ETAPA 3 | Televisión

Jééjɨ

Tras darse un baño en el kilómetro 4 entre La Chorrera y la sabana del río Cahuinarí, Arcesio siente que alguien quiere decirle algo. Un golpe en el pecho lo saca de sus contemplaciones y trae a su mente los rostros de sobrinos y sobrinas, de hermanas y hermanos, de madre y de padre. Sabe que, internado en la selva como estaba, solo puede ser uno de ellos. La autora de esta historia lleva casi diez años de trabajo con el pueblo Muinane. De ese contacto surge esta crónica: adelanto de su próximo libro.
Arcesio Umire en la puerta de su casa en La Chorrera, 2021. Foto de Matthias Kopp.
Arcesio Umire en la puerta de su casa en La Chorrera, 2021. Foto de Matthias Kopp.

Jééjɨ

Tras darse un baño en el kilómetro 4 entre La Chorrera y la sabana del río Cahuinarí, Arcesio siente que alguien quiere decirle algo. Un golpe en el pecho lo saca de sus contemplaciones y trae a su mente los rostros de sobrinos y sobrinas, de hermanas y hermanos, de madre y de padre. Sabe que, internado en la selva como estaba, solo puede ser uno de ellos. La autora de esta historia lleva casi diez años de trabajo con el pueblo Muinane. De ese contacto surge esta crónica: adelanto de su próximo libro.

A la una de la tarde del jueves 5 de octubre de 2017, Arcesio Umire sintió que se le movió el corazón. Estaba tendido boca arriba con la mirada fija en las copas de las ceibas que le tapaban el cielo. Acababa de tomar un baño en el arroyo que conocía desde niño, sentía cómo se evaporaba el agua de su piel y salivaba gustosamente los restos de ambil y de mambe cuando un golpe dentro del pecho lo sacó de sus contemplaciones. «¿Quién necesita hablar conmigo?», recuerda que pensó al levantarse.

Repasó los linderos de la pequeña maloka improvisada con hojas de palma y no vio monos, ni borugas, ni culebras, ni huellas de jaguar. Luego, confirmó que los tiestos de la cocina estuvieran empacados para el regreso a la casa y que la fariña —harina de yuca que había obtenido después de dos días de trabajo— estuviera tostándose a la temperatura adecuada. También se ocupó de analizar el clima y concluyó que no vendrían huracanes ni tempestades.

Seguro de que en las cercanías todo estaba en orden, se untó extracto de tabaco en la punta de la lengua, puso polvo de hoja de coca en el fondo de su cachete y otra vez se tumbó en la hojarasca a descansar, a hacerle el quite al golpe de calor y de humedad. Se sentó para aclarar sus pensamientos.

Si bien el cuerpo de Arcesio parecía en calma, su mente no paró de divagar. «Me zozobré. No sé si estuve dormido o despierto», dice cuando trata de darle sentido a lo que experimentó: la fariña se quemaba, sus sobrinos se extraviaron en la selva, las hormigas congas lo rondaron, Colombia perdía el partido contra Paraguay, seres de dientes iban por él, una anaconda emergía del agua, su mamá se desmayaba. El espíritu malo lo perseguía entre el cananguchal.

De los laberintos de la duermevela lo sacó otra impresión. «Más o menos a las tres y treinta el corazón se me volvió a manifestar, pero más abajo», mientras habla se toca el vientre para precisar el lugar donde sintió el latido. «¿Qué está pasando aquí?», se dijo y aguzó sus sentidos. Dejó de pensar en su cuerpo espigado de hombre de 44 años, donde parecía haberse instalado un manguaré, y se concentró en la tierra que pisaba con el propósito de conectarse otra vez con la realidad conocida.

