Fernando Vallejo es uno de los escritores colombianos más sobresalientes y controversiales de los últimos años y un destacado cronista de la vida del Medellín de la segunda mitad del siglo XX. Tiene diversas obras que sustentan su fama, con textos que van desde el teatro al cine, de la historia a la ficción y de la literatura a la ciencia. El reconocimiento a su trabajo se inició con la gramática de la lengua literaria, Logoi, y con la biografía de Porfirio Barba Jacob que él mismo pagó en una editorial que llamó Séptimo círculo. Ha hecho ediciones críticas de las cartas y de la obra de Barba Jacob; sus últimos trabajos son una biografía y una edición crítica de las cartas de José Asunción Silva. El río del tiempo es una serie de novelas que se nutre de la experiencia vital de Vallejo; pero estas memorias son en realidad el pretexto narrativo que utiliza el autor para hacer una descarnada radiografía de la realidad nacional. Al recrear su biografía personal mezcla realidad y ficción; lo imaginado, lo deseado y lo vivido se combinan en un monólogo que salta del pasado al futuro o al presente, al febril ritmo del recuerdo, unas veces melancólico, otras irónico y mordaz. Recrea la vida de la ciudad y de la burguesía tradicional que perdió el control no sólo de Medellín, «la ciudad de la eterna primavera», sino del país. Con feroz sarcasmo se burla de la clase dirigente, de la Iglesia, de los militares, de las instituciones, de la derecha, de la izquierda, del pueblo y hasta de su propia familia y, por supuesto, de sí mismo; este mecanismo de autodenigración le da la autoridad indispensable para convertirse en severo juez del increíble desafuero nacional y, sobre todo, logra legitimar su crítica.
Su quehacer artístico se inició con películas que fueron hechas en México donde se reconoció y se premió su trabajo. Dos de ellas describen los lúgubres años de La Violencia bipartidista que desangró la nación y nos hizo tristemente célebres en la esfera internacional. Una tercera película, Barrio de campeones (1981), habla del boxeo y de las expectativas creadas alrededor del «futuro campeón», quien con el dinero del triunfo pretende resolver los problemas económicos de la familia; la derrota desbarata las ilusiones de todos y devela la miseria social de las clases marginales cuya única oportunidad es una elusiva fantasía.
Crónica roja recoge la vida del legendario Efraín González cuyos enfrentamientos con las autoridades llenaron la página roja de los periódicos por varios años. Orlando Mora afirma al respecto: «Crónica roja era el registro duro, desafiante de las andanzas del célebre Efraín González y su hermano y la forma como eran masacrados en una cacería feroz a cargo del ejército y la policía; lo que no podía gustar a muchos era el tono explicativo de la vida de los protagonistas y además el rudo verismo de las secuencias finales».
La película fue prohibida en Colombia al ser considerada como una apología de la violencia; la resolución 0496 del 21 de septiembre de 1979 del Ministerio de Comunicaciones, en su apartado séptimo dice: «En las escenas finales se coloca a las víctimas en un estado de indefensión total configurándose el asesinato, también se hace incitación y apología del homicidio agrabado en el Artículo 363 del Código Penal. Se exalta la conducta de los militares que se toman la justicia por su propia mano para reprimir la conducta delictiva cometida por los jóvenes delincuentes. El espectador, al ver las escenas no repudiaría estas conductas sino simplemente podrían ser determinante para cometer un delito de esta naturaleza tan reprochable en la sociedad y tan exaltado en la película».
La segunda película sobre Colombia es En la tormenta. Dos familias campesinas, una liberal y otra conservadora, trazan un paralelo para mostrar lo irracional de La Violencia que aniquiló y aterrorizó a muchos inocentes. De cada familia sólo sobrevive un niño que, además, resulta ser el mudo testigo del crimen atroz que acabó con sus padres y hermanos con una ferocidad inexplicable y gratuita. Se sugiere que el terror se perpetuará con los huérfanos de La Violencia, quienes querrán vengar la muerte de sus familiares. La obra dramatiza los genocidios y la insania colectiva. Los personajes son campesinos comunes que viajan en un camión de escalera entre Cajamarca y Calarcá y encarnan la realidad social, política y cultural de tantas víctimas. Vallejo narra la trama de esta obra en Los caminos a Roma: «Uriel Ospina, mayordomo de la finca suya o de la finca nuestra, que vuelve este domingo del pueblo, de misa, del mercado, con su mujer y sus niños. Y vienen Martín Vásquez, boticario conservador, y Berardo Echeverry, peluquero liberal, discutiendo de política, sosteniendo el uno lo que sostiene el otro, pero el uno en color azul y el otro en color rojo. Y viene la señora Toña que dirige el asilo y su sirvienta Anita Palacios». Vemos los sentimientos de respeto y solidaridad entre Berardo y Martín, viejos amigos, el primero trata sin éxito de salvar al segundo de la injusta ejecución aún con riesgo de su propia vida. Vallejo, con acierto, muestra cómo conservadores y liberales se enfrentaron en una guerra absurda cuyas víctimas eran, por lo general, gentes humildes fanáticamente fieles a su partido y a su líder político.
La película refleja la experiencia de muchos colombianos que vivieron en esa época, y a pesar de ser una obra de ficción, es «dramáticamente auténtica» como dice Carlo Coccioli . En Los caminos a Roma, Vallejo también se refiere a sus estudios de cine en el Centro Experimental y describe las imágenes predominantes en los periódicos del país, y que serían temas de sus obras: «Vi los decapitados. Decenas, centenas de cuerpos sin cabeza, descalzos, camisas de manga corta, pantalones de dril. Y las cabezas acomodadas a la buena de Dios…Vi en los ojos del niño el terror y en los del bandolero el odio: Alma Negra, Sangre Negra, Tiro Fijo, Capitán Centella, Capitán Veneno, nombres para usted tal vez. vacíos, de una fantasmagoría grotesca, y sin embargo verdaderos». Son los alias de famosos bandoleros que asolaron los campos de la nación en un afán de venganza, víctimas de la violencia desencadenada de manera irracional y absurda.
