ETAPA 3 | Televisión

El retorno del exilio

Una israelí y un palestino se encuentran en Nueva York: ciudad que les ofrece «un absoluto equilibrio» y las condiciones ideales para amarse. Sin embargo, sobre ellos pesa la disputa de sus fronteras. Frente al mar de Jaffa la pregunta: ¿por qué un palestino de Cisjordania no sabe nadar?
The Greenline, 2004, de Francis Alÿs. El artista belga-mexicano utilizó 58 litros de pintura verde y realizó una línea de casi 24 kilómetros, emulando la «Línea Verde» que atraviesa Jerusalén. Esta demarcación se estableció en el armisticio árabe-israelí de 1949, poco tiempo después de la creación del Estado de Israel, el 15 de mayo de 1948. Para los palestinos, en esta fecha la conmemora la Nakba [Tragedia].
The Greenline, 2004, de Francis Alÿs. El artista belga-mexicano utilizó 58 litros de pintura verde y realizó una línea de casi 24 kilómetros, emulando la «Línea Verde» que atraviesa Jerusalén. Esta demarcación se estableció en el armisticio árabe-israelí de 1949, poco tiempo después de la creación del Estado de Israel, el 15 de mayo de 1948. Para los palestinos, en esta fecha la conmemora la Nakba [Tragedia].

El retorno del exilio

Una israelí y un palestino se encuentran en Nueva York: ciudad que les ofrece «un absoluto equilibrio» y las condiciones ideales para amarse. Sin embargo, sobre ellos pesa la disputa de sus fronteras. Frente al mar de Jaffa la pregunta: ¿por qué un palestino de Cisjordania no sabe nadar?

 

Traducción: Daniel Montoya Aguillón

 

Esta conversación tiene lugar en Nueva York, no nos imagino en ninguna otra parte. Te guío hacia la banca en el noreste de Washington Square o caminamos a través del Jardín Botánico de Brooklyn. Ya no hace falta que traduzca mis pensamientos del hebreo al inglés para que comprendas cuánto te extraño. Después de treinta años en los que con obstinación te negabas a aprender este idioma, ahora entiendes cada palabra que pronuncio. Pero esta conversación es especialmente extraña: estás en silencio. Tu voz áspera y profunda ya no es dominada por nuevas formas de pensar, preguntas inesperadas, la memoria de tu infancia en Hebrón, tu adolescencia en Ramallah durante la primera intifada o los cuatro años en los que estudiaste arte en Bagdad. Ya no te inmiscuyes en aquello que sucedió ayer o esta mañana.

Nueva York ama a las personas como tú, capaces de pelar el mundo con la yema de sus dedos, como si fuera una brillante naranja que gotea. Las aventuras sucedían donde fuera que estuviéramos, esperando pacientemente para asaltarnos. Como si esperaran a que tú aparecieras. El impávido indio, dueño de una cigarrería en West 4th St. se convertía ante ti en un elocuente prestidigitador que hacía malabares con sus dedos y sacaba el cambio de su oreja izquierda. El habitante de calle de Union Square abría su saco raído para revelarte su alhaja de llaves perdidas, alardeando de poder abrir las puertas de la mitad de Manhattan y pasar la noche en diferentes camas. La chica angelical, con cola de caballo, que zigzagueaba en sus patines hacia el café de Lower East Side mientras nos invitaba, con un fuerte acento sureño, a que la viéramos bailar desnuda en un local de estriptis en la 60th St. La misionera negra, una anciana de enormes proporciones que nos habló de su amado Jesús mientras liaba un porro. Me reía de ti: vivías como si tu vida fuese una película. A tu lado sentía que era proyectada también en una pantalla gigante.

