ETAPA 3 | Televisión

El eterno dilema del vacío

8 de mayo de 2025 - 3:38 pm
¿Qué relación hay entre emociones y comida? La autora de Las muertes chiquitas reflexiona desde su experiencia sobre la necesidad constante de alimentar un vacío que jamás se va a llenar.
Vitrina, 1989. Performance de larga duración de María Teresa Hincapié en un local comercial de la avenida Jiménez con carrera 4 en Bogotá, Colombia.
Vitrina, 1989. Performance de larga duración de María Teresa Hincapié en un local comercial de la avenida Jiménez con carrera 4 en Bogotá, Colombia.

El eterno dilema del vacío

8 de mayo de 2025
¿Qué relación hay entre emociones y comida? La autora de Las muertes chiquitas reflexiona desde su experiencia sobre la necesidad constante de alimentar un vacío que jamás se va a llenar.

Dice mi madre que todos los apetitos se miden con el que sentimos por la comida, lo cual tiene tanto de maravilloso como de fatídico. Mientras nuestros supuestos impuestos nos hacen sentir cierto aire de mujeres fatales e insaciables y nos sentimos aprobadas por una sociedad en la que ser deseadas por los hombres es la norma, esta otra idea estúpida de la mujer empoderada que lo puede todo y que tiene que comerse el mundo resulta siendo una trampa tan o más falsa que la de la femme fatale. Hasta aquí, sin embargo, el balance en la fachada es positivo. Viene entonces la contradicción de que está bien si tenemos un apetito sexual «desbordadito», pero si excedemos lo que los hombres consideran aceptable pasamos a ser unas furcias; o, si anhelamos más de lo que está permitido anhelar como mujer en el ámbito laboral, somos unas hienas.

Nos tildan de malcriadas y caprichosas cuando demandamos más de lo que nos es permitido pedir o de amargadas y frígidas porque nada nos da contento. Pero hay otros prejuicios bastante más crueles, como aquel de que ser mesuradas con la comida es una cuestión de pura voluntad y amor propio que todas deberíamos controlar. Por donde se mire, el apetito femenino es un asunto lleno de culpa. Y la culpa es uno de los mayores detonantes de una crisis de salud mental.

El apetito o el deseo es lo que nos lleva a consumir eso que creemos que nos nutre. Así como todo aquello que alimenta el cuerpo alimenta también el espíritu, todo aquello que indigesta y malnutre tiene repercusiones en nuestro cerebro. Comida es todo lo que nos metemos en el cuerpo, aunque no todo sea alimento: las viandas, las frutas, el trago, el café, las drogas, los hombres y hasta las estéticas que entran por nuestros ojos sin que nos percatemos, a través del estándar que esté de moda en el momento. Depende de nosotros que esa comida sea alimento, que nos dé sustento y nos nutra. En las redes sociales podemos curar el contenido para consumir imágenes e ideas sanas provenientes de perfiles con sustancia o comer ultraprocesados compuestos de figuras femeninas inverosímiles —moldeadas por las cirugías, el Photoshop y los filtros— que no solo distorsionan nuestra percepción de la realidad, sino que desnutren nuestra capacidad de aceptación y engordan nuestra necesidad de pertenecer a un canon de belleza que se basa en el delirio de una realidad imposible.

El cuerpo, todo él y no solo los ojos, es el espejo del cerebro, que es en últimas el alma. No he entendido bien por qué asociamos con el corazón todo lo que tiene que ver con nuestra esencia o nuestro espíritu, si es evidente que cuando hay una muerte cerebral no hay conciencia, pensamiento o sentimiento alguno. Ni siquiera hay voluntad de vivir, pues no hay una instrucción del sistema nervioso para hacernos respirar. El corazón sigue bombeando sangre y distribuyendo oxígeno por todo el cuerpo solamente porque los médicos inflan y desinflan los pulmones con un respirador artificial, pero aquel es un cuerpo deshabitado por quienes éramos. Todo lo que percibíamos de nosotros, de los otros y del mundo ya no está —esto es lo que llaman los defensores de la eutanasia una muerte biográfica—. Ya no estamos experimentando la existencia a través del tiempo y el espacio, no podemos percibir que esta- mos siendo, que fuimos o que vamos a ser; ni mucho menos estar conscientes de la otredad o de la pertenencia a un todo. Eso que unos llaman ánima y otros espíritu o alma desaparece en cuanto la actividad de las neuronas deja de mandar señales entre una y otra a través de sustancias a las que bautizamos con el nombrede neurotransmisores. No hay nada más espiritual que la química del cerebro.