Anclado a cuatro kilómetros de La Chorrera, en la vieja trocha hacia Puerto Santander, Arcesio intentó descifrar los que para él ya eran mensajes de peligro. «Alguien quiere decirme algo y como no puede me toca el corazón», concluyó. Trajo a su mente los rostros de sobrinos y sobrinas, de hermanas y hermanos, de madre y de padre. Supo que, internado en la selva como estaba, solo podría ser uno de ellos, alguien que debía estar cerca: Pablo Umire, su padre.

Después de fijar la atención en la imagen de Pablo —hombre bajo, pecho ancho, piel cobriza, ojos rasgados, manos grandes—, descartó la idea de salir a buscarlo por tres razones. La primera: consideró que su padre, un mayor del pueblo Muinane, sabía aprovechar sus habilidades de caminante, tirador, cazador y médico tradicional y que, por lo tanto, no era necesario apresurase. La segunda: recordó que se había citado con su padre en la maloka mediando la tarde para regresar juntos al caserío y, como todavía estaban dentro del plazo previsto, prefirió esperar. La tercera: sabedor de que en la selva respetar el punto de encuentro es una norma para sobrevivir en caso de tragedia, decidió quedarse.

Pasó un tiempo empacando la harina de yuca, asegurando los canastos repletos de utensilios y envolviendo las plantas necesarias para los males del estómago y de los pulmones, pero no logró recuperar la serenidad. A las cinco y treinta, justo cuando empezó a oscurecer, Arcesio recibió otra señal. Esta vez no vino de su propio cuerpo sino de los escarabajos: «Cuando comenzó a cantar la chicharrita —esa que se escucha triste y sola y que después se junta con otras y aturde— supe que sucedía algo grave». Entonces, dice Arcesio, se llenó de calma y claridad.

Se calzó las botas. Del cinturón aseguró el machete, la linterna y el celular. Al hombro se terció la escopeta y un canastico con mambe, ambil y algunas hierbas. Antes de que la oscuridad fuera completa, Arcesio —cuyo nombre en muinane es Achɨbo: el que lleva la luz— se adentró por la trocha en busca de huellas de hombres, animales o seres invisibles que pudieran ayudarle a saber quién quería hablar y qué mensaje necesitaba transmitirle.

Una vez llegó al alto del kilómetro cinco, el lugar donde funciona la señal para teléfonos celulares, dejó un mensaje en los buzones de sus hermanos: «Mi papá se fue a coger bejucos y no regresó. Ya está oscuro. Salgo a buscarlo». Empezó a descender la pendiente y a considerar cuál camino tomar: seguir por la trocha, meterse a la selva por un camino nuevo o seguir el curso de un hilo de agua. Achɨbo decidió guiarse por la corriente pues pensó que, de estar enfermo o herido, su padre hubiera buscado calmar la sed.

«Empecé a bajar orillado por el agua y escuchaba voces y murmullos, pero apenas dejaba de caminar se callaban», dice Achɨbo antes de asegurar que llegó a creer que los espíritus querían extraviarlo. Por eso, a las siete de la noche, decidió regresar a la trocha, un camino por el que podría ir de La Chorrera hasta la sabana del río Cahuinarí —la tierra de los Umire— con los ojos cerrados.

Una vez allí escuchó un ruido suave entre los árboles, apuntó con la linterna y reconoció a los perros del papá, Lanza, Mona y Estrellita, que empezaron a ladrar. Concentró su atención en los sonidos, la selva es bulliciosa. Quería distinguir lo diferente del paisaje en medio de la oscuridad. Al silenciar su entorno escuchó un gemido tan débil como el de un cachorro y fue en su búsqueda. Dio algunos pasos más y la luz de la linterna dejó ver a Pablo tendido en el camino. «A mí se me cortó la garganta, yo no podía hablarle, tampoco me bajaba la voz para gritar», dice Achɨbo que entonces corrió un poco más de mil metros para volver a llamar por celular: «Mi papá se accidentó. Está entre que pueda vivir o no. Manden ayuda». Colgó la llamada y desanduvo el camino a todo galope para acompañar a su padre agonizante.