Hablaste, sobre todo, del libro infantil que estabas escribiendo. En la más pequeña habitación de Brooklyn, más de treinta hojas con detallados dibujos hechos a lápiz colgaban en cuerdas que habías cruzado sobre tu cama. Solo un personaje aparecía entre las páginas. No era un hombre o un niño, eran rizos decorados con piedras preciosas. Sus ojos siempre estaban cerrados y de sus labios parecía suspenderse una ligera sonrisa. En diciembre su nombre era Sultan, en enero Hassan y en mayo fue Reihan. Los títulos también fueron cambiando, hasta que te decidiste por Hassan Everywhere. Su viaje avanzaba con un impulso tremendo. En una viñeta tu héroe aparecía abrazando una gota de rocío en el desierto; en una segunda viñeta tocaba el violín a un enjambre de abejas; y en una tercera se sumergía en las profundidades del mar para besar a un pez triste. El texto en árabe que acompañaba cada viñeta era lírico y abstracto, trascendía la aventura descrita.

Como sospecho que estoy sesgada, maravillada por el artista como para poder juzgar con claridad su trabajo, invité a Joy, editor en un sello de prestigio, que no dudó en considerarlo excepcional. El agente literario dijo al conocerte que poseías un talento misterioso. Los representantes de la fundación Al-Qattan que escogieron tu libro para inaugurar la librería infantil que estaban construyendo en Gaza fueron también un impulso para ti. Trabajaste entonces sin descanso, de día y de noche. Hassan salió como de un mágico tren, encontró una libélula y decidió estrellar el cielo. No había un solo espacio en la habitación desde donde no pareciera asomarse su figura.

Fuera de tu apartamento, el invierno de Nueva York de 2002 se estiró hasta bastante entrado el siguiente año. Fueron meses de un continuo y desangelado frío. Los neoyorquinos parecían estar de acuerdo en que era uno de los inviernos más duros que la ciudad había conocido. Para nosotros este frío era el origen de muchas lágrimas. Era una sensación tan extranjera, tan ofensiva, que nuestros cuerpos no lo soportaban. Temblábamos bajo mi abrigo rojo, que poco a poco se desintegraba, y las cuatro capas de pantalones que te ponías. Nunca fuimos tan levantinos como en esos meses. Fantaseábamos sobre el sol de Oriente Medio como dos adictos miserables. El clima expuso nuestro carácter extranjero, una manera de burlarse de la idea de ser seres universales, dependientes de nada. Teníamos pasaportes con visas del Departamento de Inmigración, autorizando una estancia legal en Nueva York, pero el invierno parecía decidido a deportarnos.

Ni el caldo de pollo que comimos en los restaurantes askenazis del East Village, ni el sahlab que bebimos en el Café Cairo lograron apaciguar la sensación de orfandad. Durante nuestras interminables rondas de backgammon te hablé de Israel sin un ápice de cinismo que amargara mis palabras. Qué ironía: tú, de entre todas las personas en mi vida, encontró en mi voz el amor por mi terruño. Tenía que sentarme junto a un palestino en las heladas escaleras del ayuntamiento de Brooklyn para darme cuenta de lo atada que estoy a Israel. Tuve que viajar hasta Nueva York para que me describieras, con la nostalgia de aquel que nace en la casa de una familia refugiada, el permanente deseo de regresar a los paisajes que a mí me rodearon toda la vida. Lejos de ese horizonte, a tu lado, lo amé.

Nevaba por todas partes a nuestro alrededor, pero vivimos un arrebato poético en el que hablamos del pálido plateado de los olivos, el ligero golpe con el que se abre la pulpa de los higos maduros, el olor cobrizo de los algarrobos en flor, las espinas invisibles en la cáscara frutal del cactus. En el metro, de camino al cumpleaños de Andrew, ofrecimos nuestro corazón al olor seco y suave de las colinas que rodean a Jerusalén, a la humedad que hay en la llanura costera, al cansancio del mediodía en los Hamsis de julio. Comparé nuestras caras en el reflejo sobre la ventana del vagón. Tras ella se proyectaban paredes cubiertas de hollín en un túnel que dejábamos atrás con velocidad. El gesto de añoranza era el mismo, la imagen de nuestro terruño era la misma, pero en los abrigos llevábamos algo diferente: pasaportes enemigos.

