La leishmaniasis es una enfermedad transmitida por diminutas moscas selváticas llamadas lutzomyia y que en Colombia se conocen como «manta blanca» o «palomilla». A través de sus picaduras, parásitos microscópicos producen unas úlceras cutáneas que crecen gradualmente. En el Batallón Silva Plazas, ubicado en el municipio de Duitama (Boyacá), está el Centro Nacional de Rehabilitación de Leishmaniasis (CRL) para el tratamiento de soldados activos afectados por la leishmaniasis cutánea. Detrás de este centro hay una historia compleja que nace en la selva. Es una clínica que tiene la particularidad de estar dedicada a una sola enfermedad. «Es única en el mundo, excepcional, enfocada en hombres jóvenes de los rangos más bajos del ejército a quienes mandaban al combate», explica la investigadora colombiana Lina Pinto-García, que ha dedicado varios años a estudiar las causas y las consecuencias de esta enfermedad. Su libro, Maraña: guerra y enfermedades en las selvas de Colombia, se publicará próximamente con la editorial The University of Chicago Press.
Pinto-García es bióloga con maestrías en Biotecnología y Estudios Sociales de la Ciencia. Su trabajo académico, además, consistió en entrevistar a funcionarios de salud pública de los ministerios de Salud y de Defensa, visitar el CRL durante la fase temprana del Acuerdo de Paz para hablar con soldados y viajar hasta la Zona Veredal de Transición y Normalización en Colinas (Guaviare), en la que se concentró el Bloque Oriental de las FARC-EP durante el proceso de desmovilización de este grupo armado, para dialogar con guerrilleros que padecieran de leishmaniasis.
Además, siguió la ruta de distribución de las ampollas a base de antimonio (Glucantime, de la marca Sanofi), el medicamento con el que se trata esta enfermedad. Para seguir su movimiento, Pinto-García rastreó cómo el Ministerio de Salud las recibía y distribuía. Unas iban para la fuerza pública y otras para la población civil.
En el equipo administrativo del CIDEIM, un instituto de investigación biomédica en Cali, Pinto-García se interesó por la enfermedad. «Escuchaba que era la “enfermedad de la guerrilla”; muchos de los pacientes que llegaban buscando solución a sus lesiones de leishmaniasis eran guerrilleros, guerrilleras, personas que se dedicaban al cultivo de coca, raspachines».
¿Cuándo comenzó el estigma sobre la leishmaniasis en Colombia?
La leishmaniasis siempre ha sido un problema de salud pública relacionado con los entornos selváticos y con las personas que, por una u otra razón, se adentran en este contexto. Por lo tanto, desde hace muchos años ha afectado a miembros del ejército, así como a guerrilleros e integrantes de grupos paramilitares. Con el cambio de la estrategia militar que se dio con el gobierno de Álvaro Uribe, a los soldados se les exigió entrar a la selva y quedarse allí para arrinconar y hostigar a la guerrilla. Además, el reclutamiento aumentó muchísimo; entonces, ese número creció de manera dramática.
Esto ocasionó que la leishmaniasis pasara de ser un asunto marginal para convertirse en un problema que, de hecho, estaba poniendo en riesgo toda la estrategia militar del Estado. A mediados de los 2000, ante la enorme cantidad de casos, tuvieron que crear este Centro de Recuperación de la Leishmaniasis, adonde evacuaban a los soldados que venían del sur de Colombia, como Caquetá, Putumayo y Meta, donde el Plan Patriota estaba teniendo su segunda fase. La enfermedad quedó estigmatizada especialmente en zonas donde el conflicto ha sido muy activo, lo que generó no solo violencia hacia quienes la tienen por ser considerados guerrilleros, sino todo un control restrictivo estatal de los medicamentos que se usan para tratarla.
¿Por qué se generó ese control restrictivo del Glucantime?