El tono, la intención y el punto de vista de las películas son descarnados y veristas. Reflejan sin ambigüedades la compleja y polémica situación política y social de la época, la irracionalidad y el fanatismo del pueblo y la parcialidad del ejército que protegía a la clase alta. Las películas de Fernando Vallejo, como su narrativa, señalan sin recato la miseria moral y la corrupción en el país.
Vallejo ha escrito dos biografías sobre Porfirio Barba Jacob —Barba Jacob. El mensajero (1984) y El mensajero. La novela del hombre que se suicidó tres veces (1991)— y una sobre José Asunción Silva, Chapolas negras (1995). Así como su serie autobiográfica le ha servido de plataforma para recrear miserias propias y ajenas, lo mismo hizo con las vidas de Barba Jacob y Silva; en ellas investigó no sólo los personajes sino su época y sus circunstancias, recreando más los vicios pues las virtudes escaseaban. Las biografías son un inventario de las trampas y tejemanejes a que recurrieron los poetas para sobrevivir en medio de la miseria, uno consumido por la tuberculosis y el otro por las deudas. Los notables de entonces, como los de ahora, eran corruptos y mezquinos. Los enredos de uno y otro respondieron a la necesidad del momento y a las intrigas ajenas; fueron incapaces de restringir sus veleidades o de conseguir el dinero indispensable para satisfacer sus necesidades. Vallejo elaboró una fina red de datos para recobrar las figuras de Silva y Barba Jacob con todo el prodigio de sus versos y lo humano de su quehacer existencial. Al recuperar lo sublime y lo grotesco, lo bueno y lo malo se pueden comprender sus actitudes, sus decisiones y sus conflictos. Vemos al ser humano inscrito en su medio y en sus circunstancias. Si se ignoran estos parámetros se falsifica la vida del individuo y se puede embellecer o deformar una experiencia vital. Con los trabajos de Vallejo vemos el contenido humano, contradictorio, a veces miserable y otras extravagante de la vida de estos dos poetas; además, se adquiere una nueva dimensión de su poesía, porque ésta es palabra en el tiempo. Nos enteramos de la anécdota que va detrás del sentimiento poético, del matiz del verso y su conexión con lo existencial.
Vallejo buscó las huellas de Barba Jacob durante seis años y viajó por Centroamérica, México y el Caribe para recolectar información de revistas, periódicos, documentos, cartas; averiguó datos o los completó de su coleto, y otras veces, los corroboró con parientes, amigos y enemigos del poeta. Y paso a paso fue reconstruyendo, con la paciencia del detective, la vida y obra del poeta antioqueño; así, conocemos sus avatares políticos, su trashumancia perpetua, sus contribuciones al periodismo y su continua búsqueda poética. Vemos a Miguel Ángel Osorio o a Ricardo Arenales o a Porfirio Barba Jacob buscando acomodo de un país a otro, cambiando de nombre, de parecer, de amigos y de enemigos y diseminando artículos, poemas, revistas, periódicos y querellas; y Vallejo va de un lugar a otro, de un dato a otro para juntar las piezas de este disperso rompecabezas:
«Culpa suya, de su ir y venir desordenado por la geografía de América en busca de una patria mejorcita para reemplazar la mala que Dios nos dio. Va él en el espacio y yo detrás de él en el tiempo, poniéndole orden por lo menos a la cronología. A su conciencia no, ésa no tiene remedio. Que rinda cuentas como mejor pueda en el más allá que en el más acá yo no soy juez de nadie, ni biógrafo piadoso. Objetivo sí, en el fiel de la balanza, ni le cargo ni lo exculpo, digo lo que me dicen. Y me dicen los de El Imparcial que llegó y transformó el periodismo centroamericano» (El mensajero).
Ni biógrafo ni escritor piadoso es Vallejo, viene de la misma vena mordaz, iconoclasta y escandalizadora de Barba Jacob, de Fernando González, o de los nadaístas, como ya lo han anotado Germán Vargas y Jaime Carbonell Parra. Pero lo debemos conectar también con uno de los fundadores de la literatura colombiana, Juan Rodríguez Freyle, quien se encargó de recoger los más sustanciosos acontecimientos del Nuevo Reino de Granada; y así, nos legó los enredos, los engaños y los escándalos de los notables. El carnero brinda una visión más completa de los primeros cien años de la Nueva Granada, al iluminar y aclarar la ideología y las actitudes culturales y el tono de la época. Lo mismo hace Vallejo al recrear no sólo la biografía de Barba Jacob sino la atmósfera cultural, social y política; las anécdotas recobradas enriquecen el relato y dan otra perspectiva a la experiencia vivencial.
Con los hechos del poeta se recupera su perfil individual y su tiempo: «En El Porvenir de Monterrey, presidiéndolo, hoy queda la foto de su fundador, con esos enormes bigotes arenalescos que Barba Jacob nunca usó, de traje oscuro y camisa con cuello de pajarita. Y en sus archivos la huella traviesa de su paso: fundado el treinta y uno de enero de 1919, El Porvenir empieza en el número mil uno por ocurrencia de su fundador, para darle tradición. El Porvenir que hoy subsiste está pues adelantado en mil números. Como El Imparcial de Guatemala, que está adelantado también en otros mil, por la misma ocurrencia del mismo señor» (El mensajero).
La meticulosidad del investigador y su «plan disidente» como lo denomina Margarito Ledesma, alter ego de Vallejo, en El mensajero, convierte esta biografía en crónica alternativa a la historia oficial. Pues allí vamos a informarnos de los eventos no registrados o silenciados en los textos canónicos o apoyados por la oficialidad, por ser inconvenientes, contestatarios o de mal gusto. Muchos escritores y críticos han reconocido el valor innegable de estos libros sobre Barba Jacob. Por ejemplo, Gonzalo Mallarino Botero ve, con razón, la vida desarraigada y desgarrada del poeta antioqueño como un signo de la época, cuando había más intolerancia con la homosexualidad o con la adicción a la «dama de los cabellos ardientes», y añade: «Barba no era pobre porque fuera vago. Era un activo trabajador, a sus horas, y un periodista fértil y experto. Y en cuanto a su camaleónica piel política, también era culpa de los tiempos. De don Porfirio a Madero y a Carranza; a Zapata y a Villa, y vaya usted a saber a quién más, el mimetismo no era sólo cuestión de comer sino, a veces, de seguir vivo».