Afuera de la estación, cuando mencionamos el mar, nuestro suspiro produjo una pequeña bruma. En cada oportunidad, como si rodeara nuestros pensamientos, el Mediterráneo aparecía tras cualquier ventana, en cualquier habitación. Desde que nuestras vidas se encontraron en la 8th St., una nueva sombra de azul se ha ido añadiendo a mi imagen del mar. El agua ahora me parece más profunda y, de repente, aterradora.

Mahmoud y Hugo, a través de quienes te conocí, caminaron junto a nosotros aquella primera noche. Los árboles estaban iluminados por Navidad y las ventanas de las tiendas decoradas de verde y rojo. Todo parecía brillar a través de la pantalla de lágrimas que el frío trajo a mis ojos. Me contaste que no sabías manejar, disparar o nadar. La conciencia de ser israelí y tú palestino pesaba sobre nosotros, aunque poco a poco se iba disipando. Éramos entonces un hombre y una mujer en el corazón del Village en Nueva York: jóvenes, hermosos y coquetos.

Fanfarroneé sobre mis habilidades de clavado: «Soy como un pez en el agua», dije. Antes de que supieras cómo reaccionar había continuado emocionada con nuestra charla sobre el Mediterráneo. Dije que no podía soportar la idea de vivir lejos de semejante tesoro de la naturaleza. Dije que la vida en Tel Aviv valía la pena solo por el azul de su horizonte. Dije que era la extraordinaria pared occidental de mi hogar. Dije que para mí era más sagrada que todos los lugares sagrados. Tú guardabas silencio.

—¿Y cómo es posible que no sepas nadar? —bromeé—. ¿Qué hay de la playa en Gaza?

Dibujaste la versión triste de tu sonrisa y describiste las dificultades que la ocupación israelí imponía en el paso a los residentes de Cisjordania hacia la franja de Gaza. La vergüenza crecía en mí mientras contabas con los dedos de tu mano el número de veces que te habías bañado en el Mediterráneo a lo largo de tu vida. La desigualdad de nuestras libertades me golpeó poderosamente porque esa noche, en Nueva York, un absoluto equilibrio existía entre nosotros.

—Ven —te giraste y me ofreciste esos fríos y secos dedos—. No te lanzaré al mar por eso…

Inmediatamente todo alrededor de nosotros obtuvo un tinte político. En una inmensa ola, el conflicto entre Israel y Palestina inundó nuestro espacio. Por un largo momento caminamos sin pronunciar palabra. Aquello que permitió una conexión inmediata entre los dos era lo mismo que ahora nos imponía una tremenda distancia, que comenzó cuando salimos del Astor Palace y terminaste la frase que habías empezado antes: «Creo que ustedes y nosotros tenemos que compartir este mar, tenemos que aprender a nadar juntos en él». La discusión, que empezó entonces a las dos de la mañana, continuó durante todo el invierno. En verano, de repente, se cortó.

Ese deprimente clima se extendía y terminó por romperme el 10 de junio. Aún seguía lloviendo. Reservé un tiquete de avión y te dije que en cinco días iría de regreso a Israel. Dijiste con envidia: «¿Te vas a casa?». Temblé, como me ha sucedido siempre que pronuncias esa palabra. No sé quién empezó o cuándo sucedió, pero dejamos de referirnos a Israel o Palestina. Nos referíamos a «casa» y para los dos era un mismo lugar. En tu mirada mesiánica aquello fue siempre un lugar. A mis ojos, a miles de kilómetros de distancia, el conflicto que desgarraba estos dos lugares era lo que, paradójicamente, los hacía uno. Desde esa distancia, Abu Mazen [entonces primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina] parecía un líder valiente. Ariel Sharon [entonces presidente de Israel] declaró: «Un fin a la ocupación». Nuevos acercamientos en las negociaciones se sumaron a los rumores de una extraña primavera que se extendía por la región tras el invierno. Y yo, llena de esperanza y con la física necesidad de sentir la tibieza del sol, quería volver a casa.

Tú tenías dudas sobre aquella hoja de ruta. La paz con la que soñabas sería cumplida solo cuando, desde el río hasta el mar, fuese todo un estado binacional común. Recuerdo la manera en la que tus ojos se iluminaban cada vez que lo describías entre gestos exagerados. Igualitario, libre, sin fronteras. Para ti era emocionante: la expresión de un deseo; para mí era la profecía de una condena.