Partiendo entonces de que el espíritu no es más que una experiencia química que sucede en el cerebro, es bastante absurdo ese dualismo extremo que nos hace creer que lo que sacia el cuerpo no sacia el alma. Pienso (tengo una cabeza física en donde sucede el pensamiento), luego existo. Y en ese orden de ideas, si no tengo alimento físico para que mi cuerpo produzca los neurotransmisores que hacen que mi cabeza piense, no existo. Por eso me aterra la manera en que nos comimos el cuento de que lo mental no es corpóreo, ni orgánico. Y me molesta también la manera en que ponemos a antagonizar la esencia con la apariencia porque no solo son indivisibles, sino que la estética no es un accesorio banal. Da cuenta del balance y la armonía esenciales dentro de ese algo que hace que sea eso y no otra cosa: una fresa es una fresa es una fresa. Los colores, aromas, tamaños y demás características de un alimento están allí para que nos inclinemos a escoger el que más nutrientes nos proporciona y la distorsión que hemos creado entre la apariencia y la esencia es el verdadero problema.

Muchas fresas son una fresa sin que tengan las características uniformes que el hombre les ha dado, no solo a través de la publicidad y el consumismo, sino a través de su alteración genética —por no mencionar la falta de armonía esencial de los ultraprocesados—, esas invenciones fantásticas de maíz que sabe a queso o tocinetas que tienen la grasa del cerdo, la textura de un pan francés y el dulce de un panal de abejas.

Es sabido y comprobado ya por los muchos experimentos científicos que los alimentos ultraprocesados tienen una relación directa con varios problemas de salud, incluida la depresión. Uno de esos estudios, hecho por la Universidad de Harvard, encontró que las mujeres que tenían una dieta con base preponderante en alimentos ultraprocesados tenían un 50 % más de probabilidades de deprimirse que las que consumen menos. Pero me pregunto si habrá estudios que arrojen las probabilidades de deprimirse por obsesionarnos con comer sanamente, que ya es un desorden mental con nombre propio: ortorexia.

Me atrevo a decir que el verdadero conflicto es nuestra obsesión por consumir: ese ismo del consumismo que comenzó a esbozarse por motivos más benévolos que acumular y acaparar, cuando encontramos la manera de domesticar al uro (las reses salvajes) para evitarnos la fatiga de la caza; y luego descubrimos que la sal podía preservar la carne que nos sobraba y nos supo deliciosa esa combinación y entonces aprendimos también a hacer conservas para poder guardar frutos durante el invierno. Y toda esta obsesión por almacenar y acaparar y producir se nos convirtió de repente en una manía por consumir —ya no alimentos, sino carros, casas, ropa, lavadoras, ataris, películas, redes sociales, cocaína, cerveza, fútbol, lo que sea—.

Ahora bien, aunque las papitas de paquete, las galletas, la gaseosa o el pan blanco del osito no causen directamente la depresión, los científicos aseguran que sí existe una relación entre el funcionamiento del cerebro y el desbalance de la flora intestinal que provoca consumir alimentos que han sido refinados, blanqueados, hidrogenados, fraccionados, pulverizados o extruidos (sí, cada verbo es más extraño que el otro).

Por eso incluso el alimento que se etiqueta como sano en el supermercado y que ha sido procesado para reducir los niveles de sal, azúcar o grasa presentes de forma natural en cada uno de ellos tampoco es sano. Sano es el alimento que permanece incorruptible (una fresa es una fresa es una fresa) y que no ha sido alterado con procesos como los que ya describimos o incluso modificado genéticamente para poder satisfacer la idea que inventó el consumismo de lo que debe ser una fresa para que su estética (tamaño y color vistosos y uniformes) nos haga creer que estamos ingiriendo el alimento más nutritivo y no podamos resistirnos a comprarla.

Me molesta también la manera en que ponemos a antagonizar la esencia con la apariencia porque no solo son indivisibles, sino que la estética no es un accesorio banal. Da cuenta del balance y la armonía esenciales dentro de ese algo que hace que sea eso y no otra cosa: Una fresa es una fresa es una fresa. Los colores, aromas, tamaños y demás características de un alimento están allí para que nos inclinemos a escoger el que más nutrientes nos proporciona y la distorsión que hemos creado entre la apariencia y la esencia es el verdadero problema.

