De pronto tuve la idea de buscar la tumba de Jeyson,
el mejor de mis actores,
en el que siempre pensaré para historias
que sólo con él serían posibles,
el que pocas veces se va de mi cabeza, porque él, que ha perdido
su casa, su calle y los pasos sobre la superficie
que lo hacían ligero, rápido como los vivos,
ahora pasa las horas del tiempo en mi cabeza,
allí tiene techo y allí descansa
de quienes lo persiguen,
y tiene luz y lámpara como las mejores imágenes,
como las mejores personas…
Pero mi cabeza no es mansión para nadie, apenas refugio pasajero,
donde Jeyson y yo conversamos.
Subí por la colina sin saber exactamente el lugar,
porque es difícil tener memoria en este prado curvo que termina
contra las nubes. Me guié por la carretera,
y luego recordé los árboles de balso, con las ramas
inclinadas sobre el asfalto,
y partí de allí a buscar a diestra y siniestra siguiendo
el declive de la colina,
saltando entre las flores y leyendo con el roce de los labios
los nombres muy comunes y hermosos de los que pudieron
ser mis hermanos
si el azar así lo hubiera querido…
Como este lugar está apartado de la capilla central,
aquí están algunos de los últimos muertos, el número
88, que entreveo al final de las suntuosas
leyendas, da a la hierba una nitidez y una frescura
instantánea.
Los nombres que me detengo un segundo a leer,
se me aparecen escritos con una letra
primorosa y delicada. Subo
hasta el final de la colina,
y luego bajo haciendo eses,
y el nombre de Jeyson se ha esfumado.
Tal vez he equivocado el sector, es tan fácil
confundir los parajes y creer
que esto es aquello, y que allí es aquí…
Pero he pasado con temor varias veces sobre una
tumba sin lápida,
sin flores, un cuadrado
de tierra donde crece una adormidera oscura y aceitosa,
lo que no dejó de parecerme irónico y natural.
Aquel cuadrado no estaba mal entre las lápidas, la escritura
de la adormidera decía también el nombre
y la fecha, a su manera,
y expresaba el carácter de alguien que estaba bien
sin ser recordado.
No quise buscar más, supuse que ésta era su tumba,
porque sí,
aunque ahora la hierba ya casi había cicatrizado,
y en uno o dos meses la tierra se repondría a sí misma,
y borraría de pronto las huellas
del secreto oculto…
Pero aquel día en cambio había aquí un hueco
profundo y delgado,
de una tierra negra y viva que rodaba fácilmente
en terrones sobre el pasto.
Estábamos allí, de pie al final de la colina,
tan altos sobre el hueco profundo,
más altos que el montículo de tierra,
yendo ansiosos de un lado a otro, sin otra raíz
que el aire que nos ahogaba allí,
golpeando boca y nariz, y no sabía ciertamente el sentido de aquel hueco
tajado de pronto en la tierra, como la entrada
secreta a alguna parte, a algún
salón fresco, a alguna cámara nupcial,
a algún tesoro de piedras
muy antiguas,
hasta que Wilson se arrojó humorísticamente
y desapareció su cabeza
de la superficie,
y todos nos reímos como cuando alguien
tropieza en la calle
haciendo el ridículo,
como el payaso que cae una y otra vez en la pista,
enredado con las sillas y las piedras
ilusorias…
Y sin darme cuenta miraba los pies
de mis amigos
y pensé en los juncos blancos que están clavados
en el brillo del agua.
De pronto aparecieron dos buses con los amigos,
los primos y las vecinas de Jeyson,
musitando, rogando, quejándose,
y te subieron hasta aquí, y abrieron
la caja para tocarte por última vez,
y vimos a Jeyson serio y mudo, tal vez un poco
alarmado de ser llevado en andas
y en estar alto en el aire, sin tener
de dónde tomarse, porque Jeyson tenía,
al final de los brazos,
las dos manos leñosas y rígidas,
tal vez con los vértigos de quien está desacostumbrado
a ser llevado de un lugar a otro,
las dos manos que saludaban
ahora tan secas como garras, o raíces,
o una rama que asusta por su forma…
Y de pronto aquellos parientes y vecinos se esfumaron
como por encanto.
Wilson y otros nos paramos en el montículo de tierra,
y pensamos en las muy jóvenes amigas de Jeyson
que recién se habían ido,
y aunque no las veíamos ya, ni sabíamos su calle
ni su casa,
las trajimos en el pensamiento,
y hubo otra vez imágenes, perfumes, esencias
pasajeras
sobre la colina…
Y el tiempo que iba hacia adelante con fuerza,
para que Jeyson germinara bajo la tierra,
y fuera agua, y luego nube
del cielo,
haciendo sombra fugitiva sobre el follaje,
parpadeando la luz de los potreros
como una corazonada en pleno día,
el tiempo volvió atrás y por unos instantes
permaneció quieto, empozado
inmóvil como el día de un viejo…
Entonces busqué a mi alrededor algo parecido
a un actor,
para mirar todos sus gestos, sobre todo los que hace
sin darse cuenta,
para mirar las huellas, el instinto
de la vida, su paso
por manos, ojos y su frente
hermosa,
pero no había ningún actor sobre la colina,
nadie a quien mirar.
La voz de un sacerdote retumbó cerca de allí,
hablando, paradójicamente, del Dios de los cielos.
Yo miré de nuevo la capa de las nubes, que hacen, como se sabe,
formas de flores
y animales,
y hacen también imágenes de hombres en trances de juego,
o en trances difíciles,
como cuando son perseguidos y acorralados.
Miré las nubes que visitan los caminos más secretos,
y visitan los sótanos, los huecos, las cavernas,
donde están escondidos los grandes animales desaparecidos.
Y vi que en el cielo están las mismas cosas,
sólo que no tienen como asirse, y marchan dando tumbos y vueltas como en una tormenta,
porque sólo son imágenes efímeras
y errantes…
Un sombrero de nube tocó una cabeza
y la adornó,
y luego se voló de golpe hacia atrás,
y alguien suspiró, como si el aire
bajara y subiera de su pecho,
y las mil hojas del follaje se echaran a zumbar
como hélices,
y luego durmieran muchos años
con el sueño de los bosques.
Diciembre de 1988
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