con él cuando caigan el dólar, el euro, la economía y hasta el capitalismo. La himenoplastia se llama «punto de oro» y consiste en la estupidez de reconstruirse el himen. Y el oro verde es la coca. Y el oro blanco, el litio. Y el oro líquido, el aceite de oliva, que ahora literalmente vale oro. Y así, siempre habrá algo que sea oro. Siempre habrá un motivo para destruirnos.

Decía que un año después de la fiesta dorada era más pobre que nunca. Y no hablo de dinero. En realidad, estaba, dentro de lo que cabe, o sea, escala escritora, ganando más que nunca con mis libros, pero nada de eso me blindaba contra el mal, al contrario: un súcubo, quizá flasheado por el hiriente destello de mi oro, había entrado a mi casa y arrasado todo lo que nos había costado años construir. El duelo por la pérdida de lo que durante años llamé hogar me tenía perpleja e incapacitada. Por eso decidí levantarme de la cama y hacer un viaje periodístico en el que no me hubiera importado morir. De hecho, en ese momento me hubiera encantado morir. No morí, pero de alguna manera renací en medio de una valiente revuelta popular que ocurría en cierta zona minera del Perú y en la que el Gobierno actual ya llevaba cerca de un centenar de indígenas asesinados a mansalva para asegurar la mina y lo que entienden por progreso. En esos días convulsos, se me ocurrió la idea de mi siguiente novela, por la que espero recibir otro poco de oro para continuar la reparación sin fin. Pero esa es otra historia.

Desde hace quinientos años, los minerales de los Andes, ese territorio que me vio nacer, aviva el deseo de las potencias mundiales que necesitan seguir depredando para alimentar su maquinaria de goce y destrucción. Y allí, donde el norte quiere algo del sur, se lleva el armamento y se expande el reguero de dolor. Sabe el poderoso que el que menos tiene es el que más tiene: la Amazonía, los polos, las gigantescas lagunas del salitre, los animales libres bebiendo agua pura de las cimas. La historia de la colonización es la historia de un plan de exterminio tras otro para arrebatar la vida y la belleza a sus últimos guardianes.

La bandera de mi país tiene tres elementos que simbolizan las riquezas del Perú: el árbol de la quina, la vicuña y la cornucopia, una especie de vaso en forma de cuerno del que brotan un montón de monedas de oro. En la reinterpretación activista de este símbolo patrio de la cornucopia ya no se derraman monedas de oro sino sangre a borbotones. Es la sangre derramada de los hermanos caídos por las balas de la represión defendiendo su participación y agencia política en el destino del país, pero también defendiendo un lago, un árbol, una montaña de la contaminación y el extractivismo; y, por qué no, defendiendo también su derecho al oro.

Nuestros países al sur del mundo son minas de oro que se convierten en trampas de sangre. El robo del oro y el robo de personas y de vidas sigue vigente, como continúa latiendo la colonialidad del poder.

Mi país es «un mendigo sentado en un banco de oro». Esa frase, dios, llevo escuchándola desde que era niña. Los peruanitos la oímos mentar muy temprano a nuestros mayores. Hace referencia a nuestras riquezas naturales y, a la vez, a la imposibilidad de aprovecharlas. Nuestra bendición, nuestra condena. También es la frase más tergiversada de nuestra historia: la han usado los liberales de la economía para reducir y canibalizar lo público, para convencernos de que los derechos de las mayorías no existen, de que solo valen sus emprendimientos individuales, de que eres pobre porque quieres. Pero hace mucho que esa frase suena incompleta. El Perú es un mendigo porque el oro no se redistribuye. No hay ningún misterio. El oro siempre lo han tenido los mismos. Los que lo robaron y los hijos y los hijos de sus hijos. No hay forma de que alguien con mucho dinero en este mundo injusto sea una persona limpia con un pasado limpio y una familia limpia. Su dorado blasón es la prueba de la suciedad de su origen. No hay oro limpio. La historia del oro es también la historia de la esclavitud, del racismo, de la explotación del hombre por el hombre y el trabajo no remunerado de la mujer. Nuestra historia más triste.