A todo el mundo le gusta la basura, 2019. Cerámicas de Francisco Toquica. Los restos de una fiesta eternizados en cerámica dan cuenta de la comida chatarra consumida y de la basura que produce. Alimento y detrito integran una dupla indivisible.
A todo el mundo le gusta la basura, 2019. Cerámicas de Francisco Toquica. Los restos de una fiesta eternizados en cerámica dan cuenta de la comida chatarra consumida y de la basura que produce. Alimento y detrito integran una dupla indivisible.

Así las cosas, es más sano consumir azúcar que estevia aunque pensemos que el peor enemigo del hombre es el azúcar. Los endulzantes artificiales como el aspartamo también nos afectan negativamente, pues desregulan los niveles de neurotransmisores en el cerebro como la dopamina y la serotonina y alteran las rutas de recompensa del cerebro, que están diseñadas para que nos gusten los alimentos que nos nutren —es decir, los dulces, porque eso indica que tienen calorías. El endulzante artificial engaña a nuestro cerebro y le da la satisfacción o el placer de lo dulce pero no las calorías equivalentes, lo que hace que quienes consumen endulzantes artificiales tiendan a comer más para intentar saciarse. Lo mismo sucede con los alimentos ultraprocesados: están hechos para sobreestimular nuestros paladares de forma que nos generen una sobreabundancia de sabor con combinaciones que raramente están presentes en los alimentos naturales (grasa con dulce o sal con carbohidratos), pero como no nos generan los nutrientes presupuestados, no queremos parar de comerlos porque no hay saciedad.

Esta es para mí la clave para entender por qué los desórdenes alimenticios y otras adicciones tienen su raíz en problemas de orden emocional: no podemos parar porque el placer inmediato que nos procura eso que consumimos nos evita sentir y nos permite evadir cualquier tipo de emoción incómoda; nos anestesia como lo haría un opioide; nos pone a nadar en un mar de dopamina que por un rato nos distrae de lo doloroso.

No es mi caso (aunque bien podría serlo) y por tanto no pretendo entrar en detalles sobre algo que no he vivido en carne propia ni describir todas sus variables a la perfección. Sé que oscilan en un péndulo que va desde la afición hasta la aversión total por la comida, pero intuyo que, al final, aversión y afición son dos maneras opuestas y sin embargo idénticas de evadir las emociones, y sí creo que puedo abordar el asunto desde mis otros muchos apetitos desbordados para dar cuenta de lo conectados que cuerpo y la salud emocional están.

Y aquí es donde me adentraré en mares menos comprobables que el científico para señalar algunas ideas que he ido zurciendo poco a poco durante la interminable charla que vengo teniendo de forma intermitente con una de mis más entrañables amigas —ella sí con un desorden alimenticio que ha tratado desde muchos frentes, aunque aquí me referiré a uno en particular, que es el que compartimos: entender nuestras compulsiones como hábitos de supervivencia aprendidos cuando chiquitas—.

Mucho de lo que sé hoy de mí se lo debo a haber dejado el alcohol hace más de nueve años. Tapar la botella, sin embargo, no me ha llevado a curar mi desorden de bipolaridad —caracterizado por unas depresiones severas—, sino a tener que mirar de frente mi historia de vida y a escudriñar bien al fondo qué era lo que quería evadir con el alcohol y de dónde vienen mis defectos de carácter, que no son otra cosa que cualidades o comportamientos que me ayudaron a sobrevivir en la infancia y que desde entonces utilizo de manera automática para reaccionar ante cualquier vicisitud. Y cuando digo sobrevivir no me refiero a que toda mi infancia haya sido una pesadilla, sino a que hay algunos eventos de mi infancia que fueron traumáticos. Y cuando digo traumáticos tampoco me refiero a eventos que por su magnitud externa sean dignos o no de causar un trauma. Como bien lo explica Gabor Maté: trauma NO es lo que pasa afuera, sino lo que pasa adentro del cuerpo de una persona como consecuencia de eso que sucede afuera.

Una situación de peligro extremo o de amenaza hace que el hipotálamo alerte a todo el cuerpo mediante señales nerviosas y hormonales que incitan a las glándulas suprarrenales a liberar niveles altísimos de adrenalina y cortisol. La adrenalina hace que el corazón lata más rápido y que la presión arterial aumente para darnos más energía por si tuviéramos que huir. El cortisol aumenta la glucosa en la sangre y reduce las funciones que se consideran como no esenciales o perjudiciales en una situación de lucha o huida. Este sistema complejo y natural de alarma también se comunica con las regiones del cerebro que controlan el estado de ánimo, la motivación y el miedo. Puede paralizarnos, hacernos correr, volvernos reactivos o incluso agresivos. Las respuestas de supervivencia son diversas.