Debido a este desequilibrio, nuestras discusiones no iban a ninguna parte. Yo rezaba, y aún lo hago, por una modesta, templada y mediocre paz. Mientras, tú soñabas con una armoniosa, utópica, johnlennoniana reconciliación. Te insistía repetidamente que la crisis de odio y la suspicacia entre los dos pueblos era demasiado trágica y profunda para que un sueño como el tuyo se hiciera realidad. Con sorna me decías que tenía poca fe, que estaba limitando mi horizonte de pensamiento. Yo reducía mis expectativas a la medida de dos estados diferentes, porque uno solo significaría el fin del Estado de Israel. A lo que respondías que la ocupación sería lo que llevaría a Israel a su fin. Me encontraba llena de vergüenza por la manera en que se había construido una identidad israelita, con la ocupación como su característica principal; pero no quería que esta cambiara más allá de esas nocivas y peligrosas características. Tú, entonces, me llamabas miope.

Quería que llegara el día en el que, con un pasaporte, pudiera visitarte en Ramallah. Quería que vinieras a Tel Aviv y que te sintieras seguro allí, moviéndote con libertad. La razón por la que me gusta la idea de que el Estado de Palestina tenga las fronteras marcadas por la «línea verde» [las líneas que demarcaron el territorio de Israel con sus vecinos tras el armisticio árabe-israelí entre 1949 y 1967] es porque entonces, por fin, Israel tendrá también sus propias fronteras. Otra razón por la que espero vivir para ver la independencia de Palestina es que entonces me sentiré libre de celebrar mi propio día de la independencia. Tal vez te dije esto y quizás acaricié con ansiedad la idea de que un estado binacional podía ponerlo todo patas arriba y nos haría intercambiar nuestros roles en esta tragedia.

Puedo ver cómo te muerdes el labio con gesto decepcionado y mueves tus rizos en negación mientras comienzas de nuevo. Una y otra vez, sin amargura, tu visión de Oriente Medio convertía la región en un amplio, generoso e idílico país: Israestina o Palestael, decías entre carcajadas: «Podemos llamarlo como tú quieras».

Explicabas que había dos pueblos, pero solo una tierra. Nuestro acceso al agua es común; nuestras economías son codependientes; los lugares sagrados de nuestras religiones están entrelazados en la misma ciudad; los paisajes y caminos y las comunidades y el cielo sobre ellas están a nuestro alcance. Tus ojos se abrían maravillados.

—En el fondo de tu ser sabes que tus nietos y mis nietos vivirán juntos en esta tierra, así que, ¿por qué no ahora? —decías convencido—. ¿Por qué no nosotros?

Este era el punto de nuestra conversación en el que yo desesperaba. La insistencia palestina en su derecho a retornar, la obstinación israelita por sus asentamientos —a estas alturas estaba ya casi gritando—, era lo que hacía interminable encontrar una solución. Yo quería que regresáramos a las fronteras de 1967, pero tú querías regresar al espacio sin fronteras de 1948. Estampando mis pies contra el suelo y batiendo los brazos en el aire era incapaz de escuchar tu respuesta.

No puedo en realidad recordar cuándo exactamente tú también decidiste dejar los Estados Unidos, pero desde ese día ya nada más importó. El tiempo que nos quedaba juntos lo pasamos vagando por las calles, bebiendo y fumando intoxicados por la repentina decisión de partir. Subimos y bajamos del metro desde el Jardín Botánico hasta el puente de Brooklyn y de regreso a Union Square. No solo me despedía de la ciudad, me despedía también de ti.