Hace muchos años el periódico para el que trabajaba me envió a cubrir el escándalo del Museo del Oro del Perú, propiedad de uno de esos millonarios coleccionistas que tienen entre sus caprichos parte del patrimonio cultural robado a la nación. Se suponía que el tipo tenía tanto oro que decidió abrir un museo para compartir ese legado con el público. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. El escándalo estalló cuando salió a la luz que desde ese museo se habían enviado piezas falsas a una gran exposición en Corea, un papelón internacional. Cuando les cayó una auditoría, se descubrió que el 90 % de piezas del museo eran falsas. ¿Dónde estaba el oro verdadero? ¿Fundido? Claro. El caso es que los dueños del museo fake son familia de los dueños del periódico que me daba de comer. Así que no me enviaron por responsabilidad periodística, me enviaron para cuidarse las espaldas. Pero yo no quise ser dócil. Tampoco perderme la aventura. Logré publicar una crónica que empezaba contando que en las puertas del museo los ambulantes vendían figurillas a quince soles [moneda  de Perú] que los vendedores aseguraban eran más auténticas que las de adentro. Hice toda clase de comentarios sarcásticos, en especial sobre la sala de la cacería llena de ejemplares disecados traídos de África, de los safaris del patriarca del oro y prominente cazador: ciervos, tigres de bengala, hasta un elefante y alfombras de osos con la boca abierta que te hacían tropezar. Desde ahí siempre he relacionado el oro con la muerte. Por supuesto, fui amonestada y suspendida durante una semana sin sueldo.

De alguna manera el deseo o la fatalidad del oro nos alcanza: en una fiesta, en nuestra propia cama, en este pedazo de tierra habitable.

La historia de la nación Osage, un pueblo originario de Oklahoma, que Martin Scorsese recrea en su última película, Los asesinos de la luna, se vuelve trágica después del hallazgo de oro negro en sus tierras. Allá por 1920 empezaron a aparecer cadáveres y más cadáveres de indios osage, envenenados, baleados, incluso a algunos los habían hecho volar por los aires. Sus asesinos eran hombres blancos que querían arrebatarles a toda costa sus tierras llenas de petróleo y para eso no dudaron en usar desde la estafa amorosa hasta bombas. Por supuesto, la estafa amorosa duele muchísimo más que explotar con dinamita. Muchos de estos señores gringos les hicieron creer a las indias que las amaban, se casaron con ellas para luego matarlas lentamente cuando ya se habían apoderado de sus ricas tierras. La mayoría de crímenes quedaron impunes. La historia es alucinante: gracias al petróleo los indios osage se habían vuelto ricos y los blancos querían recuperar su hegemonía, no importa a qué precio o nivel de crueldad. Y así fue. Los valores del mundo occidental se habían invertido, pero ya sabemos que quienes se acostumbran a mirarte desde arriba harán todo por recobrar ese punto de vista, porque ante todo sienten que les debemos su jerarquía. Y por eso vendrán a tratar de arrancarte tu suerte, tu bendición, tu construcción, porque creen que lo merecen más que nosotres. Los de abajo sabemos que nuestra vida consiste en evitar que nos sigan pegando abajo, en evitar el despojo, el desamor, el abandono, pero el oro, el oro, el oro.

Al otro lado de tus prejuicios, y también en mi país, la minería informal envía a sus hijos a la universidad. ¿O creías que solo los ricos tienen derecho al oro? En los pueblitos cerca del lago Titicaca la gente se hace casas con el dinero de esas rocas. Incluso edificios de cuatro plantas para la familia, padre, hijos, nietos, hasta el infinito y más allá. Todo el mundo tiene su minita acá. Los pobres somos ricos secretos. En los datos oficiales sí, pobre, porque viven en la zona de los pobres, pero honestamente ni tan pobre, humildemente pudiente. Te vas a cavar allá un agujerito cerca de la selva, en Inambari, Tambopata, y te encuentras una tonelada de oro. Están las pepitas de oro a la vista, flotando en el río, como los resplandores de las almas de los suicidas, y las recoges como se recogen conchitas del mar, como se cosechan los frutos silvestres. Es el nuevo Dorado, lo juro. Yo también quiero mi minita. Una guapa. Humilde. Prohibida. De dónde extraer cosas para no tener que ganármelas. Una minita como la tuya. Informal. Ilegal.

Si en lugar de combatir a los informales los formalizaran, seríamos el país más rico del mundo. Estos parajes entre la sierra y la selva salían hasta en las crónicas de los españoles, en los mapas de los piratas, o sea, de los que saben dónde hay que robar o hacer la guerra, que es lo mismo, o sea, gente peligrosa. Como tú. Hay tierras vírgenes aún en nuestros saqueados paisitos, parece mentira. Pero hay gente que no ha sido corrompida, nativos no contactados, que solo conocen la corrupción inmanente, la delicia de la ignorancia. Parece mentira, pero se ve que todavía pueden extraer más de este patio trasero que llamamos casa. Qué escándalo. Así que vamos, el oro es de todes, no perdamos más tiempo, vamos con la cucharita a raspar doscientos gramitos de oro antes de que nos dejen sin nada y construyamos con ese capital el geriátrico de nuestros sueños donde morir entre aguas termales y comiendo hongos alucinógenos. Nos lo deben.