Muchas veces, de manera inconsciente y solamente porque una nueva situación se parece, nuestro cuerpo recuerda aquella del pasado y vuelve a desencadenar toda esa reacción química sin que el peligro sea necesariamente el mismo. A esto es a lo que se le llama trauma. Los de mi amiga que come compulsivamente son unos traumas, los míos otros. Algunos ni los debemos haber comprendido y están esperando ser destapados, recordados y nombrados para así aligerar su poder sobre nosotras.

Por qué me habré desviado tanto —se preguntarán—. ¿Qué tiene que ver todo esto con el apetito y la salud mental?

Que un día, ya más grandecitas, mi amiga y yo descubrimos que una copa de vino o un pan de chocolate —respectivamente— nos permitían generar un placer inmediato que anestesiaba esta sensación de peligro. ¿Y qué hicimos en adelante? Tomar o comer para atravesar cualquier situación que recreara o escenificara subrepticiamente la del trauma original. Nuestro cuerpo encontró ese solaz, ese bálsamo para atenuar las emociones adversas. Pero la herida emocional, como cualquier herida que se tapa, se gangrenaba poco a poco, hasta que no hubo pañitos de agua tibia, croissant de almendras o cabernet sauvignon que nos alejaran del dolor. No dejamos de utilizar las salidas de la comida o el alcohol por virtuosas, sino porque ya no funcionaban. Es esa derrota la que nos abocó a buscar otros alimentos, no ya para llenar un vacío sin fondo, sino para aceptarlo.

Y aquí es donde juegan un papel muy importante las muchas otras cosas que representan un alimento para nuestra salud mental sin que nos las llevemos a la boca para deglutirlas y luego descomponerlas a través del sistema digestivo. Sanar el alma indigestada es más importante que encontrar una dieta balanceada. La necesidad de vomitar con fuerza el sapo que nos hemos tragado desde niños es necesario. No en vano la angustia se manifiesta casi siempre en la boca del estómago. Las ganas de vomitar permanentes tienen que ver con revivir nuestro dolor una y otra vez.

El mío (y sé que el de muchos que están leyendo estas líneas) está relacionado con el abuso. Se me revuelve el estómago cuando veo que a nuestros perpetradores —que, ojo, no son monstruos, sino personas enfermas sin tratar y sin escarmiento alguno por sus actos— se les premia con el éxito mientras que nosotros nos quedamos con la marca, con el dolor, con la tarea de sanar, con el estigma y las incapacidades, como si fuéramos nosotros los enfermos. Por eso me parece más importante terminar este texto con el verdadero meollo del asunto y no con el apastarmo o los ultraprocesados: cargar con la indigestión de la culpa y de la vergüenza no es necesario. No hay arequipe, merengue o flan, ni pedacitos de mazapán que puedan aliviar nuestros traumas. Tampoco hay bebidas espirituosas que nos permitan estar más en paz con el mundo mientras no seamos capaces de mirar hacia adentro y aceptar el abismo de la insatisfacción. La mentira más grande del consumismo es esa de que podemos tenerlo todo y lograrlo todo. No es cierto que eso nos vaya a saciar. A veces vomitar resulta más nutritivo que comer. Y esto lo digo para que quienes aún no hayan podido elaborar, nombrar y aceptar los traumas de los que fueron víctimas puedan vomitarlo, porque ¡escupirlo alivia! Dolernos sin necesidad de anestesia y secretos alivia. Esa es la verdadera saciedad del alma: darnos cuenta de que el vacío no se llena con nada y aprender a vivir con él, aunque de vez en cuando nos llevemos unas cuantas muchas fresas a la boca para hacernos más dulce la existencia.

¿Y qué hicimos en adelante? Tomar o comer para atravesar cualquier situación que recreara o escenificara subrepticiamente la del trauma original. Nuestro cuerpo encontró ese solaz, ese bálsamo para atenuar las emociones adversas. Pero la herida emocional, como cualquier herida que se tapa, se gangrenaba poco a poco, hasta que no hubo pañitos de agua tibia, croissant de almendras o cabernet sauvignon que nos alejaran del dolor. No dejamos de utilizar las salidas de la comida o el alcohol por virtuosas, sino porque ya no funcionaban.

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