Siete horas antes, Pablo Umire había emprendido una sencilla expedición por la selva en busca de materiales para tejer canastos. Dejó el kilómetro 4, donde la familia tiene una estación de descanso para sus frecuentes caminadas de cincuenta kilómetros entre La Chorrera y su maloka en la sabana del Cahuinarí, y se alejó en compañía de sus perros. Acostumbrado a la soledad de la selva, enfrentado a una tarea que no le imponía grandes retos y entusiasmado con la idea de regresar temprano a La Chorrera para ver el partido entre Colombia y Paraguay por un cupo al mundial de Rusia 2018, solo empacó un machete corto. El mambe, el ambil y el teléfono celular quedaron al cuidado de Arcesio que ya se refrescaba en la quebrada, mientras el fuego daba el punto de tostado a la fariña.

Pablo no tardó mucho tiempo en divisar un conjunto de palmas jóvenes, sanas y de baja altura que harían más fácil su trabajo. Antes de cortarlas decidió caminar un poco más para revisar el cauce de los arroyos que en temporadas de lluvia inundan el camino. Pensó quizá en refrescarse en los pozos de piedra donde el agua se conserva a menor temperatura. Estaba en sus recreaciones de jueves al mediodía cuando oyó a sus perros ladrar con desespero. Apartó la mirada del agua y descubrió que Lanza, Mona y Estrellita se enfrentaban con un oso hormiguero que les respondía mostrándoles las garras.

Pablo Umire, un viejo cazador de tigrillos, jaguares y ocelotes, puso el ojo en el animal y descendió hasta donde se desarrollaba la escena. Sabía, por experiencia, que las refriegas entre perros y osos terminan mal para los primeros. A falta de escopeta y de cuchillo, se dirigió hacia el caballuno con un machete de hoja roma y corta, con la seguridad que le daba haber derrotado a más de una decena de osos en su vida. «Yo me fui de una vez a matar», afirma Pablo, a quien le enseñaron que las peleas en la selva se ganan con determinación, antes de reconstruir los hechos con frases directas y cortas.

«Lo ataqué primero, con ventaja porque ellos tienen mala vista, pero el machete no le entró». El oso respondió con un fuerte manotazo que tumbó a Pablo y le rasgó la camisa. «Me levanté y le tiré un machetazo. Creo que lo corté porque él se echó para atrás y yo me resbalé». El oso recuperó su posición en la parte baja del terreno donde se libraba la pelea, se fue sobre Pablo —que seguía agitando el machete— y lo enganchó por el pantalón. «Yo me vi levantado por ese animal. Me subía y me bajaba. Yo le seguía tirando a dar hasta que el pantalón se rompió y caí». El oso, alterado por los ladridos de los perros y el olor de su propia sangre, se dirigió a su agresor caído en el fango y lo abrazó por detrás y lo agarró por el abdomen. «Yo sentí cuando me perforó el estómago y las garras que se quedaron ahí, clavadas». El oso, de unos 30 kilos, resoplaba al pie de Pablo, que no podía quitarle los ojos de encima. «Nunca había mirado a ese animal tan cerquita. Cerré los ojos y me tiré a machetearlo, a machetearlo, a machetearlo con las pocas fuerzas que me quedaban». De pronto, el oso zafó la garra del cuerpo de Pablo. «Lo miré que saltaba y dije: lo corté bien cortado, está jodido». Herido de muerte, seguido por los perros que no dejaban de acosarlo, el oso se alejó unos metros hacia lo bajo de la pendiente y se echó al pie de un árbol.

Pablo tuvo tiempo para mirarse las heridas: rayones en los brazos y en las piernas, y una larga cortada que dejaba a la vista el interior del cuerpo desde el estómago hasta los testículos. Solo al ver su abdomen abierto, convertido en un amasijo de carnes, gritó y se dejó caer abatido por el dolor.