Como cada vez que me siento poderosa, aurífera, peligrosa en mi pequeño rancho rodeada de mis cuatro amores, revisando la culata de mi arma, aparece mi madre, mi cable a tierra, con un mensajito de wasap. Me escribe: «Gabriela, te voy a enviar algo del libro del Tao para reflexionar»: «Intervenid sin intervenir en el curso de las cosas, dirigid sin dirigir, probad lo que no se puede probar. Considerad lo grande como si fuera pequeño, lo mucho como si fuera poco». Y me lo pienso para la próxima vez que tenga la tentación de decorar mi jardín con una llama de tamaño natural bañada del oro devuelto de las indias. Mineral quiere decir sangre. Hagamos una tirita de oro para nuestra herida y fin.

Si en lugar de combatir a los informales los formalizaran, seríamos el país más rico del mundo. Estos parajes entre la sierra y la selva salían hasta en las crónicas de los españoles, en los mapas de los piratas, o sea, de los que saben dónde hay que robar o hacer la guerra, que es lo mismo, o sea, gente peligrosa. Como tú. Hay tierras vírgenes aún en nuestros saqueados paisitos, parece mentira.

CONTENIDO RELACIONADO

Array

No hay mesías, no hay ejércitos, leyes ni decretos que nos salven de la violencia. El único muro de contención está en la sociedad, en su fuerza moral. La paz de Colombia es un derecho de los jóvenes, una exigencia, el único camino. 

Array

Cuatro poemas de sabedores del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) que dan cuenta de una cosmovisión conservada en una riquísima tradición oral en la que la vida humana depende del agua y de su cuidado. 

Array

Las expresiones populares y grafitis que las autoridades de Medellin quieren acallar son el síntoma de una memoria que sobrevive, pese a los ataques, el desprecio y abandono oficiales. Este proyecto de una ciudad totalmente limpia vuelve a revelar esa grieta incómoda en la gestión del pasado de la ciudad.

Array

La capacidad de las mujeres para transformar el dolor en resistencia y para convertir sus experiencias en herramientas que preservan y transmiten la memoria es inmensa. En el Catatumbo, el Meta y Turbo (Antioquia), las mujeres trabajan incansablemente para tejer la memoria colectiva.

Array

En la historia del muralismo colombiano respira una semilla de libertad que ha resistido distintos intentos de censura. Obras como La liberación de los esclavos, de Ignacio Gómez Jaramillo, se conectan así con las apuestas de jóvenes de Medellín que hoy se resisten a que sus memorias terminen borradas.

Array

La autenticidad es el bien más cotizado en el mercado cultural contemporáneo. Las estrellas que traficaban globalidad y una lingua franca maleable van de salida. Los demás corren por encontrar su trozo de historia única, un pedazo de su casa, para poderlo mostrar con orgullo y seguir en el juego.

Array

Antes de libros como Lo que no tiene nombre o La mujer incierta, de llevarse el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana: la primera vez que Piedad Bonnet publicó un cuento fue en 1979, cuando tenía 28 años. Se llamó «Hasta mañana», e hizo parte del número 27 de GACETA.

Array

El artista visual, cineasta, escritor, músico y actor muere a los 78 años. Aquí un retrato emocional sobre la cartografía que nos deja el director de obras como Twin Peaks o Mulholland Drive para ir a la oscuridad y «volver, totalmente rotos, pero sin la necesidad de romper a nadie más».

Array

Tras la censura al grafiti Las cuchas tienen razón y la idea de lo «limpio y bonito» que ha decidido establecer la alcaldía de Medellín, GACETA recoge este ensayo sobre lo que significa el grafiti en la ciudad: «Espacio Público pinta de gris y el grafiti vuelve a emerger. ¿Cuántas capas de pintura tienen estos muros, cuántas más van a resistir?»

Array

El escritor payanés habla sobre su libro La ligereza (2024) y cómo salirse de los lugares comunes con los que buena parte de la izquierda y el progresismo están dando los debates culturales, sin hacerle concesiones a la derecha ni al statu quo.