Otros han señalado como inoportuna la inclusión de esa «memorabilia grotesca», si podemos llamar así a esa otra parte de la historia que no se quiere ver o se desea ocultar. Por ejemplo, Eduardo Santa reconoce el valor de la biografía de Vallejo y lamenta lo irreverente: «Lástima grande que esta extensa e importante biografía no tenga una adecuada bibliografía. Y lástima que a su autor se le hubieran deslizado algunos conceptos injuriosos e inaceptables sobre Colombia y sobre algunos de sus hombres más representativos. Dios quiera que en próximas ediciones, corrija estas fallas que son como dos lunares innecesarios en el rostro de un gran esfuerzo que todos debemos celebrar con entusiasmo». Por supuesto que Vallejo no hizo caso de las sugerencias del crítico, porque la biografía de Silva no tiene bibliografía y su irreverencia se anuncia desde la primera frase: «Colombia no tiene perdón ni tiene redención. Esto es un desastre sin remedio» (Chapolas negras). Y a lo largo del volumen va sazonando la narración con sus comentarios sarcásticos, sus severos juicios y las patrañas de Silva y de la élite:
«¿Que Silva por ser poeta era un mal negociante, un iluso? ¡Qué va, el iluso es usted! Eso sólo lo dicen los que no saben nada de la vida de este santo. Lo que era era pobre, como todo santo, pero muy vivito y vivió muy bien, como rico, en buena casa, con piano, alfombras, y la mamá con sus joyas. Cuando esto ya no daba para más se mató. ¿Y don Jorge? ¿Qué hizo don Jorge Holguín Mallarino con la mercancía vieja y pasada con que Silva lo encartó? Ah, eso sí ya no sé. Lo que sé es una cosa que se me estaba olvidando: que don Carlos y don Jorge Holguín Mallarino eran sobrinos de Manuel María Mallarino, quien fue presidente de la Nueva Granada, alias Colombia. Esta vaca cambia de nombre pero la siguen ordeñando los mismos ordeñadores» (Chapolas negras).
Vallejo sacó a la luz e hizo un escrupuloso inventario del libro de contabilidad de Silva y se enteró, no sólo de su precaria situación económica —que sin duda lo llevó al suicidio—, sino de sus relaciones personales y vínculos con los notables, como de los peculados y malos manejos de las familias ilustres del país. Y el libro se convierte en «sepultura social»; R. H. Moreno Durán usó esta expresión para calificar la función desacralizadora de El Carnero donde Rodríguez Freyle hizo un «balance fiel de los apellidos, oficios y procedencias de quienes desembarcaron en América». Esta misma afirmación se la podemos atribuir a las obras de Vallejo, con la salvedad de que el contenido de sus obras es más pernicioso pues entierra las aspiraciones sociales de muchos personajes que aún andan transitando por ahí. Con esta intención el autor paisa reconstruyó, alrededor del libro de contabilidad del almacén Ricardo Silva e Hijo, la biografía del santafereño, que anotaba con minuciosidad el movimiento económico del negocio que su padre dejó al morir; y por eso, nos enteramos de sus enredos y malabarismos financieros, de sus refinados gustos y de las sumas exorbitantes de sus gastos personales. Se consignan también los apodos y las burlas de otros escritores que encontraban extravagantes las maneras y gustos alambicados del poeta y que no concordaban con el medio o con sus recursos económicos; por ejemplo, Tomás Carrasquilla dijo: «Aquí lo llaman José Presunción Silva Pendolfi» (Chapolas negras). Los apodos humillantes dados a Silva —Casta Susana, Casto José, Don Azuceno— apuntan a un refinamiento que desconcertaba a sus coetáneos que no estaban acostumbrados a perfumes y perendengues.
Acreedores, amigos y enemigos de Silva desfilan por las páginas de esta historia que también incluye parte del diario del investigador, pues en ella deja la huella de sus sentimientos hacia el país y sus gentes. Carlos José Reyes anota con acierto que Vallejo: «En medio de su búsqueda, no puede ocultar sus propios desgarramientos personales ante la dolorosa historia del país. En su fractura existe el dolor íntimo de un místico ante la ausencia de Dios: Llegando a Europa con un acento de estirpe nietzscheana proyecta su diatriba apocalíptica contra todo y contra todos, empezando por los símbolos nacionales».
En Chapolas negras se hace una evaluación de la obra literaria de Silva y se destacan los poemas que lo inmortalizan y lo convierten en uno de los mejores poetas, no sólo de Colombia sino de Iberoamérica. Estos contados poemas justifican su existencia y lo redimen de sus fallas. Y Vallejo afirma rotundo: «Yo de Silva salvaría sus poemas de ternura, de ensueño y de luz de luna. El resto —su novela De sobremesa y sus antipoemas Gotas amargas de mil amores— los quemaría para seguirme con la Biblioteca Nacional, el Capitolio y la Casa Silva. La Biblioteca Nacional de Colombia es la memoria de la infamia, el Capitolio una cueva de ratas malas, y la Casa Silva la pista donde aterriza la plaga de la langosta». Y con estos desafueros escandaliza las buenas conciencias y revuelve la evaluación poética con sus enjuiciamientos al país, a sus instituciones y a todo lo que ellas representan.
Vallejo contrasta su biografía con las más recientes, sobre todo con la de Enrique Santos Molano, a quien le censura su afán de idealizar al poeta y a su familia lo que lo convierte no sólo en «hagiógrafo marxista sino en prestidigitador maromero». Y critica los vanos esfuerzos de reivindicación de algunos biógrafos y aboga por una biografía más a tono con la realidad y con el momento de la escritura; pues a Vallejo le es imposible separarse del objeto de su trabajo, porque es un compromiso vital que lo hace involucrarse y confrontar las versiones que no están de acuerdo con los hechos, que él verifica con la mayor exactitud posible. Mariluz Vallejo tiene razón al ver en los continuos apóstrofes y digresiones del autor no sólo un ideario estético sobre el arte de hacer biografías sino fragmentos de su autobiografía.