Hablando con personas del ministerio (de Salud), ellos dicen que lo del control restrictivo es un mito porque el Estado compra el número de ampollas necesarias para tratar de forma oportuna a todo el que esté diagnosticado con leishmaniasis en Colombia. Pero si yo me voy a un lugar como Tumaco, la gente no tiene acceso, le toca moverse desde el lugar endémico de leishmaniasis hasta el casco urbano, le hacen un diagnóstico e incluso ahí es difícil que le den las ampollas que necesita. Ellos dicen que la leishmaniasis es lo que se llama «un evento de interés en salud pública», que es el caso de enfermedades como la malaria, la tuberculosis, la lepra y otras, por lo que el Estado asume la responsabilidad de proveer ese tratamiento de forma gratuita.
Pero, nuevamente, en lugares como Tumaco hay un montón de gente que tiene malaria y, a pesar de que el esquema de tratamiento también tiene sus complejidades, la gente accede muy fácilmente. ¿Por qué eso no pasa en el caso de la leishmaniasis? El argumento que usan es que su tratamiento es supremamente tóxico, no es oral, es inyectado, causa problemas al corazón, al páncreas, al hígado y a los riñones, y no se puede practicar sin supervisión médica en un ámbito clínico; por lo tanto, no se puede llevar a zonas remotas, se tiene que garantizar que haya un espacio adecuado y un personal lo suficientemente entrenado y responsable.
Aun así, hay medicamentos de eventos considerados de interés en salud pública, muy tóxicos, como el de la tuberculosis, que sí le llega la gente. Personas que han trabajado en barrios muy alejados de Medellín aseguran que hay toda una red de motociclistas que llevan el tratamiento de la tuberculosis a esos lugares. Es decir, hay formas para acceder a pesar de las restricciones propias del fármaco. Entonces, y ahí es donde surge la gran verdad, el tema con la leishmaniasis es que los actores armados tienen interés en el medicamento y por eso no se distribuye libremente.
¿Por qué es tan delicado su tratamiento?
El Glucantime es un medicamento a base de antimonio producido por Sanofi, multinacional farmacéutica de origen francés. El antimonio se utilizaba en el siglo XVII en Europa para que la gente vomitara. Es tan tóxico que buscaba liberar de todos los males y enfermedades. En ese momento hubo una gran polémica entre quienes eran practicantes médicos, que debatían si el antimonio debía usarse o no como un medicamento o si debía considerarse como veneno; al final, prevaleció la idea de que era tóxico.
Su uso dentro de la práctica química decreció y solo se siguió utilizando para dos enfermedades: esquistosomiasis y leishmaniasis. En la década de 1970 se desarrollaron nuevos medicamentos menos tóxicos para la esquistosomiasis, por lo que quedó anulado el uso del antimonio. La única enfermedad de condición médica para la cual se sigue utilizando antimonio hoy en día es la leishmaniasis.
Para la mosca transmisora de la leishmaniasis la presencia de mamíferos de dos patas —que usual- mente van armados y de camu- flado— es otra fuente de sangre, una que se volvió muy abundante en medio de la guerra. En el libro me enfoco en retratar cuál es la expe- riencia del soldado. Si bien podría pensarse que ellos son los únicos que salen bien librados de este tema, debido al afán de mantener cuerpos disponibles en la primera línea de combate, el ejército espera a que a los soldados les crezca la lesión tanto como una moneda de quinientos pesos o una tapa de Gatorade antes de evacuarlos.
¿Qué tan seguros son los tratamientos alternativos para curar esta enfermedad?
Como es una enfermedad rural, prehispánica, existen prácticas no biomédicas, no solo para entender sino para abordar la enfermedad. En el Pacífico, por ejemplo, a la leishmaniasis se le conoce como «guaral», pero también hay unas plantas que se llaman guaral. Para el pueblo Awá, cuando uno entra a la selva sin pedirle permiso o teniendo malos pensamientos, la planta del guaral ojea a la persona y le causa úlceras. ¿Y cómo se hace para tratarla? El médico tradicional busca plantas de guaral que tengan llagas similares a las de la persona para hacer un preparado.