Antes de irme al aeropuerto nos abrazamos de nuevo y te ofrecí una amarga sonrisa. «Yaallah, baby», dije y solté un chiste flojo que ahora me genera escalofríos: «Te veo en el otro mundo». Sabíamos que, a pesar de que Ramallah y Tel Aviv están a menos de una hora de distancia en carro, sería muy difícil que nos volviéramos a encontrar. Sabíamos que, si no hubiéramos tomado un vuelo de doce horas a otro país, a una ciudad generosa como Nueva York, no nos habríamos conocido nunca. Era igual de claro para nosotros que, aun si nos hubiéramos conocido, digamos, en una manifestación de izquierda, habríamos, en el mejor de los casos, cultivado una respetuosa amistad. Un vínculo como el nuestro no se forma entre dos personas que enfrentan barreras físicas y teóricas como las que, a partir de entonces, tendríamos.

Tu respuesta se me abre hoy como un mal presagio, aunque entonces fue ligera y optimista: «No en el otro mundo, la próxima vez que nos veamos será en Jaffa; nos sentaremos junto al mar y comeremos pescado». Me subí al taxi sin saber que, con excepción de la cena que habías preparado para nosotros, todo se haría realidad. Llegamos con tres semanas de diferencia a Tel Aviv y a Ramallah. Durante los diez días que estuviste allí hablamos por teléfono dos o tres veces. En el día once viajaste a Jaffa, al mar.

Aún estoy allí, vivo en la iglesia griega que está frente al puerto. El Mediterráneo rodea la casa y se aparece en cada habitación, a través de las ventanas. Desde el balcón puedo ver el lugar exacto donde iniciaste tu último viaje. Suspiro: una vez por la espectacularidad de su belleza, otra por ti. Este mar es diferente al mar que alguna vez dejé y al mar que recordé en Nueva York.

Tu muerte lo ha conquistado y desde entonces domina toda la extensión de mi mirada. Te convirtió en Hassan, omnipresente, dueño del pasaporte más azul de todos: el derecho a navegar en todas las direcciones, con total libertad, arriba de este país, de Rosh Hanikra hacia el norte, así como a través de la llanura costera de la Franja de Gaza. Si alguna vez pensé que la felicidad con la que te acercabas a la vida era una declaración política, hoy estoy segura de que la manera en que la perdiste lo confirma. Ahora compartimos el mar con total igualdad —tú desde el agua y yo desde su costa—, y quiero decirte que tu sueño binacional se ha hecho realidad de la más terrible manera.

Quiero que sepas que la película que observas se ha estado reproduciendo desde hace ocho meses en la pantalla azul de la costa de Tel Aviv. La veo desde mi balcón. Comienza en la mañana del 6 de agosto de 2003, cuando cuatro palestinos salieron de Ramallah en la mañana para una estancia ilegal de un día en Israel. Karma conduce, tú ocupas el asiento del copiloto y tu hermano menor, Waffa, y tu sobrino, Samer, van en la parte de atrás del carro. Atraviesan el punto de control de Kalandia con excepcional facilidad y van cantando y tomándose fotos durante todo el camino hacia el oeste, acompañados por la humedad que crece en dirección a Tel Aviv. Aparcan cerca de la torre del reloj en Jaffa. Mientras Waffa va al mercado por fruta, ustedes tres se dirigen hacia la playa en la que está prohibido nadar, a lo pies de la mezquita, lejos de los salvavidas. Escoges un lugar alejado para no levantar suspicacias. La marea está alta. Karma y Samer se dan un baño. Tú simplemente te pones una pantaloneta. Mientras se alejan de la costa, los saludas con gestos amplios.

Desde aquí puedo escuchar el suspiro que probablemente soltaste. Imagino el olor a sal en tus pulmones, el agua que lamía tus tobillos y los movimientos de la arena en la planta de tus pies. Puedo ver tus hermosos ojos moviéndose a placer, dibujando una línea perfecta en el horizonte. A lo mejor te giraste cada tanto, estimulado por el sabor cercano de la fruta. Pero, cuando vuelves tu mirada a la distancia, Samer no está. Puedo imaginar tus pensamientos febriles, la señal de auxilio de Karma, la ansiedad brotando. Te veo sopesar. Incapaz de mantenerte al margen, te quitas la camisa a rayas que llevabas ese día y te lanzas a nadar, luchas contra las olas, te ahogas. Veo tus movimientos ralentizándose, cada vez más cortos, mientras el ímpetu te abandona y tu cuerpo se enfría.