Con esa misma concepción y teoría sobre la biografía es que Vallejo escribe su serie El río del tiempo en la que recoge vivencias personales mezcladas con la ficción y con el transfondo histórico, político y cultural del momento; las anécdotas y eventos le sirven de estructura narrativa para reconstruir la infrahistoria y la idiosincrasia de las gentes. Estos volúmenes son mosaicos que nos recobran diversas épocas; el primero, Los días azules, son las memorias de la infancia, sus años escolares con las «fieritas» salesianas, los miedos y juegos infantiles, las lecturas, las travesuras, las querellas familiares y las escenas de la vida diaria; cuando las ciudades eran aún provincianas, y se hacían casas con chambranas y en los enormes corredores había azaleas, bifloras, anturios y geranios, cuando eran pocos los que tenían televisor y se escuchaban las radionovelas, se rezaban rosarios con letanías y los infalibles mil jesuses, cuando todavía los héroes de aventuras lo solucionaban todo; la Colombia de las procesiones, de los fanatismos bipartidistas, de los vecinos conocidos y abrumadores. Los momentos felices de la infancia vienen de la mano de su abuela Raquel y lo regresan a su casa de campo, Santa Anita, y a las noches navideñas pobladas de globos multicolores; a la patética figura de Elenita, la tía arrimada; y a la incuestionable sapiencia de Ovidio, el tío estadístico; a los pleitos del abuelo y a su innegable caballerosidad. Con Vallejo nos asomamos a las actitudes de la época, a las manías sociales, a la sabiduría popular y a las supersticiones —como el antídoto de la escoba patasarriba contra las aburridoras y eternas visitas de parientes y amigos—, a las consejas populares —como el inefable galimatías sobre la existencia de las brujas: «Que las hay las hay, pero no hay que creer en ellas» (Los días azules), a las comedidas advertencias para que las mujeres no se bañaran en la quebrada Ayurá, que venía del Seminario, por el peligro de quedar embarazadas, o recobramos a los santos invisibles con sus intangibles milagros como San Nicolás de Tolentino, multiplicador de mercados. Las memorias son un inventario de Medellín y de sus gentes, barrios, calles, bares, colegios, teatros, iglesias, sitios que han ido cambiando o desapareciendo con el inexorable paso del tiempo.
El segundo volumen, El fuego secreto, es el despertar de la sexualidad, el descubrimiento del cuerpo y del erotismo, como también del alcohol y de las drogas. Con la letra de los boleros evoca su turbulenta adolescencia y sus experiencias amorosas y entre un verso y otro va dando indicios de sus emociones y frustraciones; a la vez que crea un tono lírico y poético y da un respiro al lector. El texto presenta la bohemia gay, sus miembros más singulares como Chucho Lopera y la Marquesa, sus excéntricas andanzas, la fatídica libreta con los nombres y direcciones de los muchachos conquistados, sus lugares de reunión. Aquí aparecen Bogotá —la «puerca», pero que al menos cuenta con la sucursal de Sodoma: El Arlequín— y Medellín: «ciudad de cantinas, de burdeles, de iglesias. Matadero, puteadero y rezadero» (El fuego secreto). Es una crónica despiadada que saca a la luz hechos y personajes del mundo homosexual, y que reta la homofobia del medio con desafueros, como afirmar que Domingo Savio era el amante de San Bosco, o cuando hace su lista de «los maricas célebres de la historia: Wilde, Sócrates, Jesucristo, Alejandro» (El fuego secreto), o cuando describe sus tropelías de muchacho rico en el Studebaker, escándalo y oprobio de la ciudad, o la pesca de las «sardinas», menores de edad, que serán la fuente de sus desvelos; por lo que afirma: «Para ser marica hay que ser rico porque los muchachos cuestan mucho, quitan tiempo y no dejan trabajar». Exabrupto que señala sin pudor el comercio sexual y la impunidad adquirida con el dinero. Pero de otra parte, hace visible el mundo clandestino de los homosexuales, que la sociedad patriarcal margina y elimina, pues ha tolerado las campañas de limpieza social que han tenido como uno de sus blancos a los travestis y homosexuales que tienen que vivir del comercio sexual. Jaime Carbonell Parra, con mucha razón, ve en las obras de Vallejo: «venenosas flechas disparadas justo al centro de la pacatería nuestra». Ésta es una de sus obras más controversiales porque ha sido leída como chisme social o con una actitud moralista, pero es entendible que cause escozor a los que están involucrados. El fuego secreto devela, como afirma Alberto Aguirre, «los espacios de la sordidez» que la sociedad hipócritamente esconde tras «la fachada falaz de las buenas costumbres». Para Nicolás Suescún «es la más violenta andanada que se ha escrito contra Colombia, pero es también un emocionado grito de independencia y rebeldía. Y, ¿por qué no decirlo?, de amor también. Es un desafío que no tiene paralelo. Es un desfachatado y vitriólico destape, ante el cual El divino «es como una fábula infantil y Vargas Vila un mero asustador de beatas».