En cada zona del país existen entendimientos y formas de abordar las enfermedades que son particulares a sus relaciones socioecológicas. Por ejemplo, es normal que la gente mencione el rezo como una forma efectiva de tratar la enfermedad. Escuché muchas historias en el ejército, de muchos jóvenes que vienen de contextos rurales, violentos y empobrecidos, que no confiaban en el tratamiento de Glucantime porque decían que la sangre queda contaminada con leishmaniasis, no importa cuánto Glucantime le pongan. Y es muy interesante la explicación biomédica, porque puede ser que el tratamiento te ayude a sanar la lesión, pero no te mata todos los parásitos que tienes en el cuerpo. Por eso decían que había que recurrir al rezo.
Una de las particularidades de su libro Maraña es cuestionar esa definición de que la guerra es un fenómeno puramente humano…
Lo interesante de este caso es que ilustra muy bien de qué puede tratarse la relación entre salud y cómo la fuerza corrosiva de la guerra puede llegar a penetrar ámbitos que se consideran asépticos, como la salud pública, como la investigación biomédica, como los ensayos clínicos. Uno nunca piensa que la guerra llega tan lejos a corroer esos lugares. El caso de la leishmaniasis muestra que sí. Cómo una enfermedad no se puede entender sin su contexto sociocultural y cómo ese contexto también le da forma a la experiencia de la enfermedad. La experiencia de la leishmaniasis en Colombia está mediada por el conflicto armado, porque quienes están afectados por la enfermedad tienen que entrar en un itinerario terapéutico que establece el Estado, diseñado y moldeado bajo lógicas de guerra y bajo fragmentaciones sociales producidas por el conflicto armado. Fragmentaciones de: usted es guerrillero, usted es soldado, usted es civil…
Se podría decir entonces que la leishmaniasis es una metáfora de nuestro gran conflicto…
Sí, a mí me parece que habla de lo que ha sido el conflicto armado y lo que se considera legítimo hacer en ese contexto. Por ejemplo, eso de tratar a una gente y a otra no, dejar a los civiles por fuera, sin acceso, sin nada. El ejército tenía acceso a diagnóstico y a tratamiento; la guerrilla era un actor muy poderoso, entonces tenía acceso por medios corruptos, tenía plata y conseguía por vía de contrabando traer medicamentos desde Venezuela o desde Brasil. Entonces, ¿quiénes quedaron realmente sin nada? Los civiles. Hay un concepto, que también me parece muy interesante, que es de unos historiadores latinoamericanos que hablan de «patologías de la patria», y es esta idea de que hay ciertas enfermedades o condiciones de salud que definen un momento histórico y definen la manera en que se estigmatizan ciertos individuos. A esa incorporación condicionada de individuos al proyecto de nación se les recubre de un velo médico-científico y se aborda de forma biomédica para darle un manejo estatal y crear divisiones, discriminaciones y favoritismos.
En la introducción de Maraña usted escribe que para la «manta blanca» los seres de verde que están en la selva no son soldados, guerrilleros o paramilitares, sino simplemente una posibilidad de alimentación. En ese sentido, la naturaleza nos iguala…
Para la mosca transmisora de la leishmaniasis la presencia de mamíferos de dos patas —que usualmente van armados y de camuflado— es otra fuente de sangre, una que se volvió muy abundante en medio de la guerra. En el libro me enfoco en retratar cuál es la experiencia del soldado. Si bien podría pensarse que ellos son los únicos que salen bien librados de este tema, debido al afán de mantener cuerpos disponibles en la primera línea de combate, el ejército espera a que a los soldados les crezca la lesión tanto como una moneda de quinientos pesos o una tapa de Gatorade antes de evacuarlos.
Muchos de esos casos llegan al CRL, allá los tratan y, una vez están cicatrizados —pueden pasar cuarenta días entre tratamiento y recuperación— regresan a su unidad militar. Los mandan de vuelta a la guerra y les vuelve a dar leishmaniasis. Esto puede pasar hasta seis veces, obligando al soldado a pasar por un tratamiento que destruye su cuerpo: corazón, riñones, hígado, páncreas.
¿Cuáles son los costos de la guerra que no medimos? ¿Cuál es la información que los soldados no tienen?
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