Serían las dos de la tarde cuando despertó. Al sentir que los perros lo olfateaban se animó a levantarse. Entendió que si los animales estaban junto a él era porque el oso ya no era un peligro. Logró sostenerse en pie y caminar. «Yo me caía y me paraba, me caía y me paraba, me caía y me paraba», recuerda Pablo mientras que se tapa los ojos como borrándose los recuerdos.

Un poco más tarde, no pudo pararse de nuevo. Se quitó las botas para comprobar que las piernas estaban adormecidas y no heridas. Trató de ponerse de pie y fracasó. Solo gateando logró ascender algunos metros más. «Cada que encontraba un árbol me agarraba. Descansaba y miraba el sangrerío loma abajo», relata Pablo advirtiendo que no sabe si algunas decisiones las tomó en estado de plena conciencia o ya en un trance hacia la muerte.

Cuando ya no pudo gatear, decidió arrastrarse porque estaba seguro de que solo llegando a la trocha alguien podría auxiliarlo. Para liberar los brazos, tiró el machete y acabó de desgajar la manga de la camisa rota por la garra del oso. Los brazos hicieron todo el trabajo para empujar su cuerpo adormilado, herido y desangrado hasta la cima. El último esfuerzo lo hizo para tenderse atravesado en el camino, no quería quedarse en la orilla y que, cubierto por el rastrojo, fuera invisible para alguien que, ya tarde, se adentrara en esa lejanía. A las cinco y treinta, cuando la chicharra triste comenzó a llorar y la perdiz anunció el anochecer, Pablo reptó hasta el centro del camino y se entregó a la que pensaba sería su última noche.

Achɨbo encontró a su padre inconsciente y moribundo casi a las siete de la noche. Primero se ocupó de las cosas materiales. Corrió varias veces entre los kilómetros 4, 5 y 6. En unos viajes transportó hierbas medicinales, ambil y mambe; en otros, cargó hamacas y varas para improvisar una camilla; y en dos se dedicó a hablar por teléfono, en el único lugar con señal, para urgir la llegada de los cargadores y del enfermero. Después, cuando consideró que el mundo estaba en orden hasta donde dependía de él, se sentó al lado de su padre y se ocupó de los asuntos espirituales. Chupó ambil y llenó su boca con polvo de hoja de coca para calmar el hambre e iluminar el pensamiento. Comenzó a rezar y a cantar oraciones viejas para atraer la conciencia de su padre.

La oscuridad era plena cuando Pablo escuchó que alguien le hablaba muy cerquita y le tocaba la cabeza. Al principio pensó que estaba en presencia de Alejandro Umire y Regina Ekeme, sus padres sobrevivientes de las caucherías, quienes le daban la bienvenida a otro mundo hecho de piedras y de agua. Pero luego, cuando escuchó ladrar a los perros, descubrió que era su hijo Achɨbo que estaba llamando a su corazón: con rezos y plantas lo endulzaba y lo enfriaba para mantenerlo vivo. Lo escuchó hablar, cantar y rezar durante un largo rato hasta que logró abrir los ojos para anunciarle que aún no se había ido a descansar.

Cuando Achɨbo quiso saber qué había pasado, Pablo solo pudo decir: jééjɨ. No preguntó más pues la palabra «oso», en esas circunstancias, era suficiente. Achɨbo apretó la mano de Pablo —cuyo nombre en muinane es Tɨfáisu: ‘el que está maduro’— y pensó que ya era tiempo de que su padre, a punto de cumplir setenta años, dejara de enfrentarse con las fieras. Giró la cabeza para otear hacia la trocha y vio, a lo lejos, las luces de quienes llegaban a rescatarlos.


Nota
: El cuerpo del oso hormiguero, un ser que se alimenta de hormigas
y termitas y que solo ataca para defenderse, fue encontrado dos días después al pie del árbol que escogió para descansar al final de la pelea.

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