En ese río del tiempo se revuelven los recuerdos, se encuentran los hechos, los lugares y los personajes de épocas diferentes, se mezcla la diatriba con la filología, los vivos con los muertos, la ficción y la realidad. Nos informa y desinforma, a pesar de las advertencias de Peñaranda, el copista, que le recuerda, en vano, que ya ha matado a la madre de tres formas diferentes y quien trata de insinuar un orden en el torbellino de los recuerdos. Los hechos del presente le ayudan a recobrar el pasado, así con Bruja evoca al perro de su niñez, Capitán. Otras veces, los episodios del pasado iluminan el presente, por ejemplo, en los no tan inocentes juegos infantiles podemos ya adivinar al adulto y reconocer sus afectos y desafectos. Su amor al cine, que lo llevará a Roma y a otras ciudades europeas, nació con las películas vistas en la infancia. Su estadía en Europa la narra en Los caminos a Roma, pero no logra evadirse de su suelo natal, que siempre está con él y que regresa a través de comparaciones, de emociones, de sensaciones; el epígrafe de Cavafis, que aparece en este libro, apunta a ese deambular por el mundo (Europa, Estados Unidos y México) sin alejarse un paso de Medellín: «No encontrarás otro país ni otros mares. Adonde vayas irá contigo tu ciudad. Caminarás las mismas calles, errarás por los mismos barrios, envejecerás en las mismas casas. Tu ciudad te seguirá, no esperes otra. No hay barco ni camino para ti».
Su permanencia en Estados Unidos es el hilo conductor de Años de indulgencia, texto que capta el racismo y el desprecio a las minorías de la cultura anglosajona. Su vida en México aparece en Entre fantasmas, donde se regocija haciendo inventario de las muertes y describiendo la increíble aparatosidad de algunas; evoca enfermedades propias y ajenas, y fustiga a los médicos por matasanos; acusa a los pobres de irresponsables y prolíficos y deconstruye la avaricia y egoísmo de los ricos. Se burla de las manías decorativas y acumulativas de la burguesía a través de su hermana Gloria, la autoviuda, que vive una muerte fantástica ya que está «tapada en la plata» y encerrada en su mansión con vajillas, charolas, lámparas, ceniceros, inodoros, mesas, escobas, todo hecho de plata «y un revólver de plata con balas de plata para zamparles las que les quepan a los que se atrevan a tocarle una sola cucharita de plata» (Entre fantasmas). Con una actitud cínica defiende la riqueza y critica los vanos esfuerzos del padre García Herreros o ataca la política de Fidel Castro; pero oblicuamente va señalando los abismos de miseria y opulencia que separan al pueblo y a la élite y que son una de las causas del malestar social. En sus obras, pero sobre todo en ésta, no deja de burlarse de Octavio Paz, de José Luis Cuevas y de Zabludovsky, por su vanagloria, oportunismo y atropello de la lengua respectivamente.
Peñaranda y Margarito Ledesma son dos personajes literarios que cumplen dos funciones diferentes: el primero es su interlocutor y copista, y el segundo, su crítico literario. Peñaranda expresa los comentarios y las preguntas que haría el lector, pero como el narrador no es solidario con el lector, no le contesta las preguntas ni le hace caso a sus insinuaciones. Por ejemplo, al hablar de uno de sus amigos afirma: «Era todo un San Pedro Claver amante de negros. Pero por donde más pecó fue por la lengua, que tenía como un carrete de hilo loco soltando hilo sin importarle después los enredos. ¡Qué no dijo! ¡De quién no dijo! Era como tú Peñaranda, que todo lo que te cuento aquí entre nos, lo reproduces como altoparlante a los cuatro vientos. ¿Que quite mejor ese caso? ¿Que hay que respetar a los muertos? Si no lo irrespeto, lo emulo: emulo a mi maestro» (Entre fantasmas). Las insinuaciones de Peñaranda para que sea discreto o coherente con la historia caen en el vacío porque al narrador no le merece el menor respeto el lector, porque éste es simplista, olvidadizo, incompetente, no sabe deducir o connotar, además es traicionero y cambia de autor y «quiere que le cuenten cómo entra el pene en la vagina» (Entre fantasmas). Así, el lector vicario se queda esperando las descripciones de las escenas amorosas y es confrontado con su propia morbosidad.
Uno de los logros de las novelas/memorias es, sin duda, el manejo del lenguaje y la apropiación de giros y metáforas que reflejan las actitudes ante la vida y el medio social del país en diferentes situaciones y etapas. E. M. Cioran tenía razón al afirmar de forma precisa y contundente que: «No se habita un país, se habita una lengua. Esa es la patria y no otra cosa». Vallejo con su magia verbal nos regresa al Medellín de los años cincuenta o sesenta o a la época del tropel —ya que sus memorias son un proceso— y podemos revivir y regresar a esa patria de las palabras. Vallejo recrea con precisión el dialecto y el idiolecto de grupos determinados; por ejemplo, el habla coloquial paisa se recrea en el parloteo cotidiano con la familia y los amigos; el lenguaje del bajo mundo aparece con los sicarios y los malevos; el habla culta con sus parodias a escritores, locutores, políticos e intelectuales. Todos hablan con una voz propia, sus parodias nos acercan a su psicología y a su mundo. Por ejemplo, al evocar a Miguel Antonio Caro leyendo una carta de Silva dice: «¿Desola?, estoy seguro de que se preguntó Caro al llegar aquí. Y he aquí, con esta capacidad que tengo de leer mentes ajenas, sobre todo cuando son de fantasmas del pasado, lo que se contestó: ¡Desuela! Este petimetre no sabe castellano» (Chapolas negras). Mikhail Bakhtin reconocía la importancia de recoger las formas de expresión verbal de otro hablante, de registrar un habla, un punto de vista, una posición, pues son elementos indispensables para la forma como se desea desarrollar la historia.
Valencia Jurado, al analizar Los caminos a Roma, señala la preocupación del autor por el uso cotidiano del lenguaje y las variables creadas en diferentes medios: «La lengua se aprende, no se enseña, se aprende en la interacción, con la lengua viva, la lengua de la calle, de la plaza y de los espacios públicos. En Roma y en París, el narrador sólo podrá emitir oraciones descontextualizadas, oraciones telegráficas, como cuando aprendemos una lengua nueva, pero no podrá comunicarse de manera dinámica variable como lo hacemos con nuestra lengua nativa».