Pero, por encima de todo, te veo en lo profundo del mar, en medio del agua que te rodea, infinita como el aire. Me persigue el momento en el que te das cuenta de que, no solo no podrás salvar a Samer, sino que tú tampoco podrás evitar morir ahogado. No puedo imaginar el silencio que debió envolver tus sentidos y la aplastante soledad, o tal vez una suerte de vacío. Una y otra vez trato de adivinar cuáles fueron tus pensamientos en esos minutos, qué fue lo que cruzó por tu mente mientras la vida escapaba de ti. Guardo la esperanza de que estuvieran llenos de consciencia, inspiración y luz. Quiero creer que fuiste llevado por las corrientes submarinas como el viento, que dejaste que los azules te guiaran conciliado y sereno. Te imagino en ese momento sempiterno como la ilustración de un álbum infantil siendo dibujada en cámara lenta. Ahí estás: no eres un hombre, tampoco un niño, eras rizos, decorados con piedras preciosas, algas y conchas, hundiéndose con los ojos cerrados entre los trazos de una brocha que dibuja el agua, mientras en tus labios parece suspenderse una ligera sonrisa.

Mi querido Hassan, entraste y dejaste mi vida tan rápido que ahora pienso que te imaginé. Nuestra amistad parecía imposible, una invención salvaje, considerando la certeza de la ocupación y el terrorismo. Pienso en las personas que éramos en Nueva York y nos veo como las demás personas miraban: con incredulidad. Israelíes y árabes se sentían o fascinados o suspicaces. Nos veíamos extraños al recordar el uno al otro llamar a casa tras cada ataque suicida en Israel o ante cada reporte de operaciones del ejército israelí en los territorios ocupados. Judíos estadounidenses no entendían cómo es que tu carácter árabe me fuese más familiar que lo que ellos podrían ser jamás. Veníamos del mismo barrio, solía decir, pero hoy, cuando nos pienso desde aquí, también me maravillo ante nosotros.

Sigo recordando una versión borrosa de tu cara a través del humo del cigarrillo y de la neblina de embriaguez, o a través de la brillante cortina de esas lágrimas secas de frío. Sigo recordando las palabras absolutamente proféticas que dejaste escapar un día, mientras estabas totalmente drogado. Dijiste que, a lo mejor, deberíamos empezar una especie de movimiento de protesta basado en la amistad. Te presentaría a todos mis amigos israelíes y tú me presentarías a todos tus amigos palestinos. Haríamos una fiesta, dijiste, encendido por la idea.

Luego, todos mis amigos y tus amigos se presentarían entre sí, mientras esto crecía y crecía. Las personas aprenderían a amarse, aprenderían a perdonarse. «Se sentirán cómodos y sentirán la reciprocidad de sus actos», dijiste, mientras dabas una calada y exhalabas las palabras despacio de tu pecho. «Esto cambiará la situación, te lo digo, un movimiento como este podría cambiar el mapa político de Oriente Medio». Después, tu carcajada.

Nota: Hassan Hourani nació en 1974 en Hebrón. En 1992 se graduó del bachillerato allí y estudió en la Academia de Bellas Artes de Bagdad. Un equipo de televisión iraquí grabó su proyecto de grado: What remains, en un documental de treinta y cinco minutos. A su regreso a Ramallah en 1997 fue profesor en el Wassiti Art Centre en el este de Jerusalén. Participó en exhibiciones en Egipto, Jordania, Catar, los Emiratos Árabes y Corea del Sur. Su trabajo recibió el primer y segundo lugar en los festivales de arte de Ramallah en 1993 y en Jerusalén en el 2000. En 2001 llegó a Nueva York, donde realizó una exposición individual titulada Un día, una noche en el edificio de la onu. El 6 de agosto de 2003 se ahogó cerca del puerto de Jaffa, a las afueras de Tel Aviv. Había completado solo diez de los cuarenta dibujos que componen su álbum infantil, Hassan Everywhere, que se publicó en 2004 por Al-Qattan, una fundación cultural palestina, que también ha creado el Premio Hassan Hourani al Artista Joven del Año.

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