El uso del lenguaje vernacular adornado con dichos y refranes es, sin duda, una cuidadosa labor de selección y de estilización del autor. Las obras tienen una fuerza dinámica que revela la experiencia del que conoce y ha vivido en esa lengua, no es alguien de afuera (outsider). La riqueza semántica, la vitalidad y la verosimilitud de sus obras están basadas en este hecho. Vallejo, como se dijo antes, ha expresado su preocupación por el lenguaje y reconoce las diferencias entre la lengua hablada y la lengua estándar, que se aprende en textos neutros y no con el uso cotidiano, que crea territorios lingüísticos específicos como: el español paisa, el español de los mexicanos, de los sicarios, de los que viven en el exilio y mancillan la lengua con locuciones extranjeras, idiolectos que corroboran el aforismo de Cioran. Este manejo del lenguaje es la base de la verosimilitud de sus obras y lo que las convierte en crónicas, pues la veracidad de los hechos recreados en su serie autobiográfica pierde vigencia al desplazarse las memorias en el tiempo y en el espacio. La exactitud de la anécdota es percibida sólo por algunos de sus contemporáneos, o de sus paisanos; pero es irrelevante para otros lectores. Y como el narrador afirma: «El río del tiempo no desemboca en el mar de Manrique: desemboca en el efímero presente, en el aquí y ahora de esta línea que está corriendo, que usted está leyendo, y que tras sus ojos se está yendo conmigo hacia la nada. Pedro en su casa. Dios en su iglesia, y aquí su servidor que le ha dado por negar la muerte y el tiempo. Dueño yo de este libro ya que no de mi destino» (Entre fantasmas). Es así, dueño de su libro, de su lengua y de sus personajes, pues sus obras, como bien dice Margarito Ledesma: «Libre de los estrechos linderos de los géneros, de imposiciones y religiones, sin ser novela, ni poesía, ni autobiografía, ni historia, la literatura queda entonces reducida a su última instancia: frente al embate del Tiempo, con sus significados y sonidos cambiantes, el efímero pasar de la palabra» (Años de indulgencia).
Lucidez y cinismo marchan de la mano en las obras de Vallejo. Su prosa sarcástica que describe un mundo despojado de ilusiones y sin falsas idealizaciones, aterra porque revela el lado oscuro del ser humano, su egoísmo y su corrupción, sus odios y manías, sus crímenes y prejuicios que prevalecen en la sociedad, a pesar de la educación, del desarrollo social o de los avances tecnológicos. El narrador consciente de esta realidad grotesca decide encarnar la fealdad del mundo y sus andanzas se convierten en un inventario de la infamia, por eso afirma: «Yo soy un santo de nueva cuenta sin la soberbia de la humildad. Amén de desbarrancar a uno y enchocolatinar a otra todos los pecados los he cometido, mortales y veniales, y probado el gusto de todas las vilezas. De todas menos una: la burocracia» (Años de indulgencia). Así, confiesa haber asesinado a un «gringuito» que encontró en Europa y a una conserje en París. Asume el racismo de la sociedad e inicia una campaña de «limpieza social» para eliminar a las minorías y a los marginales que son indeseables, y ejecuta lo que muchos piensan, —como incendiar un edificio donde vivían puertorriqueños y negros en Nueva York, pues éstos no tienen «obligatoriedad de existencia. Son prescindibles, contingentes sin necesidad ontológica ni razón de ser» (Años de indulgencia). Sólo lo conmueven las pobres ratas que van a ser las víctimas inocentes de esta operación. El humor negro, las escenas grotescas, el estilo corrosivo, el insulto, la crueldad, la impunidad y gratuidad de los crímenes tienen como objetivo molestar al lector de buena conciencia; escandalizar a los «buenos ciudadanos» que ven las desdichas de los otros como algo ajeno y, tal vez merecido.
Sus obras no presentan teorías, soluciones, discursos moralistas o mesiánicos que ayuden al lector a asimilar los hechos y recobrar la fe o la esperanza de un futuro mejor. Desmitifica héroes, denuncia las falacias de la religión, insulta a los políticos, profana los ideales humanistas, se burla de las miserias propias y de las ajenas para hacernos participar de su despiadada lucidez. Sus memorias y biografías nos permiten identificar a presidentes, expresidentes, políticos, jerarcas de la iglesia, generales y otros personajes del panorama político nacional, todos sin excepción son descalificados por su incapacidad, ambición y deshonestidad.
La virgen de los sicarios
Una de las constantes de la literatura colombiana ha sido la preocupación por los sucesos de la vida política y social del país. Escritores y artistas han recogido temas como la huelga de las bananeras, el ciclo de La Violencia de los años cincuenta, la lucha armada entre las fuerzas estatales y los grupos insurgentes, la violencia social y política o la violencia del narcotráfico. Todos estos fenómenos sociales han dejado su huella en la sociedad colombiana y han marcado el lenguaje, la cultura y las manifestaciones artísticas. Políticos, intelectuales, artistas y los colombianos de todas las clases sociales y tendencias políticas, tratan de analizar los eventos de los últimos lustros y de ajustarse al cambiante e impredecible devenir. Sorprenden el ingenio, la capacidad de sobrevivencia y la resistencia con que el ciudadano normal asume la violenta cotidianidad.
La virgen de los sicarios es una descarnada parodia de la violencia que afectó a Medellín durante el auge del cartel dirigido por Pablo Escobar. Aquí, Vallejo se representa como un anciano homosexual de conservadoras costumbres y de espíritu elitista que se dedica a la gramática y que regresa a su ciudad natal después de largos años de exilio en busca de amantes adolescentes y en espera de la muerte. Con humor cáustico describe la ciudad y sus habitantes, nada escapa a su afán desacralizador y a su mirada crítica:
«¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar: ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La universidad? Arrasada. ¿Sus paredes? Profanadas con consignas de odio «reivindicando» los derechos del «pueblo». El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más gente y como si fuéramos pocos, de tanto en tanto una vieja preñada, una de esas putas, perras paridoras que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa. Era la turbamulta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su miseria crapulosa. «A un lado chusma puerca. Íbamos mi niño y yo abriéndonos paso a empellones por entre esa gentuza agresiva, abyecta, esa raza depravada, subhumana, la monstruoteca. Esto que veis aquí marcianos es el presente de Colombia y lo que le espera a todos si no paran la avalancha. Jirones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos (aquí a todo el mundo lo han atracado o matado una vez por lo menos) me llegaban a los oídos pautadas por las infalibles delicadezas de «malparido» e «hijueputa» sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca. Y ese olor a manteca rancia y a fritangas y a gases de cloaca ¡Qué es! ¡Qué es! ¡Qué es! Se ve. Se siente. El pueblo está presente» (La virgen de los sicarios).
La novela parodia tópicos y estilos de la literatura clásica; por ejemplo, el yo autobiográfico revela sus lados más oscuros. No busca justificaciones, no es protagonista de hazañas loables, y nos muestra sus flaquezas personales. No es el yo de la picaresca, del individuo que cometía pequeños robos y trampas que le permitieran sobrevivir: Por el contrario, aquí aparece el yo de un anciano con medios económicos suficientes pero desencantado de la vida, que no comete crímenes pero tampoco los impide y disfruta contándonos su experiencia de espectador: También la obra es una parodia de la novela de formación, donde la relación entre el niño y el adulto es por lo general el proceso de educación del niño y de la influencia positiva del adulto, quien muere o desaparece dejando al joven ubicado en la vida. Aquí, la relación entre el narrador y dos menores de edad: Alexis y Wilmar, es amorosa. Fernando mantiene primero a Alexis y luego a Wilmar, ambos «desempleados» por la crisis que provocó la muerte de Pablo Escobar.
El dominio del lenguaje oral y callejero le permite recrear certeramente la grotesca y desmesurada violencia y logra conmover al lector y hacerle ver de nuevo la tremenda realidad nacional que muchos quisieran olvidar o pretenden ignorar: Al principio de la novela, el narrador reflexiona con frecuencia sobre el lenguaje de la calle y el significado de la nueva jerga; explica al lector expresiones como: «¿Entonces qué parce, vientos o maletas?». Pero el lenguaje lo fascina y empieza a usarlo como un experto. La evolución idiomática es paralela a la transformación del narrador. La convivencia con los sicarios lo familiariza con el lenguaje y con su estilo de vida; empieza, entonces, a usar las expresiones callejeras, a justificar los actos violentos y a conducirse en la calle con una actitud diferente, del que pertenece. Así, el adulto es influenciado por los adolescentes, cuyas fechorías se hacen cada vez más siniestras. Ahora, el joven asesino (o Ángel exterminador según el narrador) puede dedicarse a matar por cuenta del patrocinador y realizar sus deseos. No necesitan trabajar pues su amante los mantiene y les compra las municiones necesarias. El tópico clásico se invierte y se devalúa todo su valor de relato de formación o bildungsroman. La novela es un recuento de los crímenes cometidos por los dos amantes del narrador: Alexis y Wilmar quienes también mueren de forma violenta como la mayoría de los jóvenes mercenarios.
La obra también da cuenta de los hábitos de los sicarios, se describen su afán de consumo de bienes promocionados a través del mass media, sus creencias y su ideología. Conocemos los ritos de los sicarios como la visita a la iglesia de Sabaneta donde van los martes a prender velas a María Auxiliadora; los escapularios que llevan en el cuello, en el tobillo y en el antebrazo para que les den contratos de trabajo, para que les paguen y para que no les falle la puntería; rezar las balas para que lleguen al blanco y poner la música favorita de los compañeros caídos en sus tumbas para prolongar en la memoria su breve existencia®. Alexis y Wilmar son «desechables» y asumen la vida como algo efímero, saben que su existencia es corta, que no alcanzarán la mayoría de edad y viven a «toda lata». Es decir, intensamente, al filo de la vida y de la muerte; como lo expresa una de las canciones vallenatas más populares de los últimos años y consignada en la novela: La gota fría, donde se afirma sin rodeos: «O me lleva a mí o me lo llevó yo pa’ que se acabe la vaina». La única solución a los problemas con los otros es la muerte.
Alonso Salazar fue el primero que recogió la expresiones que usan los jóvenes ante la posibilidad de la muerte: «no nacimos pa’ semilla», «pa’ morir nacimos», «estamos viviendo las extras». Ante un trabajo lleno de riesgo dicen: «Cuando mucho, pierdo el año». Esta afirmación propia de la edad escolar y de los te mores de la infancia se convierte en una macabra aceptación de la muerte y de los compromisos que adquieren a tan temprana edad; a la vez que señala la irresponsabilidad de la sociedad y el desentendimiento del Estado con respecto a los derechos fundamentales de los niños de educación, vivienda, nutrición, salud y protección. El sicario ha incorporado el sentido efímero del tiempo, propio de nuestra época. La vida es el instante. Ni el pasado ni el futuro existen. Este hecho lleva a una valoración distinta de la vida y de la muerte: «vive la vida hoy aunque mañana te mueras». El sicario lleva la sociedad de consumo al extremo: convierte la vida, la propia y la de las víctimas, en objetos de transacción económica, en objetos desechables.
El cinismo del narrador no tiene límites porque no busca justificarse, ni justificar su conducta. Expone los hechos en forma directa, sin digresiones explicativas y sin hacer concesiones al lector. Su intención no es entretener o mostrar algo desconocido; su intención es sacarnos de la pasividad y el letargo creado por el miedo y la violencia y hacernos participar de los hechos:
«Eva, la empleada de la cafetería, murió de un tiro en la boca. Cuando nos tiró el café la delicada, porque le pedimos una servilleta entera y no esos triangulitos de papel minúsculos con los que no se limpia ni la trompa una hormiga, a Alexis lo primero que se le ocurrió fue la boca, y por la boca se despachó a la maldita. Guardó su juguete y salimos de la cafetería como si tales, limpiándonos satisfechos con un palillo los dientes. «Aquí se come muy bien, hay que volver». Como usted comprenderá nunca volvimos. Eso que se vuelve al sitio son pendejadas de Dostoievski. Volvería él cuando mató a la vieja, yo no. ¿Para qué? ¿Habiendo tanta cafetería en Medellín y tan atentas?» (La virgen de los sicarios).
Se devalúan también valores morales y filosóficos de obras de la literatura universal, a través de las relaciones intertextuales donde se las evoca; las «pendejadas de Dostoievsky» son los complejos de culpa de Raskolnikov, que lo atormentan; pero aquí no existe complejo de culpa, ni remordimiento por los actos cometidos. Las inolvidables coplas de Jorge Manrique acerca de lo efímero de la vida, es otro de los textos parodiados por el narrador para relatar el fin del televisor; los muertos no merecen versos ni celebraciones rituales; las relaciones humanas se cosifican y se humanizan los objetos en una sociedad controlada por el consumo y el materialismo: «A todo se le llega en este mundo su día: pasa el alcalde, pasa el ministro, pasa el presidente y el Cauca sigue fluyendo, fluyendo, fluyendo hasta el ancho mar que es el gran vertedero de desagües. ¿Qué por qué lo digo? Hombre, mire, vea, fíjese, porque se le llegó también su día al televisor. La muerte de ese maldito es digna de un poema. Lo estoy pensando en versos de arte mayor, en alejandrinos de catorce sílabas que me salen tan bien. Yo soy de respiración pausada y de tiro largo» (La virgen de los sicarios).
Uno de los proverbios de Antonio Machado pierde su contenido existencial y solidario y se convierte en una macabra afirmación de la muerte: «A estos muertos se les quedan los ojos abiertos sin ver. Y ojos que no ven, aunque uno los vea, no son ojos, como atinadamente observó el poeta Machado, el profundo» (La virgen de los sicarios). Con este tono irreverente y para validar sus afirmaciones sarcásticas, cínicas o desacralizadoras evoca a Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges, Honorato de Balzac, Tirso de Molina, Gunter Grass.
Frankenstein y Dios son igualados en este mundo al revés, porque crearon monstruos que son incapaces de controlar. Satanás, por lo tanto, viene a poner orden y envía a los sicarios como ángeles exterminadores. Con esta lógica de juicio final cada muerte es celebrada con júbilo y no deja huella o remordimiento, solo la satisfacción de un deber cumplido: «Basuqueros, buseros, mendigos, policías, ladrones, médicos y abogados, evangélicos y católicos, niños y niñas, hombres y mujeres, públicas y privadas, de todos probó el Ángel, todos fueron cayendo fulminados por la su mano bendita, por su espada de fuego. Con decirles que hasta curas, que son especie en extinción» (La virgen de los sicarios). La marca que distingue a los dos jóvenes es el color verde de sus ojos que los iguala y hace únicos para el narrador pero que los separa de los otros, transfigurándolos en seres especiales (ángeles exterminadores) y señala el símbolo satánico de su misión. La belleza física y la depravación moral de los protagonistas es uno de los tópicos de las novelas y películas de terror, que por lo general están circunscritos a un personaje que al final es destruido y controlado por las fuerzas del bien, restableciendo el equilibrio y la tranquilidad al público, que se purifica con la experiencia catártica. En la obra de Vallejo, por el contrario, las fuerzas del mal apuntan a una realidad constatable pero carecen de un oponente poderoso que las pueda controlar, lo que convierte a la novela en un texto apocalíptico.
Las relaciones amorosas son sólo insinuadas o mencionadas en forma pasajera por el narrador para no despertar susceptibilidades en el lector, al que imagina «con mujer gorda y propia y cinco hijos comiendo, jodiendo y viendo televisión» (La virgen de los sicarios). De manera indirecta se insinúa que las relaciones homosexuales son más apropiadas porque incluso evitan la reproducción de la especie. El matrimonio con su correlato de niños y mujeres embarazadas se señala como actitud irresponsable, pues el planeta está superpoblado, y los que más se reproducen son los pobres, a los que considera como los más irresponsables pues multiplican la miseria, el desorden y el crimen. Así, la Iglesia Católica, Amnistía Internacional, los defensores de los derechos humanos, el comunismo son culpables de soliviantar a los pobres y de enseñarles a exigir y protestar. La homosexualidad se presenta como alternativa a las relaciones humanas, a la vez, que devalúa el machismo predominante en la sociedad antioqueña donde se ha marginado y perseguido a los homosexuales, como ya dijimos antes. En un medio eminentemente masculino como el de los sicarios, donde el «no arrugarse» —o ser macho— es un requisito indispensable para ingresar a una banda, es significativo que los protagonistas sean homosexuales. Vallejo devalúa, así, los valores y códigos varoniles de las bandas y de su estilo de vida; a la vez que se burla de las cerradas tradiciones patriarcales donde el matrimonio y los hijos numerosos son el modelo a seguir y la única alternativa apoyada por la Iglesia. El narrador se deleita describiendo las escenas cuando «los ángeles exterminadores» matan mujeres embarazadas y niños; hecho que ni siquiera es aceptable entre las bandas más temerarias, pues el que mata niños y mujeres es un «chichipato», un «cochino» que no merece el respeto de los otros compañeros.
La actitud de inocente espectador del narrador que no participa de los hechos es un truco para hacer que el lector se identifique con él; pero poco a poco sin embargo, se va acostumbrando a los crímenes y empieza a mostrar su morbosidad al disfrutar vicariamente de los sangrientos hechos; se convierte y nos convierte en voyeristas de la tragedia y de la miseria humana. Al principio de la novela el narrador se dirige al lector con un pronombre de complemento indirecto (les), luego con un vocativo «hombre», después muestra más confianza y lo llama «bobito» —porque no puede adelantarse a los hechos— y al final como «parcero», ya que de alguna manera han compartido las hazañas de los antihéroes. Al final de la novela se despide y nos dice: «Bueno parcero, aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias por su compañía… Y que te vaya bien, que te pise un carro o que te estripe un tren» (La virgen de los sicarios). Esta despedida en modo imperativo es un conocido dicho infantil, que los niños usan con sus amigos para desearles suerte. Fórmula mágica que nomina las posibilidades del desastre para conjurarlo y atraer la buena suerte. Este requerimiento nos devela la intención final del autor: nominar todas las posibilidades de la violencia y de las miserias humanas para así exorcizarlas.
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